Las colinas de Komor XXIV
Cada noche se acostaba fantaseando con que aquel hombre interrumpiese sus sueños tumbándose sobre ella y haciéndola el amor. Cada noche se imaginaba agarrándose a su cuerpo musculoso con brazos y piernas mientras él empujaba en su interior arrasándola de placer.
XXIV
Aquella mañana no pudo salir a correr con Monique. A pesar de que deseaba verla de nuevo más que nada, le esperaba una mañana ajetreada. Tenía que llamar al sargento y ponerle al corriente de lo ocurrido la noche anterior así como hacer todo el papeleo. Se le ocurrió pedirle a Oliva que la acompañara, pero finalmente lo desechó temiendo que fuese peor el remedio que la enfermedad.
Al final se decidió y llamó a la doctora, le contó por encima lo que había ocurrido y le pidió que no se alejase mucho, lo que Monique sorprendentemente aceptó sin demasiada discusión.
Sin dormir apenas más que un par de horas hizo el informe y tal y como esperaba, el sargento Hawkins lo llamó a los pocos minutos de enviarle el email.
—Hola, hijo. —saludó el sargento prescindiendo de las formalidades— Así que has tenido una noche entretenida.
—Poca cosa, en realidad solo eran un par de robaperas.
—Unos robaperas con AKs. —replicó Hawkins— Y los dejaste marchar.
—Pensé que era la mejor decisión, señor. Uno de ellos es familiar de jefes tribales, así que preferí dejarles ir antes que dar una excusa a esos tarugos. Les demostré que estábamos alertas y dispuestos y les prometí que si volvían dejaría que Oliva los rematase. —dijo Ray mirando a su compañera que dormía a pierna suelta.
—Muy listo, esos cabrones temen más que una infiel les pase el coño por la cara que tener toda una sección de artillería metiéndoles pepinos por el culo. De todas formas no os relajéis, esos chacales son imprevisibles. Pediré al teniente que solicite una intensificación de los vuelos de reconocimiento los próximos días por si deciden reaccionar. Si es verdad que ese hijo de puta tiene contactos entre los líderes tribales, eso le hace especialmente peligroso. ¿Necesitáis algo más?
—Bueno, un nuevo envío de suministros no nos vendría mal. Se nos están acabando los nachos y las cervezas.
—No hay problema, hijo. Ya teníamos programado un envío para dentro de un par de días. Mientras tanto, procurad mantener los ojos abiertos.
—De acuerdo, jefe. Si no quiere nada más, voy a echarme un rato, aun no he tenido tiempo de descansar.
—Muy bien, Ray, te lo has ganado. Buen trabajo. Me gusta tener ahí a alguien que usa la cabeza, por eso te ha mandado allí. Corto y cierro.
Ray se despidió a su vez y dejando el teléfono vía satélite se acostó en el catre. Por culpa de la incursión nocturna apenas había pegado ojo, así que le pidió a Oliva que hiciese una ronda y vigilase la entrada del dispensario mientras él descansaba un poco. Esperando a que le llegase el sueño, cogió el libro y se puso a leer.
Capítulo 29. Invierno
Albert
Las siguientes dos semanas fueron días de un trabajo intenso, apurando todo lo posible para tener preparada toda la tierra antes de que empezase a nevar de verdad. Incluso ella misma se puso a las riendas de Temblor cuando Bulmak no pudo más.
Fue en ese momento, al ver a la joven caminando delante de él, con la mano en las riendas del animal y la melena castaña cubriendo su espalda, cuando recordó el sueño que había experimentado camino de la Gran Meseta. La misma sensación de paz y felicidad, de ausencia de preocupaciones le invadió haciéndole preguntarse si aquel sueño había sido un mensaje de los dioses y en caso de que lo fuese, ¿Qué diablos podía significar?
Aquello le dejó un poco confuso y a pesar de que no se sentía merecedor de sus atenciones, no pudo evitar que la atracción que sentía por aquella joven hermosa y valiente aumentase. De todas maneras él era poco más que un esclavo lo que tenía que hacer era empujar el arado y dejarse de fantasías. Resoplando con fuerza agitó la cabeza para exorcizar aquellos pensamientos y bajando la mirada al suelo empujó con todas sus fuerzas para no tener que pensar.
Albert pronto demostró que no había olvidado todo lo que había aprendido en su infancia y para la ultima luna antes de la entrada del invierno todo estaba preparado. Tan solo tres días después empezó a nevar.
Neelam
Los inviernos en Komor no eran especialmente crudos en cuanto a temperaturas, pero las nevadas eran copiosas y frecuentes.
Así que de pronto no había nada que hacer. Pasaron de una actividad febril a una parálisis casi total. Los días se hacían lentos y tediosos y se preguntó en qué demonios emplearía el tiempo Albert. Se veían para comer, pero el resto del día no tenía ni idea de a qué lo dedicaba.
Finalmente terminó la primera tempestad dejando poco más de dos palmos de nieve sobre el suelo. Desde que llegó a aquel lugar lo que más le gustaba del invierno era visitar la laguna en cuanto el cielo se despejaba. La visión de la superficie lisa y verdosa de la laguna, con el pequeño bosque de abetos cargados de nieve que cubrían la isla central y las colinas al fondo, eran el paisaje más hermoso de todo Komor.
