Las colinas de Komor XXIII
Cuando terminó de almorzar aquella sensación se diluyó un tanto, pero solo tardó una hora en ver sus temores confirmados. Dos inconfundibles figuras a caballo acercándose desde el camino hicieron que se le encogiese el corazón.
XXIII
Cuando llegó a su campamento, Ray saludó a Oliva que le contestó con un movimiento de la mano sin apartar la mirada de los monitores. Aun quedaban un par de horas para el cambio de guardia y con el aroma de Monique sobre su piel sabía que sería incapaz de conciliar el sueño, así que cogió la novela y continuó leyendo.
Capítulo 27. Reliquias
Neelam
Al despertar tardó unos instantes en darse cuenta de que estaba de nuevo en casa, en una cama de verdad. Se estiró y deseó quedarse un poco más bajo las mantas, disfrutando del calor y la suavidad de las sábanas. Remoloneó un poco, pero finalmente se levantó.
A pesar de tener sirvientes, estaba acostumbrada a ayudar en la limpieza y en la cocina y después de varias semanas ausente seguro que habría muchas cosas que hacer.
Cuando llegó a la cocina, Nerga, la vieja cocinera, ya tenía caliente un gran tazón de leche de oveja, pastel de vejiga y un huevo pasado por agua. Desayunó apresuradamente y salió al exterior.
Fuera, el día era gris y desapacible. Un frío y húmedo viento proveniente del norte azotó su cara. Aun no llovía, pero parecía que no tardaría mucho. Un ruido a su derecha le hizo apartar la vista del cielo. Al parecer Albert se había levantado al amanecer y ayudado por los consejos de Bulmak estaba arando de nuevo el campo. Esta vez la fuerza de Albert controló sin problema los vaivenes de la reja del arado y habían transformado el desastre que había visto la tarde anterior en un serie de surcos perfectamente rectos y paralelos.
Cruzando los brazos sobre su pecho se dedicó a observar a Albert luchando con la reja del arado. Los enormes brazos del hombre se tensaban con el esfuerzo cada vez que hundía la reja en el suelo virgen volteando la tierra. En ese momento la reja tocó algo y se paró en seco.
Albert soltó un juramento y dio unos pasos atrás, a continuación hundió un poco más el arado y arreó a Temblor que soltó un relincho y clavó los cascos en el suelo tirando con energía mientras Bulmak sujetaba firmemente las riendas. Albert rugió y ayudó a las montura empujando con todas sus fuerzas.
Impresionada vio como una roca de más de cien kilos emergía de la tierra y salía a la superficie rodando hasta el borde del terreno roturado. Con un grito de triunfo Albert arreó al caballo y aprovechando el impulso terminó el surco.
Cuando llegaron al final se dieron un descanso antes de dar la vuelta al arado y continuar. Mientras el anciano se encargaba de ello, Albert intercambió unas palabras con él y se alejó en dirección al cobertizo de las herramientas.
Salió de allí portando una enorme maza y balanceando el instrumento como si fuese un palillo lo enarboló y descargó un golpe sobre la roca. Una nubecilla de polvo se desprendió, pero la roca aguanto el primer asalto.
Albert frunció el ceño y miró la roca un instante, masculló algo y después de escupirse las manos asió la maza y levantándola por encima de la cabeza le dio un golpe aun más fuerte con el mismo resultado.
En ese momento el anciano se acercó y pareció explicarle algo señalando un lugar concreto en la piedra. Albert asintió y enarbolando el mazo de nuevo lo dejó caer en el punto que Bulmak le había señalado.
Esta vez la roca no aguantó y se fragmentó en tres pedazos. Satisfecho palmeó la espalda del anciano y le dio un par de patadas a los fragmentos antes de cogerlos y lanzarlos entre unos árboles donde no molestaran antes de volver a ponerse tras el arado.
Hubiese estado toda la mañana mirando como trabajaban los dos hombres, observando como aquel terreno baldío se convertía en terreno listo para sembrar, pero ella también tenía que hacer.
Tras un par de horas trabajando en la cocina y limpiando la casa con la ayuda de Nerga, dejó a la criada y tras freír un poco de tocino, sacó un poco de pan y cerveza y dispuso el almuerzo en la mesa del porche.
Lo único que no había envejecido en el viejo Bulmak era el olfato. Tardó menos de un minuto de darse cuenta de que el almuerzo estaba servido y soltando las riendas obligó a Albert a dejar el arado allí donde estaba y acompañarle.
Los dos hombres llegaron cubiertos de sudor pero sonrientes. Neelam se apresuró a darles unas jarras de cerveza que vaciaron de apenas dos tragos antes de abalanzarse sobre el tocino.
Neelam les acompañó y comió algo de tocino. Charlaron animadamente de lo que quedaba por hacer. Había mucho trabajo, pero Bulmak estaba seguro de que podrían tener preparadas varias hectáreas para la siembra antes de que empezase a nevar.
Aun había tiempo para decidirse, pero Bulmak ya tenía una idea de cómo aprovecharían el terreno. El área ocupada por su propiedad era privilegiada. Encajonada entre el Rio Brock, el Arroyo Esmeralda y la laguna del mismo nombre, tenía una zona de tierras bajas en el norte que se inundaba todos los años con la crecida de primavera, cubriéndola con el fértil limo procedente de de las colinas de Komor.
