Las colinas de Komor XXXIX

Con la mosca detrás de la oreja, siguió avanzando en dirección al palacio hasta que unos soldados cuyo uniforme no reconoció, le detuvieron a la puerta. —Saludos, soy Antaris, traigo mercancías. Vuestro barón me está esperando.

XXXIX

Los helicópteros llegaron puntualmente y médicos y enfermeras subieron a los transportes con evidentes caras de alivio. Estaba claro que Monique era la única tozuda que se empeñaba en poner su vida en peligro inútilmente.

El viento, a pesar de que aun no era un problema, estaba arreciando poco a poco. De no ser porque el siguiente helicóptero ya estaba en camino y tardaría menos de dos horas hubiese obligado a Oliva y a la doctora a subir en ese momento.

De todas maneras no podía evitar preocuparse. Las nubes oscuras y pesadas arrastraban sus panzas por las escarpadas montañas al noroeste de la aldea y se acercaban inexorables, presagiando tormenta.

Miró el reloj y llamó a Oliva. Todo seguía en calma. Le preguntó si quería que le relevase un rato, pero ella dijo que no se preocupase, que aguantaría perfectamente las dos horas que quedaban.

Un silencio sepulcral, solo interrumpido por el aullido del viento, dominaba el lugar. Se notaba que los médicos lo habían abandonado apresuradamente y había restos de material que no se habían podido llevar por todas partes.

Buscó a Monique y la encontró en la zona de hospitalización. El barracón solo tenía seis personas. Dos ancianos que parecían más muertos que vivos y otros cuatro que por la cantidad de sondas y tubos que salían de sus brazos era evidente que no podrían salir de allí en unos días.

—Veo que también has evacuado a los enfermos.

—Se ha corrido la voz y los familiares se han llevado a todos los enfermos que podían andar. —respondió la doctora.

—Así que te quedas por ellos. Sabes que van a morir de todas formas. ¿Verdad? —preguntó él— Y si nos quedamos, nosotros también moriremos. En este momento las únicas vidas que puedes salvar son las nuestras.

Monique giró la cabeza y frunció el ceño enfadada. A esas alturas ya no le importaba. Tenía que entenderlo. El no podía hacer nada.

—¿Y por qué no nos los llevamos a ellos? No son más que seis. Caben perfectamente en uno de vuestros helicópteros.

—No estoy autorizado.

—¿Y qué más da? —replicó ella iracunda— ¿Me estás diciendo que vas a dejar morir a estas personas porque unos cabrones a mil quilómetros de distancia han decidido que las vidas de seis afganos enfermos no valen nada?

—Soy un soldado, solo cumplo órdenes.

—Está bien, lo he entendido, también los nazis las cumplían. Ahora si me disculpas estoy muy ocupada.

Encajó aquel golpe bajo como pudo. Ella sabía perfectamente que si hacía lo que ella quería le echarían a patadas del ejército.

No intentó suplicar de nuevo. Sabía que ella no atendería a razones así que salió del barracón y se dirigió hacia su campamento. Tras comprobar todos los sensores se tumbó en el catre y cogió el libro, malhumorado.

Capítulo 55. La última batalla

Manlock

Durante los tres días siguientes siguieron bombardeando la ciudad sin descanso y habían realizado algunos ataques menores, solo para mantener a los komorianos en tensión, pero era perfectamente consciente de su incapacidad para tomar aquellas murallas por asalto. El primer asalto le había costado casi setecientos hombres y la moral de los soldados se había resentido.

Sus soldados habían imaginado que lucharían contra soldados blandos y sin preparación, pero los komorianos sabían lo que significaría la derrota y se habían batido como leones.

Por si fuera poco los problemas se acumulaban. La comida se estaba acabando y ya habían empezado a matar los caballos más débiles para poder complementar, con ayuda de la caza, la magra ración que recibían su hombres.

La cosa no pintaba nada bien aunque el general tenía razón. Ahora tenían que aguantar. Una retirada a Samar, sin víveres y con el ejército komoriano acosándoles sería un desastre. Mientras tanto procuraban mantener a los hombres ocupados utilizando la madera del bosque para fortificar el campamento y así prevenir un ataque nocturno.

Al cuarto día las puertas de la ciudad se abrieron. Por un momento tuvo esperanza de que al fin los komorianos presentarían batalla, pero enseguida se dio cuenta de que solo eran una docena de hombres con la bandera de parlamento.

Confuso les esperó a la puerta del campamento con Minalud y seis de sus mejores hombres a su lado. La embajada no se apresuró demasiado y pasó ante los trabuquetes que habían detenido el bombardeo mientras se desarrollaban las negociaciones.

Les esperó intentando disimular su confusión. No esperaba que los komorianos se rindiesen tan rápidamente y la actitud serena y confiada de los embajadores le decía que no venían precisamente a eso.

—Saludos. —dijo un joven, apenas un adolescente que vestía una impresionante armadura con hombreras de plata— Soy Argios, el hijo del el barón Heraat, soberano de Komor.

—Saludos. —respondió Manlock sin ocultar su enfado al tener que tratar con un chaval asuntos de estado— ¿Puedo saber que os trae por aquí?

—Venimos a negociar las condiciones de vuestra rendición. —dijo el chico con voz firme y lo suficientemente alta para que los hombres que estaban en el campamento pudiesen escuchar.

Por un instante creyó que aquello era una broma. Pero tanto el joven como el anciano que le acompañaba, evidentemente para asesorarle, mantenían el rostro complaciente como si mantuviesen oculto un as en la manga.

—¿Y qué os hace creer que nos rendiremos? —preguntó él, deseoso de que aquellos cabrones descubriesen sus cartas.

—Hemos recibido noticias. Esta noche nuestras tropas han tomado la ciudad de Samar. Habéis perdido la guerra. Vuestras alternativas son rendiros o morir de hambre. —respondió todo lo alto que pudo para que parte del campamento le oyera.

Un escalofrío recorrió la espalda del barón. Su primer sentimiento fue la incredulidad, pero luego se dio cuenta de que con el último envío de víveres y tropas había dejado la ciudad prácticamente indefensa y de repente se dio cuenta de la razón por la que los hombres de Albert habían dejado de acosarles.

—¡Eso son estupideces! —intervino Minalud ante el estupor del barón e intentando que las palabras de aquel joven no calasen entre sus hombres— Samar es inexpugnable. Nadie ha logrado entrar en la ciudad por la fuerza en doscientos años. Si esa es vuestra mejor mentira para conseguir nuestra rendición ya podéis iros por dónde habéis venido. Y dad gracias que no os devolvemos por partes con los trabuquetes.

