Las colinas de Komor XXII
Él se mostraba respetuoso en todo momento, pero intentaba mantener las distancias y aquello la hacía sentirse insegura sobre como terminaría todo aquello. A pesar de ello no había cambiado de opinión y pensaba darle la libertad en cuanto llegasen a Komor.
XXII
La tarde se le estaba haciendo eterna. Oliva se dio cuenta de sus nerviosismo y sospechando la causa había salido a correr para evitarle, pero Ray apenas se daba cuenta de nada, solo miraba al techo de la tienda y al reloj cada cinco minutos.
Monique no le había dicho la hora así que estaba en un mar de dudas. Tras meditarlo largamente decidió acercarse por allí a la puesta del sol y si era demasiado pronto podían beber alguna cerveza mientras le ayudaba a hacer la cena.
Por lo menos no tendría que pensar mucho que ponerse. —se dijo a sí mismo mientras cogía el libro intentando que la historia de Albert lo distrajese lo suficiente para olvidarse del lento paso del tiempo.
Capítulo 26. Un hombre libre
Neelam
Aquellos tres días, mientras se curaban los ojos de Albert fueron una tortura. La primera noche apenas pudo dormir al tener un hombre a su lado al que no conocía de nada y que no sabía cómo iba a reaccionar. Más tarde cuando se convenció de que podía confiar en él, estaba tan ansiosa por irse que no paraba de recorrer la habitación de arriba abajo.
Puerto Brock, como todas las ciudades de su tipo, tenía una cara oscura. Con tanta gente entrando y saliendo de la ciudad y el dinero cambiando de manos en abundancia, el crimen y la prostitución eran su mayor problema. La única vez que se atrevió a alejarse del centro e internarse en alguna de las pintorescas callejuelas que se dirigían al puerto viejo, un hombre grande y barrigudo le había ofrecido un puñado de karts por echar un polvo contra la pared de una casa. Sin decir nada escapó corriendo y a partir de ese momento cuando salía a estirar un poco las piernas no se atrevía a salir de las calles principales por miedo a que la asaltaran o la violaran.
Albert, en cambio, a pesar de que se llevó la peor parte, siempre con los emplastos encima, se tumbaba en el suelo, pacientemente, sin quejarse. En aquellos dos días apenas hizo otra cosa que comer, pero no parecía descontento o nervioso, simplemente estaba allí. Suponía que las largas esperas formaban parte de su adiestramiento como soldado.
Finalmente al tercer día los ojos de Albert mejoraron. La esclerótica volvía ser blanca y ya no lagrimeaban constantemente. Cada vez que le cambiaba el emplasto o se los lavaba no podía evitar observar sus iris azules con minúsculas vetas verdes atrayéndolos e invitándola a sumergirse en ellos.
Aquellos tres días no solo le sirvieron para mejorar sus ojos. Su cuerpo se había recuperado y ya no ofrecía un aspecto tan lastimoso. A partir de ese momento ya no tuvo problemas para moverse por la ciudad. La presencia de Albert a su lado, con aquel tatuaje la ayudaba a sentirse segura. La gente que se cruzaba con ellos, los miraba un instante sorprendida y se apartaba. A pesar de que los barbaros nunca habían llegado tan al sur, las historias de su legendaria fuerza y mal humor habían llegado hasta allí y la gente se apartaba de su camino con una mezcla de temor y respeto, así que decidió no esperar a la siguiente caravana y salieron aquella misma tarde, ella montando a Temblor y Albert llevando al caballo de las riendas.
Siguiendo sus instrucciones llevaba siempre la capa que le había comprado y cada vez que se cruzaban con alguien se la arrebujaba en torno al cuello. La gente los miraba con curiosidad y apretaba el paso intimidada.
Durante todo el viaje apenas cruzaron unas palabras. Él se mostraba respetuoso en todo momento, pero intentaba mantener las distancias y aquello la hacía sentirse insegura sobre como terminaría todo aquello.
A pesar de ello no había cambiado de opinión y pensaba darle la libertad en cuanto llegasen a Komor. Estaba segura de que si lograba ganárselo tendría un aliado valioso. Eso no quitaba que mientras más se acercaban a casa más nerviosa se sentía.
Finalmente el día tan temido había llegado. A la vista de las puertas de la ciudad se pararon y decidió pasar la noche para atravesar la ciudad antes de la salida del sol, evitando cruzarse con la menor cantidad de personas posible.
Con las luces del alba apenas arañando la bruma que emergía del río, se pusieron en marcha. Atravesaron la ciudad apresuradamente, como dos fantasmas, entre los retazos de niebla. Apenas un par de luces en alguna que otra casa delataban la presencia de vida en Komor.
Con un suspiro de alivio salieron por la puerta que llevaba al camino de Samar sin cruzarse con nadie y por fin pudieron relajar un poco el paso. El esclavo, consciente de la incomodidad de la joven, no se demoró a observar la ciudad, con sus estrechas calles y sus majestuosos edificios de piedra y apretó el paso.
El estar tan cerca de casa le hizo sentirse más optimista y sin saber muy bien por qué se puso a cantar una vieja canción que le había enseñado su madre cuando aún tenían la granja más allá del paso del Brock.
Albert la miró un instante y ella le devolvió la mirada. Se preguntó cómo sería su cara sin aquel amenazador tatuaje. Sus facciones eran regulares y sus labios eran tan finos que unidos a la nariz rota le daban un aire de truhán cuando sonreía. La barbilla ancha y cuadrada y el pelo negro, largo hasta los hombros y ligeramente rizado hacían que todo sus gestos emanasen fuerza y seguridad.
