Las colinas de Komor XX
Casi había llegado el mediodía. La puja estaba a punto de terminar cuando lo sacaron. En ese momento las palabras del viejo Aselas cobraron sentido.
XX
Al día siguiente ya se había establecido una rutina. Oliva parecía haber tomado la decisión de contactar lo menos posible con los "matasanos" como ella se empeñaba en llamarlos, así que hacía la mayor parte de la guardia nocturna y Ray se encargaba de hacer notar su presencia por el día en el campamento.
Al final todos parecían haber aceptado a Ray y lo trataban con más naturalidad. Incluso los nativos lo miraban con menos desconfianza, sobre todo cuando repartía chocolatinas entre los críos que esperaban la cola.
Aquella mañana, cuando salieron a correr, Monique no hizo ninguna mención a la noche anterior. Al menos no parecía enfadada. Corrieron en silencio disfrutando de la compañía del otro y cuando terminaron tuvo el tiempo justo de ducharse y coger el libro antes de volver a vigilar de nuevo la cola del dispensario.
Aquel día parecía que iría para largo. Observó las mujeres y niños esperar en aquella cola interminable a pleno sol durante unos segundos y tras saludar se sentó en la única sombra que había y se puso a leer.
Capítulo 24. La subasta.
Neelam
No perdió más tiempo. Pronto volverían aquellos dos energúmenos y esta vez no se conformarían con gestos ambiguos. Exigirían una respuesta.
Al día siguiente de recibir la visita de su pretendiente, tras dar instrucciones a la servidumbre sobre lo que tenían que hacer mientras estuviese ausente, cogió de nuevo a Temblor y apenas había amanecido cuando tomó de nuevo el camino de Komor.
Cargada con todo el dinero y las joyas que poseía trotó toda la mañana con la mirada al frente, intentando no aparentar el miedo que experimentaba. Si alguien la asaltaba lo perdería todo.
A eso del mediodía, con los tejados de Komor ya a la vista, pasó por delante del estrecho camino que llevaba a la forja de Aselas. Su mente se volvió de nuevo hacia aquel extraño anciano. Su intuición le decía que aquel hombre era algo más que un simple herrero y la extraña sensación de tranquilidad y confianza en sí misma que había experimentado tras aquella involuntaria visita, no le parecía una mera coincidencia.
Por otra parte, había hecho un excelente trabajo con Temblor y el viejo animal parecía haber rejuvenecido varios años. Estuvo tentada de entrar y preguntarle sobre qué quería decir con aquellas enigmáticas frases, pero el tiempo contaba, necesitaba preparar la tierra para la siembra antes de que fuese demasiado tarde.
Ulgan, el joyero, salió a recibirla a la puerta con la sonrisa servicial de siempre mientras se frotaba las manos nerviosamente y se alisaba un mandil de cuero intentando eliminar la gruesa capa de polvo que lo cubría, producto de años de pulido de piedras preciosas.
Ulgan era un enano pelirrojo gordo y risueño, proveniente de la misma Argentea, según él. De su cara, tapada por una frondosa barba exquisitamente recortada y unos gruesos lentes, apenas se veían unos pómulos y una punta de la nariz gruesos y colorados. Tras saludarla la hizo pasar a su taller.
—Bienvenida a mi humilde tienda, Neelam de Amul. Me he enterado de tu reciente pérdida. Mi más sentido pésame. —dijo el hombre antes de entrar en materia— ¿En qué puedo servirte?
—La verdad es que en esta ocasión no he venido a comprar nada. —respondió ella echando una miríada curiosa sobre aquel taller tan atestado de herramientas y material que le recordó a las estrechas cuevas en las que vivían la mayoría de sus congéneres— Se que en ocasiones también compras joyas y querría saber si te interesaría alguna de estas.
La joven abrió un paquete y extendió sobre la mesa una selección de las joyas que le habían parecido más valiosas.
El enano cogió una lupa y examinó todas las piezas separando unas pocas del montón.
—Estas no me interesan, el azabache no es escaso y ahora no está de moda, dijo descartando una pulsera y un par de gargantillas, pero el resto podrían interesarme. Te ofrezco cinco soberanos y tres coronas de plata.