—Muy bien. Entiendo que es una sorpresa y que necesitáis confirmarlo, por eso os damos tres días para rendiros sin condiciones y prometemos conservar vuestras vidas. —dijo el anciano.

—No se confunda anciano. Esto no ha acabado. —dijo Manlock recuperándose de su confusión— Nunca nos rendiremos. Conquistaremos vuestra podrida ciudad o moriremos en el intento.

—Vosotros mismos. —replicó el chico encogiéndose de hombros y tirando de las riendas de su caballo para girar en redondo y volver a la ciudad.

Estáticos observaron alejarse a la embajada. Aquellas noticias eran preocupantes, pero en el fondo sabía que eran ciertas y por la cara del general Minalud estaba convencido de que él también pensaba lo mismo.

—Debemos enviar un hombre con nuestros caballos más rápidos para confirmar la noticia. —dijo el general.

—¿Y si es cierto? —preguntó Manlock sin querer escuchar la respuesta.

—Ellos tienen todas las cartas. Lo único que podemos hacer es retirarnos ordenadamente e intentar tomar Samar de nuevo.

—¿Y un nuevo intento de asalto en Komor?

—Sería inútil. Nuestros hombres están débiles y su moral es frágil. Los rumores correrán por el campamento y pronto la notica será de dominio general y los hombres solo estarán pensando en sus familias.

Manlock no preguntó más, no hacía falta preguntarle al general para saber que su situación era desesperada. Su única esperanza era que todo aquello solo fuese un farol para quebrar su moral, aunque en el fondo de su ser sabía que aquella embajada les había contado la verdad.

Cabizbajos volvieron al campamento. Minutos después dos hombres salían al galope con varios caballos en dirección a Samar.

Antaris

Aquel había sido un mal año. Las cosechas no habían sido precisamente excepcionales y del sur apenas había llegado nada, obligándole a tirar de sus magras reservas para cumplir con sus compromisos.

Por si fuera poco los samarios, que siempre habían sido unos excelentes pagadores, se habían retrasado en su último pago. Sin embargo en vez de perder los nervios había visto una oportunidad. Los samarios estaban desesperados y le habían prometido ventajas muy interesantes cuando conquistasen Komor. Se había informado y todos a los que les había preguntado le habían dicho que el ejército de Samar era muy superior y que Komor y sus fértiles campos no tardarían en caer.

Así que había hecho un esfuerzo y por segunda vez se dirigía a la ciudad, esta vez para conseguir un contrato exclusivo que le permitiría comprar todos los excedentes de comida de la ciudad y llevarlos en dirección norte en vez del largo rodeo lleno de intermediarios que tenía que recorrer por el Brock y el Mar del Cetro hasta llegar a él.

Perdería a la ciudad de Samar como cliente pero el viaje hasta Argentea que era la ciudad más rica y que mejor pagaba sus alimentos sería mucho más corto y tan lucrativo que compensaría con creces las pérdidas.

Mientras cabalgaba, con las murallas de Samar ya a la vista, hacía  planes. Quizás debería crear una nueva sucursal en la ciudad. Aprovecharía el viaje para buscar un local adecuado.

Albert

Nunca había tomado una ciudad y se había sorprendido de lo fácil que había sido. Tras asegurar el palacio sus hombres se dispersaron por la ciudad matando o haciendo prisioneros la resto de los soldados enemigos y haciendo botín.

Sus hombres siguieron sus instrucciones estrictamente y solo entraron en las casas del barrio rico dejando a la gente más pobre, que no tenía nada, sin tocar. Cuando terminaron reunieron el botín en el patio del palacio; Oro, plata, piedras preciosas, ricas telas, muebles caros... y esclavos.

No pudo evitar regodearse al ver a toda esa gente limpia y rolliza a pesar de que sus vecinos más pobres se morían de hambre y por una vez no se opuso a la captura de aquella gente que acumulaba riqueza mientras sus conciudadanos se morían de hambre.

A continuación a la vista de sus hombres hizo el reparto. Una cuarta parte para ayudar a los granjeros y pescadores que habían perdido sus casas y sus medios de vida, otra cuarta parte para que le barón la repartiese a su discreción y el resto lo repartió a partes iguales para todos.

Nadie protestó ni puso objeciones. Los hombres se acercaron ordenadamente y recogieron su parte sabiendo que eran afortunados ya que cuando comenzó aquella aventura no esperaban nada más que una muerte relativamente honrosa. A pesar de que les recomendó que las guardasen para empezar una nueva vida sospechaba que pocos le harían caso.

La parte de los que habían muerto se reservó para las personas que habían designado antes del ataque.

Finalmente quedaba lo más doloroso. A pesar de que no había habido demasiadas bajas. Todos habían perdido algún camarada. Una vez despejado el patio reunieron los cuerpos en una pira y les presentaron sus respetos antes de prender fuego en la madera resinosa que habían apilado junto a ellos. Ni siquiera Sardik, aun convaleciente y sostenido por Amara quiso perderse aquella triste despedida. La joven parecía que había estado revolviendo entre el ajuar de la baronesa y había encontrado una clámide de un discreto color gris pero cuya calidad saltaba a la vista y por primera vez la vio como la joven menuda y hermosa que era. Al verles apoyados el uno en el otro no pudo evitar alegrarse por ellos. Por lo menos alguien sacaría algo bueno de aquella guerra.

Observó a los dos amantes, que ahora no se separaban ni de día ni de noche y una oleada de nostalgia le envolvió. Deseaba volver con su esposa lo antes posible y coger en sus brazos el hijo que probablemente ya habría nacido. Ojalá los soldados de la puerta oeste que habían logrado escapar llevasen la noticia a los sitiadores lo antes posible y terminase la guerra.

Ya quedaba poco que hacer allí. Con la ciudad descabezada y los samarios hambrientos y desmoralizados no preveía problemas. Mantendría las puertas de la ciudad cerradas un día más y tras cerciorase de que la gente estaba tranquila dejaría que volviese a la normalidad en los posible.

Lo más importante era abastecer a la  ciudad. Lo único que no había permitido repartir o malgastar fueron los alimentos. Aquellos cabrones de nobles habían acaparado alimentos suficientes para mantener a la ciudad varias semanas luego se vería en problemas, pero esperaba que para entonces pudiese recibir ayuda de Komor.

