Las colinas de Komor VIII

Hacía lo que podía, pero se sentía impotente ante tanta desgracia. A veces intentaba proteger a alguno que era evidente que no llegaría a su destino, pero los vigilantes eran inclementes y solo los que tenían heridas o enfermedades visibles se libraban de los extenuantes turnos.

VIII

Ray pasó toda la noche en blanco. Después de meditarlo detenidamente, llegó a la conclusión de que, independientemente de lo que ocurriera dentro de la cabeza de aquella mujer, sería mejor alejarse de ella. No le parecía que tuviese la mente equilibrada y no quería estar a su lado cuando explotase.

Pero al final, toda una noche de comerse la cabeza no sirvió absolutamente para nada. Justo después del desayuno Hawkins los llamó a su oficina.

—Soldados, descansen.

Ray y Oliva adoptaron la postura de descanso, mientras el sargento hurgaba entre los papeles que tenía en su mesa hasta encontrar sus órdenes.

—Tenemos un problema. —empezó Hawkins sin andarse por las ramas— Hemos recibido una petición de Naciones Unidas. Un puesto de Médicos sin Fronteras en el puto culo del mundo ha sido amenazado por una panda de esos desharrapados hijos de perra. El servicio de inteligencia esta casi convencido de que es una amenaza de algún pastor cabreado porque no trataron a la oveja que se follaba, pero si no mandamos a nadie allí y sobre todo, si pasa algo, el Ejército de los Estados Unidos quedará como una panda de  desalmados, así que los capitostes de ahí arriba han decidido enviar a alguien al lugar, analizar la amenaza y proteger o evacuar el puesto según el grado de peligro.

Ray resopló, pero no dijo nada. Empezaba a conocer un poco al sargento y sabía perfectamente lo poco que le gustaba que le interrumpiesen.

—Esos mismos capitostes también han decidido, que en función de los informes de inteligencia, el nivel de amenaza hace que el gasto de llevar una unidad completa hasta el quinto pino no merezca la pena, así que en su suprema sabiduría han decidido que con mandar a un par de hombres para que esos matasanos se sientan tranquilos es suficiente.

—¿Y dónde se supone que está ese puesto médico? —preguntó Oliva.

—Aquí —dijo el sargento levantándose y señalando en el mapa de Afganistán que tenía en la pared, con un dedo un punto en el medio de la nada desértica y montañosa, al noreste de Kunduz.

—¡Joder! ¡Cojonudo! ¿No podían haber elegido un lugar más inhóspito? —se preguntó Oliva—Si los talibanes deciden atacar ahí. Dudo que pudiesen llegar refuerzos antes de un par de horas. ¿A cuántas kilómetros está de Bagram? ¿Trescientos cincuenta?¿Cuatrocientos?

—En línea recta. —respondió Hawkins lacónico.

—En fin ya sé lo que va a pasar. —intervino Ray más para sí mismo que para informar a sus contertulios— Los médicos, a los que probablemente no se les ha consultado la medida, se cagaran en todos los muertos por tener a unos tipos armados espantándoles la clientela y nosotros si las amenazas son falsas, que es lo más probable, nos cagaremos en todos los muertos por no hacerlo en los tipos que nos han enviado allí y si resultan ser ciertas, poco podemos hacer a parte de ver como esos cabrones violan y matan a todo el mundo, con lo que también nos cagaremos en todos los muertos en los que se han cagado los médicos primero; resultado, un montón de mierda.

—Inteligencia me ha asegurado que no ha visto movimientos de tropas dignos de mención en la zona en las últimas tres semanas y además he conseguido de la fuerza aérea prioridad en cualquier petición de apoyo que necesitéis en caso de emergencia.

—Con perdón, sargento, pero no es que la inteligencia haya resultado ser muy eficaz últimamente —replicó Oliva con aire funesto— y a cuatrocientos kilómetros de distancia lo único que pueden hacer los de la Fuerza Aérea es certificar nuestra muerte.

—Soldado, no hace falta que me recuerde que esta misión es una jodienda. Para el Alto Mando esto es una cuestión más de relaciones públicas que militar. Les he sugerido que si se lo iban a tomar a cachondeo que enviasen a unas cuantas conejitas de playboy con minifaldas de camuflaje, pero nada les va a convencer de mandar a un pelotón y evacuar el puesto, por la fuerza si es necesario, que es lo que sería lógico. El caso es que ya que tengo que mandar a alguien, he llegado a la conclusión de que vosotros dos sois los únicos  con alguna posibilidad de cumplir la misión con éxito.

—Gracias, señor. —respondieron los dos SEALs al unísono dejando traslucir en su voz lo poco que les ilusionaba aquel honor.

