Las cinco amigas. Libro Segundo (9)

Laura y Natalia experimentan juntas lo que significa el sexo para ellas. El deseo de Laura crece y necesita alguna forma de satisfacción.

Hola de nuevo. Soy Laura otra vez. Natalia ha sido muy amable por contar por mí aquellos días en que estuve peor debido a mi estúpido error. Aunque tenía la firme promesa de ser más cuidadosa y escoger con más detalle, temía que me venciera el deseo o no ser capaz de oponerme a lo que me dijera un hombre. El ejemplo más claro lo había tenido el día anterior. Me sentí incómoda desde el mismo momento en que la guapísima pelirroja —¡qué envidia de cuerpo!— nos señaló el despacho del cincuentón. Lo que ocurrió después fue humillante. Para él éramos trozos de carne bonitos a pesar de nuestros excesos cárnicos o quizá por ellos. Acepté un trabajo que iba a consistir en menear mi culazo durante toda la jornada, sin poder descansar los pies de sus tacones gigantes. Sin embargo, me encontré pensando que de esa forma tendría ocasión de resultar atractiva a muchos hombres y es que, por encima de todo prefería ser sexual a práctica. Tendría movimientos limitados, un deseo inagotable condenado a no ser satisfecho nunca, pero era lo que deseaba ser. Si me dejaran elegir, lo primero sería volver a mi vida de hombre. Si eso no podía ser, prefería ser una mujer sensual como me habían enseñado a una chica corriente con zapatos planos y nada que llamase la atención. Hasta ser tan bajita como yo tenía un encanto especial respecto a las que solo eran normales.

Esa mañana empezábamos en Newteller. Me levanté dos horas antes que mi amiga porque así lo exigía mi ritual de belleza, lento y metódico como había interiorizado. Pasé el humillante momento de sostener mi colgajo con dos dedos mientras me rasuraba, como cada día. Como ese era especial, fui más metódica, si cabe. Tenía el pálpito de que todo iba a ser mejor que en la tienda de ropa. Si analizaba mis emociones más profundas, incluso me había gustado un poco el trato de objetos que nos había dado el señor Nervión.

En el momento de secarme el pelo vino el desastre: ¡pegadita al cuero cabelludo aparecía la raíz de mi natural castaño oscuro! La vida era tan nueva para mí que ni siquiera recordaba que tenía que ir cada dos semanas a la peluquería. Quise ir a decírselo a Natalia, a ver si entre las dos encontrábamos una solución. Antes de salir, capté mi reflejo en el espejo: pómulos sin realce, labios de un color casi como el del resto de mi piel, ojos en sus cuencas pálidas... No pude. Suspiré, acabé de cepillarme, de desenredar de mis rizos los condenados pendientes de aro y me maquillé, cubierta por la toalla. Solo después, ya cómoda de verme con los colores marrones que eran mi verdadera imagen, crucé el descansillo al apartamento de enfrente y llamé, apurada.

Mi amiga abrió en albornoz, con su bellísimo pelo rubio, tan fino y liso, recogido en un discreto peinado que dejaba descubierta su cara de muñequita de porcelana blanca. Desayunaba un café.

—¿Qué es lo que te preocupa tanto?

—¡Mira! ¡Mira! —le pedí, retirando el cabello de mi frente.

—Te juro que si pudiera alzar las cejas de incredulidad, lo haría. No sé qué se supone que debería ver.

—¡Las raíces! Claro, como tu color es natural no entiendes el desastre que esto representa.

Se acercó hasta casi meterme la naricita en un ojo.

—¡Pero Laura! ¡Si no se ve en absoluto!—mostró su discreta sonrisa con dientes visibles, que era lo más parecido a una carcajada que podía realizar—. ¡No son más de dos o tres milímetros! Con tus rizos y la cantidad de pelo que tienes es imposible que se perciba. Mira —apoyó una mano en mi muñeca—, esta tarde buscaremos una forma de arreglar eso. Ahora, acábate de preparar. No querrás llegar tarde en nuestro primer día, ¿verdad? Venga, que yo tengo que meter a las chicas en un sujetador que no me quede muy mal y tú tienes que lucir ese culazo. ¡Vamos!

