Las circunstancias y el placer

Ser la mujer de un policia no resulta sencillo, cuando resulta que él está absorbido por el trabajo.

Muchas son las historias o los relatos que empiezan aclarando que están basadas en hechos reales. Habría que verlo. Lo que yo me dispongo a relatar si sucedió verdaderamente y creo que motivado por el hecho mismo de haber leído antes relatos eróticos en esta web u otras. Tras leerlos yo pensaba mucho sobre si esas cosas se podrían experimentar realmente. Descubrí que sí, si las circunstancias te llevan a ello o son las adecuadas.

Siempre me ha gustado leer y también escribir, pero nunca hubiera pensado que relataría mi propia experiencia. Mi marido, al que llamaré Edgardo, era un celoso compulsivo, no me dejó trabajar en otra cosa que no fuera dentro de los muros del hogar, o sea, ama de casa; y además para inri dejó de satisfacerme pronto en el terreno sexual. Una mujer no lo aguanta todo siempre por amor. Tras mis quejas por el aburrimiento en casa, Edgardo hizo que me pusieran una conexión a internet para matar el rato, pero inconsciente totalmente de que acabaría aficionándome a páginas de contenido erótico. Leyendo a solas esos relatos pasaba horas. Fui siempre muy pudorosa, pero admito que no tardé en hacer algo que jamás se me había pasado por la cabeza: masturbarme mientras leía esas delicias. Pronto se definieron mis gustos por determinadas temáticas, sobre todo infidelidades, orgías, intercambios y –aunque me de vergüenza admitirlo- sexo no consentido. Aquellas mujeres que se veían envueltas sin querer entre tres o cuatro hombres y acababan gozando como las perras… Yo sentía la necesidad de protagonizar una de esas historias, consciente en el fondo de que tan sólo eran fantasías.

Pero los años pasaban, uno, dos, tres, cuatro… y mi marido, del que aún no he mencionado que era policía, ascendió a cabo y su trabajo le acabó absorbiendo hasta el punto de olvidarse de mí casi completamente excepto en el punto de no dejarme ni un resquicio de libertad, llevando sus manías por los celos hasta extremos inimaginables, como planear cierta vigilancia policial en torno a nuestro domicilio cuando él estaba lejos de casa. Así, en cualquier ocasión que tuviese de charlar con un hombre me surgía un cosquilleo en el estómago que hacía que me sintiese vibrar de emoción. Qué tontería ¿verdad? Mi mente empezó a zozobrar y creí intuir un problema interno de ansiedad. Cualquier hombre me parecía atractivo; cualquiera con el que hubiera conversado de día durante al menos cinco minutos se colaba en mis sueños nocturnos repletos de fantasías sexuales. Edgardo se cuidaba muy mucho de alejarme de sus amigos, de sus compañeros de trabajo, pero no podía evitar que yo fuese de compras, y entonces mi imaginación volaba cuando iba a la carnicería y el bestia de Ramón con sus manazas me mostraba el embutido, las salchichas…; luego esas manos recorrían mis mulos, todo en mi mente calenturienta, o cuando llegaba Lorenzo, el cartero, tan rubito y tan atento, a traerme los paquetes y entonces no podía evitar pensar en lo de que el cartero siempre llama dos veces. A Lorenzo casi no le hacía falta pulsar el timbre porque yo intuía su llegada y me abalanzaba a abrir de forma apresurada. Poséeme!!!- decía yo para mis adentros; eso al principio, porque esa no era forma de hablar en alguien tan desesperada como yo. Pronto pasé a pensar eso de Fóllame sin piedad!!! Sufría porque creía que acabaría volviéndome loca. Sabía que a esos hombres les resultaba atractiva, pero el que fuese la esposa del cabo de la Policía Estatal Edgardo Fusterre les hacía cohibirse conmigo. Supuse que al fin y al cabo habría de resignarme, si encima los hombres se alejaban de mí por miedo, pero pronto pensé que a lo mejor no eran aquel tipo de hombres el que me convenía. Un hombre que no le tuviese ningún respeto a la policía o en todo caso a mi marido.