Cuando el viento empezó a dispersar las últimas brasas se retiró al palacio y preparó un nuevo informe que enviaría por medio de un cuervo crestado y pediría instrucciones.

Heraat

Al final el viejo Aselas, como siempre, resultó  tener la razón. Aquel extranjero era un demonio. Los ataques contra la columna samaria no habían tenido el objetivo de debilitar al enemigo si no obligarle a utilizar todas sus reservas disponibles y así dejar desprotegida su propia ciudad.

El asalto había sido un golpe maestro. Ahora los samarios se encontraban en una situación insostenible, sin fuerza suficiente para asaltar sus muros y sin un hogar al que volver. El consejo era una fiesta. El vino corría y el barón dejó que los presentes diesen rienda suelta a su alegría antes de comenzar la sesión.

—Bueno, supongo que esta era la señal. —dijo el barón pidiendo silencio.

—Tengo que reconocer que esto no me lo esperaba. —intervino el general Aloouf dejando atrás todos sus recelos— Los samarios están condenados.

—¿Cuándo atacaremos? —preguntó el barón.

—Yo esperaría un poco. —dijo el general que de repente había perdido todas las prisas— Debemos dejar que los rumores circulen por el ejército enemigo y que luego se confirmen las noticias cuando lleguen los que hayan escapado de la ciudad— El temor por sus familias les pondrá en el dilema de quedarse aquí sin hacer nada o intentar levantar el campamento y volver para recuperar su ciudad. Eso acabará por minar su moral.

—En esta ocasión te doy toda la razón. Incluso creo que deberíamos dejar que se decidan. Su única decisión lógica es levantar el campamento. —dijo Argios que con su actuación se había ganado el derecho a participar por primera vez en el consejo— Cuando se vayan no pueden dejarnos los trabuquetes. En el momento que empiecen a desmontarlos o destruirlos será el momento de presentar batalla.

—¿Y si se rinden? —preguntó el general.

—No lo harán, saben lo que les pasará si lo hacen. A casi todos y sobre todo a los mandos les espera una vida de esclavitud. —respondió el barón— Sin un lugar a dónde ir, su única salida sería convertirse en bandidos o mercenarios. Ninguna de las dos alternativas nos conviene.

—¿Entonces, nos vamos a quedar con Samar? —preguntó Orkast con los ojos brillantes de avaricia.

—Por supuesto. Desde hace un siglo, esa ciudad ha sido el único origen de nuestros problemas. —respondió el barón— La única forma de acabar con este problema es mantenerla bajo control. Mis planes son que mi hijo se convierta en su gobernador con la ayuda de Albert. Por las noticias que he recibido de él, ha descabezado la ciudad, pero no ha tocado a la gente más humilde. Sé que esas personas han sufrido mucho en nombre de una campaña en la que en principio no iban a ganar nada y que les ha llevado a la ruina. Si les tratamos dignamente no se levantarán contra nosotros.

—Las llanuras de Samar no son tan fértiles como las nuestras, pero si las cultivamos y utilizamos como pastos, seremos los mayores productores de cereales y carne del continente y tenemos la ruta del norte abierta hasta Argentea. —apuntó Orkast— Nos evitaremos intermediarios y el oro y la plata llegarán a raudales como antaño.

Todos sonrieron y brindaron al escuchar aquellas noticias. Pronto Komor volvería a ser una de las ciudades más importantes del continente y nadie estaría en condiciones de disputarles su poder.

Sardik

La ceremonia fue dura. Más de la mitad de los muertos eran hombres suyos que habían caído victima de las flechas samarias cuando irrumpieron en el recibidor del palacio. Conocía y apreciaba a cada uno de aquellos hombres. Su único consuelo era que habían muerto como héroes, con su honor restaurado y que sus familias recibirían la parte que les correspondía del botín.

Aunque la herida había mejorado mucho gracias a los cuidados de los discípulos de Aselas, aun le molestaba y se sentía bastante débil. Tras veinte minutos aguantando a pie firme se sentía exhausto. De no ser por la ayuda de Amara, que no se había despegado de él desde que resultó herido, no hubiese podido llegar a sus habitaciones.

Albert, en una muestra de respeto y cariño por ellos, le había cedido las estancias del barón ahora que la baronesa y su hija las habían despejado para ocupar las de la servidumbre dónde permanecían encerradas en espera de que el barón decidiese su destino.

Con un suspiro de alivio se desnudó rápidamente y se tumbó en aquella enorme cama. Jamás había tenido un colchón de plumas bajo su cuerpo y era una sensación insólita. Como decía Amara aquello era lo que se debía sentir cuando dormías en las nubes.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Amara tumbándose preocupada a su lado— Estás sudando.

—No es nada, cariño. Solo cansancio.

Amara sonrió y cogiendo un pañuelo le secó la frente y el cuello. Sus labios contactaron con su frente con suavidad y no pudo evitar un suspiro de placer. Tirando el trapo al suelo la joven le acarició la barbilla rasposa sus mejillas pálidas y sus ojos hundidos y cansados.

—Te quiero, pequeña. —dijo Sardik agarrando a la joven por la nuca y dándole un beso corto y suave.

Amara se lo devolvió y sus lenguas se juntaron mientras ella se escurría bajo las sábanas acariciando su pecho y haciendo dibujitos con las uñas en su vientre.

Incluso en aquel estado de cansancio su polla respondió aumentando de tamaño. Amara lo notó y sin dejar de besarle apartó las sábanas y le acarició el pubis y los huevos haciendo que la erección fuese completa.

Sardik se revolvió inquieto, podía sentir el deseo de su amante, pero a pesar de lo que su miembro opinase no se sentía con fuerzas para hacerle el amor.

—Tranquilo, cariño. Yo me ocupo. —dijo apartándose un instante para quitarse la ropa.

El tejido de la clámide se pegaba  a su cuerpo como una segunda piel y las dos largas aberturas frontales de la falda que le llegaba a la cadera le permitieron observar aquella piernas esbeltas y fuertes que habían trepado muros y montañas con la facilidad con lo que lo hubiese hecho una mosca.

Con un gesto la joven se quitó un par de broches que sujetaban el tejido y la prenda cayó a sus pies dejando que él observase a placer su cuerpo esbelto y moreno. Amara esperó mientras el recorría su cuello largo, sus pechos pequeños pero tiesos y jugosos, con los pezones rosados, su vientre y la mata de pelo oscuro y rizado que cubría su sexo.