En ese momento recordó como los tratantes le habían mirado la espalda cruzada de marcas de latigazos, con prevención, como si fuese una potencial fuente de problemas y dejó de sentirse tan segura. Afortunadamente pronto saldrían de dudas. En la siguiente curva del camino apareció el camino que llevaba a la forja de Aselas.
—¡Bienvenidos! —saludo el anciano saliendo de su taller tan impecable como el día en el que le había conocido.
—Saludos, Aselas. Te presento a Albert y quiero que me hagas un favor.
Albert
En cuanto los ojos del anciano se posaron en él, supo que ese hombre era algo más que un simple herrero. Tenía la misma mirada escrutadora que le hacía sentirse totalmente desnudo y ese aire de sabihondo y de estar por encima de todas las cosas materiales de este mundo que solo había visto en otra persona en toda su vida. Girándose un instante miró a Neelam, pero esta no dio muestra de sospechar nada.
—Así que al final encontraste tú águila... —dijo Aselas mientras le daba la mano a Albert— Aunque no me imaginé que la fueses a encontrar de esta manera. —añadió dando un ligero toquecito al aro de acero que rodeaba el cuello del esclavo.
—Esa es la razón por la que he venido. No quiero ser la dueña de un esclavo. Quiero que sea él el que decida su destino. Quiero que le quites ese aro y quemes estos papeles en la forja. —dijo ella.
—Muy bien. No hay problema, Pero tardaré casi un día entero. Será mejor que te vayas.
—Pero... —intentó oponerse ella.
—Seguro que tienes muchas cosas que hacer, debes de llevar casi tres semanas fuera de casa.
La mujer pareció dudar de nuevo sin saber qué hacer.
—Debes dejarle tomar su decisión con toda libertad. Si quieres que te sirva con lealtad su decisión debe ser totalmente libre, sin tu interferencia.
Estaba claro que la joven no estaba del todo conforme con aquella decisión, pero finalmente abandonó el claro de la forja con una tímida despedida. Albert la observó irse ligeramente sorprendido porque tenía la sensación de que la decisión ya la tenía tomada desde el momento en que le cortó las ligaduras en aquel callejón de Puerto Brock.
—¡Excelente! Veo que Neelam cumplió su cometido aunque me sorprende el lugar en el que te encontró. Ahora que no está podremos hablar con libertad. —dijo el anciano limpiándose con un trapo una pequeña gota de sudor que corría por su frente.
—Y me da la impresión de que no solo vamos a hablar de tierra y simientes. Conocí a un hombre como tú hace un tiempo. Y cada vez que quería hablar conmigo a solas sabía que me esperaban problemas.
El anciano le miró y entrecerró los ojos. Al instante supo lo que iba a hacer.
—No me importa que me sondees, en realidad lo prefiero. Me ahorra horas de largas e incómodas explicaciones, pero prefiero que me pidas permiso.
—Lo siento, —se disculpó el anciano— pero la mayoría de las personas no notan nada.
—Yo tampoco noto nada, pero ya te digo que conocí un hombre como tú. Sé que eres algo más que un herrero. Probablemente eres un mago.
—Está bien, lo admito. Soy un mago, aunque lo llevo con discreción, así que si no te importa prefiero que no andes pregonándolo por ahí. ¿A qué mago conociste entonces?
—No sé si lo conocerás yo soy del otro lado del Mar del Cetro. Por lo que averigüe más tarde tenía muchos nombres. Yo lo conocía como Serpum, pero por el que era conocido en todo el continente era el de El Gran Umwällas.
—Tú... ¿Pero no murió durante las purgas? ¡No es posible! —exclamó el hombre— ¿Quién iba a decirlo? El viejo zorro está vivo.
—Lamento decirte que ya no. Murió durante la batalla de la bahía de Saana hace un par de años.
—¡Oh! Una pérdida lamentable, pero ¿Cómo?
—Será mejor que lo averigües a tu estilo, me ahorraré muchas preguntas.
Durante un instante el anciano herrero se concentró y su mirada pareció perderse en un profundo abismo. A pesar de que sabía lo que estaba haciendo fue tan sutil que Albert no sintió absolutamente nada. Cuando terminó, renegó ligeramente antes de volver a dirigirse a él:
—Vaya, el viejo Umwällas. Es sorprendente que lograse sobrevivir tanto tiempo. Eso da fe del poder de su magia. Mi maestro y él fueron discípulos del mismo mago. Fue una tragedia lo que pasó del otro lado del Mar. La locura y la avaricia de los hombres acabó con una edad dorada del conocimiento y la justicia.
—¿Aquí no pasó lo mismo?
—No exactamente. La magia de este lado del mar no estaba tan desarrollada y los pocos magos que había se mantuvieron en un segundo plano. Sin la guía de los grandes magos del otro lado del mar, nunca conseguimos llegar a emular su poder. La mayoría de nosotros solemos ser discretos, pero la magia no está prohibida, como has podido comprobar durante tu viaje por este continente.
—Entiendo, —dijo recordando aquel mago que había acabado con su carrera como pirata— ¿Y ahora me puedes explicar qué me tienes que contar que no debe saber Neelam.
—En realidad no es gran cosa, pero no quiero que ella sepa que soy un mago. Ahora lo más urgente es quitarte esa asquerosa anilla. —dijo el anciano guiándole al taller.
—Odio esa manía que tenéis todos los magos de haceros los interesantes. —respondió seguro de que aquel anciano le ocultaba algo— Serpum también lo hacía. Si me hubiese contado todo lo que sabía y sospechaba cuando partí en busca de Nissa me hubiese ahorrado muchos dolores de cabeza.
—Umwällas te contó lo necesario para que cumplieses tu misión. Saber demasiado es una espada de doble filo, puede interferir en tu forma de actuar en ciertas situaciones y llevar a tu misión al desastre. —se defendió Aselas— Ahora siéntate aquí.
