Las colinas de Komor XIV

Nada de todo aquello le impresionó tanto como la enorme muralla que el sol del ocaso perfilaba al otro lado del río. La enorme pared se izaba hasta una altura casi inverosímil perdiéndose en las nubes.

XIV

La noche transcurrió sin incidentes. Despertó a Oliva para que tomase el relevo y se echó en el catre quedándose casi inmediatamente dormido. En cuanto se levantó preparó un café bien cargado y envió la petición de la camioneta junto con el informe diario vía satélite y volvió a los monitores.

En cuanto detectó movimientos en la tienda de la doctora Tenard se puso el equipo completo, M4 y lanzagranadas incluido y salió a hacerle un poco la puñeta.

—¿Qué coños haces aquí? Creí que habíamos dejado claro que mariposear por el campamento con toda esa parafernalia espanta a mis pacientes.

—Lo sé, pero es la única alternativa que me deja, doctora. Si se larga del campamento cada vez que le da la gana sin avisarme y sin escolta me temo que tendré que vigilarla más de cerca.

La doctora le miró  con gesto agrio, pareció que iba a decir algo, a gritarle. Notó como los pómulos  de la mujer se volvían del mismo color que su ardiente melena. Abrió la boca para decir algo, pero finalmente la cerró sin pronunciar palabra y dándole la espalda se dirigió al dispensario.

Ray la siguió de cerca intentando parecer profesional y no mirar demasiado al culo de la doctora. Cuando ella entró en la tienda, él se dispuso a seguirla, pero con una sonrisa le paró con una mano. Aquello era un consultorio, necesitaba intimidad para atender a sus pacientes.

Soltando un taco, Ray se quedó a la puerta de la tienda, observando como una cola de niños mocosos y mujeres mugrientas crecía y le miraba con los ojos muy abiertos. Ignorándolos se sentó sobre unas cajas y se dispuso a esperar. Poco a poco los aldeanos se acostumbraron y dejaron de hacerle caso. Solo algún niño se acercó llevado por la curiosidad. Conteniendo el impulso de alejarlos con un grito repartió un poco de chocolate y con un gesto les indicó que se fuesen con sus madres.

A medida que transcurría la mañana el aburrimiento y el calor se agudizaron. Tras dos horas notaba como la cabeza le hervía bajo el casco, cogió la cantimplora y tomó un buen trago de agua ya un poco tibia. Al volver a colocarla en su sitio, tropezó con el bolsillo donde había escondido el libro. Lo sacó y lo miró unos instantes dudando.

Le había prometido a Oliva que lo leerían juntos, pero ahora ya no se sentía cómodo haciéndolo, además si quería alejarse de ella no se le ocurría una forma mejor de hacerlo. Seguramente se cabrearía y dejaría de intentar seducirle. A aquella mujer le pasaba algo. La forma de comportarse, sin pensar en las consecuencias y la frialdad con la que había matado a aquel adolescente aun le rondaba la cabeza.

Finalmente se decidió y abrió el libro echando de vez en cuando un vistazo a la cola que poco a poco comenzaba a disminuir.

Capítulo 17. El valle del Aljast

Albert

Al final llegó el día. Apenas había amanecido cuando despertó a Skull y le dijo que se preparase para partir. El pescador, al igual que él estaba ansioso por volver al mundo de los humanos, pero también deseaba quedarse un poco más en aquel mágico lugar.

Cuando estaban terminando, Dairiné se les acercó con unos paquetes que tenían comida para varios días. El rostro de la elfa revelaba sus sentimientos. Sus ojos brillaban por las lágrimas que se acumulaban en ellos y la permanente sonrisa que había mostrado desde que había llegado a su hogar ahora era un rictus de dolor.

Albert se irguió y le dio un fuerte abrazo, la elfa se agarró a su cuello con desesperación y rompió  a llorar.