—¡Sois SEAL, joder y vais donde el Tío Sam quiere que vayáis! —rugió el sargento— Os he elegido porque os he estado observando estos días. Sois los mejores y formáis un equipo formidable. Si alguien tiene alguna posibilidad de aguantar un ataque el tiempo suficiente para recibir refuerzos sois vosotros. Así que no quiero malas caras ni protestas, ¡Esto es el ejército, no una hermandad universitaria, cojones! —gritó el suboficial alargándole las órdenes a Ray, ya que era el cabo y por tanto estaría al frente de aquella absurda misión, dando por terminada la conversación.

Los dos se cuadraron y saludaron a su sargento antes de abandonar la oficina al grito de ¡Hooyah!

Mientras se dirigía a su camastro, Ray no pudo evitar pensar que todos los planes que había estado forjando se quedaban en nada. Si se iban a quedar solos y asilados en territorio hostil, no había nada más imposible que intentar alejarse de Oliva. Tendría que hacer de tripas corazón y fingir que no había pasado nada, aunque él se consideraba de todo menos buen actor.

Oliva, ignorante de sus pensamientos, se dedicaba a hacer su propio petate mientras los compañeros de escuadra le acosaban a  preguntas. Unos se reían y otros se cagaban en los chupatintas del pentágono para ocultar su nerviosismo. Nada ponía a un SEAL de peor humor que separarle de sus compañeros, pero así era la vida en el ejército, una sucesión de esperas seguida de una ristra de órdenes estúpidas.

Para la hora de comer lo tenían todo preparado menos las armas. De eso se encargaría el comandante Gibbs, afortunadamente asesorado por el sargento Hawkins. Comieron unos espaguetis con albóndigas sin demasiadas ganas a pesar de que probablemente sería la última comida decente en mucho tiempo.

Cuando volvieron al pabellón el resto del equipo se había ido de maniobras así que volvían a estar solos. Ray podía ver el deseo en los ojos de Oliva, pero él estaba demasiado confundido por los sucesos de la noche anterior y la misión sorpresa así que se apresuró a coger el libro intentando ignorarla.

Oliva pareció captarlo y ni siquiera lo sugirió. Simplemente se sentó a su lado escuchando y acechando, pero sin hacer ningún movimiento brusco que asustase a su presa.

Capítulo 8. Los Pantanos de las Brumas

Albert

La barcaza que llevarían a través de aquellos inmensos pantanos era una enorme plataforma tres veces más ancha y dos veces más larga que la gabarra que había quedado flotando vacía en el canal. El truco estaba en su fondo plano y en el escaso calado del navío por llamarlo de alguna manera.

El margen de maniobra era tan escaso que la estiba del cargamento llevó varias horas y fue dirigida por varios esclavos expertos para conseguir que la madera de laka, un árbol que crecía únicamente en el reino de Skimmerland, dura y de gran flotabilidad, se hundiese lo menos posible. Esta madera tenía además la rara propiedad de producir una resina oleosa que en contacto con el agua, le daba un tacto viscoso y resbaladizo. En ambientes salobres reaccionaba produciendo una espuma de olor nauseabundo, sin embargo en aquel pantano de agua estancada, pero dulce, era ideal para deslizarse cuando el nivel del agua no era suficiente para que el artefacto flotase.

Albert pensó que una vez colocada la carga descansarían, ya que quedaba poco tiempo para que se pusiese el sol, pero los guardianes les dirigieron hacia  la plataforma. Tal como había dicho el esclavo veterano, les quitaron las cadenas que unían los grilletes y los encadenaron únicamente por parejas. Le tocó con un tipo bajo y de tronco grueso como el de un barril, evidentemente novato y que ocultaba su nerviosismo hablando sin parar.

En la parte delantera de la plataforma, esperaban largas sogas similares a las que habían usado para tirar de la gabarra, pero ahora en número de seis, de manera que ocupaban a la casi totalidad de los esclavos a la vez. Esta vez no habría turnos de descanso. Los esclavos tirarían hasta quedar exhaustos.

Albert tiró de su compañero apresuradamente para coger una posición hacia el centro de la formación, alejada de los látigos de los capataces y de la plataforma para evitar peligros. Alguna de las parejas se les acercaron intentando quitarles el sitio, pero bastaba un empujón y un gesto para que se conformaran con otro lugar en las cuerdas de esclavos.

Tras unos minutos de confusión, unos gritos y unos latigazos sabiamente aplicados, la caravana se puso en marcha. Fue entonces cuando Albert descubrió la magnitud del esfuerzo. Con el agua por las rodillas e hincando las puntas de los pies en varios centímetros de limo hasta encontrar tierra firme, tuvieron que tirar de la plataforma. Necesitaron varios intentos hasta que lograron desencallarla de la orilla. Una vez en movimiento resultó algo más fácil, pero a menudo había que realizar cambios de dirección al parecer para seguir un camino practicable entre las lagunas, las arenas movedizas y las acumulaciones de lodo y afloramientos de rocas donde podría encallar la enorme plataforma.