Bajé la vista y asentí. Quizá tuviera razón y todo fueran los nervios. Más tranquila, al volver a mi piso me puse una mano en el corazón, entre mis dos minúsculas tetas, tan separadas, y respiré hondo. Los latidos volvían a la normalidad. Tenía que controlar un poco más mis emociones, si es que no me habían programado para lo contrario.

Newteller era un lugar grande. Once plantas y tres sótanos. El primero de éstos era donde estaba el departamento para el que trabajaba. Una estafeta y un sistema de clasificación de mensajes internos. Debíamos estar atentos para hacer traslados de papeles urgentes. Una o dos veces al día incluso podía tocar ir a Correos o hacer entregas a algún servicio de paquetería. Había pocos tiempos muertos.

La jefa del servicio de ordenanzas y de muchos otros era una señora enjuta y estirada con despacho en la séptima planta. El encargado sobre el terreno estaría empezando la treintena, alto y con cara de despistado. Tenía una sonrisa encantadora y, aunque olía muy bien, era un poco desaliñado en el vestir y en el afeitado. Me cayó bien desde su primera duda entre darme la mano o dos besos, que solucioné recurriendo a lo segundo. Se tuvo que agachar, a pesar de mis zapatos, tan altos como siempre. Se llama Adalberto, nombre que odiaba, por lo que insistía en que lo llamásemos Alberto. La única que lo incumplía era la directora, cuyas preocupaciones estaban más en mirar hacia arriba que hacia abajo.

Junto a mí había dos chicos y una chica y trabajo por lo menos para otro par. Todos eran jóvenes y simpáticos. Si bien por mi experiencia en la tienda me había propuesto no fiarme, mi corazón tenía otras ideas. No había nacido para ser cerrada ni hosca. Un poco tímida sí pero necesitaba confiar. Recibí unas pocas instrucciones y memoricé la extensión de nuestra oficina por si tenía alguna duda, cogí mi primer carrito y salí a recorrer con él las tres primeras plantas. Atraje miradas, más que en el resto de mi vida. En la tienda la mayoría eran clientas; aquí abundaban los hombres. Al principio supuse que se debía a que era la chica nueva y seguro que así fue en un buen número de ellos. El carrito no tenía retrovisores, que me hubieran servido para darme cuenta antes de que no era mi cara bonita lo que más les llamaba la atención, sino mis piernas desnudas y mi culazo que no tenía más remedio que menear de un sitio a otro mientras oscilaba sobre los tacones, que ya a media mañana empezaban a ser la tortura a la que estaba condenada. Cuando reparé en ello, me sentí un poquito triste al volver a reparar en que yo tenía que seducir desde atrás mientras mis amigas lo podían hacer de frente. Un chico joven de la segunda planta quiso invitarme a un café en la máquina de su piso. Era un muchacho que vestía un traje azul que le venía grande, con una corbata de rayas algo floja. Tenía marcas de acné en las mejillas y al sonreír le salían unas patas de gallo muy prematuras. Con todo, tenía encanto en sus ojos pardos como los míos. Tuve que rechazarlo —era mi primer día y no quería coger fama de vaga—, pero charlamos cinco minutos al lado de su cubículo. Me preguntó un poquito por mi vida, de la que no podía decirle nada, así que  me marché con un par excusas y una sonrisa. Creo que fue de los pocos que no se quedó mirando el bamboleo de mi trasero y no supe si me gustó o no.

En el tercer piso estaba Natalia tras el mostrador, con su bellísimo rostro perfecto que no dejaba ver el nerviosismo que sus manos, un poquito crispadas, trasmitían. Supongo que yo era más transparente, porque todo eran dudas e intranquilidad en esa nueva situación y eso que solo tenía que recoger lo que me dieran y entregar cada paquete en la mesa que pusiera en la etiqueta. Intercambiamos miradas y sonrisas. Era mi única amiga en todo el mundo y yo era la suya. Éramos lo más parecido a una familia que habíamos conocido desde nuestro renacimiento.