Sonrojada, su amante se acercó y le besó las tetillas y el vientre mientras le acariciaba la polla suavemente. Sardik se removió inquieto y soltó un suspiro de placer. Hacia tanto tiempo que una mujer no le trataba con aquella dulzura que había perdido la cuenta.

Incapaz de moverse hundió las manos en el cabello negro y corto y acompañó los besos con caricias y suaves tirones.

Poco a poco, con dolorosa lentitud, los labios de Amara fueron acercándose a sus ingles hasta que finalmente rozaron su pene. Un escalofrío de placer recorrió su columna y ella con un ronroneo comenzó a chupar y lamer su miembro haciendo que este se retorciese hambriento.

Las chupadas y los lametones se volvieron más intensos hasta que su ella no pudo contenerse más y se montó a horcajadas sobre él, restregando el sexo contra su miembro erecto y acariciándose los pechos y los costados con la mirada perdida en las hermosas flores talladas en el cabezal de la cama.

Inclinándose ligeramente Amara cerró los ojos y cogiendo la polla de Sardik se la introdujo lentamente con un gemido de placer.

Con suavidad comenzó a moverse teniendo cuidado de no apoyarse en su pecho herido. Sardik apoyó las manos en sus caderas y acompañó los movimientos lentos y circulares de Amara dejando que el placer creciese lentamente.

Tirando de ella la obligó a inclinarse. Le dio un beso largo y profundo mientras ella seguía moviendo sus caderas cada vez más deprisa. Sardik gimió y se agarró al pecho de su amante chupando el pezón con fuerza. Amara gritó y se movió, cada vez con más fuerza hasta que un orgasmo la asaltó.

Amara se derrumbó sobre él jadeante unos instantes mientras él se movía lentamente dentro de ella. Cuando se recuperó se separó y se inclinó de nuevo sobre su miembro. Esta vez lo cogió con las dos manos y mirándole a los ojos comenzó a masturbarle con intensidad mientras rozaba la punta con sus labios rosados y jugosos.

Con sabiduría le fue llevando poco a poco al clímax e intuyendo el momento en que estaba a punto de correrse envolvió su miembro con la boca y chupó con fuerza. Sardik no pudo aguantar más y eyaculó mientras ella seguía chupando apurando hasta la última gota de su leche a la vez que le masajeaba sus testículos.

Sardik bramó y se sentó en la cama acariciando la cabeza y el cuello de Amara mientras ella continuaba chupando hasta que su polla se relajó.

Cuando terminó, Amara se sentó en su regazo,  le abrazó estrechamente y le besó la carne aun tierna que cubría su herida, manteniendo el contacto entre sus sexos satisfechos.

—¿Eres feliz? —preguntó ella aun dubitativa.

—Claro que sí. Creí que no volvería a serlo jamás y todo te lo debo a ti. No sé lo que me depara el futuro, pero de lo que estoy seguro es que quiero pasar el resto de mi vida contigo.

Amara, con sus deliciosos labios curvados en una sonrisa resplandeciente, se colgó de su cuello y acercó la boca entreabierta a la suya. Él la besó, disfrutando del contacto de sus cuerpos y sintiéndose por fin en paz. Con lentitud, con cuidado de no hacerse daño en el hombro herido, se tumbó en la cama y tapándose con las sábanas cerró los ojos con su amante haciéndose un ovillo en su regazo.

Manlock

Desde la visita de aquel mocoso apenas había podido dormir en tres días. Su mente quería negarlo. Razonaba una y otra vez que las murallas de Samar eran inexpugnables, que aun quedaban más de cuatrocientos hombres para defender la ciudad, pero en el fondo sabía que lo que le habían contado era cierto.

Arquimal no era un hombre de acción. Lo había dejado al mando de la ciudad consciente de que lo único que deseaba aquel hombre era crecer y enriquecerse a su sombra y jamás le traicionaría. Ahora pagaría no haber dejado a  nadie capaz de defender la ciudad con eficacia.

Uno de sus esclavos entró apresuradamente a la tienda. Los mensajeros habían llegado. Fuera el sol seguía arrasando la llanura y los ánimos de sus hombres. El calor era intenso ya a aquella temprana hora de la mañana y la temperatura no haría si no aumentar.  Miró un instante al cielo. Ni una sola nube que les diese un respiro. Consciente de que los hombres le estaban mirando ahogó un suspiro y se dirigió a la tienda de los mapas donde  celebraban los consejos de guerra.

Camino con aire decidido simulando tener una energía y una convicción de las que carecía. Los hombres saludaban a su paso, pero enseguida apartaban la mirada abatidos. Cuando entró en la tienda se encontró al general junto a tres hombres. Dos eran los que había enviado a confirmar la noticia y el tercero le resultaba una cara conocida aunque no podía ubicarla.

—Excelencia le presento a uno de los hombres de la guardia de la puerta oeste de Samar. —dijo Minalud.

Ahora recordaba. Palgar era un prometedor joven, hijo de una de sus antiguas amantes. La mujer había intercedido por él y a pesar de que aun no tenía la edad suficiente  le había hecho ingresar en el  ejército y se había asegurado de que le fuese bien. Debido a su juventud se había quedado formando parte de la guarnición de la ciudad. Lo observó con curiosidad, sus ojos le recordaron a los de su madre, grandes, ligeramente rasgados y de un color indefinible, entre verde y gris con algunas vetas amarillas.

—Bien, y ¿Qué noticias traes? —preguntó Manlock por fin.

—Lo siento, excelencia. —respondió el joven soldado sin ocultar su turbación— Nos pillaron por sorpresa. Entraron por la puerta del este y no pudimos contenerlos. Arquimal nos tenía desperdigados por la ciudad en pequeñas patrullas para evitar revueltas. La situación en la ciudad era bastante tensa. Yo estaba de guardia en la puerta oeste y mientras el capitán salía con todos los hombres me dejó a mí a cargo de puerta.

—¿Por qué abandonaste tu puesto? —preguntó el general.

—Tras apenas una hora llegó uno de mis compañeros, sangraba por varias heridas y estaba aterrado. Me dijo que los asaltantes habían tomado el palacio y en menos de dos horas tendrían la ciudad bajo control. No nos lo pensamos. No podíamos hacer nada allí, pero lo que si podíamos hacer era dar el aviso. —continuó el chico con la voz temblorosa al encontrarse en presencia de hombres tan poderosos que evidentemente no estaban de muy buen humor— Entre los dos abrimos la puerta del oeste y salimos al galope justo antes de que llegasen los komorianos.