Esta zona era usada para el cultivo de hortalizas mientras que la parte sur, más elevada y seca, era ideal para el cultivo de cereales y legumbres. Además la cercanía de los dos ríos al confluir, le daban un poco de humedad extra y evitaba que las heladas fuesen tan rigurosas, lo que permitía adelantar la siembra. Entre ambas, la zona intermedia con la ayuda de unas sencillas canalizaciones era muy apropiada para la soja y el algodón.
Fuera había empezado a caer una lluvia fina y persistente. A pesar de ello, los hombres salieron de nuevo del acogedor porche y volvieron al trabajo. Los dos hombres parecían llevarse bien e intercambiaban bromas mientras realizaban aquel duro trabajo. Le hubiese gustado sentarse en el porche y pasar toda la tarde observándolos y viendo crecer su esperanza con cada metro que avanzaba el arado.
Albert
Al final del día habían logrado roturar una buena porción de tierra entre la casa y el camino de Komor. Estaban cenando tranquilamente un delicioso guiso de carne cuando uno de los pastores llegó con malas noticias. Una fiera había devorado otras tres ovejas. Uno de los chicos que se encargaba del cuidado de los animales había dicho que era un gato ónyx, pero Bulmak no lo creyó, afirmando que hacía más de veinte años que no bajaba ninguno de las colinas.
Albert no dijo nada aunque pensó para sí mismo que había pocas cosas que se pudiesen confundir con un gato ónyx. Despidieron al pastor asegurándole que al día siguiente irían a investigarlo. A pesar de que aun no estaba seguro, su mente no pudo evitar acordarse del que le había ayudado a llegar a Sendar y deseó con todas sus fuerzas estar equivocado y no tener que matar ninguno.
—¿Un gato ónyx? Nunca he visto ninguno. —preguntó Neelam— ¿Cómo son?
—Son unas fieras enormes. Pesan cuatro veces lo que un lobo grande, de pelaje denso y oscuro y son unos formidables cazadores. —respondió Bulmak— Suelen cazar por la noche y un solo animal puede derribar un murk.
Albert no dijo nada, pero arqueó las cejas escéptico. No es que no pensase que no pudiesen hacerlo, pero dudaba de que ninguno lo intentase teniendo piezas más fáciles en abundancia. De todas maneras, fuese el animal que fuese, lo que estaba claro era que tenía que acabar con él para proteger al ganado.
Bulmak se ofreció a acompañarle, pero el viejo era más útil allí, así que le dio las gracias, pero dijo que iría solo. Bulmak no pudo evitar soltar un disimulado suspiro de alivio que no pasó desapercibido a Neelam.
—¿Será peligroso? —la joven viuda lo miró y no pudo evitar que su mirada delatase su preocupación.
—Enfrentarse a una fiera siempre lo es, pero es un animal y por tanto previsible. Prefiero enfrentarme a un millón de gatos ónyx que a un soldado adiestrado. —dijo él para tranquilizarla— Mañana marcharé con el alba. Lo que no sé es lo que tardaré. Esos animales pueden ser escurridizos.
—Ya lo creo, me acuerdo cuando tu marido aun era joven y uno de esos bichos llegó desde el Bosque Azul... —intervino Bulmak comenzando a narrar una serie de anécdotas que Albert sabía que eran en su mayoría una sarta de exageraciones, pero que hicieron mella en los ánimos de Neelam.
Tras terminar la tercera historia, la más truculenta de todas, con niños robados, valientes caballeros expulsados de sus monturas y devorados y todo tipo de desgracias, el anciano sirviente terminó su tazón de guiso y se retiró para descansar sus huesos después de un largo día de trabajo, dejando a los dos terminando la cena.
Cuando cogió la última cucharada, el temblor de la mano de la joven delataban sus nervios y su preocupación.
—Tranquila, la mitad de las cosas que cuenta ese hombre son tonterías. Cuentos de viejas para asustar a los niños. —dijo él para tratar de tranquilizarla.
—¿Y cómo vas a matarlo? —preguntó ella.
—Pensaba poner alguna trampa o cazarlo con arco y flechas. ¿Sabes si tu marido tenía alguno?
—Sí, hay una armería en el ala este de la casa aunque no sé dónde exactamente, esa zona solo la frecuentaba Sermatar y no dejaba que nadie entrase salvo él.
—Bueno, pues me temo que es hora de hacer una visita. Si no te sientes con fuerzas y prefieres que vaya yo solo, lo entenderé.
—No te preocupes. —respondió ella— Lo soportaré. Además siempre tuve curiosidad por saber que escondía allí.
—Pues entonces será mejor que vayamos. Se está haciendo tarde. —dijo él poniéndose en pie y cogiendo una lámpara de aceite que les iluminase el camino.