Tras caminar unos minutos entre la nieve, se acercó al borde y disfrutó de las vistas. Aquella tarde el sol era espléndido y la nieve refulgía obligándola a entornar los ojos. Al bajarlos vio el paisaje de nuevo reflejado sobre las quietas aguas del lago. Una oleada de satisfacción por estar allí y amor por aquella tierra que había aprendido a apreciar y a hacer suya la envolvió.
Cerró los ojos y cogió una bocanada de aire fresco. Cuando los volvió a abrir y recorrió la línea de la costa vio la inconfundible silueta de Albert sentado en el pequeño muelle que había justo enfrente de sus habitaciones.
Cuando se acercó un poco más vio que estaba pescando.
—Hola. ¿Pican o no pican? —preguntó cuando llegó a su lado.
—Parece que hoy no están de humor para comer. Encontré esta caña junto con los aperos y se me ocurrió que sería una buena forma de pasar el tiempo. —respondió él.
Albert había limpiado la nieve en el borde del embarcadero y había echado paja sobre la madera húmeda para aislar su culo de la humedad. Después de pensárselo un instante se sentó a su lado y le observó lanzar de nuevo la caña al agua. El anzuelo emitió un apagado chapoteo y se hundió en las profundidades.
—Esta inactividad le resultará tediosa a un hombre como tú. —aventuró ella.
—Al contrario. —replicó Albert— Uno de mis mejores recuerdos de la infancia era cuando en verano nos escapábamos con las cañas para ir al río. Eran tiempos felices. No recuerdo la última vez que tuve tiempo para disfrutar de no hacer nada, salvo esperar tranquilamente a que dejara de nevar. Ojalá esto dure mucho. —dijo él como si no terminase de creérselo del todo— Ojalá tenga que sentarme muchas veces en este muelle a insultar a los peces que se obstinan en ignorar mi anzuelo.
En ese momento un pez picó. Albert pegó un tirón demasiado rápido y el pez escapó. Neelam no lo pudo evitar y soltó una carcajada. Albert se volvió y la miró un poco ofendido.
—Creo que estás un poco oxidado. —dijo ella sonriendo— Si quieres capturar algo deberías tirar con más suavidad del sedal.
—Supongo que tienes razón — contestó Albert mirándola fijamente.
Los pelos de la nuca se le erizaron cuando el soldado giró su cuerpo hacia ella y acercó su rostro. Un súbito hormigueo recorrió su cuerpo y sin apartar los ojos de él entreabrió los labios invitándole a besarla.
Albert
La besó con timidez, como si fuese un pez y temiese que fuese a escurrírsele de entre los dedos en cualquier momento. La tez de Neelam se ruborizó y le devolvió el beso, separando los labios para permitirle saborear su boca. Sus lenguas se juntaron unos instantes antes de que la caña volviese a agitarse en su mano.
Reaccionando por instinto, deshizo el beso y agarró la caña con firmeza. Esta vez dejó que el pez se tomase su tiempo y cuando estuvo seguro de que se había quedado bien enganchado, tiro con fuerza.
El pescado pegó un salto fuera del agua y volvió a zambullirse intentando escapar, pero esta vez no estaba dispuesto a dejarlo ir. Con paciencia peleó con el pescado hasta que este, agotado, se dejó llevar mansamente a la orilla.
Albert lo mató rápidamente y lo colocó en un montón de nieve antes de preparar el anzuelo y volver a lanzar la caña. Neelam no volvió a intentar besarlo, ni hablar, simplemente apoyó la cabeza contra su hombro y se dedicó a mirar la resplandeciente superficie del lago.
Albert lanzó la caña de nuevo, pero la pesca había perdido todo su interés. Con Neelam asida a su brazo izquierdo y apoyando la cabeza en su hombro observando la lisa superficie del lago la caña era un instrumento enojoso con el que no sabía que hacer.
Ambos disfrutaron del paisaje y su mutua compañía en silencio, solo interrumpidos por la ocasional picada de algún pez o el chillido de un águila, muy arriba, en el cielo. Ni siquiera tuvieron la necesidad de volver a besarse.
Todo era perfecto. Jamás había tenido aquella sensación de paz y bienestar. Quizás fuese porque hasta en sus momentos felices del pasado, una sombra planeaba siempre por encima de él. Sin embargo, su única preocupación en aquel momento era esperar a que dejase de nevar.
El sol fue bajando por el horizonte mientras ellos, sentados cómodamente sobre la paja y aislados del frío por ropas acolchadas seguían en el pequeño muelle hasta que una mezcla de maullido y rugido les interrumpió. El gato ónyx había crecido en aquellas semanas y ahora ya era del tamaño de un perro grande. Con el frío había empezado a mudar el pelaje oscuro de su infancia y empezaba a crecerle el blanco pelaje invernal en grandes topos.
Albert se dio la vuelta y tras coger un pez le llamó. El animal se relamió y se acercó a él con un paso elástico y elegante, esperando la orden del soldado para poder arrebatarle el pescado de la mano.
Albert esperó que estuviese a su lado y le acarició su gran cabezota antes de darle el pescado. La fiera se alejó un par de pasos y comió el pescado fresco con deleite sin dejar de vigilar el resto de los peces con el rabillo del ojo.
Cuando terminó el pez, Albert le lanzó otro que el ónyx cogió en el aire con sus fauces.
—Ha crecido mucho. —comentó Neelam— ¿No se volverá peligroso?