—Mi compañero murió por el camino desangrado, yo seguí cabalgando sin descanso y usando el caballo de mi compañero cuando el mío reventó.  Cuando estaba a apenas dos días de aquí me encontré con ellos y me trajeron hasta aquí. —dijo señalando a los dos exploradores.

—Gracias, has hecho bien. —dijo Manlock sin ocultar su abatimiento— Ahora podéis iros. Y recordad que no debéis de hablar de esto con nadie. ¿Habéis entendido?

Los hombres abandonaron la tienda dejándole solo con el general. Un largo y tenso silencio se estableció en la tienda. Se sentaron abatidos, mirándose a los ojos. Ambos sabían perfectamente lo que el otro pensaba. La guerra estaba perdida.

—¿Cuáles son nuestras alternativas? —preguntó al fin.

—No tenemos. —respondió el general retrepándose en la silla— Lo único que podemos hacer es levantar el campamento y tratar de llegar a Samar lo antes posible. Si nos damos prisa podríamos llegar en cuatro o cinco días.

—¿Y los komorianos se limitarán a mirar? Minalud, sabes perfectamente que nos seguirán y nos hostigaran. En un par de días la retirada se convertirá en una desbandada.

—No si abandonamos el campamento de noche. Podemos dejar algunos hombres al cuidado de las hogueras para que todo parezca normal. Podríamos conseguir un día o día y medio de ventaja antes de que se diesen cuenta.

—¡Así que huir como unas ratas es tu solución!

—Si lo hacemos en pleno día, en cuanto nos vean desmontar el campamento, nos atacaran. —dijo  el general picado por su insinuación.

—Al menos aquí estaremos enteros. Prefiero terminar aquí, en una gloriosa batalla en vez de desangrarnos poco a poco. Sabes perfectamente que cuando lleguemos a Samar no tendremos fuerzas suficientes para tomar la ciudad. Los hombres de Albert, prevenidos tendrán fuerzas suficientes para detenernos.

—Aun así deberíamos intentarlo. —insistió el general.

—Lo haremos, pero a plena luz del día y si presentan batalla se la daremos y ganaremos. Eso sí nos dará tiempo suficiente para retirarnos en orden mientras los komorianos se lamen las heridas.

El general se rascó la barbilla y lo meditó durante varios minutos.

—Somos más y estamos mejor adiestrados. Una victoria mejorará la moral y puede que consigamos darle la vuelta a la situación. —convino el general— Será mejor que haga los preparativos.

Antaris

Como siempre que llegaba a la ciudad montó el campamento cerca de la puerta este, a la orilla del río Aljast. Mientras los esclavos descargaban las mercancías de las barcazas, el cogió un caballo y con su escolta se dirigió a la ciudad.

Enseguida notó que pasaba algo. Aquella ciudad nunca había sido especialmente alegre, pero aquel día podía notar la tensión en el rostro de sus habitantes. Aquello le daba muy mala espina. Intentó hablar con alguien, pero solo se encontraba con los rostros temerosos y huidizos de mujeres y niños.

Hasta la vieja Taberna del Dardo estaba cerrada a cal y canto. Con la mosca detrás de la oreja, siguió avanzando en dirección al palacio hasta que unos soldados cuyo uniforme no reconoció, le detuvieron a la puerta.

—Saludos, soy Antaris, traigo mercancías. Vuestro barón me está esperando.

Los hombres no respondieron, simplemente se limitaron a recoger las armas de su escolta y les franquearon el paso con una sonrisa que no le gustó nada.

En el patio, otro hombre de uniforme les recibió y les guio al interior. A pesar de que era evidente que lo habían limpiado aun había signos de batalla en el recibidor y en las escaleras que llevaban a la sala de audiencias.

Cada vez estaba más convencido de que iba directo a una trampa, pero ahora era demasiado tarde. Apenas eran una docena de hombres desarmados. Así que respiró profundamente y empujó con decisión la puerta de la sala de audiencias.

—¡Bienvenido, Antaris, viejo amigo!

El alma se le cayó a los pies. De todo lo que podía haber imaginado aquello era lo peor. Sentado en el trono, con el mismo uniforme que llevaban los guardias de la puerta estaba aquel cabrón indestructible.  Albert le sonrió divertido mientras acariciaba la cabeza de un gigantesco gato ónyx que no paraba de mirarle mientras se relamía los bigotes. Aquello no hacía nada más que confirmar lo mucho que se había equivocado con aquel esclavo. ¿Cómo demonios había conseguido domesticar un bicho semejante? Esta y otras muchas preguntas se agolpaban en su mente, pero solo unas frases inconexas emergieron de sus labios.

—¿Pero como cojones...? Tu deberías... La mina de sal... Había hecho un trato con su dueño.

—Bueno, lo que no le contaste al viejo Raeg es que había comprado un tipo peligroso. Después de que provocase varias revueltas y hundiese una de sus galerías decidió que no le había salido lo suficientemente barato. Y como en el contrato especificaste que no podía matarme decidió pasarle el muerto a otro.

—¿Y el barón? ¿Ahora eres tú el que...? —estaba tan confuso que ni siquiera encontraba las palabras.

—¡Oh! ¿Esto? Solo se lo estoy calentando al barón de Komor. Tomamos la ciudad hace tres días. ¿Ahora me puedes explicar qué te ha traído por aquí?

Necesitaba unos segundos para reordenar sus ideas. Aquel hombre le tenía totalmente desconcertado. En vez de vengarse matándole inmediatamente se comportaba como si aquello solo fueran negocios. Por mucho que Albert pareciese sereno sabía perfectamente que le esperaba unas negociaciones  penosas. Odiaba a aquel hijoputa con toda su alma, pero los negocios eran los negocios así que tragó bilis y empezó a hablar:

—Un pedido del barón. Traigo comida, armas... todo lo que se puede necesitar para mantener la ciudad en funcionamiento.

—Pues espero que te haya pagado por adelantado, porque si no estás en un lío. —dijo Albert con una sonrisa condescendiente

Antaris no pudo evitar enrojecer de rabia. Estaba tan furioso que tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para controlarse. Aquello pintaba realmente mal, Albert tenía todas las de ganar y lo sabía.

—Pero la ciudad ha adquirido un compromiso... —intentó argumentar sin mucha convicción.

—No nos engañemos. Ese viejo cabrón de Manlock llegó a un compromiso contigo y ahora ese hombre no gobierna esta ciudad. Si quieres puedes intentar llegar a Komor y entregarle allí tus mercancías, aunque dudo que tenga allí alguna moneda para pagarlas. —replicó él encogiéndose de hombros.