Albert fijó su mirada en las llamas que salían de la forja mientras el anciano revolvía en un tonel llenó de herramientas hasta que sacó una cizalla de grandes dimensiones. Levantando el pesado instrumento con engañosa facilidad lo acercó al aro en torno a su cuerpo y al primer intento cortó el aro con facilidad. Luego repitió la operación en el otro lado del cuello y la anilla cayó al suelo cortada en dos partes exactamente iguales.
Albert se frotó el cuello aliviado mientras veía como el anciano recogía los dos fragmentos.
—Es acero de la mejor calidad y contiene toda tu frustración y ansias de libertad es ideal para constituir el núcleo de una buena espada.
—No sé qué planes tiene para mí, anciano, pero como has podido comprobar estoy más que cansado de derramar sangre, ya sea por una buena o una mala causa. Mi vida como soldado ha terminado.
—Lamentablemente, esas son cosas que los hombres honestos no pueden elegir. Además no voy a encomendarte ninguna misión, solo quiero que tengas la espada, el decidir usarla o no será cosa tuya.
—Ya empezamos. —dijo levantando las manos en señal desesperación— Está bien, supongo que podrá adornar la pared de mi habitación, cuando la tenga.
El anciano rio y cogiendo los dos pesados trozos de hierro los puso en la forja. A continuación movía unas palancas que había a su derecha y una tubería que daba directamente al corazón de la forja empezó a escupir un vendaval que daba directamente sobre el carbón vegetal que había en la forja.
Una lluvia de chispas lo envolvió y subió formando un remolino a su alrededor sin tocarle antes de ascender y salir por la chimenea.
A continuación sacó las piezas, comenzó a golpearlas con fuerza hasta que conformaron un único bloque y las devolvió a la forja. El brillo del acero calentándose se reflejaba en los ojos concentrados del anciano.
Cogiendo las tenazas sacó el bloque de acero, lo llevó hasta una máquina que nunca había visto y tras mover otra palanca se oyeron una serie de engranajes. La corriente de aire se interrumpió y de la parte superior de la máquina comenzó a subir y bajar un pilón, golpeando el acero. Aselas manejó el bloque hábilmente hasta conseguir una larga lamina de un par de centímetros de espesor y algo más de un metro de largo.
Albert creyó que ya estaba dándole la forma a la espada pero entonces cambio a otra máquina, similar a la anterior, pero cuyo pilón tenía forma de cuña en vez de roma. Tras calentar el acero lo seccionó con la ayuda de la maquina en seis partes iguales y las apiló pulcramente.
Luego sacó de una caja otras seis láminas de acero del mismo tamaño y grosor y las colocó alternándolas con las que había preparado.
Fue entonces, mientras espolvoreaba algo sobre la pila de laminas de acero cuando empezó a cantar una salmodia. Cogiendo la pila de acero con una abrazadera la metió de nuevo en la forja y le añadió más polvos antes de volver a insuflar aire en ella. El calor era tan intenso que incluso a cinco metros de distancia Albert se vio obligado a apartar sus ojos aun sensibles a aquel intenso calor.
Una vez más y sin dejar de salmodiar, Aselas llevó de nuevo el acero a al martillo pilón y lo golpeó y estiró hasta que el metal tuvo la burda apariencia de una hoja. Cuando estuvo satisfecho metió de nuevo el metal a la forja y ya con el martillo y el yunque empezó a darle la forma definitiva a la espada.
Durante toda su vida había manejado un motón de espadas y otras armas de filo, pero jamás había visto elaborar ninguna y aquel proceso le tenía fascinado. Apenas podía entender cómo de un bloque de acero se podía hacer algo tan bello y letal a la vez. El anciano siguió martillando y calentando la hoja sin descanso hasta que tras tres horas de trabajo se dio por satisfecho.
Era un hoja hermosa, de poco más de un metro de largo y doble filo, pero aun así no le parecía nada fuera de lo común.
—El momento más crítico de la fabricación de una espada es el templado. Si no se hace adecuadamente la hoja será demasiado blanda o quebradiza. Muchos herreros utilizan el agua, pero es demasiado impredecible. —dijo Aselas volviendo a meter la espada en la forja— Yo prefiero utilizar el aceite de ballena. Es muy caro, pero si la hoja está bien caliente siempre funciona. Por favor, llena ese tonel. —le ordenó indicando varios garrafones que había en una esquina del taller.
Albert los cogió y llenó el tonel hasta el borde. Aselas se acercó a la forja y aumentando el volumen de su canto, se acercó al tonel y sumergió la hoja con un movimiento rápido.
El material siseó al enfriarse y tras unos segundos retiró la hoja. Al tomar contacto con el aire el aceite caliente se incendio produciendo una gran llamarada mientras Albert pensaba que ya entendía la ausencia de pelo en la cara del anciano.
Una vez extinguida la llama, examinó la hoja con ojo crítico. Albert se acercó un poco más y la observó con cuidado. El resultado era una espada de algo más de un metro, de doble filo y punta recta. Tras limpiarla con un trapo, la introdujó en un pequeño tanque que apestaba a vinagre y se dirigió a una estantería donde guardaba el material que usaba para fabricar las empuñaduras.
Incapaz de aguantar más el asfixiante ambiente del taller, Albert salió al aire fresco y se sentó en un tocón dejando que Aselas afilase y le hiciese la empuñadura a la espada.
Fuera, el tiempo había refrescado y comenzaba a llover tímidamente. Agradeciendo el frescor del agua sobre su piel febril, miró a su alrededor. Observó el huerto y se acercó a un manzano. Aun había algo de fruta colgando del árbol y cogió una manzana que le ayudase a calmar un poco su hambre y su sed.