—No. Los ónyx son animales muy inteligentes. Nunca te pertenecerán, pero si logras ganarte su estima, colaborarán contigo, te ayudarán a cazar y a protegerte. —respondió haciendo señas al gato para que se acercase.
La fiera pareció ignorarle mientras jugaba con los restos de su comida hasta que finalmente se levantó y se acercó a ellos.
Con delicadeza el gato se posó a los pies de ambos arropando sus piernas con el suave calor de su piel. Neelam acercó la mano un poco temerosa y la hundió en el tupido pelaje el gato que ronroneó satisfecho. Más confiada, desplazó su mano sobre el lomo palpando la impresionante musculatura del ónyx y la suavidad de su pelaje.
Albert se unió a las caricias y le rascó la grupa justo por delante de la cola, el gato rugió sobresaltando ligeramente a la mujer por un instante antes de tumbarse totalmente relajado.
En el fondo el bicho no dejaba de ser un cachorro y pronto se cansó. Un ruido a su izquierda, probablemente una ardilla momentáneamente despertada de su sueño invernal para recuperar alguna de las nueces que había enterrado hacía unas meses, llamó su atención y levantándose de un salto desapareció entre los matorrales.
Neelam lo vio desaparecer con una mirada de fascinación. Albert la miró a ella con no menos fascinación. El fresco de la noche que se acercaba había coloreado sus mejillas, resaltando la belleza de su rostro. Sin poder evitarlo repasó su espléndida figura que ni siquiera los pesados ropajes podían ocultar. Un par de guedejas del ónyx se habían enredado entre sus dedos.
Sin llegar a tocarla cogió el suave mechón de pelo oscuro y lo retiró con suavidad. Con naturalidad Neelam levantó la mano y asió la suya mientras que con la otra señalaba hacia el horizonte justo hacia una montaña no muy alta y con la cumbre plana como si un gigante la hubiese eliminado de un hachazo.
En ese momento el sol se había puesto justo por detrás de ella, durante un instante no pasó nada de particular, pero entonces una columna de luz dorada subió desde la cumbre de la montaña directa hacia el cielo.
—Sermatar me contó que los últimos rayos del sol chocan contra un enorme glaciar que hay al otro lado de la cima de esa montaña. —le explicó ella estrechando su mano— La superficie helada refleja esos rayos y los desvía hacia el cielo. Jamás me cansaré de observar este espectáculo. No puedo apartar los ojos.
—Lo mismo me pasa a mí. —replicó Albert mirándola.
Neelam siguió contemplando el rayo de luz ajena a su mirada hasta que finalmente se apagó.
Neelam
Observó aquel rayo de luz atentamente mientras las tinieblas se iban haciendo más intensas envolviéndolos. Cuando el último rayo se hubo apagado finalmente, giró la cabeza y se encontró con los ojos de Albert, grises y profundos como el acero clavados en ella.
Aquella mirada era tan intensa que no pudo evitar un estremecimiento. Él captó sus nervios y acercando la mano a su mejilla la acarició con suavidad.
Sin dejar de mirarla y con el rostro serio, metió su mano por debajo de su cabellera. Su mano callosa se desplazó con suavidad acariciándole el cuello y las orejas hasta asirle finalmente por la nuca y atraerla hacia él.
Neelam se dejó llevar y cerrando los ojos entreabrió su boca. Sintió como se acercaba, sintió como la bruma de su aliento acariciaba su piel, pero el ansiado beso no acababa de llegar. Ella se obstinó en mantener cerrados los ojos y esperar.
En cuanto sintió el contacto de sus labios le devolvió el beso un instante y se apartó. Albert le siguió y volvió a atrapar sus labios entre los suyos. Neelam continuó el juego un par de minutos hasta que incapaz de contenerse un segundo más se abrazó a él. Sus lenguas se juntaron mientras él la abrazaba tan estrechamente que creyó que iba a dejarla sin aliento.
Neelam le devolvió el abrazo con la misma intensidad y le besó hasta que se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Jamás en su vida había perdido el control sobre si misma de aquella manera y no estaba preparada.
Súbitamente un montón de dudas le asaltaron. ¿Acaso sabía lo que pretendía aquel hombre? Apenas le conocía nada. Lo único que sabía de él era que tenía un pasado violento. No habían pasado ni tres meses desde la muerte de su marido... No estaba preparada para... aquello fuera lo que fuese.
De repente un intenso deseo de huir de allí la embargó. De un empujón se apartó. Albert, sorprendido, no opuso resistencia.
—Yo... No sé... —intentó explicarse mientras se levantaba como un resorte— Esto no está... bien... O sí... Por los dioses esto no debería ser tan complicado. —se pasó la mano por la frente frustrada por no ser capaz de explicarse.
Albert no dijo nada, simplemente se limitó observarla divertido. Aquello la frustró y la enfureció aun más. Tenía ganas de patear a aquel cabrito presuntuoso, pero finalmente se dio la vuelta y se alejó en dirección a la casa hecha una furia.
Inmediatamente se arrepintió. ¿Qué estaba haciendo? Estaba tan confusa que apenas podía hilar un pensamiento lógico. Deseaba volver, y a la vez salir corriendo. Aquel hombre le atraía y a la vez le atemorizaba. Con la cabeza echa un remolino entró en la casa y cerró de un portazo deseando que aquel estruendo le despejase la cabeza, pero no fue así.