—Sé lo que costaron, Ulgan. —dijo ella aparentando enfado— Si las vendes conseguirás casi veinte soberanos por ellas.
—Lo sé, pero yo no me dedico a la compra-venta y no sé cuánto tiempo tardaré en venderlas...
—Por siete soberanos son tuyas, viejo tunante. Sacarás más que suficiente.
—Te doy seis soberanos y una corona, ni un kart más.
—Está bien. —se rindió ella— Pero tengo una cosa más.
El brillo en los ojos del enano cuando sacó el collar que Gazsi le había regalado le convenció de que había hecho bien en guardárselo y no mostrarlo con el resto del lote. Ulgan carraspeó y le hecho un buen vistazo.
—Ejem... parecen unas piedras excelentes, pero el montaje es desastroso, me temo que tendré que rehacerlo completamente. —se quejó mientras la miraba de reojo.
—Quiero veinte soberanos. —aventuró ella.
La carcajada del enano hizo tintinear un servicio de plata que tenía en uno de los estantes. Ulgan le echó un nuevo vistazo a cada una de las piezas del engarce e hizo su oferta.
—Siete soberanos.
Aquel puñetero estaba empezando a impacientarla. Necesitaba salir de Komor lo antes posible. Se había enterado por uno de los sirvientes de que una caravana había salido la tarde anterior y quería alcanzarla aquel mismo día, pero si se pasaba toda la mañana regateando, le sería imposible.
—Me vas a dar nueve soberanos y no venderás la pieza que hagas con ella antes de un mes o si no, me voy y busco a alguien que le interese. —dijo arrebatándole la joya de las manos y haciendo ademán de irse.
—Está bien, está bien. No hay motivo para ponerse tan... drástica. De acuerdo, tú ganas. Tienes suerte de que haya tenido una buena semana —dijo despareciendo en la trastienda— Si no, no podría pagarte hasta dentro de diez días.
El enano volvió con un saquito mientras ella sonreía. Todo el mundo sabía que no confiaba sus ganancias a nadie y que guardaba alli mismo el producto de años de pingües beneficios, en una de aquellas ingeniosas cajas echas de acero y piedra llenas de resortes y trampas que solo él podía sortear para acceder a su interior.
Nelaam abrió el saquillo y contó todas las piezas hasta que se convenció de que era el precio convenido. En cuanto el enano terminó y se las ofreció, las guardó en un bolso que tenía disimulado en el interior de la capa de viaje y tras despedirse rápidamente montó en el caballo. Apenas era media mañana cuando salió de Komor por la Puerta del Este, embozada en la pesada capa de viaje que le protegía del frío de la mañana y las miradas curiosas de los transeúntes.
Tras un par de millas, el camino comenzó a despejarse y por fin pudo relajarse. Echó la capucha hacia atrás disfrutando del viento fresco en su cara y forzó al caballo para que adoptase un trote ligero. Las caravanas solían moverse con bastante lentitud así que calculó que no tendría problemas para alcanzarla antes del anochecer.
A cada paso del caballo sentía el peso de la bolsa en su cintura y no pudo evitar una carcajada cuando pensó en el uso que le había dado al regalo de Gazsi. Si al final todo iba mal, lo pagaría caro, pero si todo salía como lo había planeado sería una anécdota de la que se reiría durante años.
Le gustaba la sensación de libertad que le envolvía cabalgando, sintió el calor y la potencia del animal entre sus piernas y no pudo evitar hincar los talones en los ijares del caballo. El animal relinchó y bajando la cabeza inició un corto galope. Por un momento valoró la posibilidad de huir y dedicarse a recorrer el continente sin descanso descubriendo todas sus maravillas.
Un par de cuervos, asustados por el estruendo levantaron el vuelo al lado del camino y graznaron indignados devolviéndole a la realidad. En realidad sabía que todo aquello no era más que un sueño, le debía a su difunto esposo el luchar por mantener la propiedad y hacerla florecer. Tirando suavemente de las riendas hizo que el caballo frenase y se pusiese al paso.