El sol ya había pasado su cenit tras las nubes cuando el anciano salió con la espada y se la ofreció. La espada tenía un diseño convencional, pero lo que llamaba la atención era su acabado. El anciano se las había arreglado para producir una serie de dibujos con las distintas capas de acero que le recordaban a las gotas de aceite extendiéndose sobre el agua.
Albert la cogió y observó crítico la empuñadura. Inmediatamente supo de dónde había sacado el herrero la inspiración. La guarda recordaba las alas de un águila desplegadas. La empuñadura propiamente dicha estaba envuelta en cuero suave y era del grosor perfecto para su mano. El pomo era de plata, oval y con dos caras; en una tenía grabada la cabeza de un águila y en la otra la imagen de la diosa Neiss una serpiente con cara humana.
Le bastó blandirla un par de veces en el aire para saber que aquel arma era excepcional. Era incomprensiblemente ligera al levantarla y parecía que tras cada golpe se equilibraba ella sola de nuevo, permitiéndole recuperarse y lanzar la siguiente estocada con una velocidad y una precisión impresionantes.
—¿Lo notas? El punto de equilibrio se desplaza a través de la hoja permitiendo que la espada siempre esté preparada para el siguiente movimiento. —explicó el herrero.
—Es un arma magnífica. ¿Seguro que quieres que se oxide colgando de una pared en vez de estar en las manos de un soldado que quiera empuñarla para defender alguna causa justa? —preguntó Albert observando con admiración aquella impresionente muestra de artesanía.
—Jamás le daría un arma así a alguien que estuviese ansioso por utilizarla. Además está espada forma parte de ti. Está impregnada con tu esencia.
Aselas
Cada vez estaba más convencido de lo acertado de su decisión. Aquel hombre era el que Komor necesitaría muy pronto y lo que más le gustaba de él era su rechazo ante el regalo. Los mejores líderes son los que no quieren serlo.
Observó al soldado practicando un rato con la espada, ignorando la lluvia que caía y empapaba su pelo. Todo en él era fluidez y harmonía. Con aquella arma sería invencible.
Cuando terminó, Aselas le invitó a entrar en su casa y comer algo. Mientras preparaba el té le dio un paño para que se secase un poco.
—Me temo que solo tengo té y galletas de jengibre. No soy tan bueno en la cocina como en la herrería. —se disculpó mientras el soldado mordía con fuerza aquellas galletas más duras que la piedra.
Bebieron y comieron en silencio, con las mentes de ambos hundidas en sus propios pensamientos hasta que el anciano habló de nuevo.
—Sé que no te va a gustar lo que te voy a decir pero llegará un momento en que tendrás que elegir entre tu conciencia o la vida de todo lo que aprecias o mejor dicho aprenderás a apreciar. —dijo el mago— Pero no podrás hacerlo solo, necesitarás que la gente confíe en ti y para eso ese tatuaje está de más.
—No sé a qué te refieres, anciano, pero mis días como soldado han acabado. Puedes darme una espada y hacer crípticos augurios, pero eso no cambiará mi decisión. Si he aceptado acompañar a esa mujer es porque me ha ofrecido una vida tranquila de granjero.
—Estoy convencido de que ese es tu verdadero deseo, pero llega un momento en que todo hombre tiene que pelear para conservar la paz y estoy convencido de que cuando ese momento llegue, estarás... estaremos a la altura. —replicó el mago insinuando que él también lucharía de ser necesario.
—Muy bien, si eso es lo que crees y deseas quitarme el tatuaje, no te lo impediré, no le tengo especial aprecio, especialmente por lo que esconde. El águila no te resultará complicada de eliminar, pero además hay otro tatuaje por debajo.
—Ya lo sé el que te identifica como esclavo ante cualquier ojo experto. —asintió el mago— No te preocupes, no habrá problema. Siéntate aquí.
El soldado le hizo caso, se sentó en un taburete y se quedó quieto, mirándole con curiosidad. En ese mismo instante el mago levantó las manos y comenzó a concentrarse. Recitando un par de palabras una y otra vez, posó las manos sobre la frente de Albert. El soldado apretó los dientes al sentir como la tinta salía de su frente y se esparcía por la palma de la mano del anciano. Cuando toda la tinta estuvo en su mano, el anciano cerró el puño y concentrándose de nuevo fue secando la tinta hasta convertirla en polvo.
Cuando abrió la palma de su mano el soldado vio caer sobre la mesa la nube de fino polvillo negro mientras se tocaba la frente incrédulo.
Neelam
No le gustó tener que irse, pero las palabras del anciano no admitían réplica. Apresurando el paso llegó a casa a primera hora de la tarde. Todo estaba igual que el día que había marchado. El mismo aire decadente dominaba la propiedad. Esperaba que eso cambiase cuando llegase Albert... Si es que llegaba.
Los sirvientes salieron a recibirle con evidentes muestras de alivio y enseguida la pusieron al día. Al parecer su pretendiente no había vuelto aun y ellos se habían dedicado a preparar la tierra para la siembra, aunque por el aspecto del campo no habían tenido demasiado éxito. Por si fuera poco, algún tipo de fiera atacaba regularmente a las ovejas que tenía pastando en la parte más alejada de la laguna.
Neelam les dio las gracias de todas maneras y entró en casa. Intentó comer algo, pero los nervios le impedían tragar nada. Tenía un nudo en el estómago. Cada minuto que pasaba estaba más convencida de que aquel hombre, en cuanto estuviese libre, se marcharía. Después de todo, ¿Qué le podía ofrecer ella a un aventurero como él?