Se sentó en una silla intentando calmarse, pero estaba tan agitada que no lo consiguió. Llevada por un impulso, cogió una lámpara de aceite y se dirigió a la habitación de los recuerdos de Sermatar.
La oscuridad hacía que aquellos polvorientos trofeos fuesen más oscuros y enigmáticos. Cogiendo un jarrón de cerámica lo observó preguntándose de dónde habría venido, lo acarició eliminando décadas de polvo de su superficie y observó los toscos grabados haciendo que un montón de preguntas surgiesen en su mente. Echaba de menos a Sermatar. Con él no había esa intensa pasión, pero todo era tranquilo y organizado. A pesar de lo que todos pudieran pensar lo había amado y lo echaba de menos. Intentando contener las lágrimas depositó el jarrón con cuidado cuando unos suaves golpes sonaron en la puerta que le separaba de las habitaciones de Albert.
Cuando abrió se encontró al hombre sujetando una bandeja en la que estaba uno de los pescados que había capturado humeando y emanando un delicioso aroma.
—Siento haberte asustado. Traigo algo de cenar para hacer las paces. —dijo él levantando la bandeja.
—Yo... No me has asustado solo que no sé. Todo esto me ha cogido desprevenida y no sé muy bien qué hacer ni que pensar. —respondió ella intentando explicarse.
—No te preocupes. Lo entiendo. Después de todo hace solo unos pocos meses que perdiste a tu esposo. No tienes que disculparte. En todo caso la culpa es mía, lo lamento si te he asustado, pero no he podido evitarlo. —dijo clavando sus ojos en ella y haciéndola estremecerse de nuevo.
Durante unos instantes no dijeron nada más y se limitaron a observarse en silencio.
—Creo que se va a enfriar. —dijo él levantando de nuevo la bandeja.
—Oh, sí, claro. Perdona. Vamos a la cocina.
En un instante Neelam dispuso la mesa y cortó algo de pan para acompañar al pescado. Albert se sentó frente a ella y manejando el cuchillo con habilidad sacó dos sabrosos filetes. Le sirvió uno a Neelam y a continuación depositó el otro en su plato.
El pescado estaba excelente. Albert le había añadido unas hierbas antes de ponerlo sobre las brasas acentuando aun más su sabor. Comieron en silencio paladeando cada bocado y bebiendo vino blanco de las riberas del Brock para acompañarlo. Cuando terminaron comieron un poco de fruta y unos pastelillos que habían sobrado de la comida.
—El pescado estaba delicioso. —dijo Neelam limpiándose los labios y comenzando a recoger los platos.
—Es una vieja receta que me enseñó el cocinero de nuestro regimiento. —le explicó Albert mientras le ayudaba a retirar los platos y a recoger las migas de la mesa— Lo suyo no eran los platos elaborados, pero las brasas las manejaba como nadie.
Al dejar los platos sobre el fregadero sus miradas se volvieron a cruzar. Aquella picazón volvió e instantáneamente supo que estaba a su merced. Él sonrió, pero no hizo lo que ella esperaba.
—Creo que va siendo hora de que me retire. Ha sido un día inolvidable. Gracias por todo. —dijo Albert acariciando su mejilla y besando su frente con suavidad antes de retirarse.
Neelam se sentó viéndole alejarse, sintiendo como todo su cuerpo palpitaba dolorosamente de deseo. Se levantó con gesto cansado y se metió en la cama sabiendo que aquella noche le iba a costar conciliar el sueño.
Capítulo 30. Hielo y fuego
Neelam
A partir de aquel día la puerta que separaba a ambos permaneció siempre abierta. La excusa que se había dado era que no había necesidad de que Albert tuviese que salir al frío invernal cada vez que necesitaba entrar en la casa, aunque en lo más hondo de su alma sabía que la razón era el constante hormigueo que sentía en el bajo vientre.
Cada noche se acostaba fantaseando con que aquel hombre interrumpiese sus sueños tumbándose sobre ella y haciéndola el amor. Cada noche se imaginaba agarrándose a su cuerpo musculosos con brazos y piernas mientras el empujaba en su interior arrasándola de placer. Invariablemente terminaba masturbándose para conseguir aplacar aquel deseo que la quemaba, pero apenas conseguía apaciguar unas pocas horas aquella angustiosa sensación de necesidad.
Albert, sin embargo parecía dispuesto a esperar el momento. Quizás disfrutaba de aquella enloquecedora espera o tenía miedo a estropear aquella paz de la que aparentemente había carecido durante tanto tiempo y de la que ahora disfrutaba. El caso era que se miraban, se acariciaban y en ocasiones se besaban, pero entonces él se apartaba, con el deseo marcado en su cara, pero sin llegar a dar el paso definitivo.
Aquella mañana no fue distinta y deseó quedarse un poco más en la cama, deseó llamar a Albert y ordenarle que la follase, pero sabía que nunca se atrevería a hacerlo. Aquella conducta no sería digna.
Finalmente se levantó y vistiéndose apresuradamente fue a la cocina para ayudar a la vieja Nerva a preparar el almuerzo. Poco después llegaron Bulmak y Albert que aparentemente habían estado cortando algo de leña.
Recurriendo a todas su fuerza de voluntad apartó la mirada de aquel cabello negro brillante de sudor y a aquellos enormes brazos y charló animadamente, durante todo el desayuno aparentando una serenidad que no sentía.