Pasado el mediodía sacó un trozo de pastel de carne de las alforjas y la comió sin dejar de cabalgar. Cuando llegase por fin la noche tendría el culo molido, pero hasta que no alcanzase la caravana no estaría tranquila. Las sombras del Bosque Azul a su izquierda la incomodaban y no podía evitar imaginar una horda de troles y bandidos emergiendo a la carrera blandiendo hachas y espadas en dirección a ella.
Para calmarse dirigía constantemente la mirada al otro lado del camino donde le río Brock alimentaba la llanura que lo rodeaba y los habitantes de Komor lo habían aprovechado para crear los cultivos más productivos de todo el continente. Solo el trigo cultivado allí atendía la mayoría de las necesidades de todas las tierras comprendidas entre Skimmerland y el país de los bárbaros. A través del río Brock y luego por la Costa de Vor Mittal llegaba a Kalash donde era distribuido al resto del continente llegando tan lejos como la ciudad de Argentea.
Un par de horas después una columna de polvo delató la cercanía de la caravana. Ansiosa por encontrarse bajo la seguridad de la expedición avivó el paso y en pocos minutos se encontró a la cola de la caravana.
En cuestión de unos instantes un jinete armado se le acercó con gesto de precaución. Tras asegurarse de que solo era una mujer relajó y volvió a meter la espada en la vaina.
—Saludos —dijo levantando el brazo.
—Saludos, señora. No es frecuente ver cabalgar a una mujer sola. ¿Hacia dónde se dirige? —preguntó el soldado sin ocultar su curiosidad.
—Me dirijo a Puerto Brock donde me espera mi marido. —mintió ella— Pretendía unirme a la caravana anoche, pero me temo que una emergencia me obligó a retrasar la salida, así que he tenido que galopar a toda prisa para alcanzaros.
—Ha tenido suerte, señora. El camino a Brock, a pesar de ser bastante seguro, no es apropiado para que nadie lo recorra en solitario. Si me sigue la llevaré con Murzuk Agá, el jefe de la caravana.
Sin decir nada más se dio la vuelta y saliendo del camino comenzó a adelantar a la larga cola de bestias y pertrechos delante de ella.
Neelam había oído hablar de aquellas caravanas, pero nunca había visto ninguna. Los grandes murks con las patas tan gruesas como troncos de abetos, la piel rugosa y aquellos lomos amplios de los que colgaban alforjas en las que podía caber una manada de jabalíes la maravillaron. Más adelante, evitando la gran nube de polvo que levantaban aquellas bestias, estaban las carretas tiradas por bueyes dónde iban la mayoría de los viajeros.
A pesar de que la alegría de aquella multitud y el constante parloteo era muy distinto, aquella sucesión de carromatos cargados con todo tipo de enseres le recordó a su apresurada huída con sus padres, por el paso del Brock con el corazón encogido al saber que no volverían a ver el lugar en el que había nacido.
Murzuk era un hombre grande y corpulento como un buey hasta el punto de que parecía que su caballo era un simple poni. Con una mirada curiosa la repasó de arriba abajo antes de saludarla.
Tras una corta conversación llegaron a un acuerdo. A cambio de un par de coronas tendría un sitio en la parte delantera de la caravana, lejos del polvo y los gritos de los arrieros y podría dormir en la parte más segura del campamento.
El jefe de la caravana no se detuvo más con ella y con un ademán le señaló a uno de los guardias la parte de la caravana que podía ocupar mientras se dirigía a atender otros asuntos. El soldado la acompañó hasta su lugar entre dos pequeñas carretas de un solo eje tiradas por pequeños caballos de las estepas y desapareció entre la nube de polvo.
El atardecer llegó rápidamente y el sol atravesó la densa capa de polvo que les perseguía bañando a todos los viajeros con un fulgor malva y arrancando destellos violáceos a la superficie del río. Los vigilantes, nerviosos, ordenaron apresurar a las monturas y poco antes de que el último rayo tocase la inacabable hilera de carros y animales llegaron a la primera estación del camino.
Los boyeros se apresuraron a descargar y desuncir a los animales. En el río se había excavado parte de la abrupta orilla del Brock para facilitar el acceso de los animales al agua. Los bueyes fueron los primeros. Se acercaron y olisquearon el vado nerviosos antes de decidirse finalmente a beber y solo cuando estos acabaron se acercaron los enormes murks. Estos no se conformaron con quedarse en la orilla sino que se internaron en la rápida corriente con la seguridad que les daba su portentoso tamaño.
