Las colinas de Komor XI

El dulga aterrizó en medio del camino. Magnifico y terrible a la vez. Recordándole las emocionantes historias sobre dragones que le relataba su abuela durante las noches de tormenta.

X

Despertó un par de horas después un poco desorientado. Durante un par de segundos creyó estar de nuevo en el cómodo barracón de Bagram, pero enseguida el fino polvo que se colaba por la abertura de la tienda le recordó que estaba en el puto culo del mundo, con varias decenas de miles de talibanes locos por despellejar a cualquier soldado americano entre él y la base aérea.

Sin despertar a Oliva, que seguía roncando suavemente en su catre, salió y observó el paisaje que lo rodeaba. Desde la colina tenía una vista privilegiada sobre el valle donde estaba asentado aquel poblacho.

Rodeado por montañas escarpadas, en las que apenas crecían matojos suficientes para alimentar a unas pocas cabras, el río, que normalmente corría encajonado entre ellas, se abría en aquella zona hasta crear una superficie llana como un plato de dos kilómetros de ancho en su zona más amplia para volverse a cerrar diez o quince kilómetros más allá.

Los afganos habían aprovechado cada centímetro de tierra fértil para establecer una agricultura de subsistencia y utilizaban las montañas circundantes para pastorear sus exiguos rebaños de cabras. Qala era apenas un villorrio con un centenar de casas desordenadamente dispuestas sobre un afloramiento rocoso, unos pocos metros por encima del nivel de las crecidas del rio Kandar.

A cien metros, justo a los pies de la colina que ellos ocupaban, el campamento de Médicos Sin Fronteras hervía de actividad. Los aldeanos de Qala y otras aldeas cercanas acudían para ser atendidos de sus dolencias y hacían cola pacientemente. Con un suspiro imaginó lo fácil que le resultaría a cualquier pirado colocarse con un chaleco explosivo y ponerse a la cola haciendo que volasen en diminutos pedacitos aquellos matasanos engreídos.

En ese momento vio salir de uno de los edificios principales a la doctora Tenard. La enfocó con los prismáticos. La noche anterior no pudo distinguir apenas nada más que sus rasgos, pero ahora observó con admiración el cabello rojo fuego, la tez cremosa  refulgiendo al sol vespertino, su figura menuda de pechos redondos y tiesos, el culo grande y las piernas potentes que amenazaban con convertir en jirones aquellos vaqueros de marca.

—Esa zorra solo nos va a dar problemas. —dijo Oliva a sus espaldas— Como me toque los cojones le parto la cara.

—Tranquila, fiera. Se supone que estamos aquí para protegerlos. —replicó Ray empezando a bajar la colina y siguiendo a la doctora que se colaba en una tienda.

Intentando ignorar las miradas de desprecio y temor de los aldeanos, atravesó el campamento, sorprendiéndose de lo bien organizado que estaba. Todas las tiendas principales tenían letreros en inglés, francés y pastún. El pabellón donde estaban internados los casos más graves estaba ligeramente apartado y en una de las esquinas, más alejadas y apartadas de los vientos dominantes, estaban las letrinas. Los médicos y las enfermeras atendían a los enfermos menos graves en una especie de ambulatorio a la entrada del campamento, evitando así que la gente entrara en el recinto y entorpeciese la labor de los médicos.

Tanto voluntarios como pacientes le miraban con prevención y apartaban rápidamente los ojos como si no quisiesen saber nada de él ni de el arma que llevaba al hombro.

Cuando llegó a la tienda se quedó parado a la entrada sin saber muy bien cómo hacer, no había puerta a la que llamar, ni timbre, finalmente optó por entreabrir la abertura de la tienda lo justo para hacerse oír.

—¿Doctora Tenard?

—Adelante. —la oyó decir desde el fondo de la tienda.

—Buenas tardes...

—¡Ah! Es usted.—lo interrumpió la doctora asomando la cabeza por detrás de un biombo que partía la estancia en dos mientras se secaba el pelo con una toalla— Por favor, si no es mucha molestia, me gustaría que siempre que nos visite se deje la chatarra en su tienda. Si sigue paseándose con ese fusil por mi campamento, pronto no tendré ningún paciente que tratar.

La tienda de la doctora Tenard era casi tan amplia como la suya. La mitad estaba ocupada por un escritorio de contrachapado, un ordenador y varios ficheros y estanterías llenas de libros de medicina. La otra, separada por el  biombo de madera lacada, debía de ser su vivienda.

La doctora salió de detrás del biombo con la toalla aun en la cabeza. El agua del pelo había  escurrido mojando la parte superior de su camiseta de  algodón. Ignorando sus miradas inquisitivas, la mujer siguió restregándose el pelo, mientras Ray lanzaba disimuladas miradas a la prominencia que generaban sus pechos en la ceñida camiseta de tirantes.

—¿Y bien?—preguntó la doctora impaciente.

—En fin, solo venía a presentarme y a discutir las medidas más adecuadas para evitar riesgos innecesarios...

—La mejor que podrían hacer sería levantar el campamento y desaparecer. —le interrumpió ella— Hasta ahora no hemos tenido ningún problema.

—Doctora, compréndalo...