En cuanto terminaron, los hombres continuaron con sus tareas y ellas se quedaron preparando la comida. Nerva siempre había sido una criada eficiente y reservada, pero siempre le había dado un poco de respeto por la tendencia que tenía a decir las cosas tal y como eran, sin andarse con rodeos y esta vez no fue distinto.
—Te gusta ese hombre ¿Verdad? —le preguntó de sopetón.
—Yo... —vaciló Neelam mientras intentaba buscar alguna respuesta que no la comprometiese demasiado.
—Vamos, chica. Yo también soy mujer y aunque no lo creas también he tenido esas necesidades. —le espetó la criada con naturalidad.
—La verdad es que me siento inexplicablemente atraída por él. Sé que no debería, que es un hombre con un oscuro pasado...
—¿Qué ves cuando le miras a los ojos? —le interrumpió la anciana.
—Serenidad, fortaleza... adoración.
—No soy una experta en estos temas y quizás no sea la persona más adecuada para aconsejarte, pero no deberías darle a las cosas tantas vueltas y dejarte guiar por esto. —dijo la mujer tocándole con el índice en el pecho.
—¿Pero no te parece que es demasiado pronto? ¿Qué pensará la gente? —preguntó Neelam expresando al fin las dudas que habían estado reconcomiéndola esos días.
—Yo creo que las ocasiones no hay que dejarlas pasar. Los dioses han traído a Albert hasta ti y no creo que sea solo para tirar de un arado. En cuanto la opinión de la gente siempre habrá quien opine en contra y te apuesto lo que quieras que el primero será ese cabrón de Orkast a pesar de que probablemente el día del entierro cuando se acercó a ti ya te propuso casarte con su hijo.
—¿Cómo lo sabes...? —preguntó Neelam azorada.
—Vamos, niña. Soy vieja, pero aun no estoy senil y conozco a esa sabandija. Sé que te lo pondrá difícil y que intentará vengarse sin no le sigues el juego.
—Lo sé y eso me asusta.
—Razón de más para tener a un hombre fuerte a tu lado. Pequeña, no tienes por qué llevar sola todo el peso de la responsabilidad. No seré yo la que te diga lo que tienes que hacer, pero deberías confiar más en nuestra mejor arma, la intuición.
Neelam miró un instante a la anciana con la cabeza aun hecha un lío, pero tan agradecida que no pudo evitar darle un fuerte abrazo.
Intentando mantener la serenidad salió fuera con la esperanza de que el aire fresco le ayudara a despejar un poco la mente.
Lo peor del invierno parecía haber pasado y aunque la nieve se acumulaba en algunos lugares hasta llegar a la altura de sus caderas, las noches ya no eran tan frías y el hielo que había cubierto la Laguna Esmeralda durante casi un mes comenzaba a resquebrajarse.
Caminó un rato por el sendero que habían abierto Bulmak y Albert que llevaba a las caballerizas y súbitamente tuvo el deseo de cabalgar un poco. No estaba vestida para la ocasión, pero dada la altura de la nieve no pensaba alejarse mucho.
Cuando pasó por delante de los hombres ambos le advirtieron de que no se alejase mucho y siguieron cortando leña. Optó por dirigirse a la zona alta al norte de la casa con la esperanza de que la nieve allí fuese menos profunda y Temblor pudiese desplazarse con más facilidad.
Albert
El ejercicio le ayudaba a olvidarse de la constante comezón que roía sus entrañas. Deseaba a aquella mujer más que nada en el mundo, pero no estaba seguro de que ella sintiese lo mismo. Podía notar sus dudas cada vez que la acariciaba o le robaba un beso así que había optado por esperar. Después de todo, no había prisa. Por primera vez en mucho tiempo no se veía apremiado por las circunstancias.
Bulmak colocó otro tronco y él descargó el hacha con todas sus fuerzas partiéndolo en dos limpiamente e hincándose profundamente en el tocón que utilizaba de base. Procurando no pensar en nada, apoyó el pie en la madera para soltar el hacha y lo alzó dando tiempo a Bulmak para que colocase otro leño.
Cuando descargó un nuevo hachazo vio por el rabillo del ojo como Neelam salía del establo a lomos de Temblor. No le gustó que saliese. Aunque el tiempo había mejorado, aun estaban en pleno invierno y las tempestades y nevadas seguían siendo imprevisibles. De todas formas pensó que la joven era lo suficientemente sensata como para no alejarse demasiado, así que advirtiéndola que no se alejase demasiado, la dejó ir y trató de concentrarse en su tarea.
Durante dos horas estuvo haciendo leña hasta que, cubierto de sudor, se tomó un descanso. Bulmak recogió los trozos de leña cortados y se los llevó. Albert se sentó sobre el tocón y miró al cielo. Las nubes se estaban arremolinando y Neelam no había vuelto de su paseo.
Miró preocupado el camino por el que se había ido. Habían pasado dos horas. Debería estar ya de vuelta. Decidió darle una hora más pero si en ese plazo no volvía, iría a buscarla.
El tiempo pareció arrastrarse a partir de aquel momento y a cada minuto que pasaba sin que la joven apareciese por el camino, más seguro estaba de que le había pasado algo.
Finalmente, tras apenas media hora, no pudo contenerse más y llamó a Cuchilla. El gato ónyx apenas tardo unos segundos en aparecer. Su pelaje se había transformado totalmente y ahora era un fantasma blanco que se desplazaba invisible en el paisaje invernal.
