Las colinas de Komor XI
ESTE SÍ ES EL CAPÍTULO 11. ... cuando ya podían tocar la áspera corteza de los árboles, unas flechas hundiéndose en la tierra justamente a sus pies les frenó en seco.
XI
Las horas más peligrosas eran las nocturnas. Los atacantes, aprovechando la oscuridad tardarían más tiempo en ser detectados así que se mantuvieron despiertos por turnos toda la noche y en cuanto salió el sol durmieron hasta casi hasta el mediodía.
En parte para despejarse un poco, en parte para alejarse un poco de la asfixiante presencia de Oliva, escondió su Sig Sauer en la cintura del pantalón y bajó hasta el campamento.
El día era radiante y el calor ya era lo suficientemente fuerte como para que las ordenadas colas que había visto el día anterior se hubiesen dispersado. Los pacientes se mantenían a la sombra. Mujeres cubiertas de arriba abajo, niños delgados y con las caras cubiertas de lágrimas y mocos, ancianos arrugados y de barbas largas y grises. No se veía ningún hombre joven en todo el campamento que no fuese un médico o un enfermero.
Ya se había corrido la voz y el efecto de su llegada era curioso. Mientras que algunos de los médicos nos miraban con prevención y disgusto, otros era evidente que se sentían aliviados por su presencia. Uno de estos últimos le saludó y se acercó con una sonrisa preocupada.
—Buenos días, soy el Doctor Gordon.
Ray apretó la mano que aquel hombrecillo bajo y orondo con unas gafas de pasta negra le ofrecía. Su apretón fue entusiasta. Estaba claro que el hombre se alegraba de su presencia.
—Sepa que todos estamos satisfechos con su presencia. —añadió sin soltarle la mano.
—Cabo Kramer. —replicó él— Pero puede llamarme Ray. Cuando dice todos ¿No incluirá a la doctora Tenard?
—Bah, no la haga caso. En realidad seguro que se siente un poco más tranquila. Lo que pasa es que este proyecto es su bebé y ve todo lo nuevo como una posible amenaza. Seguramente, cuando vea que los pacientes siguen llegando o incluso aumentan al verse protegidos se calmará.
—Por cierto. ¿Dónde está? Me gustaría convenir con ella un método de trabajo y unos protocolos para que nuestras tareas no interfieran entre sí.
—Me temo que ahora mismo no está en el campamento. Ha ido a atender un parto a una aldea a unos pocos quilómetros río arriba. —respondió el doctor.
—Mierda, es eso precisamente lo que quiero evitar. Estamos en estado de emergencia. Nadie debería salir del recinto del campamento sin protección.
—No se preocupe. —trató de tranquilizarlo Gordon— Esta zona es bastante segura y la doctora no tardará en llegar.
—Eso espero. Pero si dentro de tres horas no está aquí, iré por ella y la traeré por las orejas si hace falta. —dijo Ray despidiéndose del médico y dirigiéndose de nuevo a su campamento.
Cuando llegó arriba Oliva enseguida detectó su mala cara y le preguntó qué pasaba. Con cuatro frases y abundantes tacos Ray le puso al corriente. No entendía como aquella doctora podía ser tan inconsciente del peligro. Creía que le había dejado las cosas claras, pero estaba visto que tendría que darle otra charla y esta vez no sería tan diplomático.
—Quizás deberíamos acercarnos silenciosamente hasta esa aldeucha y montar unos buenos fuegos de artificio. Ya sabes unas cuantas salvas de balas trazadoras y unas pocas granadas de fósforo blanco... —sugirió Oliva con una sonrisa maligna— Quizás si conseguimos que se cague en esos apretados vaqueros nos haga un poco más de paso.
—Tú siempre tan delicada. —replicó él— Esa mujer es tan terca que igual conseguimos el efecto contrario. Quizás otro tipo de amenazas sea más útil. De momento voy a esperar a que vuelva y luego tendré una charla con ella.