Con evidentes berridos de placer bebieron y se refrescaron durante casi dos horas hasta que sus amos, que ya les tenían preparado un cercado en un lugar adecuado para que forrajearan, les obligaron a salir.
Mientras tanto una docena de esclavos había encendido unas hogueras y habían puesto marmitas y grandes tiras de carne de buey sobre el fuego.
Tras comer una buena ración de caldo de verduras y un pequeño pedazo de carne se tumbó y durmió toda la noche como un tronco.
La caravana avanzaba lentamente acompañada de una nube de polvo que solo esporádicos chaparrones lograban eliminar temporalmente. En poco tiempo aprendió a imitar a todos los miembros de la caravana y se cubrió la cabeza con el pañuelo.
Con las noches llegaba el alivio. El polvo desaparecía y ella por fin podía descansar sus huesos cansados tras un largo día encima de los lomos de Temblor. Aquella noche no era distinta y en cuanto terminó de cenar se arrebujó bajo las mantas, pero el intenso frío de aquella noche le impedía dormir. Temblando, observó con envidia como a su lado una pareja se abrazaba bajo las mantas.
Los oyó reírse dentro de la improvisada tienda que los ocultaba del resto de los viajeros y no pudo evitar girarse para observarlos. A medida que la caravana se iba durmiendo los movimientos bajo la manta se hicieron más intensos.
Pronto del aquel amasijo de ropa empezaron a emerger los gemidos de la joven. El gélido ambiente de la noche dejó de importar y la manta resbaló dejando a la vista los dos cuerpos. El era alto y musculoso. El ligero olor ácido que le trajo la brisa le reveló a Neelam que era uno de los conductores de murks. La chica era una joven que había visto guiando una de las carretas de un solo eje. La recordaba perfectamente por su pelo de un negro intenso y brillante que a la luz del sol emitía destellos azulados.
El estaba sobre ella penetrándola con lentitud. La luz de la fogata cubría a ambos cuerpos de un fulgor dorado. Ajenos a toda la gente que les rodeaba se besaron con ternura y ella colocó la pierna sobre su cadera, permitiendo a Neelam ver como el falo del conductor entraba en ella haciendo que todo su cuerpo temblase. Un nuevo empujón y ella gimió de nuevo. El hombre miró a su alrededor preocupado. Neelam cerró los ojos azorada y simuló dormir, pero la curiosidad le obligó a abrirlos de nuevo.
El hombre la besó de nuevo antes de ponerle las manos sobre la boca y darle una rápida sucesión de profundos empujones. La joven abrió mucho los ojos y gritó bajó la mano de su amante mientras su pierna golpeaba el culo de su semental como si estuviese azuzándolo.
Cuando se dio cuenta Neelam tenía las manos entre sus piernas. Ya no sentía frío. Oleadas de calor partían de su sexo templándolo. Volviendo su atención hacia los dos jóvenes, comenzó a masturbarse primero suavemente, luego se metió dos dedos en la vagina y empezó a imitar los movimientos del hombre.
Por un instante se imaginó como sería estar bajo un hombre joven y musculoso, sintiendo sus arremetidas. Sus relaciones con Sermatar eran muy diferentes, había más caricias y eran más tranquilas. Cuando le tenía sentía ternura y afecto, pero no la arrasadora pasión que demostraban aquellos dos amantes.
Con un movimiento rápido el conductor se dio la vuelta dejando que la chica se pusiese encima. Sus pechos pequeños y redondos saltaron y su pelo oscuro y brillante se desparramó sobre su hombros y los cubrió unos instantes.
El hombre acarició aquella melena hipnotizado mientras la joven movía las caderas en círculo. Neelam abrió las piernas un poco y se penetró más profundamente mientras la joven apoyaba las manos sobre el torso de su amante y empezaba a saltar cada vez más rápido. Él le apartó el pelo y le acarició los pezones.
Esta vez fue la joven la que se mordió los dedos mientras gemía cada vez más fuerte hasta que un intenso orgasmo la dejó sin aliento. En ese momento su amante le cogió por las caderas y la penetró con todas sus fuerzas hasta que ella se separó y cayó a su lado echa un ovillo.