La tarde fue pasando y el sol de la mañana dio paso a unas nubes violáceas que no tardaron en descargar su contenido sobre la llanura. Y él seguía sin llegar. Se obligó a tomar un tazón de leche de cabra y un pedazo de pan antes de ponerse un manto sobre los hombros y salir a la puerta de su casa a recibirlo.
El agua seguía cayendo con suavidad empapando la tierra y preparándola para el cultivo. No sabía cuántas veces había levantado la cabeza del suelo húmedo cuando finalmente apareció. En cuanto vio su silueta fue tal el cúmulo de emociones y el alivio que no pudo evitar que varias lágrimas escapasen de sus ojos y corriesen por sus mejillas.
En cuanto le pudo ver la cara, se dio cuenta inmediatamente. El mago había eliminado el tatuaje completamente. La cara de Albert era ahora la cara de un hombre, no la de un salvaje bárbaro de las tundras del norte. Había perdido parte de aquel aire amenazador que hacía que la gente se apartase en su presencia, pero su rostro ganaba en atractivo y aun conservaba aquella mirada desafiante capaz de intimidar a cualquiera. Colgando del hombro llevaba una espada.
—Has tardado en decidirte, pero has venido. —dijo ella a modo de saludo.
—Lo sé, pero ese anciano chiflado se empeñó en hacer una espada para mí con la anilla que rodeaba mi cuello y me llenó la cabeza de malos augurios.
—Veo que también te hizo otro regalo. —añadió ella— He de reconocer que sin el tatuaje estás mucho mejor. Pero ahora sígueme, te enseñaré cuáles son tus habitaciones.
Se adelantó, entró en la casa y llamó Bulmak. Aquel anciano había servido a su difunto marido durante tanto tiempo que ya parecía uno más de los vetustos muebles de la propiedad. Pero a pesar de su aspecto débil y encorvado aun conservaba una mente despejada y era un pozo de sabiduría en todo lo referente a la agricultura y el cuidado del ganado.
—A partir de ahora Albert se ocupara de la administración de las tierras y tú le guiaras. —le informó al sirviente tras hacer las presentaciones.
—Como la señora deseé. —respondió el anciano con una inclinación— Mañana mismo empezaremos. Espero que no te asuste el trabajo duro, hay un montón de cosas que hacer si queremos llegar a recoger una cosecha decente el verano que viene. —dijo el hombre dirigiéndose a Albert.
—No te preocupes, no me asusta el trabajo duro. ¿Te parece bien si empezamos con el alba?
—A estos viejos huesos les costara despegarse de las sábanas tan pronto, pero estaré preparado.
La joven vio aliviada como el tono de la conversación era amable. En el fondo temía que a Albert no le agradase demasiado cumplir las órdenes de una anciano, pero parecía que los dos hombres habían congeniado y eso la tranquilizó.
Tras despedirse con una inclinación, el sirviente se retiró y ella le guio por un largo pasillo hasta una pesada puerta que llevaba a la parte trasera de la casa.
—Estas eran las habitaciones del capataz. —dijo ella abriendo la puerta con una pesada llave de bronce— Hay una habitación con chimenea, una pequeña sala de estar y un hogar con una alacena para que cocines si lo deseas, aunque no hace falta que lo hagas. La puerta estará siempre cerrada para que tengas intimidad. Además tienes una puerta que da al exterior. —añadió abriendo una puerta que daba a un pequeño porche.
El hombre examinó las estancias sin demasiado interés, depositó la espada sobre la cama y luego salió al pequeño porche exterior. Aunque aquella parte de la casa estaba orientada al norte, lo cual hacia que las habitaciones fuesen frías y húmedas, las vistas a la laguna y las montañas que tenía detrás eran espectaculares y Albert pareció más que satisfecho.
En el exterior ya era noche cerrada. Había dejado de llover y la luna, en cuarto creciente, asomaba entre los espesos nubarrones que empezaban a abrirse derramando su luz sobre el lago y la llanura circundante.
Albert a su lado observó el reflejo de aquel grandioso paisaje sobre la cristalina superficie del lago. En total silencio, sin mover un músculo ambos se dedicaron a observar subyugados por la magia del momento. Neelam sintió un deseo de apoyar la cabeza en su hombro y a punto estuvo de dejarse llevar.
Una fría ráfaga de aire les azotó y colándose entre las aberturas de su vestido de lana le causó un escalofrío. Albert se dio cuenta y saliendo del encantamiento apartó la mirada del horizonte diciendo que sería mejor que se retirasen.
Neelam le dio la llave de hierro que daba al exterior y se guardó la de bronce que comunicaba con el resto de la casa y le guio a la cocina donde mientras cenaban discutieron sobre las condiciones de su estancia en Amul.
Neelam no regateó, le ofreció cama, comida y un tercio de los beneficios que produjese la propiedad después de pagar sirvientes e impuestos exceptuando los ingresos que producía la madera y la pesca en el lago y Albert no se mostró exigente con las condiciones, lo aceptó sin poner ninguna pega.
Cuando terminaron de cenar, Albert se disculpó diciendo que estaba cansado y que el día siguiente tendría que madrugar.
—Gracias, Albert. —dijo ella antes de dejarle marchar— No sabes el gran favor que me has hecho al quedarte conmigo a ayudarme. Es una deuda que no sé si algún día podré llegar a pagarte.
—Ya la has pagado —dijo él sin apartar la vista de la puerta— ¿O hace falta que te recuerde lo que era cuando me viste por primera vez? Yo soy el que te está agradecido.
—Hola, llegas pronto. —dijo Monique al verle aparecer con el pack de cervezas.
—Pensé que necesitarías algo de ayuda. —respondió Ray tendiéndole una lata de cerveza a la doctora.