—Más te vale ponerle bien las pilas a esa puta si no quieres que este lugar se convierta en un manicomio. —le recomendó ella— Mientras tanto ¿Por qué no lees un rato?
Ray tenía un cabreo de campeonato y quizás no fuese mala idea relajarse un rato leyendo. Se acercó a su catre y comenzó a leer mientras Oliva buscaba a la doctora en los monitores.
Capítulo 13. Amargos Recuerdos
Albert
El ruido de los peces de cieno dándose un festín con los restos del dulga les despertó. Aun permanecieron un buen rato, juntos, abrazados estrechamente, combatiendo el frío y la humedad de la bruma que se levantaba del pantano.
Medio dormidos se acariciaron y se besaron, sin prisas, esperando a que el sol diluyese la niebla, conscientes de que la meta ya no estaba lejos. Poco a poco el astro rey fue imponiéndose y antes del mediodía la niebla había ido dejando paso a un cielo azul con un sol resplandeciente que hacía humear el suelo encharcado con su calor.
Con un suspiro, Albert se levantó y estiró sus músculos anquilosados tras haber pasado varias horas en la misma postura. Bizqueando por la intensa luminosidad del día tras semanas de no ver el sol más que a cortos ratos entre las nubes, rodeó el pequeño altozano hasta que encontró a Skull cómodamente tumbado en un lecho de cañas, roncando e ignorando la luz del sol y los ruidos de los peces de lodo disputándose bocados del cadáver del dulga.
—Mmm, ¿Qué demonios? ¡Oh Dios! ¡Cuánta luz! —dijo interponiendo las manos entre sus ojos y el sol cuando Albert los despertó de una suave patada en el costado.
—¿Se puede saber cómo puedes dormir con todo el escándalo que están montando esos bichos? —le preguntó Albert señalando los peces que sacaban medio cuerpo de la laguna para arrancar grandes pedazos del cadáver de la bestia.
—Bueno, el no haber podido pegar ojo en toda la noche con los entusiastas ejercicios horizontales de tus compañeros, puede que sea una buena razón. Parece que os divertís bastante. Es una lástima que este viaje acabe.
Albert no respondió, pero no hizo falta que lo hiciese. No era un gran actor y era evidente que su cara reflejaba una profunda tristeza.
—Vamos, levántate. Quiero llegar antes de que se haga de noche.
En pocos minutos desayunaron un par de pedazos de carne de lagarto y se pusieron en marcha. Caminaron durante el resto de la mañana con el agua en los tobillos, pero paulatinamente el terreno empezó a subir y los afloramientos de roca se hicieron cada vez más frecuentes.
Dairiné
El macizo ahora casi se podía tocar y las aguas cenagosas dieron paso a una estepa pedregosa entre la que crecían matas de hierbas aromáticas. Se acercó a un pequeño matojo que crecía entre dos grandes rocas. Arrancó un par de hojas y las olfateó. El olor de la yencla invadió sus fosas nasales con su aroma levemente narcotizante. Sin poder evitarlo su mente volvió al día que la capturaron y de cómo las raíces de aquella planta le ayudaron a aislarse, evitando buena parte del dolor que le provocaban aquellos hombres con sus continuas palizas y violaciones.
Pasaba los días en una consciencia brumosa, deseando morir con tal de que acabasen aquellos salvajes maltratos. Pero finalmente el buen ojo de Antaris con los esclavos le salvó de una muerte cierta. Se la arrebató a los batidores en cuanto descubrió las raíces de yencla y las demás hierbas que había recogido y supo a que se dedicaba y con una sonrisa de triunfo la puso a su servicio como curandera y poco más tarde como amante.
Su suerte cambio un tanto, las palizas se terminaron y ahora en vez de ser violada por varios hombres paso a ser de uso exclusivo de Antaris y algún que otro invitado de honor. A partir de aquel momento se juró que un día se escaparía de las garras de ese mercachifle y volvería a su hogar para no volver a ser una esclava nunca más.