Cuando se recuperó un poco, la chica se inclinó sobre el conductor, acarició con ternura su abdomen musculado y cogió la polla agitándola suavemente antes de metérsela en la boca.
Sin dejar de masturbarse, Neelam se metió los dedos de la otra mano en la boca profundamente. La chica, ajena a todo, chupaba con fuerza lamiendo y mordisqueando con suavidad la punta del miembro de su amante haciendo que se estremeciese.
El hombre no aguantó mucho más y con un ronco gemido se corrió. Ella se agarró al pene y apartando la boca unos dedos dejó que las oleadas de semen rompiesen contra sus labios.
Neelam cerró los ojos y recordando la imagen de la leche golpeando contra la boca de la chica y manchando su oscuro cabello intensificó los movimientos de sus manos hasta que no se pudo contener más y se corrió ahogando un gemido.
Con un suspiro se arrebujó de nuevo en las mantas. Su vista se desvió de nuevo hacia los dos amantes, esta vez eran ellos los que la miraban y sonreían...
Dos días después estaban a la vista de Puerto Brock. Aquella ciudad era apenas la mitad de Komor. Al lado del río Brock, justo donde la corriente se sosegaba y se volvía navegable la ciudad había crecido en torno a un enorme puerto fluvial y hervía de actividad cada vez que llegaba la caravana. Despidiéndose de Murzuk se adelantó a trote ligero y se dirigió a una posada cerca del mercado dónde cogió una habitación y pudo dejar el caballo.
Cuando salió de nuevo se dirigió al mercado que ya estaba atestado. Curioseó entre los puestos, compró algo de fruta y pronto encontró a un vigilante al que le preguntó por la subasta de esclavos. El hombre la miró con el ceño fruncido. Comprar esclavos no solía ser cosa de mujeres. Finalmente, tras encogerse de hombros le dio un par de indicaciones que le llevaron a una plaza más pequeña y menos concurrida, cerca del puerto.
El comercio de esclavos, aunque era una actividad legal y muy lucrativa no estaba demasiado bien vista y no abundaban los curiosos. La presencia de Neelam despertó la curiosidad y las bromas entre los postores, pero pronto los lotes de carne humana desviaron su atención.
En las primeras dos tandas lo único que pudo hacer fue contener las lágrimas al ver aquel grupo de desgraciados temblar desnudos mientras eran observados y palpados como bestias. Siempre había visto la esclavitud como una forma de degradación tanto del ser esclavizado como del esclavizador. Siempre había estado rotundamente en contra y hubiese deseado mil veces no encontrase en aquella situación, pero no le habían dejado alternativa. Tenía que hacerlo. Mordiéndose los labios, observó a los participantes y mientras se tranquilizaba un poco observó el mecanismo que era bastante sencillo.
El subastador iba diciendo sumas en rápida sucesión mientras los pujadores levantaban las manos. A medida que el precio subía las manos se alzaban en menor número hasta que solo quedaba en alto la del ganador de la puja.
Los primeros esclavos se vendían por lotes. Esos no le interesaban, así que esperó pacientemente. Después de una hora empezaron a vender el resto uno a uno. En varias ocasiones intentó hacerse con alguno, pero los participantes parecían haberse puesto de acuerdo para evitar que comprase nada. Podía haber ganado cualquiera de aquellas pujas, pero no estaba dispuesta a pagar demasiado dinero. Necesitaba hasta el último kart.
Casi había llegado el mediodía. La puja estaba a punto de terminar cuando lo sacaron. En ese momento las palabras del viejo Aselas cobraron sentido. El hombre era un gigante. Con aquellos ojos azules y el pelo negro parecía un bárbaro y el tatuaje de la cara lo confirmaba.
Los pujadores lo miraron y torcieron el gesto. Estaba en un estado lamentable. Los huesos asomaban por todas partes. Tenía los ojos inyectados en sangre y las abundantes cicatrices que atravesaban sus espaldas daban fe de su carácter levantisco.