Neelam tomó la delantera y le guio por un largo pasillo. Dejaron atrás las cocinas, la despensa y las habitaciones de la servidumbre hasta que el pasillo terminó en una T. En frente de ellos estaba la puerta que llevaba a las habitaciones de Albert. A la derecha, otro pasillo casi igual de largo llevaba al resto de la vivienda, mientras que a la izquierda, una gruesa puerta de roble con pesados herrajes cortaba el paso al ala este.
La joven revolvió en un manojo de llaves y sacó una de bronce similar a la que abría la puerta que llevaba a sus estancias y tras un par de intentos logró que el pestillo girara. Empujó con fuerza, pero a pesar de que la cerradura estaba abierta, la pesada hoja no se movió un milímetro.
Pasándole la lámpara a Neelam Albert apoyó el hombro en la puerta y empujó con fuerza. La puerta se obstinaba en no moverse, pero una patada, que hizo levantar una nube de oxido de los goznes y un nuevo empujón acabaron con su resistencia.
El pasillo que había al otro lado era corto y solo tenía dos puertas, una a la derecha y otra al fondo. Protegiendo cada una de ellas, como dos fantasmas, dos armaduras de trasgo le hicieron echar involuntariamente la mano al lugar donde solía guardar la espada.
Neelam que no pareció asustarse se acercó a la puerta de la derecha y probó varias llaves hasta que dio con la correcta. En esta ocasión no hizo falta el uso de la fuerza y la puerta giró dócilmente cuando ella la empujó.
A la luz de trémula de la lámpara, aquel cúmulo de objetos resplandecía débilmente. Cubierto por una densa capa de polvo y telarañas, un montón de recuerdos se amontonaba sin orden ni sentido.
—¿Qué es todo esto? —preguntó la joven cogiendo un jarrón de cobre.
—Yo diría que son recuerdos. Y por lo que veo el viejo Sermatar debió de divertirse bastante en su juventud. —dijo Albert inspeccionando un casco de cuero— Aquí hay de todo; jarrones, armaduras, ropa... Nada de valor, pero seguro que cada una de estas piezas le recordaba una aventura.
—Ahora entiendo por qué pasaba horas aquí. Nunca me contó nada de aquella época. Me hubiese gustado saber algo.
—Probablemente no se sentía muy orgulloso de ello. Quizás al acudir aquí sintiese que les hacia un homenaje a sus camaradas y a los hombres contra los que había luchado y trataba de convencerse de que todo lo que había hecho lo había hecho por una causa justa y había batallado con honor.
—¿Tú también lo piensas? —preguntó ella.
—Yo he hecho cosas que difícilmente se pueden justificar bajo ninguna circunstancia. —respondió él con el rostro ensombrecido— Solo espero que los dioses me den la oportunidad de redimirme.
Neelam posó la mano sobre su hombro y sin decir nada la apretó en señal de compasión. No es que sirviera de mucho, pero Albert agradeció el gesto.
Siguieron curioseando un rato. Albert no pudo evitar una sensación de tristeza al darse cuenta de la cantidad de buenas historias que debían haberse perdido con la desaparición del viejo Sermatar. Por el volumen que ocupaban aquellos trastos, probablemente hubiesen llenado varios tomos.
—Está claro que aquí no hay nada interesante —dijo Neelam interrumpiendo el hilo de sus pensamientos— Veamos que hay tras la otra puerta.
Lo que había en la habitación del fondo no lo esperaban ninguno de los dos. Al igual que la anterior estaba cubierta de polvo, pero era la única semejanza. Una enorme alfombra con imágenes de hombres a pie y a caballo batallando cubría casi todo el suelo de una enorme estancia que probablemente en otra época fuese el salón de baile de la mansión.
En el centro de la habitación, iluminada por la luz de la luna que entraba por una claraboya, una armadura completa, aun brillante, reposaba sobre un armazón. Albert se acercó para examinarla constaba de un peto, unas grebas, unas botas y unos guanteletes, todos del mejor acero. El casco también de acero tenía filigranas de oro y grabados dos centauros en las sienes y la diosa Neiss en la frente. En la parte superior tenía una cresta de metal para proteger a su propietario de los peores golpes.
Neelam lo llamó, mostrándole un armero adosado a una de las paredes. Había toda una colección de armas, unas que probablemente eran las de Sermatar y otras capturadas o aceptadas como regalo.
Observó una espada, obviamente muy usada y mellada, pero que aun conservaba su aura mortífera. No le costó adivinar las manos de Aselas en aquel instrumento de muerte. Recorrió la pared inspeccionando lanzas bárbaras, ballestas, espadas de un filo, sables piratas, martillos enanos, hondas de los enanos salvajes del sur y gigantescos espadones de los habitantes de Skimmerland. Solo cuando llegó a la parte dedicada a las armas elfas se paró a inspeccionarlas más a fondo.
Había tres arcos, dos de ellos con incrustaciones de oro y marfil. Obviamente eran armas ceremoniales, pero el tercero era un arma muy semejante al que le habían regalado en el bosque de los elfos, lo cogió y lo sopesó unos instantes. Montó la cuerda que estaba colgando suelta solo por un extremo y la montó comprobando su tensión. El arco estaba en perfectas condiciones.