Por la tarde, antes de acabar el turno, tuve que pasar por Vestuario, que estaba en la planta baja. Había una treintañera entrada en carnes, de labios rojos como me gustaría llevar a mí, que me preguntó, desde el otro lado del mostrador, por mis medidas. Cuando le dije que 80A/55/120, levantó la vista, incrédula, por encima de sus gafas.

—Eso no puede ser. Ven aquí...

Sacó su metro de costurera para confirmar por sí misma.

—¿Es... natural? —preguntó, con un poco de vergüenza—. Porque tus piernas son tan esbeltas que te las envidio mucho.

Con más timidez todavía le contesté yo con un escueto «sí» . No le iba a contar cómo me habían diseñado.

—No tenemos ropa que te pueda servir. Tendrás que comprártela y traernos la factura. Supongo que no es fácil de encontrar.

Como solo podía llevar faldas cortas o shorts, no era tan complicado Solo me tocaba buscar entre tallas grandes, mientras el resto de mi atuendo era casi de tamaño infantil.

—No es necesario que luzcas tanta pierna. El zapato plano también está bien visto. Niña, que pasas muchas horas de pie y no puede ser cómodo.

—Prefiero seguir así, si no le importa.

Hizo un gesto de «tú sabrás» y me dejó ir.

Adalberto me mandó a casa en cuanto se cumplió la hora. Me felicitó por mi diligencia y dijo que esperaba que siguiera así en los días venideros.

En la calle, a pesar del hambre que ya tenía —más intenso del habitual, porque yo siempre estoy hambrienta, consecuencia de luchar contra el engorde infinito de mi culo— esperé a Natalia. Antes salió el chico de la segunda planta, Raúl, que seguía empeñado en invitarme a café, esta vez en un sitio tranquilo.

—Eres un encanto —le dije, apocopada—, pero es demasiado pronto. Dame un tiempo para aclimatarme, ¿vale?

Aceptó mis palabras y me prometió que al día siguiente me volvería a invitar. Mi amiga, que había visto casi todo, comentó al llegar a mi altura:

—Parece que has ligado, ¿eh? ¡Eres una triunfadora!

—¡No seas tonta! ¡Si no sé ni qué hacer con él!

—Te entiendo —asintió con la cabeza—. Para mí también es todo nuevo.

Después del gimnasio y la compra, por la noche, Natalia me tenía preparada una sorpresa. La peluquería tendría que esperar. Yo estaba en casa. Me había quitado los zapatos y estaba descansado en el sofá, semirreclinada, en lo más parecido a una postura cómoda que podía adoptar, con las piernas dobladas y el tronco medio levantado, leyendo un suplemento dominical del periódico. Mis pobres piececitos dolían como en mi última etapa en la tienda, cuando no me dejaban sentarme nunca. Esperaba acostumbrarme con el tiempo. Mi amiga entró con confianza y un paquete en la mano. Se sentó a mi lado y me preguntó:

—¿No estás cansada de este sufrimiento continuo? ¿De necesitar obtener algún tipo de satisfacción sexual?

—Claro. Ya te dije que mi mayor deseo sería volver a ser hombre y poder correrme con mi polla.

—Eso es imposible. Hablo de lo que sí se puede. Cuando estás sola en la cama, por las noches, ¿no darías lo que fuera por tener a un nombre dentro de ti? ¿No te cuesta dormir de la propia excitación insatisfecha?

La cogí de la mano antes de responder.

—Natalia, dos cosas: uno, sabes que sí y dos, me estás poniendo cachonda —mis pezoncitos estaban empezando a ponerse duros—. ¿A dónde quieres llegar?

—Bueno, no será lo mismo, pero mira...

Desenvolvió el paquete. Dentro había un consolador muy realista y demasiado grande —eso me pareció a mí. Con el tiempo descubrí que alguna de verdad era incluso mayor—. Era de color oscuro y hasta tenía las venas marcadas.

—¡Vaya! —fue todo lo que fui capaz de decir, con los ojos muy abiertos. Empecé a salivar a mi pesar.

—De acuerdo que no nos gustan las mujeres. No nos atraemos la una a la otra —continuó—, pero a ambas nos gusta esto que hay en la mesa, mejor si es de carne. Si me lo hago yo mismo o te lo haces tú misma no funciona, las dos lo sabemos. Quizá si nos intentamos dar placer de forma cruzada consigamos algún tipo de alivio. ¿Probamos?