Había tenido que esperar, pero para los elfos el tiempo no significa lo mismo. Y aquellos años habían pasado en un suspiro. Ahora que era libre tenía sentimientos encontrados. Deseaba haberse quedado un tiempo más en Kalash, prisionera de Antaris, pero cerca de Albert. Los pocos meses que habían pasado juntos pronto los olvidaría convirtiéndose en apenas un instante en la prolongada vida que le esperaba a la elfa.
El camino comenzó a hacerse más nítido a medida que se iba empinando y caracoleaba entre los afloramientos de grandes rocas que se hacían cada vez más frecuentes. Los primeros árboles ahora ya eran visibles, haciendo relieve en las aristas de las colinas con sus copas redondeadas anunciando la presencia de la selva de los elfos. Tras unas horas de sol, el calor, unido a la humedad que traía el aire procedente del pantano y el esfuerzo de subir por aquella ladera, pronto cubrió a los dos hombres de un fina película de sudor.
Dairiné deseó parar a Albert allí mismo, degustar aquel sudor y hacer de nuevo el amor con él, pero se contuvo y para distraer aquel deseo que se hacía cada vez más acuciante le preguntó de nuevo:
—Ya estamos cerca. Pronto nos separaremos y no volveremos a vernos. —dijo ella melancólica.
—Así es. —respondió el lacónico.
—Sé que es inevitable, pero me gustaría saber algo más de ti. Cuéntame tu historia, por favor. Necesito saber cómo es el hombre del que una vez me enamoré. —suplicó ella.
—No te gustará lo que voy a contarte.
—Me da igual. Yo también he hecho cosas en mi vida de las que no estoy orgullosa. Y lo que sé de ti es que eres un buen hombre. Pudiste matar a Skull y evitar que te retrasase. Pero sin saber si podías confiar en él te lo llevaste contigo.
—La elfa tiene razón. —intervino el pescador— Además yo también tendré que contar a mis compadres la historia del hombre que me salvó el pellejo cuando ni siquiera yo daba una pieza de cobre por él.
Albert sacudió la cabeza como queriendo negarse, pero las suplicas de sus dos compañeros y el tedio del camino hicieron que al fin terminase rindiendo y comenzó su historia.
—Nací como el hijo de un granjero, en el lejano reino de Juntz, al otro lado del mar, pero la suerte decidió que fuese elegido para servir en la Guardia Alpina, la guardia personal del rey. Así olvidé casi totalmente lo que significa cuidar y hacer crecer la vida ante mis ojos y dediqué todos mis esfuerzos a segarla.
—Y resulta que se me daba bien. Pronto fui ascendido a guardia personal de la princesa Nissa, la hija del rey. Al principio fue un trabajo sencillo, pero cuando creció y alcanzó la edad de casarse, una conspiración hábilmente urdida por el rey de Irlam, ayudándose de un traidor, acabó con la muerte del príncipe heredero y el rapto de Nissa...
Con voz atona, como intentando desligarse de todos aquellos horrores, les contó con todo lujo de detalles como logró salvar a la princesa haciendo un pacto con el diablo y como tras la liberación de Nissa se vio obligado a ejercer la piratería.
—Así que pasé de matar por un "bien mayor" a matar por el capricho de una mujer. Algunos dirán que hay una diferencia, aunque yo no la veo. Matar es matar. Le quitas la vida a un ser humano, en muchas ocasiones para no ser tú el que muera. Los bardos hablan de héroes y hasta alguien escribirá probablemente una canción con alguna de mis aventuras, pero a aquellos que las escuchan, con una sonrisa de admiración, al calor de un fuego, nunca se les aparecerán en sus sueños los rostros de los hombres que he matado...
Albert acabó su narración y un silencio sepulcral se impuso. Dairiné quería decirle que no era culpa suya, que eran los dioses los que forjaban el destino de un hombre, pero aquellas palabras le parecían fútiles.