—Si no te importa me llevare esto. —dijo cogiendo el arco y un aljaba de cuero con una docena de flechas emplumadas al estilo elfo para que girasen sobre sí mismas en cuanto saliesen del arco— Cuando termine con el gato, las devolveré a su lugar.
—Toma todo lo que necesites. —dijo ella— Y por favor, vuelve de una pieza.
Capítulo 28. Alimañas
Albert
Se levantó poco antes del alba, comió un poco de pan con queso y se puso en camino. La lluvia seguía cayendo en forma de fina y densa cortina que lo empapaba todo e insistía en colarse por las rendijas de su ropa. Se caló aun más la capucha sobre su cabeza y envolviéndose con la capa siguió las instrucciones que le había dado Bulmak para llegar a las cabañas de los pastores.
El camino, ablandado por la lluvia insistente entorpecía sus movimientos y la espada, que no sabía muy bien por qué había llevado con él, junto con el arco y la aljaba le estorbaban en la espalda, recordándole las largas marchas que había realizado durante su instrucción en los traicioneros caminos helados de las laderas de las montañas de Juntz, con una mochila de piedras colgada del hombro.
Cuando llegó al fin, los pastores salieron de una vieja cabaña para recibirle. Era cerca del mediodía, pero el cielo estaba tan encapotado que podrían estar en pleno ocaso sin darse cuenta.
—¿Quién fue el que vio al gato ónyx? —dijo en cuanto terminaron de almorzar el queso y el guiso de oveja que los pastores habían preparado para él.
—Yo —dijo un chico que no debía tener más que doce años mientras el resto le miraba con una mezcla de diversión en incredulidad.
—¿Cómo sabes que era un gato ónyx? ¿Acaso habías visto alguno antes?
—No, pero cuando esos ojos color ámbar se fijan en ti, sientes ese miedo primitivo que ahoga cualquier duda. Es como si hubiese nacido con aquel conocimiento. Inmediatamente identifique al animal y estoy totalmente seguro.
—¿Te acuerdas como tenía las pupilas? —le preguntó al chico casi seguro de que no se había inventado nada.
—Eran dos ranuras verticales, como dos puertas dispuestas a abrirse y mostrarme el infierno. —respondió el chaval con un escalofrío.
—Llévame a donde lo viste.
—Yo... —intentó resistirse el chico temblando como una hoja.
—Solo quiero que me lleves hasta allí. —le tranquilizó— Luego puedes volverte si quieres.
El joven pastor, con gesto serió asintió y salió de la casa seguido por las miradas cohibidas del resto de sus compañeros.
Una vez fuera, el chico no se entretuvo y comenzó a correr cuesta arriba en dirección a unas colinas bajas que llevaban al Bosque Azul.
Albert, cargado con las armas, a duras penas conseguía mantener su ritmo. Dos horas después el chico se apartó de una casi invisible vereda y tras colarse en una pequeña espesura de matojos llegaron al pie de un montículo donde se podían ver los restos de una oveja.
—Estaba ahí arriba. Yo estaba buscando la oveja creyendo que se había perdido entre los arbustos cuando lo descubrí devorándola. —dijo señalando en montículo— Levantó la cabeza en cuanto aparecí, me miró y tras unos segundos debió decidir que no era una amenaza ni una comida decente, porque se limitó a pegar un rugido que me heló la sangre y seguir comiendo mientras yo escapaba a toda prisa.
—Está bien, chico. Muchas gracias. Puedes irte.
—¿Lo atraparás? —preguntó el chico.
—Para eso estoy aquí. —respondió Albert evitando comprometerse.
—¡Buena suerte! —dijo el chico antes de desaparecer.
Albert subió la colina e inspeccionó el cadáver de la oveja. Al parecer el gato se había dado un atracón y apenas había dejado nada más que las pezuñas y la lana.
Miró atentamente a su alrededor y comenzó a rastrear los alrededores en busca de huellas. La lluvia resultó ser su aliada en aquella ocasión y no tardó en encontrar unas huellas en el suelo blando de la base del montículo. No le costó mucho tiempo darse cuenta de la razón porque aquel animal había bajado de las montañas y estaba atacando al ganado.
La forma en que apoyaba la pata delantera, apenas dejando una fina marca de sus garras le decía que estaba herido. Un animal en semejantes condiciones no podía andar muy lejos. Sacó el arco de su hombro y lo montó antes de seguir adelante.
Siguió las huellas del animal durante un buen trecho y aprovechando otro montículo que había a su derecha, subió hasta arriba para hacerse una composición del lugar. A menos de media milla en la dirección de las huellas, un pequeño bosquecillo de abetos raquíticos destacaba en el pastizal.
Con una flecha preparada se acercó, atento a cualquier movimiento que se produjese entre las hierbas, pero sin apartar los ojos del bosquecillo.
No tenía mucho tiempo, se acercaba el ocaso y con aquel cielo tan nuboso la oscuridad llegaría rápido y el gato tendría todas las ventajas entonces.
Cuando llegó a la línea de árboles se tomó su tiempo e inspeccionó el lugar, valorando cualquier escondite hasta que llegó a la conclusión de que el único posible estaba entre las raíces de un viejo árbol caído.