—Maldito cabrón. Te crees muy listo, pero no te conviene enfadarme. —le espetó hecho una furia— Si me jodes te juro que...

—¿Qué? ¿Qué me vas a hacer, maldita sabandija? —le interrumpió el levantándose—Ten cuidado con lo que dices, no estás en ese asqueroso agujero tuyo. Si vuelves a levantarme la voz te juro que haré azotar ese gordo trasero tuyo hasta que sangre y luego dejaré que Cuchilla se la beba. Ahora te vas a calmar y tal vez  consienta en hacer una oferta por esa mercancía tuya.

—La ruta es difícil, tú lo sabes de sobra. —dijo Antaris sin poder evitar recordarle  que no era más que un puto esclavo— Mis honorarios no son baratos. El barón había acordado pagarme mil quinientos soberanos por mis mercancías.

Evidentemente había acordado un precio más bajo con Manlock, pero dudaba que él lo supiera, por lo que había hinchado el precio con la esperanza de llegar a un acuerdo decente. Sin embargo Albert lo miró e inmediatamente supo que no se lo había tragado.

—Bueno, el caso es que como ya te he dicho antes yo no soy el barón y no dispongo de tal cantidad de dinero, así que te voy a hacer una oferta. Te doy trescientos cincuenta soberanos de oro por todo.

Un sudor frío recorrió su columna. Aquello era peor de lo que esperaba. Respirando profundamente intentó recuperar la calma y modulando cuidadosamente la voz intentó negociar.

—Eso no cubre ni los gastos. Lo sabes perfectamente.

—Yo no entiendo de esas cosas. Acabas de recordarme que yo no soy más que un esclavo. Eso es todo lo que puedo darte. —aquel hijoputa incluso pretendía parecer razonable.

—Por ese dinero me volveré a Kalash. Seguro que encontraré a alguien que sepa valorar mejor mis productos. —dijo tirándose un farol.

—Adelante. El problema es que las normas han cambiado. Ahora no estás en tu ciudad. El tráfico de mercancías por el  Aljast acaba de ser grabado con un impuesto especial. Si quieres mover tus mercancías tendrás que pagarme ciento cincuenta soberanos.

Aquel cabrón tenía la sartén por el mango y estaba disfrutando. Antaris no contaba con tener problemas y no podía defender su mercancía contra un ejército preparado. Estaba entre la espada y la pared. Finalmente jugó su última carta.

—No te conviene enfadarme. Si no pagas un precio justo por mis productos no volverás a recibir una sola migaja.

—Tampoco la necesitamos. No hace falta que te diga de donde viene buena parte de las mercancías que traes. A partir de ahora será Komor la que nos abastezca y por cierto, el hijo de uno de los principales comerciantes de Komor va camino de Argentea para establecer una nueva ruta directa hacia el norte, hasta Argentea. A partir de ahora vas tener un poco de competencia.

Aquel fue el golpe definitivo. Todas sus esperanzas se consumieron en unos segundos mientras aquel hombre  no trataba de contener una sonrisa que le llegaba de oreja a oreja.

—Está bien, tu ganas. —respondió Antaris abatido.

—Perfecto. Mis hombres se encargarán de tu mercancía y recibirás lo convenido. ¡Ah! y una cosa más. La esclavitud está prohibida en los límites de esta ciudad con lo que tendrás que volver a Kalash sin esos pobres diablos.

Aquello fue más de lo que podía aguantar, sabía perfectamente que aquello era una mentira. Rojo de ira se lanzó sobre aquel hijo de puta. Albert rechazó su torpe ataque con facilidad y cogiéndole por el cuello lo estampó contra el suelo.

Su cabeza chocó contra el mármol y estrellas de vivos colores le nublaron la vista. Su escolta intentó reaccionar, pero  el ónyx se incorporó y soltó un rugido que les heló la sangre. Con pasos lentos y silenciosos se acercó a Antaris y puso una zarpa sobre él cubriendo con ella casi todo su torso. A continuación levantó la cabeza y reclamó su presa soltando un nuevo rugido que hizo vibrar el cristal de los ventanales. Antaris no pudo evitar mearse encima mientras sus escoltas permanecían congelados.

El tiempo pareció suspenderse. Su vida corrió ante sus ojos. Apenas podía respirar con el peso de la fiera sobre su tórax y estaba convencido de que  iba a acabar con él en apenas unos segundos cuando Albert apartó al felino con un gesto e inclinándose sobre él aproximó su cara y le miró fijamente a los ojos:

—Mírame bien, sabandija. Mira a los ojos de hombre que escapó de tus garras, te robó la mujer que amabas y ahora te ha arruinado el negocio. Si quieres que no te arrebate también la vida, te aconsejo que cojas tu dinero y te largues antes del anochecer, porque si tardas un segundo más, te juro que nos veras amanecer un nuevo día.

Manlock

No esperaron mucho más y a la mañana siguiente comenzaron a levantar el campamento. Tal como había anticipado Minalud en cuanto desmontaron las máquinas de asedio el ejército enemigo se desplegó frente a las murallas.

Esta vez no pensaba quedarse al margen. Nunca había tenido la necesidad de usar aquella armadura, de hecho solo la había traído en previsión de un desfile triunfal por la ciudad, pero no pensaba dejarse atrapar como un conejo, porque siendo realistas solo había que ver los rostros chupados y tristes de sus soldados para saber que no tenían muchas posibilidades.

Sin apresurase, el general dispuso a sus hombres en un frente algo más largo que el enemigo con la caballería en las alas para intentar superar a los komorianos por los flancos. Esta vez no hubo grandes discursos. No hacía falta que les recordasen a aquellos hombres que estaban luchando por su supervivencia.

Afortunadamente las costillas haciendo prominencia bajo la piel quedaban ocultas bajo las armaduras y los ojos tristes y nerviosos no podían adivinarse bajo los cascos. A primera vista aquellos hombres seguían siendo uno de los ejércitos más formidables del continente.

El ejército enemigo tuvo que disminuir la profundidad de sus filas para conseguir oponer un frente lo suficientemente amplio para evitar que les envolviese, con los infantes en primera línea y los arqueros detrás. La caballería permanecía en segunda línea como si el general enemigo la tuviese reservada para ayudar en caso de peligro o para explotar la primera brecha o debilidad que apareciese entre sus filas.