—Compréndalo usted. La relación que tenemos con la gente de esta región se basa en la confianza. Si ven a un par de tipos armados hasta los dientes, mirando mal a todo el mundo, la genta dejará de venir y todo lo que he montado aquí con sangre, sudor y lágrimas durante todos estos años no habrá servido para nada.

—No sé si se da cuenta de la gravedad de la situación.

—Me doy perfecta cuenta. De hecho sé que nuestra presencia cabrea a muchos imbéciles retrógrados que prefieren mantener a la gente en la pobreza y la ignorancia para poder así manipularles con más facilidad. Hablan de este campamento como un nido de espías occidentales dispuestos a acabar con su fe, pero saben perfectamente que si nos liquidan se pondrán en contra de toda esta gente a la que necesitan para aprovisionarse.

—Pero...

—Me he dado cuenta de que ha estado rodeando mi campamento de cámaras y sensores. Le sugiero que se quede ahí arriba observando los monitores hasta convencerse de que este lugar no le interesa a nadie.

La doctora tiró la toalla a suelo y sacudió su melena, aun húmeda. Ray observó embobado aquella fulgurante melena hasta que la mujer frunciendo el ceño y mirándole con unos ojos grises y fríos, cargados de enojo le invitó a salir de su tienda, dando por terminada la conversación.

Volvió a su tienda incapaz de sentirse irritado con aquella mujer. En realidad tenía toda la razón. Allí solo estorbaban y si las amenazas se hacían realidad, poco podrían hacer  para proteger la vida de aquella gente. ¡Qué diablos! Probablemente también reventarían en aquel agujero.

Oliva le estaba esperando, inclinada en los monitores y verificando que todos los sensores de presión y movimiento funcionaban correctamente.

—¿Qué tal tu reunión con la francesita?

—Tan mal como te podías imaginar. Si veo a alguno de los imbéciles que pensó que esto era una buena idea, te juro que le muelo el culo a patadas. Lo que hacemos aquí es una pérdida de tiempo, una peligrosa pérdida de tiempo.

Tras pasar la tarde terminando de ordenar todo el material,  cenaron un poco y se echaron cada uno en un catre. Ray estaba a punto de cerrar los ojos cuando Oliva le lanzó la novela en el regazo.

Capítulo 11. Tan cerca, Tan lejos

Albert

Dairiné los despertó un par de horas después, la lluvia seguía cayendo con fuerza emborronando el paisaje y entorpeciendo su marcha. Después de dos días de lluvia ininterrumpida, el nivel del agua había subido unos centímetros con lo que el avance se hizo aun más penoso. El único consuelo era que en aquellas condiciones era prácticamente imposible que sus perseguidores diesen con ellos.

La elfa les guiaba por un camino que solo ella podía ver. La forma en que se desplazaba sin apenas hundirse en el agua más que unos pocos centímetros le maravillaba. De vez en cuando paraba para esperarlos y les animaba diciéndoles que cada vez faltaba menos. Pero eso no terminaba de convencer a su involuntario compañero de huida.

—¡Maldita agua! —exclamó Skull— Juro por la memoria de mis antepasados, que si salgo vivo de aquí me voy a establecer en la estepa más árida que encuentre. Cuando al fin me había acostumbrado a tenerla macerándome constantemente los pies ahora cae del cielo y me cala de arriba abajo. ¡Esto es una mierda!

—Podría ser peor. —le interrumpió Albert— Además podrías estar tirando de una cuerda día y noche bajo las atentas caricias de unos látigos sobre tu espalda.

—Por lo menos podríamos ir un poco más despacio. —se quejó el hombrecillo.

—Puedes parar cuando quieras y esperar a los guardias de Antaris. Nosotros seguiremos adelante. —intervino Dairiné que no estaba muy conforme con que Skull les acompañara en la huida.

El hombre refunfuñó, pero siguió a la pareja con aire cansino, chapoteando y resbalando por aquellos pantanos interminables y deseando y a la vez temiendo llegar al Macizo de los Elfos.

Tras unas horas de esfuerzo silencioso hicieron un alto para descansar y comer algo. Subidos los tres a una pequeña roca que emergía menos de un metro del agua miraron al cielo que había empezado a despejarse y permitía pasar unos pocos rayos del sol del mediodía.

Durante los siguientes minutos se estiraron como lagartos sobre la roca disfrutando de aquella cálida caricia.

Albert hubiese deseado estar solo con la elfa y hacerle el amor encima de aquella roca. Dairiné era deliciosa y sabía que su relación tenía fecha de caducidad. Cuando llegasen a su hogar, a pesar de las intenciones que pudiese tener con respecto a él, sabía que su relación no tenía futuro. Las vidas de los elfos eran esencialmente aéreas y como seres etéreos que eran su dieta era en casi su totalidad vegetariana. Albert aguantaría una temporada, dando saltitos entre los árboles y viviendo de brotes, frutas y flores, pero a la larga no podría mantener un estado de forma adecuado.

—¿Cuántos años tienes? —le preguntó Skull a Dairiné mientras echaba un trago de aceite de pescado.

—No lo sé exactamente. Sé que soy joven, apenas un par de cientos de años, pero los elfos no damos tanta importancia como los humanos al paso del tiempo.