Se acercó con precaución mirando dónde ponía cada pasó. El tiempo pareció dilatarse. Cuando estaba a apenas dos metros vio tierra removida y supo que tenía razón. Con el arco preparado se asomó a la cubil que había cavado el animal, probablemente la madriguera de algún reptil que el gato se había limitado a agrandar y un maullido enfadado lo recibió.
El ocupante de la madriguera era un pequeño gato ónyx de apenas unos días de vida. El animal volvió a maullar enfadado. Albert posó el arco sobre el suelo y trató de verlo un poco mejor. Entonces el animalito se acercó y trató de arañarlo mientras le enseñaba los dientes pequeños y finos como agujas.
En ese momento el cachorro apartó la mirada y Albert lo supo inmediatamente. Sin tiempo para armar el arco, rodó por el suelo a la vez que sacaba la espada de la vaina de la espalda.
Estaba seguro de que con cualquier otra arma aquel gesto hubiese sido fútil, pero la espada se comportó como una prolongación de su brazo y el animal que se había lanzado sobre él dispuesto para matarlo se empaló con ella.
La espada atravesó con facilidad la caja torácica del animal rebanó el corazón en dos pedazos y asomó por su espalda, bañándole con su sangre.
Como pudo salió de debajo del animal y lo examinó. Tal como se imaginaba era un hembra y tenía una pata herida, probablemente en alguna pelea territorial. Sin posibilidades de conseguir un territorio y con cachorros que alimentar se había visto obligada a bajar a la llanura y alimentarse con la única comida que era capaz de atrapar, el ganado doméstico.
Después de asegurarse de que estaba muerta, se acercó a la madriguera y miró más de cerca en su interior, el gatito bufó y maulló indignado, estaba bastante delgado, pero por su mal humor no parecía estar en malas condiciones. Sin embargo su hermano no había tenido tanta suerte y yacía muerto en el fondo del agujero.
Cogiendo al cachorro por la piel del lomo lo sacó de la madriguera. No viviría mucho sin su madre. Iba a romperle el cuello para acortar una larga agonía, pero aquellos ojos ambarinos le recordaron a su compañero de caza en la Gran Meseta y no puco acabar con él. En vez de matarlo lo introdujo entre los pliegues de la capa. El cachorrito se revolvió e intentó morderle un rato hasta que se cansó y se quedó dormido.
Estaba empezando a anochecer cuando terminó de despellejar la fiera y se dirigió de vuelta a la cabaña de los pastores. Al entrar con la piel de la gata aun goteando sangre, los hombres aplaudieron y le palmearon la espalda, pero cuando les enseñó el cachorro y les pidió leche para alimentarlo, no parecieron tan contentos.
Albert posó al pequeño gato sobre el suelo, este bufó y erizó el pelo haciendo que todos los presentes le mirasen con aprensión. Finalmente fue Hadad, el chico que había identificado al ónyx el que se acercó y depositó un cuenco con leche de cabra delante de la pequeña fiera.
El cachorrito olfateó la leche templada, pero sin atreverse a tocarla. El pastor cogiendo la cabeza le sumergió el hocico en la leche. El animal intentó morderle indignado, pero cuando se limpió el hocico con la lengua descubrió lo que era y empezó a beber del cuenco con cortos y apresurados lametones. Todos los presentes observaron al animal que siguió bebiendo hasta que no quedó una gota de leche en el cuenco. Todos sonrieron al ver como el cachorro, con el estómago como una pelota, se volvía torpemente y se acostaba a los pies de Albert.
Cogiendo al gatito por el pellejo los depositó sobre su regazo. En esta ocasión el animal no intentó defenderse y se arrebujó satisfecho antes de quedar casi inmediatamente dormido.
Una vez dormida, la pequeña fiera dejó de ser el centro de atención y el ambiente se relajó. Al amor del fuego, siguieron comiendo guiso y contando viejas historias hasta bien avanzada la madrugada.
Al día siguiente los pastores le despertaron al alba. Tras desayunar y dar otro cuenco de leche al cachorro de ónyx recogió sus cosas y la piel de la madre y se puso en marcha.
Aunque seguía estando muy nublado había dejado de llover. Un frío viento del norte se había levantado haciendo que las nubes le adelantasen raudas por el cielo. Su olfato le decía que no tardaría mucho en empezar a nevar. Deberían apresurarse si querían tener todo preparado antes de que las nieves del invierno cubriesen la tierra roturada y terminasen de prepararla para la siembra.
Neelam
Desde que se levantó tuvo un mal presentimiento. La sensación de que algo desagradable iba a pasar aquel día no dejó de rondarle la cabeza en toda la mañana. Quizás fuese por no tener cerca a Albert. Cuando le tenía a su lado se sentía segura y protegida y el ver el campo roturado le aportaba tranquilidad y optimismo.
Cuando terminó de almorzar aquella sensación se diluyó un tanto, pero solo tardó una hora en ver sus temores confirmados. Dos inconfundibles figuras a caballo acercándose desde el camino hicieron que se le encogiese el corazón.
Orkast y su hijo se acercaron tranquilamente con aquella sonrisa de superioridad que tanto despreciaba de ellos.