Finalmente logró contenerse y se separó. Mirándole a los ojos sonrió tristemente y le acarició las mejillas por última vez antes de dejar que hiciese el equipaje.

Veinte minutos después una escolta de honor, con el padre de Dairiné y el capitán de la guardia al frente  se presentó para guiarlos hasta los  límites de Kandaar.

El camino, esta vez cuesta abajo fue más sencillo y en pocas horas los árboles empezaron a ralear hasta que llegaron a un pequeño arroyo donde la comitiva se detuvo para despedirse.

Tras los saludos de rigor, Eagonn se acercó:

—No hace falta que repita de nuevo cuanto te agradezco que me hayas devuelto a mi hija. Es una deuda que nunca daré por saldada. A pesar de que es poco probable que nuestros caminos se vuelvan a cruzar, quiero que sepáis que siempre seréis bienvenidos a esta tierra. Cómo muestra del agradecimiento de todo el pueblo elfo queremos obsequiarte con esto. —dijo el elfo alargándoles dos magníficos arcos.

—Son de madera de yaoné, fuertes y resistentes. Con las flechas adecuadas pueden atravesar una armadura, pero a vosotros os servirán para conseguir comida en vuestro viaje.

—Es un regalo magnífico. —respondió Albert tensando la cuerda y comprobando la excelente calidad del arma— Ambos agradecemos toda la ayuda que nos habéis facilitado. Con ella tenemos una oportunidad de volver a nuestros hogares. Solo quiero añadir que considero a los elfos un pueblo hermano y que siempre me tendréis en el corazón.

Los elfos hicieron el saludo formal y se retiraron dejando que se despidiese de Dairiné en la intimidad.

La elfa se acercó y le abrazó de nuevo, esta vez más contenida, como si ya estuviese resignada a perderle. Tras unos instantes se separó y le miró con aquellos ojos de enormes pupilas.

—Seguid el arroyo hasta su desembocadura. Cuando lleguéis al Aljast remontarlo media jornada y encontrareis un vado. Justo en la otra orilla esta el viejo camino que lleva a Sendar. Buen viaje, que los dioses del bosque te protejan allá donde vayas.

—Gracias, Dairiné. —dijo Albert apartando su argénteo pelo y acariciando sus puntiagudas orejas ppor última vez con aire melancólico— Quiero que sepas que siempre te recordaré. La diosa del pelo plateado que me enseñó el camino a la libertad.

Con un último beso, suave, apenas un roce, se despidió definitivamente y acompañado por Skull siguió las cantarinas aguas del torrente volviendo la vista atrás de vez en cuando. Dairiné, subida a una roca, les observó quieta como una estatua hasta que se perdieron de vista bajo un bosquecillo de alisos.

Caminaron por el sotobosque silenciosamente, cada uno sumido en sus pensamientos. Cuando llegó la noche montaron un campamento. Mientras Albert recogía leña y hacia un fuego, Skull se internó en el arroyo y explorando los recovecos bajo las piedras consiguió pescar varios peces de buen tamaño.

Cenaron sin apenas hablar y se envolvieron en los sacos de dormir, regalo de sus anfitriones, con la cabeza puesta en el largo viaje que tenían por delante.

El sol y el rumor del agua les despertó al día siguiente. Tras desayunar fruta y galletas de los elfos se pusieron rápidamente en marcha dispuestos a llegar al gran río Aljast antes del fin de la jornada.

El terreno era sencillo, descendía sin más obstáculos que las ocasionales curvas que hacía el arroyo en su descenso hacia el gran río. A medida que se alejaban, su aire taciturno fue sustituido poco a poco por la expectación que generaba una buena aventura. Skull estaba especialmente animado y no paró de contar historias de la pesca de ballenas y gigantescas serpientes de mar. La cháchara del hombrecillo lo ayudó a olvidar y poco a poco Albert también se animó un poco e incluso intervino en la conversación. La verdad era que cuando huyeron pensó que el pescador no sería más que un estorbo, pero se había acostumbrado a él y no se imaginaba atravesando la Gran Meseta sin su compañía.