Siguieron caminando en un silencio solo interrumpido por el zumbido de los insectos y el chillido de un águila que planeaba muy arriba, ajena a aquellas tres figuras que se afanaban por trepar por aquella estrecha vereda.
—Pues tío. No es por nada, pero yo estoy encantado de que seas un soldado tan hábil. —intervino Skull rompiendo aquella incómoda situación— Desde mi humilde punto de vista, deberías pensar un poco menos en las personas que matas y un poco más en las que salvas, como el caso de este humilde servidor, por no hablar de las muchas noches de alegres borracheras que tus aventuras propiciarán.
A pesar de que Albert levantó la cabeza y correspondió a las palabras del pescador con poco más que una sonrisa torcida, el ambiente se relajó un tanto. El sol estaba cayendo y el calor se hacía más soportable, así que forzaron un poco más la marcha y tras dos horas más de caminata, cuando ya podían tocar la áspera corteza de los árboles, unas flechas hundiéndose en la tierra justamente a sus pies les frenó en seco.
Ray hizo un amago de interrumpir la narración. Iba a dejar el libro encima de su baúl, pero Oliva se levantó y puso una mano sobre su muñeca:
—No te atreverás a dejarlo ahora, ¿Verdad? —le preguntó ella.
—Ya hemos acabado el capítulo y tengo la boca un poco seca. Además debería bajar al campamento para ver si ha llegado la doctora. Quizás debería salir a buscarla.
—Tonterías. No la he visto acercarse y he estado vigilando constantemente el camino de la aldea a la que ha ido. Además, si le ha pasado algo, a estas alturas lo único que podrías hacer es cavarle una tumba decente. Anda, coge el libro y continua, yo preparo un café. A ti te suavizara la garganta y a mí me mantendrá alerta.
Ray estaba preocupado por la doctora, pero Oliva tenía razón. No podía hacer nada. Podría intentar descansar un poco anticipándose a una nueva jornada de vigilancia nocturna, pero sabía que, pendiente de la doctora, no podría pegar ojo, así que se resignó y volvió a abrir el libro.
Capítulo 14. El Bosque de los Elfos
Albert
Antes de que los fugitivos pudiesen hacer nada, se vieron rodeados por seis figuras con armaduras de bambú que habían surgido rápidas y silenciosas de entre los árboles y las rocas que rodeaban la angosta vereda con los arcos tensos.
Sus figuras esbeltas, de piel oscura, cabellos claros y movimientos leves y elegantes eran inconfundibles, al fin estaban en el País de los Elfos.
Instintivamente se movió para cubrir a sus dos compañeros con su cuerpo. Durante unos instantes los desconocidos tensaron aun un poco más las cuerdas de los arcos y les invitaron con gestos a levantar las manos.
Obedecieron levantando los brazos con suavidad dejando claro con sus gestos que no tenían ninguna actitud hostil.
Los elfos, un poco más tranquilos, bajaron un poco los arcos aunque no destensaron las cuerdas.
—Soy Arvasis el capitán de la guardia de la frontera. ¿Quiénes sois y de dónde habéis salido?
—¿Ya no te acuerdas de la amiga que te curó el brazo cuando te caíste recolectando los frutos del yaoné? —preguntó Dairiné saliendo de detrás de Albert y recordando al aquero aquel momento, ya lejano en el que por llegar a un fruto especialmente apetitoso, Arvasis se había desplazado por una rama demasiado fina, incluso para la levedad del paso de un elfo.
El capitán abrió mucho los ojos y dejando caer el arco, se acercó hasta que sus dos cabezas estuvieron a menos de un palmo la una de la otra. Finalmente, tras un instante que pareció eterno, el elfo la abrazó hasta que la curandera no pudo evitar soltar un grito al clavarse la armadura del capitán en el torso.
—¡Oh! Perdona, Dairiné. Es que... nunca había visto volver a nadie del mundo de los muertos. —se disculpó con una sonrisa que no le cabía en la cara— ¿Qué ha pasado y cómo demonios has tardado tanto en volver?