—Bueno, supongo que si mi vida fuese casi tan larga como la de un continente tampoco lo tendría en cuenta.

Albert no dijo nada más, pero se quedó pensando. Las dos especies habían tomado estrategias distintas a la hora de perdurar en el tiempo. Los elfos tenían largas vidas, pero apenas tenían hijos, uno o dos a lo largo de sus vidas, mientras que los humanos habían compensado sus fugaces vidas teniendo muchos más hijos. La estrategia adecuada estaba clara. Cuando estallaba un conflicto, los elfos morían igual que los hombres y para recuperar su población necesitaban cientos de años, eso había hecho que a pesar de ganar casi todas las batallas sus pérdidas resultasen insustituibles y por tanto  hubiesen ido declinando a medida que la vigorosa descendencia de humanos, trasgos y enanos iba ocupando la tierra hasta que sus dominios habían quedado reducidos a los lugares que a las demás razas les resultaba imposible colonizar.

Se giró hacia Dairiné y por su mirada triste imaginó que sus pensamientos no serían muy distintos de los suyos en aquel momento. Tras unos instantes, la curandera apartó la vista y poniéndose en pie dio por terminado el descanso, intentando aprovechar aquella tregua que les daba el cielo antes de que la siguiente borrasca volviese a envolverlos y a aplastarlos con su humedad.

Antaris

¡Joder! ¡Joder! ¡Joder! Sabía que no tenía que haberlo hecho. Aquella maldita zorra había escapado delante de las narices de los guardias y acompañada de aquel gigantón. La paloma con el mensaje había llegado aquella misma mañana y había llenado su corazón de ira.

No podía concentrarse en su trabajo. Solo veía la cara de la elfa riéndose de su estupidez. No debería haberla mandado con la caravana solo por ahorrar unas miserables coronas. Tenía que haber dejado que aquellos infelices reventaran.

Con un nuevo acceso de ira tiró todo el contenido de su escritorio al suelo y golpeó la superficie de la mesa con sus puños hasta astillar la dura madera. Con las manos temblando de furia cogió un trozo de papel y una pluma. A pesar de que sabía que era una misión imposible ya que la elfa conocía los pantanos mejor que sus propios batidores, que solo conocían con detenimiento una franja de tierra relativamente estrecha alrededor de la ruta de la caravana, envío por medio de un jinete órdenes a todos los batidores que emprendiesen la búsqueda y encontrasen a los fugitivos o no volviesen.

Cuando terminó se acercó a una estantería y extrajo un mapa que extendió sobre la mesa, examinándolo con detenimiento. Localizó con facilidad el lugar donde habían huido y pudo confirmar lo que ya imaginaba. Nada impediría a la elfa llegar hasta el macizo. Apenas tardarían en llegar dos o tres jornadas. Dairiné y su delicioso cuerpo estaban perdidos para siempre.

Derrumbándose sobre el asiento se tapó la cara con las manos y rememoró las noches de placer que la curandera le había proporcionado. Nunca había dado muestras de  rebeldía. Astutamente había esperado su momento y, con la ayuda de aquel esclavo, que había llegado medio muerto, se había fugado. Aquel desconocido le había engañado aparentando ser un bárbaro tan brutal como estúpido y había logrado escapar con su joya más preciada.

Sus puños se crisparon y dieron un nuevo puñetazo a la mesa. Dairiné estaría fuera de su alcance, pero el hombre no. Tarde o temprano se vería obligado a salir del  Macizo de los Elfos y lo encontraría sin dificultad. El tatuaje de la frente lo identificaba como de su propiedad y había pocos magos en el continente capaces de eliminar aquella señal.

Se inclinó sobre el mapa y lo estudió con detenimiento, intentando imaginar la ruta que podría seguir. Si eran ciertas sus sospechas de que era un semibárbaro, su destino obvio sería dirigirse al norte,  lo más lógico sería evitar Puerto Chimer y atravesar la Cordillera Pakar para llegar a su país, pero era una ruta arriesgada. Tenía que atravesar la ruta de su caravana vigilada por los batidores y la guarnición del puerto fluvial.

Sin embargo, si se dirigía hacia el sur y subía a la Gran Meseta, podría atravesarla y llegar al río Brock. Desde allí hasta la Ciudad Flotante eran unas pocas jornadas a pie o en balsa hasta la Ciudad Flotante donde no le costaría entrar a formar parte de la tripulación de un ballenero de los que se dirigían al norte.

Con una sonrisa presionó con su dedo un punto en el mapa. La Gran Meseta era un lugar  inhóspito, plagado de bandidos y tribus primitivas que se dedicaban al pastoreo, ya que lo único que crecía en abundancia allí arriba era la hierba, pero en el centro, guarneciendo el camino del Río Brock estaba la ciudad de Sendar. Apenas un villorrio cuyo único atractivo era el mercado de marfil de elefantes del frío y pieles de bueyes del hielo y gatos ónyx.

Allí iría en persona y esperaría a aquel esclavo, el resto de su vida si era necesario. Nunca se le había escapado ningún prisionero y haría de él un ejemplo que les quitaría las ganas de escapar al resto de sus esclavos durante años.