Mi vida seguía no obstante igual; pasaban meses y meses sin que tuviese relaciones sexuales con mi marido y empezaba a odiarle pues poco a poco surgió cierta violencia verbal entre nosotros. De cara a la sociedad aparentábamos querernos y vivir bajo la normalidad de cualquier matrimonio bien avenido. La situación era un infierno y me mataba metiéndome el dedo en el coño mientras leía relatos. En ocasiones sentía tal frenesí que empezaba a planear salidas a la calle, una escapada vestida de puta para cazar a cualquier hombre desesperado, tan desesperado como yo. Todo fantasías.

Mi marido prosperaba; ascendía. Fue nombrado comisario cuando ya llevábamos ocho años casados. Él tenía 40 y yo 39. Su ascenso era meteórico y sorprendente. Altos cargos del Ministerial de Asuntos Policiales acudieron al acto de nombramiento de Edgardo Fusterre como comisario de la Policía Estatal del Distrito 12- Sección Sur. Ser comisario del D.12 era uno de los cargos policiales más importantes ya que la Sección Sur era fronteriza con uno de los países que mayor cantidad de drogas de consumo exportaba. Por eso, el cargo de comisario era tan importante, porque era la figura que mantenía el control aduanero, incautación de alijos y su posterior requisición y almacenaje. Mi marido estaba pletórico tras el anuncio del nombramiento, pero yo no comprendía bien porque tanta alegría cuando los dos últimos comisarios, Gustavo Amaral y Fabricio Bustingórriz murieron suicidado y asesinado respectivamente.

Nunca lo olvidaré. El acto de nombramiento de nuevo comisario de la 12-Sur fue un viernes por la noche de un espléndido día de primavera. Mi marido me advirtió que era el día más importante de su vida y por ende de la mía. Meses más tarde di a luz a mi hijo Marvin y el día que nació sí fue el más importante de mi vida. Pero no me quiero desviar del relato central. Edgardo me dijo que no reparase pues en gastarme lo que fuese preciso en un traje de gala. Así lo hice y opté por la firma Versace. Un vestido negro de raso con una franja de lentejuelas rodeando el talle y caída de pico hasta la rodilla derecha, cogido con un solo tirante al hombro izquierdo con un nudo pillado con un broche de diamantes. Guantes negros largos y de zapatos unos manueles negros de charol de alto tacón y factura sin adornos. Un bolso de piel de Ubrique, negro y blanco con un rubí engastado en el broche de cierre. Todo incluido y sumándole además la ropa interior de encaje negro: 3700 euros de conjunto, aparte de la sesión de maquillaje y peluquería que costó otros 260 euros. Nunca fui una frívola despilfarrando dinero, pero según mi marido este tipo de cosas nos las podíamos permitir y más si se trataba de impresionar a sus superiores a los que por cierto él trataba como un pelota aunque por atrás los insultase y los ridiculizase. Sin embargo no había muchos que ahora estuviesen por encima de él, ni tan siquiera el Jefe de Distritos de la Sección-Sur, que iban del 01 al 12 que era el de mi marido. Era el comisario de la 12 el que dominaba oficiosamente a los demás. Pero a la fiesta de nombramiento acudieron, como ya he dicho, altos cargos del Ministerial de Asuntos Policiales: Ismael Yumas, titular de Cartera y sus subordinados Demian Carras, Secretario Estatal para Asuntos Policiales y Alfred O´Donnel, Comisario General de las Secciones Norte, Central y Sur; también el propio Jefe de Distritos de la Sur, Juan Varela. Mi marido siempre decía que su meta era llegar en pocos años a ocupar el puesto de Comisario General y quién sabe si después a algo más. Pero mi marido jamás podría estar a la altura de Alfred O´Donnel al que acompañaba su esposa. Lo conocí y era un hombre correcto, educado, de unos 50 años y que denotaba una gran experiencia policial cuando conversaba y el tema giraba en torno a su trabajo. En fin, era muy atractivo. De Juan Varela podría decir otro tanto; también estaba acompañado por su esposa. Varela parecía evitar en lo posible a mi marido y durante la cena estuvo especialmente interesado en mantener un trato confidente con el Secretario y el Titular. El primero de ellos, Demian Carras era un viejales pero muy simpático y hubo de ser un seductor en su juventud. Era viudo. Su trato conmigo fue exquisito, pero era un viejo zorro astuto que no me molestó en toda la noche quizá a sabiendas que yo no era su presa aquella noche, aunque el maduro Carras no se quedó sin "cena". Sin embargo quien me fascinó de veras fue Ismael Yumas, el Titular, a quien mi marido no dejó de mirar con recelo toda la noche a lo mejor porque aquel hombre joven, soltero, alto, moreno, de sonrisa deliciosa, dientes blancos perfectamente alineados, conversación inteligente, agradable, entretenida y culta no dejó de mirarme y lanzarme halagos sinceros con sublime cortesía y elegancia, desde el momento en el que me saludo y nos conocimos. Los celos de mi marido afloraron, pero ante Ismael no debía cometer ni un solo fallo que pudiese poner en peligro su recién estrenado cargo de comisario.