Aquella sonrisa duró poco cuando vieron la extensión de tierra que Albert y Bulmak habían arado. Padre e hijo parecieron hablar algo. Orkast parecía especialmente enfadado mostrándole a su hijo el terreno roturado mientras este se encogía de hombros confuso.
—Saludos, Neelam de Amul.
—Saludos, Orkast y Gazsi. ¿Qué os trae por aquí?
—Hemos venido por una respuesta. —contestó el joven— Nos pediste tiempo y te hemos dado tiempo, es hora de que te decidas.
El chico ni siquiera se había dignado a bajarse del caballo. La observaba desde arriba intentando traspasar su ropa con la mirada mientras sonreía con un aire de condescendencia que lo hacía especialmente irritante.
—Agradezco vuestro interés, pero me temo que he decidido declinar vuestra generosa oferta. Mantendré el legado de Sermatar por mi cuenta y me tomaré el tiempo que considere necesario para elegir mi futuro marido.
Gazsi se puso rojo como la grana y estaba a punto de empezar una sarta de insultos cuando su padre le tapó la boca con la mano.
—¿Estás segura de lo que dices? —intervino Orkast con un tono de voz tan controlado que le causo un escalofrío— No sé cómo has conseguido roturar ese pedazo de terreno, pero si solo has conseguido eso tras un mes de trabajo, te será imposible cumplir con tus obligaciones. Es verdad que estas tierras no serán mías, pero me ocuparé personalmente de ti cuando te echen de aquí y haré de tu vida un infierno...
—¿Algún problema?
Orkast
Aquel hombre apareció de la nada interrumpiendo su discurso. Neelam inmediatamente se tranquilizó ante su presencia y lo entendía. El desconocido le sacaba la cabeza al hombre más alto de Komor y por el tamaño de sus brazos su fuerza debía ser descomunal.
—¿Quién es este? —le preguntó su hijo a Neelam— ¿Has comprado un esclavo bárbaro?
—No es ningún esclavo, es mi capataz y me va a ayudar a llevar las tierras de mi marido.
—¿Eso? Apenas es algo más que un mono. —replicó Gazsi— Mucha fuerza y poco cerebro.
El hombre se había quedado de pie con los brazos cruzados ajeno a las provocaciones de su hijo. Sin darse prisa se aproximó a Neelam y se quedó al lado de la joven en un claro signo protector.
Orkast estaba confundido. Se había tomado muchas molestias para hacer que nadie quisiese trabajar para Neelam, pero había subestimado a la mujer. Seguramente habría salido a hurtadillas de Komor y lo habría contratado en alguna aldea en el camino de Puerto Brock. Lo peor de todo es que aquel hombre no parecía un campesino normal. La seguridad con la que se desenvolvía ante ellos no le inspiraba confianza.
Su hijo, sin embargo no opinaba lo mismo y se acercó a la pareja con el caballo en una actitud agresiva. Neelam se apartó al ver la mirada de ira de Gazsi, pero el desconocido se mantuvo firme.
—No sé quién te crees que eres, pero ya te puedes ir largando de aquí si no...
—¿Si no, qué? —le desafió el desconocido.
Aquello pilló a su hijo desprevenido, acostumbrado a que sus palabras fuesen órdenes que se debían cumplir sin demora, no supo qué replicar y optó por embestirle con el caballo. El hombre, sin aparente esfuerzo esquivó a la bestia y cuando el animal apoyó las patas delanteras cogió las riendas y de un tirón le obligó a hincar las rodillas.
Gazsi desprevenido no pudo aguantar el equilibrio y acabó dando con su culo en el suelo.
—La próxima vez que intentes algo parecido, acabo contigo, mequetrefe. Ahora si no os importa abandonad esta propiedad. No me gustan los matones.
Orkast no dijo nada y se limitó a observar como su hijo se sacudía los pantalones y con la poca dignidad que le quedaba, subía al caballo. Miró a su hijo y vio que estaba a punto de cometer una estupidez. No era el momento, así que tras saludar a Neelam hizo una señal inequívoca a Gazsi y volvieron grupas.
—Maldito hijo de puta. —dijo Gazsi— Ese desharrapado me ha tirado del caballo. Deberíamos haberle molido a palos.
—No seas idiota, Gazsi. ¿Es que no has aprendido nada? Lo nuestro no es la violencia. Pagamos a gente para que la ejerzan por nosotros. Tranquilo, no dejaremos pasar esto, pero aun no es el momento, deja que se confíen.
Oliva, con un ligero toque en el hombro, le recordó que había llegado su turno. Dejándole el libro se levantó y tras desperezarse se sentó ante los monitores dispuesto a aguantar una nueva noche de aburrimiento.
Antes de ponerse cómodo hecho un vistazo a todos los monitores y comprobó que todos los sensores funcionaban. Satisfecho se estiró en la silla y miró hacia el catre de Oliva. La mujer estaba agazapada detrás del libro, aparentemente leyendo.
—¿Te has divertido con el chochito franchute? —preguntó ella sin apartar el volumen de delante de su cara.
—Yo, no...
—Vamos, no intentes negarlo, —le interrumpió ella con ligero deje de indignación en su voz— esa peste a puta francesa llega hasta aquí.