Dairiné

El tiempo había mejorado a pesar de que cada tarde una serie de violentos pero fugaces chubascos los empapaba de arriba abajo. A pesar de todo ahora podían ver su objetivo claramente, tan cerca que ya ocupaba la mayor parte del horizonte.

Dairiné no podía contener su excitación. ¡Era libre y volvía a casa!  Pasearía bajo los gigantescos robles y heveras milenarios. Subiría a sus ramas, perseguiría  aves y ardillas  entre la espesura  y dormiría en lechos de plumas y en  cabañas aéreas.

En menos de día y medio llegarían al macizo. Nadie podía evitarlo ya. Sentiría de nuevo los cálidos abrazos de su familia, disfrutando de su sorpresa y alegría al recuperar a una hija que hacía tiempo habían dado por perdida. Pero toda esa felicidad tenía una pequeña mancha que inevitablemente la entristecía. Tarde o temprano sus pensamientos se volvían inevitablemente hacia Albert. Sabía perfectamente que el bosque no era lugar para un humano. Ni siquiera para uno tan fuerte y decidido como Albert. Además, sus congéneres no lo entenderían. Hacía decenios que no se veían una unión entre un elfo y un humano y tenía su razón de ser.

Los elfos eran mucho más longevos y para ellos el amor era tan eterno como ellos, una vez que entregaban su corazón a otra persona en la ceremonia del Edda´rt no había vuelta atrás. Sin embargo, para los humanos, el amor era distinto. Rompían sus promesas o morían dejando a los elfos envueltos en una niebla de dolor y desesperación por el resto de su vida.

Sabía que no le podía pedir fidelidad eterna a Albert y sabía que era mejor que sus caminos se separasen antes de que fuera demasiado tarde. Tendría solo una noche más y luego...

Aquellos pensamientos la habían distraído así que cuando el dulga se abalanzó hacia ellos, emergiendo  desde una pequeña charca a la derecha del camino, Dairiné no lo vio.

Totalmente perdida en sus pensamientos, apenas se dio cuenta hasta que tuvo al enorme lagarto prácticamente encima. Afortunadamente saltó en la dirección correcta evitando la cola del animal por escasos centímetros.

El dulga aterrizó en medio del camino. Magnifico y terrible a la vez. Recordándole las emocionantes historias sobre dragones que le relataba su abuela durante las noches de tormenta. El animal se colocó  justo  entre Dairiné y Albert, que haciendo gala de unos reflejos y una sangre fría increíble, estaba parado frente a él con la daga de Fech desenfundada. Skull que como siempre venía un poco retrasado se paró jadeando, a unos treinta metros, dispuesto a huir si las cosas se ponían feas.

La enorme bestia miró a ambos lados y finalmente decidió que el soldado tenía más carne, así que se encaró a él con las enormes mandíbulas abiertas.

Albert

Había oído hablar de los dulgas pero nunca había visto uno. Los esclavos contaban todo tipo de historias sobre aquellos monstruos, capaces de comerse un hombre de un solo bocado. Cuando vio aquella bestia abrir la boca y soltar un bronco rugido se las creyó todas.

Albert se preparó y observó al animal mientras retrocedía lentamente con todos los músculos en tensión y la daga preparada. Echo un rápido vistazo a su arma y le pareció angustiosamente pequeña. Haciendo de tripas corazón se fijó de nuevo en el animal buscando un punto débil. Era cierto que parecía un enorme lagarto, pero salvo la cola, larga y guarnecida por agudas espinas, el resto de su cuerpo estaba cubierto de una piel lisa y húmeda, más parecida a la de una salamDairiné.

Debía medir casi seis metros de longitud de los cuales dos pertenecían a la cabeza. Sus colores eran los del pantano, una confusa mezcla de marrón lodoso, gris suciedad y verde pútrido. El dulga dio otro paso hacia él y dio un latigazo con su cola que arrancó varias pellas de tierra lodosa.

Albert lo estudió no muy seguro de que hacer hasta que el animal volvió a abrir la boca. Aquella cavidad era enorme. Estaba seguro que en ella podía caber uno de aquellos peces de lodo enteros y seguramente era lo que hacía. Golpeaba a los peces con la cola y luego, una vez aturdidos o heridos se los tragaba enteros ya que no tenía dientes para sujetarlos. Eso le dio una idea.

Antes de que pudiese arrepentirse de la locura que iba a cometer, dio un paso adelante y con un grito de desafío se lanzó hacia adelante, directo hacia aquellas fauces que lo esperaban abiertas de par en par.

Capítulo 12. La felicidad nunca es completa

Dairiné

No podía creer que todo se fuese al traste cuando ya estaban tan cerca... y todo por su culpa. Por no estar atenta. Sintió una rabia tan profunda que le entraban ganas de llorar. De haber estado concentrada podría haber advertido la presencia del animal y evitarlo dando un rodeo. Hubiese sido sencillo. Ahora todo estaba perdido. Aunque a ella no la alcanzase, los humanos serían una fácil presa. Con desesperación no pudo hacer otra cosa que ver como Albert retrocedía lentamente con la daga preparada.