Cuando terminó la jornada no habían llegado aun a la desembocadura del arroyo, pero a pesar de tenerla a la vista, a apenas una milla o dos de distancia decidieron acampar bajo los últimos árboles antes de entrar en el valle del Aljast donde había más posibilidades de toparse con una de las caravanas de Antaris que se dirigiese a Samar.

Conscientes del peligro, optaron por comer galletas y fruta para evitar hacer un fuego y no llamar la atención. Mientras Skull se arrebujaba en su saco y se dormía inmediatamente, Albert aprovechó los últimos rayos del sol para observar el valle del Aljast.

El río corría ancho y caudaloso, sin apenas meandros en el fondo de un valle amplio y bastante profundo cubierto de abundante hierba y salpicado de árboles y afloramientos rocosos donde pacían enormes baúres, bovinos salvajes de casi dos toneladas de peso y gráciles antílopes que apenas se distinguían en la alta hierba salvo cuando huían a grandes saltos de un peligro real  o imaginario.

Nada de todo aquello le impresionó tanto como la enorme muralla que  el sol del ocaso perfilaba al otro lado del río. La enorme pared se izaba hasta una altura casi inverosímil perdiéndose en las nubes. Albert la observó con detenimiento y calculó que aquella mole debía estar más alta que cualquiera de las montañas que rodeaban Juntz. Dudaba que alguien del otro lado del mar hubiese estado a semejante altura.

Cuando el sol se ocultó, se tumbó boca arriba, justo al límite de los árboles para poder ver las estrellas. Baracca le había enseñado las constelaciones necesarias para orientarse durante la navegación por el Mar del Cetro, pero a él solo le interesaba la belleza del cielo estrellado. Siempre que las veía se preguntaba qué diablos habría allí arriba. Nadie, ni siquiera Serpum, el preceptor de la princesa Nissa lo sabía a ciencia cierta. Lo único que sabía de aquel espectáculo era que era el mismo allí, en La Gorgona y en Juntz. Con un pequeño esfuerzo podía imaginar que aquel arroyo era uno de los muchos que corrían por Juntz. Más relajado cerró los ojos y se quedó dormido.

Partieron tan pronto como salió el sol. En cuanto entraron en el valle del Aljast giraron hacia el este y se adentraron en una llanura cubierta de hierba que en ocasiones les llegaba a la cintura. Albert pensó en cazar algún animal para poder conseguir algo más que comer que las galletas cuando empezasen a subir la imponente mole que se erigía al otro lado del río, pero en aquel lugar no había forma de esconderse y las manadas de animales, les observaban y mantenían las distancias, impidiendo cualquier acercamiento.

Incapaces de cazar nada, optaron por apretar el paso y así evitar cualquier encuentro no deseado. Mientras menos tiempo estuviesen recorriendo la orilla del Aljast menos probabilidades habría de encontrarse con alguna de las barcazas de Antaris.

Tal como les había dicho Dairiné, el curso del río se fue ensanchando  poco a poco hasta que con las primeras horas de la tarde  la profunda corriente se convirtió en un ancho remanso de agua poco profunda.

El vado no estaba marcado, ya que los únicos humanos que recorrían aquel valle actualemente lo hacían río arriba o río abajo, pero las huellas de los animales que parecían utilizarlo muy a menudo lo señalaban.

Rápidamente se desnudaron y echándose el equipaje a la cabeza para no mojarlo se internaron en la corriente, con Albert a la cabeza para marcar a Skull la profundidad de la corriente. El agua fría y la brisa fresca proveniente del norte hicieron que la piel se les pusiese de gallina y los dientes de Skull comenzasen a castañetear.

—Pensé que los pescadores resistirían un poco más la humedad y el frío. —dijo Albert sin parar de avanzar.