—No creo que eso sea de tu incumbencia. Lo que haga o no haga con la doctora Tenard es cosa mía y no es una puta.
—Es cierto, mientras más cercas estés de ella con tu arma siempre lista para satisfacer sus necesidades, mejor. —dijo Oliva con ironía mientras fingía enfrascarse en la lectura.
Ray optó por no contestar y se concentró en los monitores. Lo último que le apetecía era tener una discusión con Oliva. Menos de una hora después observó con alivio como su compañera dejaba el libro y apagaba la luz. Al fin se pudo relajar sin aquellos ojos fijos en su nuca y se concentró en los monitores.
La noche transcurrió con tranquilidad, estaba empezando a aburrirse de tantas noches en vela sin nada que hacer que incluso se planteaba reducir las guardias cuando apreció de nuevo el chacal.
Por curiosidad siguió sus andanzas por los alrededores de la aldea hasta que, convencido de que nadie le observaba, el animal se acercó a escarbar en un montón de basura que había justo al lado del camino de acceso a la población.
El bicho se estaba dando un banquete cuando de repente, algo lo interrumpió. El animal volvió la cabeza y miró en la dirección del campamento. Quieto como una estatua olfateó el aire unos instantes antes de coger un trozo de carroña entre los dientes y salir corriendo en dirección al río.
Alertado, Ray dirigió la mirada a los monitores. Dos sensores de movimiento se habían activado a la izquierda del campamento de MSF. Activó las cámaras de esa zona y esperó. Unas siluetas verdosas empezaron a destacarse a unos seiscientos metros. Solo que en vez de ir al campamento, se dirigían directamente hacia ellos.
No hacía falta que se acercasen mucho más para saber que no eran terroristas, solo eran dos vulgares ladrones.
En silencio y sin encender las luces se acercó a Oliva y la despertó. Se prepararon rápida y silenciosamente mientras no perdían de vista a las sombras que se acercaban con sendos AK preparados para disparar.
Tal como esperaban, se dirigían directamente hacia la camioneta. Los observaron tranquilamente unos minutos más antes de salir de la tienda. Rodeándola se quedaron tumbados en el suelo a escasos metros del vehículo del lado contrario por que el que se acercaban los intrusos.
No tardaron en aparecer, uno alto y delgado, cuyos andares le resultaron familiares. La otra silueta era más baja y parecía no estar del todo cómoda con aquella situación.
No se apresuró y dejó que los tipos examinasen la camioneta. Aun había una posibilidad de que estuviese equivocándose y fuesen a poner una bomba en los bajos, pero tras inspeccionarla brevemente abrieron la puerta y entraron en la cabina.
Ray dejó que se confiasen y cuando vio que estaban concentrados en arrancar la camioneta, le susurró a Oliva que le cubriese y se acercó a ellos. La CIA no era tonta, y sin saber dónde estaban los dos conectores extra que le habían colocado, era casi imposible hacerle un puente a aquel cacharro.
En cuestión de segundos estaba agazapado tras la caja de la camioneta. Se acercó lentamente del lado del tipo bajito y abriendo la puerta de golpe cogió al intruso por la ropa, pegó un tirón para sacarlo de la cabina enarbolando una pistola con la mano libre y apuntando a la cabeza del otro hombre que estaba hurgando bajo el salpicadero.
—Una bonita noche para robar cacharros.
El hombre sorprendido levantó bruscamente la cabeza golpeándosela con el volante. Cuando intentó sacar el AK ya tenía la pistola de Ray apretada contra la sien.
—Vamos, cariño. Sal por este lado. —le dijo haciéndole señas para que le siguiese— Y si se te ocurre estornudar, te vuelo los sesos.
Mientras tanto Oliva había salido del escondite y estaba apuntando con su M4 a la persona que había sacado a tirones de la camioneta.
El hombre levantó las manos lentamente y se deslizó como pudo por los asientos hasta salir del vehículo. Cuando levantó la cabeza lo reconoció inmediatamente. Era aquel cabrón que se había saltado la cola para que ayudasen a su mujer con una torcedura de tobillo.
Lo miró. Sus ojos oscuros no mostraban vergüenza o pesar, solo mostraban rabia. Desearía romperle la cara de un culatazos, pero era consciente de que eso no ayudaría en nada a su misión, así que se contuvo y le ordenó ponerse al lado de su compañero que resultó ser un chico de unos doce años, probablemente su hijo.
—¿Qué hacemos con ellos? ¿Los matamos?—preguntó Oliva levantando el M4.
El padre mantuvo su cara de póquer, pero el chaval abrió mucho los ojos mostrando que había entendido las palabras de su compañera.
—No, eso no serviría de nada. —respondió él acercándose al chico y cogiéndole por la camisa.
—Entiendes mi idioma. —dijo sacudiéndole.
—¡Ya puedes matarme, perro infiel! ¡No te diré nada!
—¿La ves? —le preguntó Ray al chico sacudiéndole de nuevo y señalando a Oliva— ¿Sabes que si ella te mata no iras al paraíso? Nada de miel, nada de huríes lamiéndote la polla.