Albert le cogió la cabezota entre sus manos y le revolvió el espeso pelaje. El gato rugió sordamente y le lamió la cara.
—Hola, pequeño. —dijo tirando de sus bigotes— Necesito que me hagas un favor. Necesito que busques a Neelam.
Albert sabía de lo que el animal era capaz a pesar de ser aun solo un cachorro. A menudo jugaba con él y muchos de esos juegos se basaban en esconderle comida en la nieve para que el la buscase y era endemoniadamente bueno encontrándola.
Apresuradamente entró en la casa, cogió un pañuelo de Neelam del montón de la ropa sucia y se lo mostró al gato para que lo olfatease. El gato pareció entender y comenzó a olfatear el aire en todas direcciones.
Pocos instantes después de ponerse en movimiento, comenzó a nevar de nuevo.
Enseguida se arrepintió de no haber cogido más ropa de abrigo que una ligera capa. El aire primaveral de la mañana se había vuelto gélido y espesos nubarrones blanquecinos lanzaban turbonadas de nieve contra sus ojos. Por delante, Cuchilla avanzaba sin dificultad gracias a sus enormes zarpas, volviéndose a menudo para animarle a avanzar con más rapidez.
Afortunadamente, el viento había barrido parte de la nieve de las zonas más elevadas, que era precisamente el camino que parecía haber tomado Neelam.
Con el permanente miedo de que la fiera perdiese el rastro en medio de la tempestad, apretó el paso y siguió al ónyx a un pequeño bosquecillo. Allí encontraron a Temblor, cojeando ligeramente de la pata izquierda. Por un instante pensó que ambos se habían refugiado de la tormenta en el bosquecillo, pero Neelam no aparecía por ninguna parte.
El rugido de Cuchilla llamó su atención. No lo dudó y corrió detrás del animal que daba muestras de una inconfundible excitación.
Apenas habían salido del bosquecillo unos cientos de metros cuando el gato, de dos saltos, salió del camino y se puso a cavar en la nieve.
Cuando llegó a su altura la vio parcialmente tapada por la nieve. Al parecer, el caballo había resbalado fuera del camino y ella había caído por un pequeño terraplén. Apartando al gato de un empujón, se lanzó sobre el cuerpo inmóvil temiéndose lo peor.
Retiró la nieve y le puso los dedos sobre el cuello. Su corazón, aunque lentamente, aun latía.
No se lo pensó dos veces y quitándose la capa, la envolvió en ella y volvió hasta el bosquecillo donde Temblor aun esperaba. Sabía que si lo montaba en aquel momento podría empeorar su lesión, pero no tenía elección. Tras montar con la joven en su regazo volvió a casa tan rápido como se atrevió.
Los minutos pasaban y el sol se iba poniendo obligándole a apurar el paso. Aquellas dos horas entre la nieve fueron las más largas y angustiosas de su vida. Impotente, seguía las huellas de Cuchilla, refrenando constantemente al caballo a pesar de la urgencia. El caballo aguantó a duras penas, pero consiguieron llegar a casa una hora después de ponerse el sol. Tanto Bulmak como Nerva esperaban en el porche, a pesar del frío y la nieve que el aire insistía en echarles a la cara.
En cuanto descabalgó le dio las riendas del caballo a Bulmak y le pidió un gran tazón de caldo a la cocinera. Para su alivio, Neelam seguía viva y sabía perfectamente lo que tenía que hacer para reanimarla.
Nerva también estaba preparada y en cuestión de segundos tenía un humeante tazón de caldo de pollo en las manos. Le ordenó que lo dejase en la habitación de la joven y que se retirase. Nerva lanzó una mirada nerviosa a su ama, sin saber muy bien si obedecer o no.
—Tranquila, no le pasará nada. Tengo experiencia en este tipo de casos y sé lo que hay que hacer. Ahora déjanos solos.
La mujer le miró unos instantes y pareció ver algo en sus ojos que le convenció de que Albert decía la verdad. Tras asentir, atizó la chimenea, colocó el tazón sobre una trébede cerca del fuego para que no se enfriase y abandonó la habitación.
Albert nunca había estado en la habitación de Neelam, pero no tuvo tiempo de observar los pesados cortinajes, el tocador de madera de cerezo con una jofaina de plata y un enorme espejo del mismo metal, ni la enorme cama con dosel. Todos sus sentidos estaban concentrados en la joven. Rezando a los dioses se apresuró a quitarle la ropa mojada.
Su cuerpo desnudo estaba pálido y frío como el alabastro lo que le daba una belleza sobrenatural, pero no tenía tiempo, necesitaba que su cuerpo reaccionase. Cogiendo un paño que había al lado del tocador secó su cuerpo y lo frotó con energía mientras la llamaba intentando que recuperase la conciencia.
Como despertando de un largo sueño la joven abrió los ojos y comenzó a temblar.
—Tranquila, todo ha pasado. Ya estamos en casa. —dijo él abriendo la cama y depositándola entre las sábanas.
Sabía que si quería recuperarla definitivamente aquello no sería suficiente. Tenía que recuperar la temperatura o podía morir. Durante las guerras contra los trasgos del norte, los casos de hipotermia eran frecuentes y a pesar de que los médicos recomendaban baños de agua caliente, tanto él como sus compañeros pronto aprendieron que un cambio de temperatura tan brusco podía ser fatal para el paciente y que lo mejor era el calor humano.