A pesar de que oía su voz de fondo, esa verga de látex me tenía hipnotizada. ¡Qué bonita era! Asentí con la cabeza, más que dispuesta. Cuando levanté la mirada, Natalia estaba desnuda, tímida, con una pierna semiflexionada, tapándose lo que ya cubría su cinturón de castidad y usando los dos brazos para cubrir la parte inferior de sus pechos, donde estaban sus pezones, a la altura del ombligo.

Le sonreí, cogí con una mano el consolador y, con la otra, una de las suyas y la conduje con cariño al dormitorio. Caminé de puntillas, puesto que me había dejado las sandalias de tacón alto. Me quité toda la ropa, con el suspiro habitual cuando alguien iba a ver mis tetitas diminutas y mi colgajo.

—Ahora estamos las dos a la par.

Quise desearla, como aquel día en la ducha y, como entonces, solo sentía curiosidad por otro cuerpo femenino, por cómo sería tener sus curvas en vez de las mías. En cambio, la polla de goma me llamaba una y otra vez. Veía como a sus bellos ojos verdes les pasaba lo mismo, así que la puse en medio de nosotras. Me arrodillé delante de la cama y pasé mi lengua por toda su longitud, desde la base hasta la punta. Podría haberlo hecho sin irme al suelo, pero me sentía más cómoda así, como si fuera lo correcto.

No me gustó su sabor, temperatura ni textura. No se parecía en nada a las dos de verdad que había conocido. Como era lo único que teníamos a mano, nos tendría que valer. Natalia, que nunca había estado cerca de una real, se puso a mi lado. Unas de sus enormes ubres reposó en mi muslo. Fue una sensación extraña. Pensé que me costaría vivir con algo así. Mi culo, por desproporcionado que fuera, era más cómodo, porque no colgaba y estaba más bajo, alterando menos mi centro de gravedad. La rubita me miró con mucha atención y luego empezó a imitarme. En un momento, estábamos las dos lamiéndolo y excitándonos. Mi pulso y respiración ya estaban aceleradas y mis minipezones, en el extremo de mis grandes aréolas, duros como piedras. El culo me palpitaba de deseo. Natalia quería más y fue la primera que engulló el glande marrón claro.

—Cuidado con los dientes —le dije—. Es lo más importante en una mamada.

En respuesta, clavó en mí sus pupilas: la había mordido sin querer. No importaba mucho porque no había una persona real detrás. Abrió la boca con cuidado exquisito y la dejó salir. Fue mi turno de engullirla. Quería ser delicada, empezar poco a poco, para que fuera viendo cómo. La pasión no me lo permitió. La empujé hasta la garganta y, con un esfuerzo que me arrancó algunas lágrimas, entró en ella hasta que solo los huevos asomaban, apoyados en mi barbilla. Natalia hizo una «o» de asombro con sus labios, uno de sus más extremos gestos. Me encogí de hombros y, a continuación, empecé a follarme la boca con ella, más rápido de lo que hubiera podido con una de verdad. Llevaba varios minutos en mi frenesí cuando mi amiga me puso una mano en el hombro y me extrajo el miembro de látex. Me di cuenta de que se me había corrido todo el rímel y mi glotis estaba dolorida. Solo podía hablar con susurros.

—Me lo quiero meter en el culo —me dijo—. Saber lo que se siente.

—Natalia, cariño, eso no es fácil, menos para tu primera vez.

—Quiero intentarlo...

No tenía la garganta para explicarle cómo fue la mía con Dalia, dueña de un miembro mucho menos desarrollado que éste. Levanté las cejas. Seguía mirándome con su carita de porcelana y acabé por encogerme de hombros. Yo tampoco era una experta. Intentaría guiarla en lo que se le venía encima.

—Chúpalo bien —le expliqué—. Mójalo mucho. Cuanto más húmedo, mejor entrará. Que chorree.

Se afanaba de una forma tan entusiasta que me excitaba.

—¡Ya! —sonrió, por fin—. Métemela, por favor. Necesito saber qué se siente.