—Hay gente que me ha tenido bastante entretenida estos años.
—¿Y esos humanos? —preguntó el elfo sin poder evitar revelar en el tono de su voz la desconfianza que despertaba en el capitán su presencia.
—Es una larga historia, pero Albert y Skull me han ayudado a escapar y sin ellos no hubiese podido llegar hasta aquí.
—Entonces es un honor saludaros, extranjeros. Sois bienvenidos al País de los Elfos. Tenéis el permiso para entrar en nuestro bosque y la eterna gratitud del pueblo elfo por devolvernos a Dairiné cuando la creíamos perdida para siempre.
Tras aquel corto discurso, el resto de los elfos colgaron los arcos de sus hombros y rodearon a la elfa haciéndole mil preguntas. Mientras tanto el capitán se acercó a Albert y le estrechó la mano, escrutándole con la mirada.
—Habéis sido esclavos. Puedo distinguir los tatuajes en vuestras frentes. Lo sospechábamos cuando Dairiné desapareció. ¿Ha sufrido mucho? —preguntó el elfo temiendo la respuesta.
—Bastante más de lo que merece. —respondió Albert optando por ser sincero— Pero desde vuestro punto de vista estos años solo serán para ella un suspiro. Pronto se recuperará.
—No sé si será tan fácil. Nuestros chamanes no podrán eliminar esos tatuajes. Estará marcada el resto de su vida.
—Esa elfa ha superado obstáculos y sufrimientos increíbles para llegar hasta aquí. No te equivoques, es mucho más fuerte de lo que era cuando fue capturada. Estoy convencido de que para ella este estigma es un recordatorio del valor y la astucia con la que se ha enfrentado a todos esos sufrimientos. —la defendió Albert.
—Quizás tengas razón. Es probable que ya no sea la joven delicada que era cuando desapareció.
Tras darles de nuevo las gracias y estrechar la mano de Skull, la atención del capitán se dirigió de nuevo a Dairiné que le estaba acosando a preguntas sobre sus amigos y conocidos. Arvasis comenzó a guiarlos al interior de aquella espesa jungla montañosa a la vez que respondía lo mejor que podía a las preguntas de la elfa.
El capitán envío a uno de sus arqueros por delante para anunciar la espléndida noticia mientras que el resto, en atención a los humanos, se internaron por un estrecho sendero creado por las manadas de cerdos barbudos intentando no mostrar su disgusto por no volver a sus hogares flotando entre las copas de los árboles.
Albert se internó en la amenazadora penumbra, sin poder evitar echar la mano a su daga. Era un hombre acostumbrado a los espacios abiertos y detestaba aquel ambiente oscuro y opresivo. La elfa en cambio resplandecía de felicidad. Ni siquiera la circunstancia de verse obligada a dejar para más tarde el largas veces ansiado paseo por las copas de los árboles enturbiaba su ánimo.
Cuando los elfos se hubieron acostumbrado a su presencia y dejó de ser el centro de sus miradas, Dairiné se dejó caer y se puso al lado de él. Sin apartar su mirada le agarró la mano y se la estrechó con fuerza.
Dairiné
Jamás se había sentido a la vez tan alegre y tan triste. Sin saber muy bien por qué, disfrutó de aquella sensación tan contradictoria. Deseosa de su contacto y consciente de que se le acababa el tiempo se retrasó y agarró la mano de Albert, disfrutando de su contacto.
Sin soltar la mano del soldado abrió todos sus sentidos a aquella penumbra tan familiar. La cercanía de aquellos seres vivos milenarios de troncos enormes y copas que se perdían en las alturas hizo que entrase en una especie de estado de hipnosis. Un montón de imágenes fugaces en las que se mezclaban sus recuerdos de juventud en aquella espesura y las noches de pasión desesperada con Albert se pasaron por su mente haciendo que el tiempo pasase en un suspiro. Solo los ocasionales jadeos y tacos que soltaba Skull cuando tropezaba con una raíz le sacaban de aquel delicioso estado.