Sin dudarlo, Albert se desnudó totalmente y apartó la ropa de la cama para tumbarse al lado de la joven. Durante un instante observó aquel cuerpo perfecto de pechos grandes y firmes vientre liso y caderas sensuales, admirando como con aquella lividez rivalizaba en belleza con las estatuas de alabastro que reproducían a Toré, la diosa de la fertilidad de Gandir e incluso las superaba.
Conteniendo una avalancha de emociones, se tumbó sobre ella con cuidado y la abrazó estrechamente.
Neelam
No sabía lo que había pasado. No podía pensar. Lo único que sabía era que se había despertado aterida en su habitación. Ni siquiera se dio cuenta de que Albert la hablaba, la desnudaba y la metía en la cama. Lo único que era capaz de percibir era un frío paralizador que la invitaba a abandonarse y dormir.
Poco a poco su cuerpo empezó a despertar, temblando con tanta violencia que todas las junturas de la cama chirriaban. En ese momento notó que alguien separaba las ropa de la cama y se metía en la cama con ella tras un instante de vacilación.
Albert se colocó sobre ella y con delicadeza, sin dejar que el peso de su cuerpo la aplastase la cubrió con su calor. Neelam se abrazó a el por instinto y fue entonces cuando se dio cuenta de que ambos estaban totalmente desnudos.
A pesar de los temblores y los escalofríos, sintió como el miembro de Albert rozaba su vientre y no pudo evitar una sonrisa divertida. Por fin tenía a aquel hombre donde quería, desnudo sobre ella y lo último que deseaba era hacer el amor.
Albert, ajeno a sus pensamientos, le apartó la espesa melena castaña aun húmeda y la colocó sobre la almohada, alejándola del cuerpo, antes de abrazarla estrechamente. El calor de Albert poco a poco empezó a caldear su cuerpo y agotada metió los brazos entre ambos cuerpos y cerró los ojos.
—No, aun no. —le dijo él dándole dos suaves cachetes en las mejillas— Necesito que estés despierta hasta que dejes de temblar.
Con desgana abrió los ojos. Lo único que deseaba era cerrarlos y dormir, pero los constantes atenciones de Albert se lo impidieron.
Tras unos minutos empezó a sentir que recuperaba las fuerzas y los incontrolables temblores se habían convertido en un ligero castañeteo. Albert se apartó un instante y colocó la oreja sobre su pecho.
Neelam fue consciente en ese instante que no había nada que les separase. Deseó apretar su cabeza contra el pecho y obligarle a besárselo, pero no se sentía con fuerzas. Tas unos instantes que le parecieron eternos, Albert levantó la cabeza y sonrió tranquilizador.
—Lo peor ha pasado, tu corazón vuelve a latir con fuerza. Ahora necesitas algo que también te caliente por dentro.
Por un momento, ofuscada por la fuerza y el calor que irradiaba el cuerpo de Albert, se le pasó por la cabeza la imagen de aquel hombre fuerte y atractivo haciéndola el amor, así que cuando Albert se levantó y cogió el tazón de caldo no pudo evitar una carcajada.
—Bueno ya sé que estoy ridículo, desnudo y con un tazón en la mano, pero no es para tanto.
—Lo siento, —respondió ella medio ahogada por las risas— pero no es por eso, ya te contaré.
Sonriendo a su vez, Albert se sentó a su lado y cogiendo un cucharón de madera le acercó un poco de caldo a la boca. El líquido espeso y caliente bajo hasta su estómago calentándola por dentro y terminando de despejarla.
Comió con apetito y apenas dejó un par de cucharadas en el tazón que Albert se apresuró a terminar. Notaba como su cuerpo entraba en reacción y se libraba definitivamente de las telarañas de la muerte. Pero cuando Albert hizo el amago de recoger sus ropas para irse no pudo evitarlo.
—Gracias, Albert, estoy mucho mejor, pero aun siento frío. Quédate conmigo esta noche. —le pidió ella apartando la ropa de la cama, aprovechando para enseñarle una pequeña porción de su muslo a la vez que simulaba un escalofrío.
Albert la miró sorprendido. Durante un instante se quedó parado sin saber qué hacer y ella aprovechó para observar su cuerpo desnudo. No es que no lo hubiese visto ya antes. Recordaba perfectamente cómo lo habían exhibido durante la subasta, pero era la primera vez que lo veía con los ojos velados por el deseo.
Su mirada resbaló por aquel torso musculoso y bronceado por el trabajo al sol, sus brazos fuertes y cubiertos de cicatrices que le daban un aura de peligro que le hacía especialmente atractivo a los ojos de cualquier mujer.
Durante un instante miró aquella cara con los ojos grises y profundos, el pelo negro y enmarañado y la nariz ligeramente torcida antes de que sus ojos se viesen atraídos por el miembro que colgaba de su entrepierna aparentemente relajado, pero probablemente dispuesto a saltar en cualquier momento como una serpiente.
Neelam ahogó un suspiro de placer anticipado y en aquella ocasión el escalofrío fue real cuando Albert se metió en la cama con ella y la abrazó. En cuanto sintió los brazos de él a su alrededor se giró dándole la espalda y se encogió adoptando una postura fetal. Albert la rodeó con su cuerpo duro y cálido sin dejar una molécula de aire entre sus cuerpos. Al notar la polla de Albert reposando contra sus espalda tuvo que ahogar un ronroneo de satisfacción.