Enseguida se dio cuenta de que había tenido suerte a la hora de elegir un sitio para tirar. Los desgraciados de las cuerdas exteriores jadeaban y resoplaban, sobre todo cuando se requería un cambio de dirección.

Pronto se estableció una rutina. Las etapas estaban claramente definidas. Los guías de la expedición, que habían sido los estibadores de la carga, encabezaban la expedición con la ayuda unos antiguos mapas. De día el sol iluminaba su camino, de noche lo hacían la luna y los fuegos fatuos, azulados y temblorosos que estallaban a su alrededor al remover el fango con los pies y la jornada no terminaba hasta que llegaban al siguiente terreno seco para acampar.

Nada más llegar, se tiraban en el suelo exhaustos. Unos pocos guardianes les vigilaban mientras el resto se iban en grupos de dos o tres a pescar peces de cieno y cazar aves acuáticas, los únicos seres vivos junto a los dulgas capaces de medrar en aquel paisaje yermo.

En ese momento llegaba Dairiné, encadenada a su guardaespaldas, curando heridas y rozaduras y prescribiendo descanso, aplicando remedios o doblando la ración para los hombres que parecían más cansados o enfermos.

Al parecer sus cuidados estaban siendo efectivos porque pasada una semana solo habían muerto dos esclavos, uno de ellos por el que nadie podría haber hecho nada al haber sido arrollado por la plataforma.

Al terminar las curas y tras dos o tres horas de descanso llegaban los batidores arrastrando los enormes peces de treinta o cuarenta kilos y varías especies de patos, grullas y garzas.

Los peces eran rápidamente descuartizados y distribuidos en grandes peroles que ya estaban esperando al fuego con el agua hirviendo. Los esclavos comían aquel guiso repugnante mientras los guardianes asaban las aves para ellos. Albert no sabía que era peor si el nauseabundo sabor de aquellos peces o el delicioso aroma a carne asada que rodeaba el campamento.

Mascando aquella carne pastosa y maloliente entendió porque empleaban esclavos. Cualquier bestia de carga empleada gastaría una ingente cantidad de forraje que debería llevar consigo, ya que allí solo crecía la azagaya, demasiado fibrosa y varios tipos de algas y musgos que no parecían adecuados para mantener un buey o un caballo. En cambio aquellos peces de cieno se multiplicaban por todas partes e incluso corrían entre sus pies cuando tiraban de la plataforma comiendo los detritus que levantaban a su paso.

Cuando terminaba la cena guardaban lo que  sobraba de la comida para consumirlo durante la jornada siguiente y dormían hasta que los látigos de los vigilantes los despertaban. En ese momento se establecía una carrera por conseguir los mejores sitios en las cordadas de tiro. Albert pronto se hizo con un lugar en el centro, expulsando sin piedad a todo el que intentaba usurpárselo.

De vez en cuando los guardias ordenaban cambios en la cordada para intentar proteger a los más exhaustos, pero Albert se las arreglaba para encogerse y parecer bastante más cansado de lo que realmente estaba, para evitar que lo colocasen en los lugares más expuestos. Y así pasaba día tras días mientras deseaba que Dairiné le hiciese una señal al fin  para largarse de allí y terminar con aquella tortura.

Dairiné

Ver a toda aquella gente tirando de aquel enorme armatoste de sol a sol, y a veces incluso más allá, le rompía el corazón. ¿Conocería realmente Antaris los sufrimientos de aquellos pobres diablos? Con los pies siempre bajo el agua, reblandecidos y agrietados, acosados por los insectos y el sol inclemente de día y la bruma fría y húmeda por la noche.

Hacía lo que podía, pero se sentía impotente ante tanta desgracia. A veces intentaba proteger a alguno que era evidente que no llegaría a su destino, pero los vigilantes eran inclementes y solo los que tenían heridas o enfermedades visibles se libraban de los extenuantes turnos.

Al menos la comida abundaba. A los batidores les bastaba con un par de horas para conseguir abastecer a la caravana sin problemas. Le preocupaba la falta de verduras en la dieta, pero estaba fuera de toda discusión recurrir a las que llevaban entre las mercancías. En parte quedaba compensado por la circunstancia de que los esclavos comían parte del pescado crudo. De todas formas cada vez que despedazaban uno de aquellos enormes peces se reservaba el hígado para extraer sus aceites, cargados de nutrientes esenciales y una pequeña glándula que tenían alrededor del ano, para cuando llegase el momento de escapar.