A medida que se iban adentrando, el terreno seguía subiendo y se fue haciendo cada vez más abrupto hasta el punto de que se vieron obligados a rodear afloramientos de roca. Podía notar la impaciencia de los arqueros, deseosos de subir a los árboles y superar aquellos obstáculos con ágiles saltos, pero ella apenas notaba aquel retraso.
Al ponerse el sol los elfos se vieron obligados a encender unas antorchas y así poder guiar a los dos humanos que apenas podían ver nada en aquella intensa oscuridad. Dairiné sonrió ante la torpeza con la que Albert avanzaba y le agarró con firmeza por la mano guiándole y evitando que tropezara.
Pasaban las horas y empezaba a notar como los dos humanos empezaban a cansarse de caminar a tientas. Dairiné sin embargo podía ver perfectamente y no podía evitar mirar en todas direcciones redescubriendo un paisaje ya casi olvidado. Observó con interés los insectos y los pequeños roedores que se desplazaban por el sotobosque intentando huir de la comitiva, se deleitó en la forma en la que las enredaderas abrazaban los troncos de los gigantescos árboles, aprovechándose de ellos para llegar a la luz, y se maravilló al redescubrir las flores de las lunarias que solo se abrían de noche y brillaban con una luz solo visible para los elfos y algunos insectos que las polinizaban.
Albert
Jamás había visto a Dairiné así, parecía que a la sombra de aquel bosque milenario era otra persona. Toda atisbo de tristeza había desaparecido de su rostro y sus ojos parecían refulgir. Su caminar era tan leve que parecía que no tocaba el suelo y podía sentir su emoción incluso a través de la forma en la que entrelazaba sus dedos con los de él.
Le parecía que habían pasado tanto tiempo en aquella impenetrable oscuridad que cuando vio el lejano resplandor creyó que estaba llegando el alba. Pero pronto lo descartó al ver que aquella selva seguía siendo tan espesa como antes y la luz era más blanca y más intensa que la del sol filtrándose por las copas de los árboles.
Dairiné le miró y sonrió divertida.
—Pocos humanos han visto la joya que esconde el corazón de este bosque.
—Los heveras... —intervino Skull ahora que la luz era lo suficientemente intensa como para que no fuese tropezando de raíz en raíz— Siempre creí que eran cuentos de viejas.
Aquellos árboles que los humanos consideraban míticos eran los más grandes y gruesos del bosque. Su corteza, pálida y lisa como el alabastro, emitía una fosforescencia blancuzca que iluminaba suavemente el suelo del bosque. A medida que se acercaban, la luz se hizo tan intensa que tuvieron que entornar los ojos tras haber pasado varias horas en una oscuridad total.
Cuando sus ojos se adaptaron, Albert no pudo evitar una expresión de admiración. La presencia de aquellos gigantescos heveras, impedía el crecimiento de otros árboles, lo que unido a la luz que generaban, creaban bajo las copas unas praderas amplias con un suelo muy fértil cubierto por la hierba y los cultivos que los elfos trabajaban con esmero.
Alrededor de los troncos más gruesos, los elfos habían construido escaleras que trepaban hasta las copas de los árboles donde habían establecido sus aéreos hogares.
En cuanto puso el pie en aquella inmensa pradera salpicada de flores y plantas cargadas de suculentos y extraños frutos, no pudo evitar aspirar con fuerza aquel aroma dulce y fragante, tan distinto al miasma dulzón y pútrido que se elevaba de las charcas pantanosas.
En ese momento una serie de antorchas se encendieron, adornando cada peldaño que ascendía por aquellos gruesos troncos. Era la recepción que el pueblo elfo había improvisado para dar la bienvenida a la hija que creían perdida para siempre.
Ya un poco más cerca de las luces pudo distinguir a elfos y elfas de todas las edades, cada uno con una antorcha en la mano y vestidos con túnicas blancas que les confundían con los troncos de los árboles haciendo que sus rostros oscuros pareciesen flotar en el aire.