El chico miró a Oliva que volvía a apuntarle con una sonrisa sádica iluminando su cara.
—Déjame a ese mequetrefe...
—¡No! ¡No! Haré lo que quieran. —dijo el chico rindiéndose.
—Solo quiero que le digas a tu padre lo mismo que te he dicho a ti. Que la próxima vez que vengáis dejaré que ella os mate a los dos como a perros y que si viene con más amiguitos les estaremos esperando. Ahora largaos, no os quiero volver a ver en este campamento ni aunque pilléis la peste bubónica. ¿He sido claro?
El chico se giró hacia su padre y tradujo lo que Ray le había dicho, mientras Oliva le miraba incrédula.
Se produjo una breve discusión en la que el chico no dejaba de señalar a Oliva. Finalmente el padre asintió y dijo algo que a su vez tradujo su hijo:
—Mi padre decir... que esto no quedar así, que la venganza de Alá caerá sobre vosotros como una tormenta de fuego y erradicará este campamento de la faz de la tierra.
—Muy bonito, dile que si viene Alá en persona no tendré ningún inconveniente en recibirle tan calurosamente como a vosotros, ahora largaos. Podéis ir en paz. —dijo Ray con sorna.
El chico tradujo y el hombre asintió. Dándose la vuelta se acercó a recoger el AK del chico que estaba tirado en el suelo.
—¡Eh! ¡De eso nada! ¡Las armas se quedan aquí! —dijo Oliva amartillando el M4.
El hombre exclamó rabioso y dijo algo al chico que se apresuró a traducir:
—Sin esas armas no nos podremos defender de los ataques de los bandidos.
—Haberlo pensado antes de venir aquí con ellas, ahora fuera de aquí antes de que cambie de opinión y deje que ella os llene la cabeza de plomo.
El hombre escupió y pareció mascullar una larga serie de maldiciones, pero finalmente hizo caso y comenzó a alejarse en la oscuridad.
—¿Por qué los has dejado irse? —le preguntó Oliva indignada en cuanto desaparecieron los dos afganos.
—Porque no tenemos infraestructura para encerrarlos y si los matamos, pondríamos a toda la región en nuestra contra y esa no es nuestra misión. Así se irán cabreados, pero no tendrán ninguna razón para poner a toda la gente de la zona en nuestra contra.
—Puedes hacer lo que quieras, pero esos gilipollas volverán y si lo hacen me da igual lo que digas, les pienso volar la cabeza.
—Cuento con ello y espero que ellos también. Tú eres una de mis mejores bazas. —dijo acercándose a la camioneta y recogiendo las armas de los intrusos— Ahora vayamos a descansar.
Con la mirada obstinada de Oliva fija en su espalda se dio la vuelta y entró en la tienda. Cogió una Coca Cola y siguió la marcha de padre e hijo por los monitores hasta que salieron del área de seguridad.
Pocos minutos después todo volvía a estar tranquilo y el chacal sacudiéndose el agua del río volvía a hurgar en el montón de basura.
Esta nueva serie consta de 41 capítulos. Publicaré uno más o menos cada 5 días. Si no queréis esperar o deseáis tenerla en un formato más cómodo, podéis obtenerla en el siguiente enlace de Amazón:
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Un saludo y espero que disfrutéis de ella.
Guía de personajes principales
AFGANISTÁN
Cabo Ray Kramer. Soldado de los NAVY SEAL
Oliva. NAVY SEAL compañera de Ray.
Sargento Hawkins. Superior directo de Ray.
Monique Tenard. Directora del campamento de MSF en Qala.
COSTA OESTE DEL MAR DEL CETRO
Albert. Soldado de Juntz y pirata a las órdenes de Baracca.
Baracca. Una de las piratas más temidas del Mar del Cetro.
Antaris. Comerciante y tratante de esclavos del puerto de Kalash
Dairiné. Elfa esclava de Antaris y curandera del campamento de esclavos.
Fech. guardia de Antaris que se ocupa de la vigilancia de los esclavos.
Skull. Esclavo de Antaris, antes de serlo era pescador.
Sermatar de Amul. Anciano propietario de una de las mejores haciendas de Komor.
Neelam. Su joven esposa.
Bulmak y Nerva. Criados de la hacienda de Amul.
Orkast. Comerciante más rico e influyente de Komor.
Gazsi. Hijo de Orkast.
Barón Heraat. La máxima autoridad de Komor.
Argios. Único hijo del barón.
Aselas. Anciano herrero y algo más que tiene su forja a las afueras de Komor
General Aloouf. El jefe de los ejércitos de Komor.
Dankar, Samaek, Karím. Miembros del consejo de nobles de Komor.
Nafud. Uno de los capitanes del ejército de Komor.
Dolunay. Madame que regenta la Casa de los Altos Placeres de Komor.
Amara Terak, Sardik, Hlassomvik, Ankurmin. Delincuentes que cumplen sentencia en la prisión de Komor.
Manlock. Barón de Samar.
Enarek. Amante del barón.
Arquimal. Visir de Samar.
General Minalud. Caudillo del ejército de Samar.
Karmesh y Elton. Oficiales del ejército de Samar