Cada noche, tras atender a los porteadores y dejarlos recuperando fuerzas, hacía un esfuerzo y comía su ración de pescado, rechazando la carne asada que le ofrecían los vigilantes y se echaba a dormir. Era evidente que Antaris había elegido el mejor hombre para vigilarla. Además de ser grande y fuerte, incluso para ser un hombre procedente de Kalash, no era tonto para nada. Fech sabía perfectamente que le iba el cuello en ello y no la dejaba ni dormir, ni siquiera hacer sus necesidades en soledad, después de todo era una esclava, no tenía derecho a la intimidad.

En el centro de los pantanos había una bifurcación, solo representada en los mapas de los guías. La ruta se dividía en dos, un ramal  se dirigía hacia el suroeste, hacia Samar y la Gran Meseta y otro, que iba hacia el noroeste, terminaba en el lago Arnak. La caravana se dirigía a esta última y pasaría bastante cerca de su hogar, el Macizo de los Elfos y su intrincado bosque de montaña.

Tras meditarlo aquellas noches de sueño intranquilo, decidió que tenía que ayudar a Albert todo lo que pudiese, así que, la noche que llegaron a la bifurcación, la elfa reconoció el lugar y consciente de que quedaban pocas jornadas para que la caravana pasase por el punto más cercano al macizo, comenzó a poner en práctica su plan.

Aquella noche, tras permanecer inmóvil un par de horas, se giró y aparentando estar aun en sueños se abrazó al cuerpo de Fech que dormía aun encadenado a ella. El hombre inmediatamente notó el contacto y durante unos instantes se puso rígido, pero no sabía muy bien si por respetar su sueño o por deseo de estar en contacto con ella no la apartó ni la despertó. Satisfecha se apretó a él fingiendo suspirar en sueños y se quedó dormida.

Un par de horas antes del crepúsculo, Hawkins apareció en el pabellón para notificarles que su transporte estaba dispuesto. Cuando entraron en el Black Hawk que les llevaría hasta su destino, pudieron ver que Hawkins había preferido curarse en salud y había seleccionado para ellos todo un arsenal con munición en abundancia.

Revisaron durante diez minutos todo el equipo, pero el sargento no se había olvidado de nada. Un par de M4, un Barret y un M24. Lanzagranadas, dos Stinger con varios misiles de repuesto, granadas de mano de todo tipo, minas Claymore, material de vigilancia, raciones para varias semanas, un botiquín, dos teléfonos por satélite, dos radios multibanda encriptadas y una tienda con capacidad para seis personas; por lo menos no tendrían problemas de espacio.

Cinco minutos después, los motores del helicóptero aceleraron. Dando por terminada la inspección, Ray y Oliva se ajustaron los cinturones en sus asientos, rumbo a lo desconocido.

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Un saludo y espero que disfrutéis de ella.

Guía de personajes principales

AFGANISTÁN

Cabo Ray Kramer. Soldado de los NAVY SEAL

Oliva. NAVY SEAL compañera de Ray.

Sargento Hawkins. Superior directo de Ray.

Monique Tenard. Directora del campamento de MSF en Qala.

COSTA OESTE DEL MAR DEL CETRO

Albert. Soldado de Juntz y pirata a las órdenes de Baracca.

Baracca. Una de las piratas más temidas del Mar del Cetro.

Antaris. Comerciante y tratante de esclavos del puerto de Kalash

Dairiné. Elfa esclava de Antaris y curandera del campamento de esclavos.

Fech. guardia de Antaris que se ocupa de la vigilancia de los esclavos.

Skull. Esclavo de Antaris, antes de serlo era pescador.

Sermatar de Amul. Anciano propietario de una de las mejores haciendas de Komor.

Neelam. Su joven esposa.

Bulmak y Nerva. Criados de la hacienda de Amul.

Orkast. Comerciante más rico e influyente de Komor.

Gazsi. Hijo de Orkast.

Barón Heraat. La máxima autoridad de Komor.

Argios. Único hijo del barón.

Aselas. Anciano herrero y algo más que tiene su forja a las afueras de Komor

General Aloouf. El jefe de los ejércitos de Komor.

Dankar, Samaek, Karím. Miembros del consejo de nobles de Komor.

Nafud. Uno de los capitanes del ejército de Komor.

Dolunay. Madame que regenta la Casa de los Altos Placeres de Komor.

Amara Terak, Sardik, Hlassomvik, Ankurmin. Delincuentes que cumplen sentencia en la prisión de Komor.

Manlock. Barón de Samar.

Enarek. Amante del barón.

Arquimal. Visir de Samar.

General Minalud. Caudillo del ejército de Samar.

Karmesh y Elton. Oficiales del ejército de Samar