Una vez se hubieron formado los ejércitos los komorianos no se apresuraron. Sabían que con la cobertura de sus murallas ellos no se atreverían a avanzar. Los minutos se convirtieron en horas y sus hombres, debilitados por la falta de comida y cocidos a pleno sol, se debilitaban a cada minuto sin que ellos pudiesen hacer poco más que repartir agua para aliviar su incomodidad.

Al otro lado del campo de batalla podía vislumbrar como salían esclavos por las puertas de la ciudad llevando comida y agua al ejército sitiado que permanecia tranquilamente a la sombra de las murallas de su ciudad.

Poco después de mediodía, con un calor infernal los komorianos se pusieron en movimiento y no del modo que esperaban. La primera sección en moverse fue la caballería. Dividiéndose en dos salió de detrás de las líneas y se alejaron intentando escapar a la atención de su ejército.

—¿Qué crees que pretenden? —le preguntó a Minalud que permanecía a su lado.

—Seguramente quieren rodearnos para atacarnos por la espalda y desorganizar nuestras filas. —respondió el general dando órdenes para que su caballería les siguiese de cerca y evitase que culminasen aquel movimiento.

A continuación el ejército komoriano comenzó a avanzar en perfecta formación, sin apresurarse. El general, luciendo su aplomo habitual mantuvo a su ejército en la misma posición mientras mandaba a los arqueros que tensasen sus arcos.

Diez minutos después los dos ejércitos intercambiaban las primeras salvas de flechas.

Capitán Nafud

Tras varias horas de espera el general por fin les dio la orden de partir. El plan de Aloouf era genial en su sencillez. Quería explotar la debilidad en la que se encontraba el ejército enemigo y le había obligado a formar bajo aquel sol inclemente.

Podía imaginarse desde allí a los hombres cociéndose en aquel calor asfixiante con el estómago vacío y pensando en sus familias que sufrían bajo el yugo del pequeño ejército de Albert mientras ellos esperaban tranquilamente a la sombra de las murallas.

Tras saludar a Argios, que se encargaría de guiar a la otra sección de caballería, levantó su espada y con un grito se lanzó a la carrera con sus hombres pegados a sus grupas.

La caballería enemiga, tal y como esperaban se puso inmediatamente en movimiento siguiéndoles de cerca. Poco a poco se alejaron del campo de batalla despareciendo tras una cortina de polvo. Durante los siguientes minutos avanzaron al trote dejando que sus monturas fuesen calentando y cuando estuvieron listos dio la orden y se lanzaron al galope simulando querer rebasar a la caballería enemiga.

Mientras aceleraban echó un vistazo a la formación enemiga. Ellos eran más del doble, pero no podían disimular el mal estado de sus caballos. Los huesos sobresalían de su piel lastimosamente y tras veinte minutos de cabalgata la gran mayoría tenían sus belfos espumeantes.

Sin darles tregua simularon varios ataques para retirarse en el último momento. Los samarios enervados lanzaban cortos esprines agotando aun más a sus monturas. Durante la siguiente media hora siguieron alejándose del campo de batalla manteniendo un ritmo alto pero no asfixiante para sus monturas.

Tras alejarse casi diez millas del campo de batalla dio la orden y realizando la maniobra tantas veces ensayada, en perfecto orden giraron en redondo y se lanzaron al galope. La caballería enemiga con sus monturas agotadas, perdió casi media milla solo en girarse y a pesar de que intentaron por todos los medios seguirles pronto quedaron atrás comiendo el polvo que levantaban sus monturas.

Con una sonrisa salvaje Nafud levantó su espada y con un grito salvaje se lanzó sobre la retaguardia enemiga.

Manlock

Al fin había llegado el momento de luchar por su vida y por el orgullo de Komor. Cuando el ejército enemigo estuvo fuera del paraguas protector que le proporcionaban los arqueros apostados en las murallas el general dio la orden de avance.

Sus hombres podían estar débiles, pero aun eran un ejército numeroso, veterano y bien conjuntado. Avanzaron como un solo hombre por aquella llanura reseca, con las lanzas en ristre mientras las caballerías de los dos ejércitos desaparecían ocultando sus evoluciones tras espesas nubes de polvo.

El choque de los dos ejércitos fue ruidoso y sangriento. Sus soldados alancearon y acuchillaron. Pelearon hombro con hombro sin deshacer sus filas, presionando sin tregua. Los primeros minutos la línea komoriana pareció vacilar ante el empuje de sus lanzas y la granizada de flechas que les lanzaban sus arqueros, pero aguantaron y entonces la lucha se convirtió en una melé en la que los dos ejércitos contendientes buscaban un punto débil que explotar para romper las líneas enemigas.

Con perfecta coordinación sus primeras líneas se relevaban para mantener las presión sobre el ejercito sitiado, pero tras casi una hora de esfuerzo tanto él como el general notaron como las fuerzas de sus hombres comenzaba a agotarse. Necesitaba a la caballería.

Y afortunadamente en ese momento estaban llegando, o eso creían. Cuando vieron que se dirigían hacia ellos y no hacia la retaguardia enemiga un escalofrío recorrió su cuerpo. Aquellos no eran sus hombres era la caballería enemiga que se acercaba aullando a paso de carga con las armas preparadas.

El general, al ver el peligro, intentó doblar sus alas para rechazar el ataque pero sus hombres estaban demasiado cansados y lo único que consiguió fue desorganizarlas. Los caballeros atravesaron sin dificultad aquella débil línea y cayeron sobre la retaguardia como un martillo desde ambos flancos sobre el yunque que constituía la infantería komoriana.

No hacía falta que Minalud le dijese nada para saber que todo estaba perdido. Había llegado el momento, jamás consentiría verse obligado a desfilar por Komor cargado de cadenas. Bajando el visor de su yelmo levantó el brazo y con el general y los cincuenta hombres que constituían su escolta se lanzaron en una última y desesperada carga.

Neelam

Como casi todos los habitantes de la ciudad no había podido evitar acercarse a las murallas para observar el drama que se estaba desarrollando a sus pies. Mientras veía a los hombres gritar y morir no podía evitar sentirse culpable por que se alegraba de Albert no estuviese allí.

La verdad era que mientras veía como los dos ejércitos luchaban con fiereza intentando romper las líneas enemigas ella solo pensaba en la felicidad que sentía. Un día después del parto Aselas le informó de que su esposo estaba vivo y sano y que pronto volverían a estar juntos.

—¿Has presenciado muchas batallas? —le preguntó al anciano cuando lo vio aparecer por el rabillo del ojo.

—Demasiadas, pequeña, demasiadas. —respondió el hombre pesaroso— Deseo con toda mi alma que esta sea la última, aunque no lo espero.