—Bueno, aunque te parezca raro no pescamos las ballenas en bolas. —replicó Skull temblando como una hoja.

Con precaución, tanteando cada paso para evitar resbalar en una piedra y empapar su equipaje, siguieron avanzando. El agua poco a poco fue subiendo desde la cadera hasta el pecho y llego un momento que Skull, con el agua al cuello, tuvo que levantar los brazos para evitar que se le mojasen las cosas. Con el rabillo del ojo Albert le vigiló preparado para echarle una mano en caso de que el agua subiese un poco más, pero el lecho se estabilizó antes de comenzar a subir bruscamente a pocos metros de la orilla.

Exhaustos y ateridos echaron pie en la otra orilla y tras avanzar unos metros se dejaron caer en el suelo dejando que el sol de la tarde calentase sus cuerpos. Unos minutos después, cuando su cuerpo se hubo calentado, Albert se incorporó y miró a su alrededor. Aquella parte del valle era mucho más angosta y abrupta, con abundantes grupos de rocas producto de derrumbamientos provenientes de la ladera de la meseta. Por la distancia a la que llegaban las piedras podía imaginar la potencia con la que bajaban aquellos peñascos.

La hierba era casi tan abundante como en la otra orilla, pero debido a que pasaba más tiempo a la sombra de las estribaciones de la gran meseta parecía más fresca y apetecible por lo que se veían atraídos no pocos antílopes a aquella parte de valle.

Dejando a Skull montando el campamento al abrigo de un motón de rocas, se adentró entre los arbustos con el arco buscando algo de caza. No tuvo que caminar mucho antes de encontrarse con un pequeño grupo de jabalíes un poco más grandes que los cerdos barbudos. Estuvo tentado de matar un magnífico ejemplar de enormes colmillos curvados hacia arriba, pero consciente de que sería más difícil derribarlo y no sabrían que hacer con tanta carne decidió matar a un joven macho que debía de pesar poco más de veinticinco kilos.

Los cerdos seguían hozando en un pequeño claro entre los arbustos ajenos a su presencia. Albert se acercó agazapado entre los arbustos, buscando un lugar adecuado donde pudiese tensar la cuerda del arco sin que ninguna rama le entorpeciese.

Finalmente cuando encontró un sitio adecuado se dispuso a apuntar cuando uno de los cerdos adultos levantó el hocico en su dirección. Todo ocurrió en un instante. El jabalí soltó un chillido y todos emprendieron la carrera. Sin poder seleccionar su presa Albert tensó el arco y disparó sobre la primera silueta que pasó por delante.

La flecha se clavó en el anca de uno de los animales más grandes. El animal escapó cojeando ostensiblemente y dejando grandes manchas de sangre en su camino. Consciente de que un gran cerdo en aquellas condiciones podía ser muy peligroso colgó el arco del hombro y empuñó la daga.

Los jabalíes habían desaparecido hacia una zona despejada donde pudiesen verle llegar, pero el animal herido, consciente de que no podía huir de Albert a la carrera había optado por internarse en la espesura. Con todos los sentidos alerta, se internó apartando las ramas de los arbustos y siguiendo las manchas de sangre.

Tras unos minutos un ligero estremecimiento de unas ramas a su derecha lo puso en guardia. El animal al verse detectado no lo pensó y cargó con sus enormes colmillos. Albert rodó a un lado evitando el primer ataque y se puso en pie encarándose con su presa. Esta vez estaba preparado para el ataque y cuando el jabalí se abalanzó de nuevo aprovechó su cojera para esquivarle y clavarle profundamente la daga en el costado.

El cerdo salvaje soltó un agudo chillido e intentó revolverse, pero Albert ya se había girado y sacando la daga de la herida se la volvió a clavar, esta vez en el otro costado.