Perdone el lector que haga este amplio recorrido por los asistentes a la cena, pero es digno de tener en cuenta. Se completaba el panorama con la presencia de policías subordinados de Edgardo, de todo tipo y género: desde buenos hombres y mujeres en su trabajo hasta sucios bastardos de mirada impura y soez, los cuales por cierto eran los favoritos de mi marido. Primero el acto de nombramiento, después lunch-cena y finalmente unas copas en el mejor hotel-restaurante de la ciudad. Les juro una cosa: los policías también se emborrachan y esta era una ocasión propicia para ello. Yo bebí poco, pero lo suficiente como para que mi imaginación comenzase a volar con sus fantasías y por si fuera poco Yumas no dejaba de lanzarme miradas cuando se alejaba de mí y si por casualidad cruzaba alguna palabra conmigo era para halagarme. Soñé que me estaba cortejando y no hice nada por dejar de creerlo así. No obstante, en el ambiente flotaba una extraña atmósfera, yo lo percibía y si mi marido no era consciente de ello, como creí en un principio, es que era un estúpido. Por lo pronto supe que era cuestión de mantenerse serena y no abusar del alcohol. Ese era mi lema. Por lo demás no parecía que esta velada fuese diferente en cuanto aburrida a las que los miembros de la policía organizaban para celebrar ascensos, condecoraciones o jubilaciones de alguno de sus miembros. Me equivoqué y pronto me encontré con la primera sorpresa de la noche. No pudo ser en otro sitio que el lavabo de señoras.

Entré a orinar y cerré por dentro el habitáculo del urinario. Me estaba limpiando el conejito de las gotitas de orina cuando oí unas voces. Me extrañé porque lo raro es que una era masculina. Reconocí a Damián Carras, el Secretario y una voz de mujer que no reconocí hasta que el no la llamó Aurora. Era la esposa de Juan Varela, el Jefe de Distritos de la Sección Sur. Me sorprendí cuando advertí que las palabras que se dirigían eran extremadamente cariñosas. Hablaban de un favor, Aurora pretendía que en breve Carras destinase a Varela a la Sección Central, pues la sur era muy peligrosa. La chica le dijo al vejete que tendría de ella lo que quisiera. Cerraron la puerta de los aseos y se apoyaron sobre los lavabos. El viejo le dijo a aquella zorra que follar no quería porque se cansaba, pero que se la chupase hasta hacer que se corriese. Aurora no lo dudó mucho y extrajo el pene de Carras, que por cierto era un buen cipote. Lo sé porque lo estaba viendo todo desde la mirilla del habitáculo. Yo todavía no me había subido las bragas. Tuve una idea, ¿porqué no? Quería disfrutar de mi primera experiencia vouyeur. Si me sorprendían ellos tendrían que avergonzarse más que yo. En estas, la zorra se metio el pijo del viejo en la boca. A Carras se le veía cara de vicio mientras ella chupaba golosamente con la cara apoyada sobre el mármol del lavabo. Carras no se iba a correr pronto, tenía aguante, aunque a ella se le veía emplearse con total afán. Yo a lo mío, que era muy placentero. Mi coño era todo caldo y deseé que aquella sensación no acabara nunca. Pero finalmente Carras eyaculó sobre la cara de la señora de Varela, el cual al cabo de quince días estuvo destinado a la Sección Central.

Continará