—¿Por qué no puede vivir la gente en paz y armonía? No lo entiendo. ¿Es que no se dan cuenta que con la guerra perdemos todos? ¿Cuántas mujeres se quedarán sin esposo? ¿Cuántos hijos sin padre? ¿Cuántas casas arrasadas, campos estériles y comercios destruidos?

—Hija, es la naturaleza del hombre. La misma que nos ha permitido medrar y dominar los cuatro elementos, agua, tierra, fuego y aire, nos lleva a intentar dominar y someter a los demás a nuestro capricho.

Aselas lo había dicho todo. No había nada que hacer. Estaba en la naturaleza humana. Sin decir nada más se asomó de nuevo a las almenas y observó a los dos ejércitos. Sus líneas ya no eran tan rectas había pequeños salientes y entrantes allí donde unos grupos de soldados se imponían a otros. Mientras tanto los generales observaban las evoluciones de sus ejércitos desde no más de cien metros de distancia.

En ese momento dos nubes de polvo se acercaron desde ambos lados del campo de batalla. Eran los caballeros de Komor que volvían cargando por la reseca llanura. Mucho más atrás a casi dos millas de distancia la caballería samaria intentaba inútilmente alcanzarlos.

El choque fue estremecedor. La caballería arremetió contra las filas samarias desde la retaguardia y las superó con facilidad. Durante unos instantes parecía que los samarios se intentaban reorganizar e incluso los altos oficiales se lanzaron con una pequeña fuerza para intentar auxiliar a la infantería, pero todos sus esfuerzos fueron inútiles.  Las líneas samarias se rompieron. Al principio como soldados veteranos que eran formaron pequeñas bolsas de resistencia en las que defendían su posición hombro con hombro esperando la ayuda de la caballería, pero al ver que esta no llegaba estos improvisados baluartes se diluyeron como gotas de aceite arrastradas por la corriente y se produjo la desbandada.

Solo la parte central del frente resistió apoyado por los mejores oficiales enemigos y sus caballos pero los arqueros concentraron sus disparos sobre ellos haciendo que los hombres cayesen por docenas.

Entre aquel tumulto destacaba un hombre bajo y ancho que con una armadura dorada y un gigantesco caballo negro se lanzaba sobre las líneas enemigas sin tomar ninguna precaución. Los hombres que formaban su escolta intentaban defenderle, pero fueron cayendo uno a uno hasta que se vio rodeado por decenas de enemigos que tiraron de él hasta descabalgarlo.

El hombre desapareció bajo aquella masa de hombres sedientos de sangre. A pesar de que la batalla había terminado, los hombres seguían muriendo. Los samarios huían en dirección a la seguridad que les prometía el Bosque Azul a un par de millas, mientras que los komorianos, infantes y caballeros se dedicaban a cazarlos como conejos.

Pocos llegaron al bosque. Hambrientos y exhaustos, con el peso de sus armas y armaduras eran un blanco fácil. En poco más de una hora todo había terminado y lo que antes había sido un orgulloso ejército ahora solo era un montón de cadáveres pudriéndose al sol.

El ruido del viento y la lluvia golpeando la tela de la tienda le obligaron a dejar el libro. Con una sensación de desazón se levantó y salió al exterior. Ahora las nubes negras ya cubrían todo el cielo y corrían a gran velocidad. El viento debía superar ya los ochenta kilómetros por hora, levantando grandes cantidades de polvo, disminuyendo la visibilidad y grandes gotas caían aquí y allá.

En ese momento recibió la llamada que más temía. El helicóptero que había ido a recogerlos tenía que retirarse a Bagram de nuevo. Las condiciones hacían imposible la evacuación. Tendrían que intentarlo cuando la tormenta pasase.

Pateó el suelo y soltó tacos y maldiciones hasta que se quedó ronco. A continuación habló con Oliva para contarle el problema y preguntarle si necesitaba algo. Al contrario de lo que esperaba Oliva no mostró irritación, simplemente respondió que estaba bien. Tras asegurarle de que le relevaría en cuanto se pusiese el sol  Ray cortó la comunicación.

En ese momento vio a Monique dirigirse hacia su tienda en medio de la lluvia que ese momento estaba arreciando. No pudo evitarlo, aquella situación solo era culpa suya. Bajó la colina y se dirigió hacia la tienda.

Esta nueva serie consta de 41 capítulos. Publicaré uno más o menos cada 5 días. Si no queréis esperar o deseáis tenerla en un formato más cómodo, podéis obtenerla en el siguiente enlace de Amazón:

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Un saludo y espero que disfrutéis de ella.

Guía de personajes principales

AFGANISTÁN

Cabo Ray Kramer. Soldado de los NAVY SEAL

Oliva. NAVY SEAL compañera de Ray.

Sargento Hawkins. Superior directo de Ray.

Monique Tenard. Directora del campamento de MSF en Qala.

COSTA OESTE DEL MAR DEL CETRO

Albert. Soldado de Juntz y pirata a las órdenes de Baracca.

Baracca. Una de las piratas más temidas del Mar del Cetro.

Antaris. Comerciante y tratante de esclavos del puerto de Kalash

Dairiné. Elfa esclava de Antaris y curandera del campamento de esclavos.

Fech. guardia de Antaris que se ocupa de la vigilancia de los esclavos.

Skull. Esclavo de Antaris, antes de serlo era pescador.

Sermatar de Amul. Anciano propietario de una de las mejores haciendas de Komor.

Neelam. Su joven esposa.

Bulmak y Nerva. Criados de la hacienda de Amul.

Orkast. Comerciante más rico e influyente de Komor.

Gazsi. Hijo de Orkast.

Barón Heraat. La máxima autoridad de Komor.

Argios. Único hijo del barón.

Aselas. Anciano herrero y algo más que tiene su forja a las afueras de Komor

General Aloouf. El jefe de los ejércitos de Komor.

Dankar, Samaek, Karím. Miembros del consejo de nobles de Komor.

Nafud. Uno de los capitanes del ejército de Komor.

Dolunay. Madame que regenta la Casa de los Altos Placeres de Komor.

Amara Terak, Sardik, Hlassomvik, Ankurmin. Delincuentes que cumplen sentencia en la prisión de Komor.

Manlock. Barón de Samar.

Enarek. Amante del barón.

Arquimal. Visir de Samar.

General Minalud. Caudillo del ejército de Samar.

Karmesh y Elton. Oficiales del ejército de Samar