El animal estaba muerto, pero aun no lo sabía. Revolviéndose intentó volver a atacarle, pero Albert ya le había agarrado por el cuello y siguió hincándole el puñal hasta que el jabalí se quedó quieto.

Tras asegurase de que estaba muerto, Albert descansó un momento. Consciente de que era demasiado grande para llevárselo entero, cogió una rama y en ella ensartó los dos jamones por los corvejones, el hígado y los solomillos del animal dejando el resto para las alimañas.

Cuando llegó al campamento, Skull ya tenía un alegre fuego, con unos peces asándose en un espetón. Albert colocó unos buenos trozos de hígado del jabalí en el espetón y mientras se hacían, ambos se dedicaron a sacar la carne de los jamones y cortarla en tiras para ahumarla y así poder aprovecharla unos días más.

Se demoraron un día más ahumando la carne y al día siguiente levantaron el campamento. Siguiendo un camino casi borrado que partía del vado continuaron la marcha hasta que llegaron al pie de la ladera que les llevaría a la gran meseta.

Asombrados levantaron la cabeza y observaron como una estrecha vereda zigzagueante trepaba por la abrupta ladera hasta desaparecer en las nubes.

En  cuanto el último paciente desapareció en el interior del consultorio Ray guardó el libro y volvió a ponerse de pie con la mano en el gatillo del M4. Poco después la doctora salió del barracón acompañando a la mujer y dándole las últimas  instrucciones en pastún antes de despedirla.

—Puedes dejarte de rollos. Los pacientes ya me han dicho que has estado leyendo todo el rato. —dijo ella cuando la mujer estuvo lejos.

—A lo mejor preferiría que los cachease uno a uno antes de entrar en su consulta. —replicó Ray dando un trago a la cantimplora— Supongo que nadie se ha sentido amenazado por mi presencia.

—Probablemente no, pero mañana toda la región sabrá que hay soldados americanos en mi campamento y eso probablemente es la única excusa que necesitan esos tarugos para ponernos en el punto de mira. —dijo ella dirigiéndose a su tienda.

Ray la siguió y se quedó de nuevo esperando a la puerta. Esta vez no tuvo que esperar más que unos pocos minutos. La doctora salió con el pelo recogido en una cola de caballo, unos pantalones y unas zapatillas de running y una camiseta de la selección francesa de futbol.

—¿No es un poco tarde para hacer ejercicio? —le preguntó Ray echándose el fusil al hombro mientras observaba a la mujer haciendo estiramientos.

—¿Lo dices por mí o por ti? —preguntó ella a su vez— Esta mañana no tuve tiempo y por la noche tengo guardia en el pabellón de internos, así que no tengo más remedio que hacerlo ahora. Pero no tienes por qué molestarte en acompañarme, puedo comprender que correr con toda esa chatarra encima y este calor puede ser bastante duro.

—No sé preocupe por mí, señora. —replicó él— Estoy acostumbrado a marchas de cuarenta kilómetros en el desierto con la mochila cargada de piedras, además si me da un jamacuco, tengo atención médica a mano.

—¿Qué te hace creer que no  dejaré que los chacales acaben contigo?

—Lo mismo que la ha traído hasta aquí. Creo que es uno de los escasos facultativos que se toman en serio su juramento. —respondió Ray con una sonrisa sardónica y sin dejar observar cómo se tensaban las nalgas de  la doctora con los estiramientos.

—No te confundas soldado, no son los médicos, son los gobiernos y los sistemas sanitarios que promueven los que hacen más o menos eficaz nuestra actuación. —dijo la mujer poniéndose en marcha.

A aquellas horas, poco antes del mediodía, el sol caía de plano y no le apetecía nada correr, pero tenía que demostrar a aquella mujer que no podía salirse con la suya así que se ajustó la correa del fusil sin prisa y echó a correr.

La mujer al ver que Ray no se apresuraba, apretó el paso e intentó dejarle atrás, pero para cuando estaban saliendo del campamento ya la había alcanzado. La doctora no hizo ningún gesto y  doblando a la izquierda cogió un camino que bordeaba el río.