—Por favor... Soy francesa; la cocina la llevamos en la sangre. Y ahora ¿Por qué no me haces un favor y sales un rato ahí fuera a mirar el atardecer mientras yo termino con la cena?
Ray cogió una silla plegable y se sentó a beber cerveza. En realidad el sol ya se había puesto y había poco que ver. Las montañas rodeaban el valle, oscuras y amenazadoras eran como los dientes de una bestia intentando desgarrar aquel pequeño oasis de luz que era el campamento.
La sensación de que desde la punta de cualquiera de aquellos peñascos hubiese alguien vigilándolos le acosaba. Miró en todas direcciones buscando alguna luz o alguna silueta que se perfilase contra el cielo, en la arista de alguna colina y que delatase la presencia de vida en aquel desierto pedregoso sin descubrir nada. Pegó otro trago a la cerveza y desechando sus temores observó el cielo que empezaba a cuajarse de estrellas de nuevo.
Acababa de terminar la cerveza cuando Monique le llamó desde el interior de la tienda. Un aroma a queso gratinado envolvía la estancia haciendo que su estomago rugiese como un leopardo hambriento. Después de una semana alimentándose a base de latas recalentadas y comida rehidratada aquello olía a gloria.
La doctora apareció con una bandeja de horno en la que burbujeaban unas patatas gratinadas que por un momento lograron desviar su atención de ella.
En el tiempo que había estado sentado fuera, Monique no solo había hecho la cena y puesto la mesa, sino que había aprovechado para ponerse una minifalda negra de vuelo y una blusa color crema que se cruzaba en torno a sus generosos pechos cerrándose en un lateral con un llamativo lazo.
—Veo que las francesas no solo sabéis de cocina. No sabía que fuese una cena de gala. Estás espectacular. —la halagó mientras observaba las piernas esbeltas y bronceadas de la doctora y sus pies enfundados en unas sexis sandalias de tacón y sintiéndose un poco tosco con los pantalones cortos y las botas de combate.
—Gracias. —agradeció ella cohibida— La verdad es que tengo tan pocas ocasiones para lucir esta ropa que aprovecho siempre que tengo la oportunidad. Siéntate, por favor.
Sin poder apartar los ojos de aquel sinuoso cuerpo se sentó y abrió otro par de cervezas. Monique puso la bandeja sobre la mesa del despacho que había acondicionado para la ocasión con un mantel de cuadros y una vela y espátula en mano se inclinó sobre ella para servirle una ración, dándole una generosa panorámica de su escote.
A Ray se le hizo la boca agua, pero no por el delicioso aroma de la comida. Cuando finalmente se sentó, pudo por fin concentrarse en la comida.
—Es un gratinado delfinés. Una antigua receta originaria de Los Alpes, aunque yo le añado un toque personal.
—¿Y qué lleva? —preguntó él inspeccionando con el tenedor debajo de la capa de gratinado.
—Patatas, nata, queso y hierbas, y yo le añado boletos y un toque de trufa que le dan un sabor y un aroma especiales.
—¿Y de dónde has sacado todo eso? Yo suponía que vosotros también os alimentabais a base de latas y comida deshidratada.
—No te creas, me has costado hasta conseguir las patatas. Algunos ingredientes los compro y otros nos los regalan los campesinos como la leche de cabra. Los hongos me los envían deshidratados de Francia.
—Pues está delicioso, —dijo después de saborear el primer bocado— Las trufas le dan un sabor especial y el queso crujiente...
Durante los siguientes minutos apenas hablaron, concentrados en saborear aquella deliciosa comida. Sin proponérselo acabaron con la fuente. Monique la recogió y se alejó en busca del postre. Ray observó cómo sus caderas mecían el vuelo de la falda hasta que desapareció tras una cortina.
Volvió con dos coulant acompañados de helado de fresa con un aspecto delicioso. A pesar de que ya estaba lleno Ray atacó el suyo con decisión.
—¿Esto también lo has hecho tú? —preguntó mientras observaba derramarse el chocolate derretido y mezclarse con el helado de fresa.
—Podría mentirte, pero te bastaría con echar un vistazo a mi cocina para saber que con un microondas con grill, un par de espátulas y una sartén me resultaría un pelín difícil.
Ray asintió divertido y se metió otro pedazo en la boca. Esa era una de las cosas que más le gustaba de aquella mujer. Siempre iba con la verdad por delante. Después de intentar descifrar inútilmente los juegos y los secretos que Oliva se traía entre manos, aquella actitud le resultaba embriagadora.
—Y dime. ¿Cómo has acabado en el culo del mundo? —preguntó Ray solo por el placer de escuchar su voz.
—Simplemente me cansé. Cuando terminas la carrera y haces el juramento hipocrático lo que menos te esperas es que tengas que romperlo casi de inmediato. Trabajando como médico residente en las urgencias de un hospital, vi como con la crisis económica se hacían unos recortes bestiales. Aguanté toda la residencia a duras penas, viendo como no se hacía todo lo que se podía. Había falta de personal y de material y se cerraban alas enteras del hospital en verano para no tener que sustituir al personal que estaba de vacaciones mientras los enfermos se hacinaban en pasillos o se les largaba a casa con las grapas colgando.
El rostro de la doctora se había crispado y una sombra de tristeza e impotencia veló sus bonitos ojos verdes. Ray asintió comprensivo y continuó escuchándola intentando transmitirle su compasión con la mirada.
—En cuanto terminé la residencia, entre en el sector privado, esperando que las condiciones allí mejoraran, pero fue mucho peor y la gota que colmó el vaso fue cuando me enteré de la cantidad de operaciones innecesarias que se realizaban. —continuó con lágrimas de rabia en sus ojos— Solo el porcentaje de cesáreas que se hacían era impresionante. Más de la mitad de las mujeres que entraban en el paritorio salían con una cicatriz de recuerdo en el vientre.