Todo ocurrió en un instante. Parecía que Albert estaba sopesando sus opciones. Supuso que iba a darse la vuelta en cualquier momento e iniciar un vano intento de huida en un terreno donde aquel monstruo se movía como pez en el agua, cuando en un movimiento sorpresivo se lanzó hacia el lagarto.

La bestia actuó por reflejo y abrió sus fauces. Dairiné se estremeció de terror al ver como el ser que más amaba en el mundo desaparecía en las fauces del dulga. Esperó que el animal  levantase la cabeza para terminar de tragar a su amante, pero no pudo evitar soltar un grito de sorpresa cuando la punta de la daga que Albert empuñaba en el momento de saltar a la boca del reptil asomó justo entre los ojos de la bestia.

El lagarto soltó un rugido de agonía y se estremeció agitando todos sus miembros con violencia. Durante casi un minuto se revolvió por el suelo pantanoso, en medio de rugidos y escalofriantes gorgoteos, mientras la daga se retorcía y giraba agrandando aun más la herida, hasta que finalmente, con un agónico estertor, se quedó quieto.

Tras unos segundos logró recuperarse de la impresión y se acercó a la bestia con precaución. El dulga yacía boca arriba y parecía muerto. Solo algo parecía temblar en su garganta. Skull se reunió con la elfa y ambos se quedaron boquiabiertos al ver la daga de Fech asomar de nuevo, esta vez de la garganta, cortando laboriosamente el duro cuero del cadáver, hasta abrir un tajo lo suficientemente  grande como  para que el soldado pudiese emerger de las entrañas del animal, magullado, atontado y cubierto con la pegajosa saliva del animal, pero ileso.

—¡Joder tío! —exclamó Skull— no sé qué contar la próxima vez que este borracho en una taberna, si la impresionante muestra de estupidez y heroísmo que nos has proporcionado o la forma en la que te las vas a arreglar para quitarte ese pestazo de encima. Huele peor que la sentina de un barco. ¿Qué diablos comen esos bichos para tener esa halitosis?

Albert

Albert no hizo caso, se metió de cabeza en la laguna de donde había emergido el dulga y quitándose la ropa empezó a eliminar la apestosa saliva que cubría su cuerpo. El agua estaba  helada y tardó una eternidad en quitar aquella mierda pegajosa e irritante de su ropa y su cuerpo, así que cuando salió estaba temblando de frío.

Afortunadamente, ya estaban lejos de las garras de los hombres de Antaris con lo que Dairiné había conseguido recoger leña y turba suficientes para conseguir que un alegre fuego ardiese en una pequeña loma al lado del camino.

Conteniendo los escalofríos cogió de nuevo la daga y extrajo dos grandes tajadas de la cola del monstruo con las que preparó un espetón y lo puso sobre el fuego. El calor del fuego y el chisporroteo y el delicioso aroma que estaba desprendiendo la carne le devolvieron a la vida.

Skull y él observaron la carne con ojos avariciosos mientras la elfa se sentaba un poco alejada, evitando la humareda que desprendía el asado y comía un par de galletas y unos bulbos parecidos a los rábanos que había encontrado en la orilla de la laguna.

Sin poder resistir más el delicioso aroma, cortó dos lonchas de carne y le lanzó una Skull que la cogió al vuelo y le hincó el diente con evidentes muestras de placer.

—¡Por fin! ¡Carne! ¡Sabrosa y jugosa carne! —exclamó el hombre con la sangre corriéndole por la barbilla— Gracias a los dioses. Creí que iban a salirme escamas de tanto aceite de pescado.

Tras un instante de éxtasis, el pescador se dio cuenta de la mirada que le estaba echando Dairiné y trató de comer con un poco más de educación aunque sin poder evitar los ruidos de placer cada vez que un bocado de monstruo entraba en su boca.

La verdad es que aquel dulga estaba bastante sabroso. Su gusto era parecido al de las aves aunque con un ligero toque picante. Dairiné les miraba tratando inútilmente de disimular su repugnancia así que Albert  procuró comer lo más rápido posible y cuando terminó, se lavó concienzudamente de nuevo en la charca antes de acercarse a ella.

Con el estómago lleno y el cuerpo y la ropa secos abrazó a la elfa y  juntos observaron como el sol se ocultaba tras el macizo tiñendo de sangre el horizonte. Albert la abrazó más estrechamente, consciente de que aquella relación no duraría mucho más. Por la forma en la que la curandera lo miraba, con los ojos húmedos y muy abiertos, estaba seguro de que ella también pensaba lo mismo. La besó suavemente ignorando los ruidos de masticación de Skull y ella se abandonó devolviéndole el beso con desesperación.

En cuanto terminó de comer, Skull se dio cuenta de que sobraba. A pesar de que había comido más de la mitad de una de las enormes tajadas que había asado Albert, cogió otro buen pedazo y se alejó unas decenas de metros para permitir intimidad a la pareja.

Aquella noche fue una velada de sexo desesperado. Conscientes los dos amantes de que probablemente aquellas eran sus últimas horas juntos. Follaron con abandono, palpando y explorando, intentando fijar en su mente para siempre cada recoveco y cada sensación de placer.

Al fin tuvieron que darse un descanso. Dairiné estaba magnífica desnuda, con las costillas marcándose en su torso con cada respiración, su cuerpo cubierto de sudor y su melena y el pelo que cubría su pubis refulgiendo a la luz de la luna.