El estrecho sendero solo les permitía correr en fila india así que él se descolgó y dejó que la mujer le guiase.  Al principio solo se fijó en el culo y en las piernas de la mujer perfectamente perfiladas por los ajustados pantalones, pero poco a poco su mirada se vio atraída por su cuello largo y pálido y sobre todo por su cola de caballo balancenadose con cada movimiento y  despidiendo brillos ígneos justo delante de sus ojos.

Tras quince minutos ambos resoplaban. Sentía el sudor corriendo bajo su uniforme picándole y rozándole.

Un poco más adelante la doctora se desvió del sendero y comenzó a subir una pequeña colina. Ray la siguió y controlando la respiración esprintó con ella. La doctora aceptó el desafío y aceleró a su vez.

Llegaron a la cima casi a la vez. La joven se inclinó jadeante mientras Ray se mantenía erguido y en un gesto de chulería se quitó el fusil del hombro y lo inspeccionó quitando el cargador y comprobando el funcionamiento del percutor antes de volver a colocar el cargador y meter un proyectil en la recamara.

—Está bien, soldado. —dijo ella— Me rindo. ¿Qué es lo que quieres?

—Solo un poco de colaboración. Si va a salir del campamento o ve algún movimiento sospechoso quiero que me avise. A partir de ahora si sale a correr o a una urgencia uno de nosotros dos la acompañará, sin excepciones. Le voy a dar una radio para que se comunique con nosotros siempre que sea necesario. Si lo hace yo prometo no pasearme por el campamento con el equipo completo. Ah y llámeme Ray si hace el favor.

—De acuerdo, Ray. Trato hecho. —dijo la doctora tendiéndole resignada la mano— Ahora, si no te importa volveremos caminando. No había corrido tanto desde que estaba en el equipo de atletismo de la universidad.

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Un saludo y espero que disfrutéis de ella.

Guía de personajes principales

AFGANISTÁN

Cabo Ray Kramer. Soldado de los NAVY SEAL

Oliva. NAVY SEAL compañera de Ray.

Sargento Hawkins. Superior directo de Ray.

Monique Tenard. Directora del campamento de MSF en Qala.

COSTA OESTE DEL MAR DEL CETRO

Albert. Soldado de Juntz y pirata a las órdenes de Baracca.

Baracca. Una de las piratas más temidas del Mar del Cetro.

Antaris. Comerciante y tratante de esclavos del puerto de Kalash

Dairiné. Elfa esclava de Antaris y curandera del campamento de esclavos.

Fech. guardia de Antaris que se ocupa de la vigilancia de los esclavos.

Skull. Esclavo de Antaris, antes de serlo era pescador.

Sermatar de Amul. Anciano propietario de una de las mejores haciendas de Komor.

Neelam. Su joven esposa.

Bulmak y Nerva. Criados de la hacienda de Amul.

Orkast. Comerciante más rico e influyente de Komor.

Gazsi. Hijo de Orkast.

Barón Heraat. La máxima autoridad de Komor.

Argios. Único hijo del barón.

Aselas. Anciano herrero y algo más que tiene su forja a las afueras de Komor

General Aloouf. El jefe de los ejércitos de Komor.

Dankar, Samaek, Karím. Miembros del consejo de nobles de Komor.

Nafud. Uno de los capitanes del ejército de Komor.

Dolunay. Madame que regenta la Casa de los Altos Placeres de Komor.

Amara Terak, Sardik, Hlassomvik, Ankurmin. Delincuentes que cumplen sentencia en la prisión de Komor.

Manlock. Barón de Samar.

Enarek. Amante del barón.

Arquimal. Visir de Samar.

General Minalud. Caudillo del ejército de Samar.

Karmesh y Elton. Oficiales del ejército de Samar