—Finalmente un día no aguanté más y tuve una pelotera con el director, que evidentemente, participando con un porcentaje en los beneficios del hospital no me hizo ni caso. Al día siguiente dimití y me largué lo más lejos que pude de toda esa mierda. Por lo menos aquí no tengo discusiones sobre si debo usar un material y otro, simplemente uso el que hay.
—Sinceramente, creo que estáis haciendo aquí un trabajo ejemplar. Aunque no por eso dejo de pensar que estáis un poco locos. —dijo Ray estrechando la mano de Monique.
Sus miradas se cruzaron. Los ojos de la doctora brillaban por efecto de las lágrimas acumuladas que no habían llegado a derramarse por su cara. Aquella aparente vulnerabilidad la hacía irresistible. Sin apartar la mirada adelantó una de sus piernas y rozó una de las de la mujer.
Monique no apartó la suya y le devolvió la caricia sin soltarle la mano. Ray la miró a los ojos y creyó adivinar el mismo deseo en ellos que sentía él. No se lo pensó dos veces. Girando la silla, tiró suavemente de Monique y la obligó a levantarse de su silla y rodear la mesa.
La doctora no opuso mucha resistencia y dejó que Ray la sentara en su regazo. Se lo tomó con tranquilidad y se sumergió en aquella mirada verdosa. Su mano acarició el rostro de la mujer mientras sus labios se acercaban con lentitud a los de ella.
Monique sonrió y entreabrió los labios ansiosa, pero no hizo ademán alguno para apresurar el beso. Ray deslizó su mano por los pómulos y la retrasó para acariciar el apresurado moño en el que había recogido la doctora su melena antes de agarrar con suavidad su cuello y besarla por fin.
Fue un beso lento en el que sus lenguas apenas llegaron a tocarse. Ray la acercó un poco más hacia él e hizo el beso más profundo, sintiendo como el denso aroma a jazmín de su perfume invadía sus fosas nasales, enloqueciéndole de deseo.
Sin dejar de besarla le soltó la nuca y dejó que su mano reposara sobre el muslo de Monique. Acariciándolo con suavidad, deslizó la mano bajo el vuelo de la falda hasta llegar al culo. Tomándose un respiro deshizo el beso. Ella estiró su cuello para coger una bocanada de aire. Ray se lo rozó con los dientes, lo besó y lo lamió intentando impregnarse de su aroma y su sabor.
Monique se agarró a su cabeza y dejó que los labios de Ray recorrieran sus hombros y su escote. Estaba tan relajada que cuando él adelantó la mano y la acomodó entre sus piernas ella se sobresaltó y las cerró un instante antes de mirarle a los ojos y abrirlas lo justo para que sus dedos pudiesen deslizarse hasta su sexo.
Con apenas un roce la joven se retorció y gimió ansiosa.
—Lo malo de vivir en este lugar es que los hombres no crecen en los árboles. —dijo ella gimiendo y abriendo un poco más las piernas— La mayoría de los compañeros están casados o son unos muermos, y los afganos, no hace falta que te diga nada...
Los dedos de Ray, apartando la ropa interior y penetrando en la vagina de Monique interrumpieron sus palabras. La doctora apoyó su frente en la de él y cerrando los ojos se concentró en disfrutar de aquellos dedos explorándola y buscando sus lugares más sensibles y placenteros.
El aliento y los suaves jadeos que emitía la mujer acabaron con su autocontrol. Cogiendo a la doctora en brazos la llevó detrás del biombo.
La presencia de una cama de verdad, un tanto rústica, pero con todos sus componentes hicieron que por un momento se olvidase de Monique y ella aprovechó para abandonar su regazo.
—De vez en cuando los aldeanos me hacen regalos —dijo ella abriendo la cama y mostrando unas sábanas de algodón color burdeos.
Monique se dio la vuelta y enfrentándose a él soltó el lazo que ceñía la blusa a su busto. La prenda se abrió dejando a la vista un par de pechos grandes y tiesos con unos pezones rosados y erectos. Ray no lo pudo evitar. Acercándose los cogió entre sus manos y disfrutó de su pesada calidez. Se metió los pezones en la boca y jugó con ellos, arrancando a la doctora suaves gemidos de placer.
Arrodillándose recorrió el vientre de la mujer con sus labios y le levantó la falda dejando al descubierto su pubis apenas oculto por un tanga púrpura que poco dejaba a la imaginación.
Apartando la tela semitransparente le besó el pubis cubierto por un pequeño triangulo de suave y rizado bello rojo y los labios de la vulva, mientras ella le revolvía el pelo y separaba las piernas.
Con un empujón la tiró sobre la cama. Ella se retorció como una gata y separó las piernas mostrando su sexo congestionado. Ray cogió una de sus piernas y le besó y mordisqueó los pies y los tobillos. Poco a poco fue avanzando por la pantorrilla y el muslo sin perder de vista el fino hilillo de líquido que asomaba del sexo de la mujer.
Disfrutando de su excitación, Ray le separó los labios a la vulva, rozándolos con sus labios y acariciándole el clítoris con el aliento. Finalmente, con un grito Monique le cogió la cabeza y la estrelló contra su pubis.
La mezcla de los aromas que emanaban de su vagina y el perfume que parecía cubrir todo el cuerpo de la joven le volvió loco. Chupó y besó con violencia, mientras sus dedos la penetraban haciéndola retorcerse y gemir como una loca.
Incapaz de contenerse más se colocó sobre ella y le hundió la polla hasta el fondo. La sensación de placer fue tan intensa que a punto estuvo de correrse. Para darse tiempo se inclinó y le dio un largo beso antes de apoyar las manos sobre el colchón, a ambos lados de su cabeza y comenzar a mover las caderas.