Acarició su vientre con una sensación amarga. Era especialista en relaciones imposibles. Primero se había enamorado de la princesa a la que debía proteger y en vez de llevársela lejos, su estúpido sentido del honor le había obligado a devolverla a un matrimonio concertado. Luego Baracca. Aquella mujer le volvía loco, pero su forma de vida chocaba con todo lo que le habían enseñado y sabía que aunque no hubiese muerto con su adorado barco tarde o temprano ni siquiera el juramento que le ataba a ella hubiese sido suficiente para retenerle.

Y ahora Dairiné, la elfa, la curandera. La había seducido con la intención de utilizarla para escapar y al final había terminado por enamorase de ella. Tierna y vulnerable y a la vez mágica y ardiente. Era todo lo que deseaba en una mujer, pero una relación entre un humano y una elfa en otros tiempos difícil ahora era imposible. Un abismo separaba a las dos especies. Dairiné no pasaría de ser una esclava en el mundo de los humanos y él nunca podría adaptarse a la aérea vida que llevaban los elfos en las copas de los árboles.

Quizás era cierto que como soldado estaba condenado a vagar por el mundo mendigando amor. Disfrutando de un sexo tan salvaje como fugaz. Cuando entró en la Guardia Alpina con apenas doce años, evidentemente no se le había pasado por la imaginación que jamás tendría una familia, una casa a la que volver para lamerse las heridas, unos hijos que perpetuasen su linaje. Solo ahora se daba cuenta a todo lo que había renunciado. Sabía que todo eso no era imposible, pero de lo que estaba convencido era de que no era justo. Él podía morir en cualquier momento dejando a su familia desprotegida.

Quizás era el momento de abandonar aquella vida violenta y vagabunda. Sentar la cabeza. Conocer una buena mujer a la que amar y con la que compartir el resto de su vida. ¿Pero sabría vivir así? ¿Sería capaz de dedicarse a otra cosa que no fuese la violencia? ¿Sabría? ¿O sería ya demasiado tarde para aprender una nueva profesión?

Todos aquellos pensamientos se arremolinaban en su mente confundiéndole y haciéndole dudar sobre el camino que tenía por delante, aunque solo por unos instantes, antes de recordar el juramento que le ligaba a la Guardia Alpina y del que solo el rey Deor en persona podía liberarle. Era un soldado y al final como todos en situaciones de incertidumbre recurría a sus rutinas y deberes y su deber, ahora que su juramento se había roto con la muerte de Baracca, era volver a Juntz a ponerse a las ordenes de su rey.

Unos dedos largos y finos recorriendo sus muslos y sus vientre le devolvieron a la realidad. La realidad era un cuerpo cálido y refulgente pegado a él.

—¿En qué pensabas? —le preguntó la elfa.

—Supongo que en lo mismo que tú. —respondió acariciando su delicado rostro y besando sus labios con suavidad.

—No puedes quedarte y yo no puedo acompañarte... —dijo ella sin intentar disimular la congoja de su voz.

—En efecto. Tu hogar está ahí. A menos de una  jornada de distancia. Ojalá estuviese en la otra cara de la luna.

Dairiné suspiró y sonrío mirándole con aquellos ojos, que en la oscuridad parecían dos profundos pozos.

—¿Y tú que harás? —preguntó ella tumbándose  boca arriba e invitando al soldado a colocarse sobre ella.

—Supongo que yo también intentaré volver a mi hogar.

—¿Tienes una esposa esperando allí? —pregunto la elfa abriendo las piernas para permitir que el cuerpo enorme y musculoso entrase en contacto con el suyo.— Es curioso, nunca me ha importado de dónde eras y a que te dedicabas.

—Quizás porque en un esclavo esa pregunta no importa.

—Ahora no lo eres. —insistió ella entre suspiros al sentir la polla de su amante crecer poco a poco contra su vientre— Cuéntame algo. No sé nada de ti. Me gustaría saber algo más de ti para que las brumas del olvido tarden más tiempo en hacerte desparecer de mi mente.

—Quizás sea mejor así. En realidad soy tu antítesis. Tú te dedicas a curar y a ayudar a la gente yo solo sé hacer... esto. —respondió Albert señalando al enorme dulga que yacía inerte a unas decenas de metros.

Dairiné abrió la boca para hacerle otra pregunta, pero él se la tapó con un beso largo y excitante.

Dairiné

Quería saber más, Quería conocer toda su historia, pero la lengua suave de Albert y el peso de su cuerpo, hundiéndola deliciosamente en aquella tierra musgosa,  hicieron que la curiosidad se transformase en deseo y el deseo en ansia.

Dominada por la lujuria y la desesperación recorrió la espalda del hombre con sus dedos. intentando inútilmente penetrar en aquellos músculos duros como la piedra. Gimió y agarrándose a su culo frotó el pubis contra su cuerpo, asaltada por una apremiante necesidad de tenerlo dentro de ella. Albert no se hizo esperar y con un movimiento hábil dirigió su miembro a su hambrienta vagina.