Deseó darse la vuelta y hacer el amor con él, pero tenía el cuerpo aun torpe y entumecido por el frío y la tortura de tener a Albert tan lejos y tan cerca, sentir como el deseo crecía en ella segundo a segundo era tan deliciosa que simplemente cerró los ojos y se durmió en sus brazos.
Aquella parte del libro le encantaba, con todo aquel deseo contenido, pero el sueño al fin había llegado. Apenas podía mantenerse despierto, así que dejó el libro y cerró los ojos imaginándose que era él el que se tumbaba al lado de la doctora Tenard y abrazaba su cuerpo aterido. Aunque no se imaginaba como Monique podía pillar una hipotermia con treinta y pico a la sombra.
Colocando las manos bajo la cabeza miró al techo de la tienda y llegó a la conclusión de que era mucho más probable que la tuviese que salvar de las balas del los AKs de un montón de grillados y eso era mucho menos atractivo e inmensamente más peligroso. Si aquello dos gilipollas que había sorprendido robándole la furgoneta se empeñaban en vengarse estaban en un problema. Esperaba que estuviesen más acojonados que ofendidos y no les quedasen ganas de volver al campamento, pero no se hacía demasiadas ilusiones.
Lo malo de aquella situación es que ellos tenían toda las ventajas. Podían elegir el momento y el lugar y ellos estaban atados de manos. Lo único que podían hacer era esperar, permanentemente en alerta y rezar para que los de inteligencia acertasen con sus informes y les alertasen a tiempo.
Justo cuando estaba a punto de cerrar los ojos, Oliva entró en la tienda y posó el fusil con desgana.
—¿Te puedo hacer una pregunta, Ray?
—Estoy seguro de que la harás aunque te diga que no, así que adelante.
—¿Qué es lo que ves en ella? Es pequeña, blanda y te mira con una cara de desprecio que te dan ganas de abofetearla.
—A lo mejor es que simplemente es distinta. En fin, ¿No es esa tu filosofía? ¿Probar un poco de todo? Quizás deberías buscar algún médico o enfermero para pasar tus ratos libres.
—Me gustaba lo que teníamos nosotros. —dijo Oliva acercándose a Ray y tumbándose sobre él.
—Vamos, Oliva, sabes que yo no soy partidario de tu idea de las relaciones interpersonales. Con la doctora Tenard de por medio o no, el resultado hubiese sido el mismo. Tu no querías comprometerte y a mí no me gustaba compartirte. Dejémoslo ahí y sigamos siendo buenos compañeros.
—No sé si podré. —replicó ella pasando la mano por el pecho de Ray— Me resultas tan atractivo...
—Sí no te sientes con fuerzas, siempre puedo pedir al sargento que traiga a alguien de Bagram para sustituirte.
—Bueno, haré un esfuerzo. Aunque no te prometo nada. —respondió Oliva con una sonrisa.
La amenaza velada de Ray al fin surtió efecto. Oliva sabía que podía obligarla a volver a la base y a pesar de que podía alegar cualquier excusa, aquello figuraría en su expediente y siempre suscitaría dudas.
Tras mirar a Ray fijamente un instante, se encogió de hombros y levantándose, le dejó dormir por fin.
Esta nueva serie consta de 41 capítulos. Publicaré uno más o menos cada 5 días. Si no queréis esperar o deseáis tenerla en un formato más cómodo, podéis obtenerla en el siguiente enlace de Amazón:
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Un saludo y espero que disfrutéis de ella.
Guía de personajes principales
AFGANISTÁN
Cabo Ray Kramer. Soldado de los NAVY SEAL
Oliva. NAVY SEAL compañera de Ray.
Sargento Hawkins. Superior directo de Ray.
Monique Tenard. Directora del campamento de MSF en Qala.
COSTA OESTE DEL MAR DEL CETRO
Albert. Soldado de Juntz y pirata a las órdenes de Baracca.
Baracca. Una de las piratas más temidas del Mar del Cetro.
Antaris. Comerciante y tratante de esclavos del puerto de Kalash
Dairiné. Elfa esclava de Antaris y curandera del campamento de esclavos.
Fech. guardia de Antaris que se ocupa de la vigilancia de los esclavos.
Skull. Esclavo de Antaris, antes de serlo era pescador.
Sermatar de Amul. Anciano propietario de una de las mejores haciendas de Komor.
Neelam. Su joven esposa.
Bulmak y Nerva. Criados de la hacienda de Amul.
Orkast. Comerciante más rico e influyente de Komor.
Gazsi. Hijo de Orkast.
Barón Heraat. La máxima autoridad de Komor.
Argios. Único hijo del barón.
Aselas. Anciano herrero y algo más que tiene su forja a las afueras de Komor
General Aloouf. El jefe de los ejércitos de Komor.
Dankar, Samaek, Karím. Miembros del consejo de nobles de Komor.
Nafud. Uno de los capitanes del ejército de Komor.
Dolunay. Madame que regenta la Casa de los Altos Placeres de Komor.
Amara Terak, Sardik, Hlassomvik, Ankurmin. Delincuentes que cumplen sentencia en la prisión de Komor.
Manlock. Barón de Samar.
Enarek. Amante del barón.
Arquimal. Visir de Samar.
General Minalud. Caudillo del ejército de Samar.
Karmesh y Elton. Oficiales del ejército de Samar