—¡Buf! Menudo ejemplar. —dijo un hombre alto y delgado que estaba dos filas por delante de ella— Esos ojos son inconfundibles. Viene de las minas de sal y si ellos no han conseguido domarlo...
El resto de la conversación quedó ahogada por los murmullos de desaprobación. El hombre permaneció impasible con las manos atadas a la espalda y la mirada al frente.
Neelam se acercó un poco más al estrado donde el subastador intentaba cantar sus virtudes ante la mirada excéptica de los presentes. No había duda, el tatuaje del hombre era un águila con las alas extendidas y las garras al frente, dispuesta a atacar.
Sus movimientos parecieron llamar la atención del esclavo. El hombre le dirigió una mirada intensa y profunda que la hizo conmover. A Neelam le pareció que había despertado algún lejano recuerdo en él. Pero esa sensación duró tan solo un instante. En seguida su mirada volvió a perderse al frente, al otro lado del río.
La subasta empezó bastante floja y el subastador tuvo que bajar hasta el soberano y medio para que alguien se animase a levantar el brazo. Luego poco a poco se fue animando. Neelam se limitó a observar con las palabras del herrero dándole vueltas en la cabeza. Pronto con apenas tres soberanos solo quedaron cinco postores, entre los que estaba precisamente el tipo delgado que se había quejado de la mala pinta del esclavo.
En las ocasiones anteriores había pujado desde el principio y eso había animado a todos a hacerle la puñeta, así que en esta ocasión espero casi hasta el último minuto, cuando solo quedaban dos postores interesados para levantar el brazo.
—¡La señorita entra en la subasta! —gritó el subastador oliendo la sangre e intentando animar a alguno de los que se había retirado.
La subasta estaba terminando y la mayoría de los asistentes ya había gastado suficiente dinero como para desechar la idea de meterse en una nueva guerra de precios. Solo un hombre gordo de la primera fila que no había dejado de echarle miradas lascivas se enganchó de nuevo, aunque duró poco, con la subasta en seis soberanos volvió a retirarse junto con otro de los postores y solo quedaron ella y el tipejo delgado.
Cuando llegaron a los ocho el hombre empezó a impacientarse y la miró con acritud intentando intimidarla. Pero aquella mirada no le asustaba ni la mitad que la sucia mirada de lujuria y violencia que le había lanzado el hijo de Orkast y levantó de nuevo la mano.
Harto de de todo aquello el hombre interrumpió al subastador y ofreció once soberanos con una sonrisa satisfecha, casi convencido de que había terminado con aquella estúpida disputa.
Dudando miró un instante al esclavo. El la miró a su vez con aquellos ojos azules y entonces una súbita certeza se apoderó de ella. Estaba segura de que el tipo delgado había llegado a su límite aun así que no le dio ninguna opción.
—¡Trece soberanos! —dijo con voz suave pero firme, levantando la mano por última vez.
La sonrisa autocomplaciente del tipo delgado se le quedó congelada en la cara. Durante un instante pareció dudar, pero a ella le daba igual. Aun le quedaban ocho soberanos más y aunque prefería no gastarlos estaba dispuesta a llegar hasta el final. El tipo debió de captarlo porque finalmente la saludó con una inclinación y se retiró de la plaza de subastas.
Satisfecha miró de nuevo su adquisición. En principio había planeado adquirir varios hombres que le ayudasen en el cultivo de sus tierras y al final solo había obtenido uno. No sabía si era por efecto de las palabras del herrero, pero estaba convencida de que había hecho lo correcto.
Unos hombres armados se llevaron al hombre que la miraba entre sorprendido y aliviado. Neelam siguió al esclavo con la mirada y se acercó a la mesa donde estaba el encargado de recaudar las pujas.
—Espero que te haya quedado algo de dinero para comprar un buen látigo de piel de murk, ese cabrón solo entiende el idioma del palo. No te fíes de él. —dijo el negrero dándole los papeles del esclavo y haciendo una seña al guardia para que le diese el cordón que estaba atado a las muñecas del esclavo.
Neelam se limitó a pagar sin contestar y de un suave tirón sacó al esclavo de la plaza de subastas. En cuanto estuvieron fuera del alcance de miradas indiscretas se volvió hacia él.
—Ne llamo Neelam de Amul. ¿Y tú?