¿Alguna vez un macho de su especie dilataría su coño de aquella manera, electrizando todo su cuerpo con aquel intenso placer? Mientras arañaba la espalda del soldado y le mordía el hombro con fuerza no dejaba de hacerse aquella pregunta intentando engañarse a sí misma con la respuesta. Quizás. Quizás en un futuro, cuando aquellas noches solo fuesen un lejano recuerdo, pudiese volver a sentir un placer semejante.

Un nuevo y profundo empujón la sacó de su ensoñación. A pesar de haber llegado al tope, Albert siguió empujando, desplazando su cuerpo unos centímetros con su embestida por la resbaladizo suelo, y con su polla vibrando ansiosa en su interior. Dairiné se abandonó y disfrutó de la potencia de el cuerpo que la estaba poseyendo. Gritó y contrajo su vagina furiosamente arrancando a aquel hombre silencioso un ronco gemido.

Cerró los ojos un instante y en ese momento se vio alzada en el aire. Como si se tratase de una pluma Albert la levantó en el aire hasta que su polla salió totalmente de su coño. Dairiné abrió los ojos y se sumergió en los ojos grises de su amante, aquel hombre que tan poco le había costado aprender a amar.

Dairiné notó como la humedad producto de su hambre resbala de su sexo y caía sobre el pene de su amante. Con un movimiento rápido Albert  colocó sus brazos bajo las rodillas y con sus manos le separó los muslos abriendo aun más su sexo ardiente. Desesperada notó el calor del miembro de Albert casi rozando su vulva. Deseaba tenerlo dentro, deseaba que la arrasase con su calor, pero él no hizo ningún movimiento y esperó sintiendo como su deseo crecía más y más.

Finalmente Albert dejó caer su cuerpo y la ensartó. Dairiné se agarró a su nuca, gritó y miró a los ojos de su amante, desafiándole a que lo hiciese  de nuevo. Albert sonrió travieso y de nuevo la alzó y esperó. De nuevo el tiempo se dilató, haciendo que unos instantes pareciesen una eternidad. De nuevo la dejó caer. Su sexo se expandió para acoger aquel miembro grande y caliente y el placer hizo que todo su cuerpo se contrajese estremecido.

Sin darle tregua la volvió a levantar y esta vez no esperó tanto antes de volver a dejarla caer. El ritmo se aceleró y sus gritos se convierten en jadeos. El sudor corrió por el torso de ambos fusionándose en sus pubis y produciendo un ruido húmedo cada vez que sus cuerpos chocaban.

Agotada, sus manos resbalaron y  se dejó caer hacia atrás. Albert puso una mano bajo su espalda y siguió penetrándola con fuerza a  la vez que con la otra mano le acariciaba el vientre y jugaba con el pelo plateado que cubría su pubis.

Se dejó hacer, separando las piernas solo sujeta por los brazos y la polla de su amante, concentrada en el intenso placer que irradia del interior de sus piernas y recorría su columna en prolongados relámpagos, antes de extenderse por todo el cuerpo como la onda expansiva de una explosión.

Ni siquiera se dio cuenta cuando el soldado se sentó sobre una roca, con ella aun en su regazo, dejando que ella marcase el ritmo. Solo había necesidad. Abrazando el cuello de Albert comenzó a saltar con todo el cuerpo, clavándose su miembro con fuerza, haciendo flotar y refulgir su melena plateada a la luz de una luna declinante y sintiendo como las manos y los labios del soldado recorrían ansiosos su cuerpo.

Las caricias se hicieron más violentas y apresuradas. El clímax se acercaba como un huracán que amenazaba con arrasarlo todo. Con un movimiento violento, él la tumbó de nuevo y la poseyó con desesperada violencia. Dairiné creía que iba a explotar de placer. El semen de Albert, inundando su coño, desató un monumental orgasmo. Gimió, se retorció, mordió el brazo de Albert hasta sentir el sabor metálico de la sangre en su boca.

Finalmente aquel torrente cálido y electrizante dejó de fluir y el placer se fue aplacando hasta convertirse en una indescriptible sensación de plenitud.

Se quedaron unidos por su sexos y abrazados, deseando que el mundo se quedase congelado para siempre. Dairiné besó la frente de su amante y cerró los ojos antes de quedarse dormida con la placentera sensación que le producía la  polla de Albert descansando alojada dentro de su vientre.

Ray terminó el capítulo y dejó el libro al lado, sobre el baúl que hacía de mesilla de noche. Había sido un día largo y se disponía a apagar la lámpara que había estado iluminándole cuando Oliva se acercó únicamente ataviada con unas braguitas y una camiseta del Hard Rock Café.

—Uf, Está escena me ha puesto realmente caliente. —dijo sentándose a los pies del catre de Ray.

Él se limitó a observarla, pero no dijo nada. Aun se sentía herido por la forma en que su compañera le había tratado. No sabía de qué iba aquella mujer, pero prefería no averiguarlo. Oliva se dio cuenta inmediatamente.

—Vamos, Kramer. No seas infantil. Esto solo es sexo. ¿De veras vas a desaprovechar la ocasión? —preguntó ella levantándose e inclinándose de espaldas a él.