Monique se agarró a sus hombros y observó el torso y los brazos musculosos de Ray antes de desviar la mirada hacia su vientre para ver como aquella polla entraba y salía de su cuerpo, cada vez más rápido, hasta que a punto de llegar al clímax paró y dándose una tregua comenzó a darle cortos besos en la boca, el cuello, los pechos...
Con un movimiento rápido le desabrochó la falda y le dio la vuelta. Ray le acarició las piernas y le besó y lamió el culo y la espalda a medida que se iba tumbando sobre ella. Mordiéndole suavemente la nuca, deslizó la polla entre los dos cachetes de su culo. Ella respondió agitando las caderas y levantando el culo, incitándole para que la penetrara.
Ray finalmente guió la polla a su interior. Todo el cuerpo de la mujer se estremeció. Partiendo de su culo acarició todo su cuerpo y sus brazos. Cogiéndola por las muñecas le estiró los brazos por encima de la cabeza y la folló lenta y profundamente de manera que cada vez que enterraba su polla hasta el fondo de su sexo, sus cuerpos sudorosos se fundían hasta convertirse en uno solo.
Entrelazando sus dedos con los de Ray la doctora se agarró a las sábanas gimiendo y suspirando al ritmo de sus empujones. Monique giró la cabeza y abrió la boca pidiéndole un beso. Ray respondió envolviendo su boca con los labios mientras seguía empujando con sus caderas arrastrándola por la cama y arrebujando las sábanas en torno a ellos.
Cuando se despegaron Ray le soltó las manos y apoyándolas en la cama de nuevo la folló esta vez con más intensidad dejando caer todo su peso con cada golpe. Monique irguió la caderas y giró la cabeza mirando a su amante a los ojos mientras él apresuraba sus acometidas hasta que con un dos últimos y salvajes empujones se corrió.
A pesar de ello, Ray siguió penetrándola. La doctora sintió el calor y las contracciones de la polla de Ray dentro de ella y poco después el orgasmo llegó paralizándola y arrasándola mientras sentía como la polla de Ray seguía moviéndose dentro de ella, hasta que una vez agotadas las últimas chispas de placer, Ray se separó.
Monique le acarició el muslo y salió de debajo de él. Ray la abrazó haciendo dibujos con el dedo sobre su vientre y sus pechos y besando su cara con ternura.
—Me gustaría pasar toda la noche aquí, pero me temo que Oliva no me lo perdonaría.
—¿Qué le pasa a esa mujer? Siempre que la veo está enfadada.
—No tengo, ni idea —respondió él dando a Monique un beso en los labios y recogiendo su ropa— La verdad es que no soy muy bueno captando los sentimientos de los demás, pero para mí ella es un verdadero enigma.
—No me fío de ella. —dijo Monique.
—No te preocupes. Es una soldado. Sabe perfectamente cuál es su deber y dará su vida por cumplirlo.
Ella no dijo nada y se encogió de hombros, haciendo que sus pechos se bamboleasen y haciendo que Ray experimentase otra punzada de deseo. Monique se rio y se mordisqueó un dedo mientras le lanzaba una inequívoca mirada y dejaba que la sábana que le cubría el cuerpo se deslizase mostrándole una pierna y la mitad de la ingle por la que asomaba un pequeño mechon de pelo rojo.
Ray la observó un instante, se ajustó el cinturón de sus pantalones y con un fingido gesto de rabia salió de la tienda.
Esta nueva serie consta de 41 capítulos. Publicaré uno más o menos cada 5 días. Si no queréis esperar o deseáis tenerla en un formato más cómodo, podéis obtenerla en el siguiente enlace de Amazón:
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Un saludo y espero que disfrutéis de ella.
Guía de personajes principales
AFGANISTÁN
Cabo Ray Kramer. Soldado de los NAVY SEAL
Oliva. NAVY SEAL compañera de Ray.
Sargento Hawkins. Superior directo de Ray.
Monique Tenard. Directora del campamento de MSF en Qala.
COSTA OESTE DEL MAR DEL CETRO
Albert. Soldado de Juntz y pirata a las órdenes de Baracca.
Baracca. Una de las piratas más temidas del Mar del Cetro.
Antaris. Comerciante y tratante de esclavos del puerto de Kalash
Dairiné. Elfa esclava de Antaris y curandera del campamento de esclavos.
Fech. guardia de Antaris que se ocupa de la vigilancia de los esclavos.
Skull. Esclavo de Antaris, antes de serlo era pescador.
Sermatar de Amul. Anciano propietario de una de las mejores haciendas de Komor.
Neelam. Su joven esposa.
Bulmak y Nerva. Criados de la hacienda de Amul.
Orkast. Comerciante más rico e influyente de Komor.
Gazsi. Hijo de Orkast.
Barón Heraat. La máxima autoridad de Komor.
Argios. Único hijo del barón.
Aselas. Anciano herrero y algo más que tiene su forja a las afueras de Komor
General Aloouf. El jefe de los ejércitos de Komor.
Dankar, Samaek, Karím. Miembros del consejo de nobles de Komor.
Nafud. Uno de los capitanes del ejército de Komor.
Dolunay. Madame que regenta la Casa de los Altos Placeres de Komor.
Amara Terak, Sardik, Hlassomvik, Ankurmin. Delincuentes que cumplen sentencia en la prisión de Komor.
Manlock. Barón de Samar.
Enarek. Amante del barón.
Arquimal. Visir de Samar.
General Minalud. Caudillo del ejército de Samar.
Karmesh y Elton. Oficiales del ejército de Samar