—¿Importa algo? —preguntó él a su vez con voz rasposa.
—A mí sí. —respondió ella levantando la cabeza para poder mirar al esclavo a los ojos— Si tienes nombre, dejas de ser una bestia.
—Me llamo Albert.
—De acuerdo, Albert. Es un placer conocerte. —dijo ella mientras sacaba un cuchillo y le cortaba las ligaduras.
—¿Por qué...? —preguntó el hombre sorprendido mientras se frotaba las muñecas en carne viva.
—Odio todo esto, pero necesito tu ayuda desesperadamente. —dijo ella consciente de que estaba jugándose el futuro y su vida al confiar en aquel desconocido— Y soy consciente de que si quisieses no podría impedir que te escapases de mí o cuando llegásemos a casa podrías convertirte en otro mueble inútil más. Y antes que eso prefiero que te vayas, por lo menos mi dinero habrá servido de algo.
El hombre la escrutó, con los ojos inyectados en sangre parecía un perro rabioso. Ella se apartó dos pasos para no tener que tener la cabeza levantada en una incómoda postura y le mantuvo la mirada, esperando tranquilamente a que él esclavo decidiese.
Un apresurado movimiento, captado con el rabillo del ojo, le hizo levantar la vista del libro. Lo dejó a un lado y se dirigió con el ceño fruncido a un hombre que se acercaba a la tienda saltándose la cola.
Con dos pasos se colocó justo delante de la tienda, interponiéndose en el camino del hombre que se paró y le miró desafiante mientras soltaba un chorro de palabras tan enfadadas como ininteligibles e indicaba con gestos la entrada del consultorio.
Ray dejó que el hombre se despachase a gusto mientras le examinaba intentando valorar si era una amenaza. El hombre era alto y delgado, tenía la piel curtida por el sol pegada a los huesos de la cara hasta el punto que parecía una oscura calavera. La nariz ganchuda y los ojos grandes y saltones le daban un aire rapaz.
Llevaba ropa oscura y holgada, pero no parecía que llevase nada debajo. Cuando pensó que ya era suficiente Ray se dirigió a la cola:
—Alguien puede decirme de que diablos habla este hombre.
—Este hombre necesita que la doctora le acompañe para que vea a un paciente. —contestó un anciano con un inglés apeass inteligible.
—Pregúntele que le pasa. —le ordenó Ray empezando a impacientarse.
—Al parecer una de sus esposas se ha torcido un tobillo. —contestó el anciano tras intercambiar unas palabras en pastún con el tipo.
—Bueno, pues que espere y cuando la doctora termine yo mismo les llevaré hasta su casa.
—No lo entiende, este es un hombre importante. Es el sobrino de un jefe tribal de la zona. No puedo decirle eso. —replicó el hombre temeroso.
Ray estaba a punto de perder la paciencia y mandar a aquel mequetrefe a empujones al final de la cola cuando Monique salió de la tienda acompañando a uno de los pacientes.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó ella.
—Un listillo que quiere que dejemos todo para atender un tobillo torcido. —respondió Ray despectivo.
—No pasa nada, déjame a mí. —dijo Monique mientras se dirigía al hombre en su propio idioma.
Ray observó la conversación. Al parecer Monique intentaba razonar con el hombre, pero este no atendía a razones y parecía cada vez más alterado. Finalmente la doctora asintió y se encogió de hombros.
—No hay manera, ese tarugo no quiere entenderlo. Tendremos que ir hasta allí y atender a la mujer. —le dijo acercándose a él.
—¿Y por qué simplemente no le echó de aquí a base de patadas en el culo? —preguntó Ray sin dejar de lanzar miradas venenosas a aquel cabrón.
—Puede que sea un gilipollas, pero conviene tenerlo contento. Su tío es un jefe tribal de los más importantes en la zona. Si quiere puede hacernos la vida imposible.
—Está bien, ¿Vive muy lejos?
—A unos quince kilómetros, no más.
—Bien yo os llevaré. Diles a los de la cola que no tardaremos mucho. Reparte unos refrescos mientras voy por la camioneta.