En ese momento Dairiné pareció reconocer a alguien y soltándole la mano, se dirigió corriendo a la base del árbol más cercano donde se fundió en un emocionado abrazo con un elfo de aspecto venerable que apoyaba su cuerpo desgastado en un bastón de ébano.
Albert moderó su paso dejando unos momentos de intimidad a la pareja hasta que Dairiné pareció recuperarse un tanto de la emoción y girando la cabeza le hizo un gesto para que se acercase.
—Albert, este es Egaonn, mi padre. —les presentó ella con los ojos arrasados en lágrimas de felicidad.
—Es un honor conocer al salvador de mi hija. —dijo el elfo golpeándose la frente ligeramente con la palma de la mano e inclinándose— La gratitud que siento hacia ti al haberme traído a la hija que creía perdida no tiene medida.
—El honor es mío. —replicó el soldado haciendo una torpe imitación del saludo formal de los elfos— Y tengo que reconocer que sin ella yo tampoco podría haber escapado de la vida de esclavitud que nos esperaba a ambos.
—Quiero que sepas que ambos sois bienvenidos a nuestro hogar y podéis quedaros cuanto queráis.
—Muchas gracias, es un honor. —replicaron los dos hombres al unísono.
—Ahora por favor, se que estáis cansados, pero os pido un último esfuerzo. —dijo el anciano elfo— Arriba hemos preparado una comida sencilla y unos lechos cómodos para que descanséis. Mañana será un día de celebraciones.
Aquellos últimos peldaños se les hicieron especialmente largos. Las piernas les dolían y Albert soltando tacos por dentro envidiaba la levedad con la que los elfos saltaban de peldaño en peldaño.
Incapaz de dar un paso más se tomaron un descanso. En ese momento Skull se dejó llevar por la curiosidad y acercó la mano a la corteza del árbol. En cuanto la tocó, una nube de minúsculos organismos se levantó justo donde había posado el dedo rodeando su mano con una brillante fosforescencia. Skull apenas se fijó en la corteza oscura y húmeda que había dejado al descubierto y observó como los pequeños organismos se posaban sobre su mano alimentándose del la fina capa de sudor que la cubría.
Ante la mirada divertida de los elfos vio como aquellos pequeños insectos dejaban su mano seca y emprendían de nuevo el vuelo, volviendo a posarse otra vez sobre la corteza del árbol.
Finalmente Albert tuvo que darle un empujón al pescador, consciente de que estaban retrasando a la comitiva.
Cuando creyeron que no podrían subir un peldaño más llegaron hasta las plataformas donde los elfos habían construido sus viviendas.
Los pequeños insectos no eran tan abundantes en aquellas alturas y la luz era menos intensa, permitiendo una atmosfera más acogedora. Las plataformas eran enormes espacios abiertos que se habían construido con madera de otros árboles en las enormes horquillas que se formaban en las copas de los heveras.
Pegadas al tronco estaban las pequeñas chozas de fibras vegetales, tan pequeñas que no se imaginaba como podría una familia hacer su vida allí dentro. En la plataforma habían dispuesto una gran mesa con capacidad para más de un centenar de comensales con un banco corrido sobre la que había dispuestos fuentes con todo tipo de frutas y vegetales.
Al ver las viandas Skull murmuró que daría su brazo izquierdo por un buen chuletón de Baur o cerdo barbudo, pero Albert le interrumpió con un codazo consciente de que los elfos respetaban todas las vidas animales y siempre que les era posible solo se alimentaban de vegetales.
El enfado de Skull solo duró el tiempo que tardaron en sentarse y probar uno de aquellos deliciosos frutos. Mientras el pescador comía a dos carrillos alabando cada una de las frutas que probaba, Albert se lo tomó con más calma y charló con Dairiné que entusiasmada no paró de hablar con él.