Aquella mujer sabía perfectamente como manipular a un hombre. Ray  percibió como toda su fuerza de voluntad se esfumaba cuando Oliva separó un poco más las piernas luciendo la mancha de humedad que cubría su braguita allí donde habían escurrido los jugos producto de su excitación.

El deseo y el enfado se juntaron. Cabreado y a la vez excitado se acercó a ella y cogiéndola con una mano por la cintura  le arrancó las bragas de un tirón. La joven suspiró, tensó sus muslos y sus glúteos y agarrándose a uno de los postes que sujetaba la tienda se preparó para recibir a Ray.

Él no se hizo esperar y sin quitarse siquiera los calzoncillos le metió la polla de un solo golpe, con un empujón tan violento que la levantó del suelo.

Oliva se agarró al poste con más fuerza y gimió mientras recibía sus potentes pollazos. la mujer estaba tan caliente que ni siquiera protestó cuando Ray desplazó las manos por su vientre hacia los pechos y le pellizcó con saña los pezones.  Durante los siguientes minutos siguió empujando sin tomarse descanso hasta que se corrió con dos nuevos y brutales empujones.

Estaba dispuesto a apartarse y echarse a dormir, dejándola a medias, pero con un rápido movimiento Oliva le empujó al catre y le obligó a tumbarse antes de sentarse a horcajadas sobre él y meterse la polla de nuevo en su coño.

En cuestión de menos de un minuto, los rápidos movimientos de cadera hicieron que su polla estuviese de nuevo dura como una roca y volviese a desearla con fuerza. Oliva lo notó y apartándose se tumbó boca abajo en el catre. Con una sonrisa provocativa, colocó la almohada bajo su pelvis, separó los cachetes y se metió el dedo índice en el ano en una invitación inequívoca.

Ray no se hizo esperar y se tumbó sobre ella. Apartándole el dedo escupió sobre el delicado esfínter y sin más ceremonias presionó con su glande contra él, disfrutando de las involuntarias contracciones del esfínter intentando expulsarle.

Ahogando un grito de dolor la joven mordió la sábana y le dejó hacer hasta que tuvo toda la polla enterrada en su ano. Ray empezó a empujar cada vez con más fuerza a medida que los gritos de Oliva se iban transformando en suaves gemidos.

Agarrándola por la cintura se giró. El catre no era lo suficientemente ancho y ambos cayeron al suelo con Oliva encima y de espaldas a él, aun ensartada por el culo. Ray soltó un gruñido y la agarró por los muslos sin dejar de sodomizarla, cada vez con más fuerza. Oliva sin un punto de apoyo se dejó hacer, sumisa, mientras se acariciaba el coño.

Cansado, Ray dejó que su compañera apoyase los pies en el suelo de tierra. Oliva se irguió y comenzó a saltar sobre su pubis gimiendo cada vez con más fuerza y metiéndose los dedos en el coño hasta que un monumental orgasmo la paralizó.

Ray apartó el cuerpo de la joven aun estremecido y girando su cuerpo se masturbó hasta correrse sobre sus pechos y su vientre antes de dirigirse a su catre y acostarse dejando que Oliva hiciese la primera guardia frente a los monitores.

Esta nueva serie consta de 41 capítulos. Publicaré uno más o menos cada 5 días. Si no queréis esperar o deseáis tenerla en un formato más cómodo, podéis obtenerla en el siguiente enlace de Amazón:

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Un saludo y espero que disfrutéis de ella.

Guía de personajes principales

AFGANISTÁN

Cabo Ray Kramer. Soldado de los NAVY SEAL

Oliva. NAVY SEAL compañera de Ray.

Sargento Hawkins. Superior directo de Ray.

Monique Tenard. Directora del campamento de MSF en Qala.

COSTA OESTE DEL MAR DEL CETRO

Albert. Soldado de Juntz y pirata a las órdenes de Baracca.

Baracca. Una de las piratas más temidas del Mar del Cetro.

Antaris. Comerciante y tratante de esclavos del puerto de Kalash

Dairiné. Elfa esclava de Antaris y curandera del campamento de esclavos.

Fech. guardia de Antaris que se ocupa de la vigilancia de los esclavos.

Skull. Esclavo de Antaris, antes de serlo era pescador.

Sermatar de Amul. Anciano propietario de una de las mejores haciendas de Komor.

Neelam. Su joven esposa.

Bulmak y Nerva. Criados de la hacienda de Amul.

Orkast. Comerciante más rico e influyente de Komor.

Gazsi. Hijo de Orkast.

Barón Heraat. La máxima autoridad de Komor.

Argios. Único hijo del barón.

Aselas. Anciano herrero y algo más que tiene su forja a las afueras de Komor

General Aloouf. El jefe de los ejércitos de Komor.

Dankar, Samaek, Karím. Miembros del consejo de nobles de Komor.

Nafud. Uno de los capitanes del ejército de Komor.

Dolunay. Madame que regenta la Casa de los Altos Placeres de Komor.

Amara Terak, Sardik, Hlassomvik, Ankurmin. Delincuentes que cumplen sentencia en la prisión de Komor.

Manlock. Barón de Samar.

Enarek. Amante del barón.

Arquimal. Visir de Samar.

General Minalud. Caudillo del ejército de Samar.

Karmesh y Elton. Oficiales del ejército de Samar