Dos minutos después estaba de vuelta el todoterreno. El afgano se acercó, lo miró con curiosidad y dijo algo que le pareció un comentario admirativo acerca de él.
—Si veo que alguien se acerca a la camioneta le vuelo la cabeza.
El hombre pareció ignorarle y siguió mirándola de arriba abajo. Iba a entrar en la cabina pero Ray activó el cierre centralizado indicándole con el pulgar la caja trasera. El hombre se puso colorado y empezó a gritar histérico pero él, inexpresivo, volvió a mostrarle con un ademán cual era su lugar. El afgano no dejó de gritar insultos en pastún, pero finalmente pasó por el aro y se subió a la caja de la camioneta.
—Agárrate. Ese cabrón se va enterar. —le dijo Ray antes de engranar la marcha y apretar el acelerador a tope.
La camioneta pegó un salto y salieron disparados levantando una nube de polvo. El afgano hubiese soltado una sarta de improperios, pero tuvo que agarrarse como una garrapata a la cabina y cerrar la boca para no tragarse medio Afganistán.
Con una sonrisa sádica Ray avanzó dando tumbos por el astroso camino siguiendo las instrucciones de la doctora que a duras penas evitaba que su cabeza chocase con el techo del vehículo.
Llegaron en apenas doce minutos y con una sonrisa satisfecha vio como aquel gilipollas bajaba de la caja de la Hilux con las piernas temblando y escupiendo polvo. El hombre se sacudió la ropa mientras le miraba con inquina antes de guiar a la doctora al interior de su casa de adobe.
La visita duró apenas diez minutos. Mientras tanto estuvo observando el lugar con los prismáticos preparado para rociar las escarpadas montañas que les rodeaban con el M4. Todo estaba tranquilo, solo unas cabras pastaban en las abruptas laderas vigiladas por chicos que corrían descalzos entre los peñascos emulando a los animales que tenían a su cuidado.
—Ha sido divertido. —dijo Monique cuando estuvo de nuevo a su lado de vuelta al campamento— He aprendido más insultos en pastún en diez minutos que en los tres años que llevo aquí.
Esta nueva serie consta de 41 capítulos. Publicaré uno más o menos cada 5 días. Si no queréis esperar o deseáis tenerla en un formato más cómodo, podéis obtenerla en el siguiente enlace de Amazón:
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Un saludo y espero que disfrutéis de ella.
Guía de personajes principales
AFGANISTÁN
Cabo Ray Kramer. Soldado de los NAVY SEAL
Oliva. NAVY SEAL compañera de Ray.
Sargento Hawkins. Superior directo de Ray.
Monique Tenard. Directora del campamento de MSF en Qala.
COSTA OESTE DEL MAR DEL CETRO
Albert. Soldado de Juntz y pirata a las órdenes de Baracca.
Baracca. Una de las piratas más temidas del Mar del Cetro.
Antaris. Comerciante y tratante de esclavos del puerto de Kalash
Dairiné. Elfa esclava de Antaris y curandera del campamento de esclavos.
Fech. guardia de Antaris que se ocupa de la vigilancia de los esclavos.
Skull. Esclavo de Antaris, antes de serlo era pescador.
Sermatar de Amul. Anciano propietario de una de las mejores haciendas de Komor.
Neelam. Su joven esposa.
Bulmak y Nerva. Criados de la hacienda de Amul.
Orkast. Comerciante más rico e influyente de Komor.
Gazsi. Hijo de Orkast.
Barón Heraat. La máxima autoridad de Komor.
Argios. Único hijo del barón.
Aselas. Anciano herrero y algo más que tiene su forja a las afueras de Komor
General Aloouf. El jefe de los ejércitos de Komor.
Dankar, Samaek, Karím. Miembros del consejo de nobles de Komor.
Nafud. Uno de los capitanes del ejército de Komor.
Dolunay. Madame que regenta la Casa de los Altos Placeres de Komor.
Amara Terak, Sardik, Hlassomvik, Ankurmin. Delincuentes que cumplen sentencia en la prisión de Komor.
Manlock. Barón de Samar.
Enarek. Amante del barón.
Arquimal. Visir de Samar.
General Minalud. Caudillo del ejército de Samar.
Karmesh y Elton. Oficiales del ejército de Samar