Cuando le preguntó por aquellas chozas pequeñas y de aspecto endeble, la curandera le contó que solo las utilizaban para dormir en los meses más crudos del invierno ya que los heveras eran en realidad sus casas. La disposición de las ramas más altas de aquellos arboles que le recordaban a las nervaduras del gran templo de Eruud, cubiertas de hojas grandes, planas y cerosas dirigían el agua de la lluvia hacia el tronco impidiendo que se mojasen las plataformas, incluso con los fuertes aguaceros que caían a principios de otoño.
Toda aquella agua se canalizaba por los troncos de los heveras proporcionando agua corriente a los elfos y arrastrando y diluyendo restos orgánicos que servían de alimento para la multitud de insectos fosforescentes que crecían más abajo.
El improvisado banquete terminó con un postre delicioso, hecho con la savia de heveras mezclada con miel. El sabor aromático y ligeramente salado de la savia se mezclaba con la dulzura de la miel superando cualquier otro manjar que hubiese probado antes. Solo cuando hubo bebido dos cuencos dio por terminada la cena incapaz de tomar un bocado más.
El escuálido pescador sin embargo se estaba desquitando de años de penalidades y parecía no tener fondo. Cuando por fin terminó, haciendo gestos de que podía tocarse la comida con el dedo, los elfos recogieron los cuencos y la comida sobrante y empezaron a sacar cómodos jergones de las chozas que dispusieron sobre la plataforma para dormir todos juntos al raso. Los dos hombres estaban dormidos, incluso antes de que sus cuerpos cayeran sobre los jergones.
—Vaya, parece que nuestra heroína vuelve después de un trabajo bien hecho. —dijo Oliva interrumpiendo la lectura.
Ray dejó el libro sobre la caja y se acercó a los monitores. La doctora se acercaba al campamento, caminando a buen paso, con un pañuelo cubriéndole la cabeza y la cara para librase del polvo que el viento se obstinaba en lanzar contra ella y acompañada por un afgano que le llevaba el maletín con el material médico.
—Bueno, ha llegado la hora de tener unas palabritas con esa mujer. Vamos.
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Un saludo y espero que disfrutéis de ella.
Guía de personajes principales
AFGANISTÁN
Cabo Ray Kramer. Soldado de los NAVY SEAL
Oliva. NAVY SEAL compañera de Ray.
Sargento Hawkins. Superior directo de Ray.
Monique Tenard. Directora del campamento de MSF en Qala.
COSTA OESTE DEL MAR DEL CETRO
Albert. Soldado de Juntz y pirata a las órdenes de Baracca.
Baracca. Una de las piratas más temidas del Mar del Cetro.
Antaris. Comerciante y tratante de esclavos del puerto de Kalash
Dairiné. Elfa esclava de Antaris y curandera del campamento de esclavos.
Fech. guardia de Antaris que se ocupa de la vigilancia de los esclavos.
Skull. Esclavo de Antaris, antes de serlo era pescador.
Sermatar de Amul. Anciano propietario de una de las mejores haciendas de Komor.
Neelam. Su joven esposa.
Bulmak y Nerva. Criados de la hacienda de Amul.
Orkast. Comerciante más rico e influyente de Komor.
Gazsi. Hijo de Orkast.
Barón Heraat. La máxima autoridad de Komor.
Argios. Único hijo del barón.
Aselas. Anciano herrero y algo más que tiene su forja a las afueras de Komor
General Aloouf. El jefe de los ejércitos de Komor.
Dankar, Samaek, Karím. Miembros del consejo de nobles de Komor.
Nafud. Uno de los capitanes del ejército de Komor.
Dolunay. Madame que regenta la Casa de los Altos Placeres de Komor.
Amara Terak, Sardik, Hlassomvik, Ankurmin. Delincuentes que cumplen sentencia en la prisión de Komor.
Manlock. Barón de Samar.
Enarek. Amante del barón.
Arquimal. Visir de Samar.
General Minalud. Caudillo del ejército de Samar.
Karmesh y Elton. Oficiales del ejército de Samar