—Ponte a cuatro patas, Natalia.

Me obedeció. Volvió a la cama y levantó sus nalgas, redondas y pequeñas. Desde la espalda, tenía un cuerpo perfecto, con su cintura breve y sus omoplatos de anchura ideal. Unas proporciones mejores que a las que me habían condenado a mí. Hoy hubiera hecho algo más para facilitar lo que iba a pasar; entonces era muy novata. Empujé el falo de goma contra su ojete. Se quejó. Recordaba lo que me había costado a mí y me detuve. Ni siquiera había entrado la puntita y ya le molestaba.

—Voy a seguir —le susurré cuando noté que se relajaba un poco.

En cuanto reanudé el movimiento, volvió a emitir unos quejidos bajos y muy agudos. Le acaricié un hombro. Estaba sudando.

—¿Quieres que pare?

—No, por favor. Lo necesito.

Suspiré y continué hasta que el glande pasó el límite de su esfínter. Los lloros fueron más agudos. Giró la cara para mirarme y el contraste me impresionó. Le caían lágrimas por las mejillas, pero su rostro solo mostraba calma y paz. Como siempre. Con la boca cerrada la ilusión era casi perfecta.

—Me duele mucho, Laura. ¿No me habré roto algo?

—No, cariño. Esto es lo que pasa cuando te dan por el culo. Y solo hemos empezado. Queda casi todo por entrar. Deberíamos dejarlo.

—No. ¡Sigue! Si es así como debe ser, necesito sentirlo. ¿Sabes? Por un lado es horrible y, por otro, estoy más excitada de lo que he estado nunca.

Sin darle tiempo a acabar, empujé de forma continua, aunque no brusca, hasta que casi la mitad estuvo dentro. Comencé a moverla adelante y atrás. De la puntita de su pene atrapado salía un caudal casi continuo de líquido preseminal. Yo misma estaba también a mil. Me quería convencer de sentirme como el hombre, como si el falo fuera mío, mientras en el fondo lo que deseaba era estar en su posición y en su bello cuerpo, ya que las tetas, colgantes y apoyadas en la cama, apenas las veía. Lo peor era que no sentía nada, ninguna parte mía estaba dando ni recibiendo placer, solo un juguete erótico con el que simulaba un polvo. Los lamentos de mi amiga se convirtieron poco a poco en gemidos de algo parecido al placer. Meneaba la cadera como si de alguna manera pudiera sentir algo con su cosita o liberarla. No le habían quitado, como a la mía, toda sensibilidad, lo que no sabía si era mejor o peor. Yo había aceptado que no podía sentir con ella. Natalia quizá todavía tenía esperanzas vanas de salir de su prisión de titanio.

Quizá había pasado media hora, durante la cual el rabo entraba y salía de su agujero, dilatado, que ya no ofrecía ninguna resistencia. Mis brazos habían llegado al agotamiento. Paré.

—¡Quiero más! —me pidió—. Solo un poquito más. Solo hasta que me corra. Estoy muy cerca ya, Laura. ¡Muy cerca!

Me mordí el labio inferior. Eso era imposible. La saqué y me tumbé a su lado. Ella se dejó caer, boca abajo. Sus tetazas se desparramaron al momento. Para estar más cómoda, cuando recuperó el aliento las sacó de debajo, poniendo una a cada lado de su cuerpo.

—Si hubieras seguido un poquito más...

—No puedo más. Además, no ibas a lograrlo. Lo sabes perfectamente.

—¡Estaba muy, muy cerca! ¡Igual lo conseguía!

Lloraba. No pude evitar acompañarla. Me sentía mal por ella, por llegar tan cerca y no encontrar el alivio final. Por nosotras, porque mi excitación nunca había estado tan alta y, al no haber nadie que obtuviera un orgasmo por mí, mi tormento era total. Por la crueldad que era nuestra vida.

—¿Quieres que yo ahora...? —se ofreció Natalia a penetrarme.

Negué con la cabeza.

—No creo que fuera una buena idea. Tenemos que conseguir calmarnos de alguna manera que no sea una ducha fría.

Con el rímel como chorros negros por mi cara, me tendría que lavar pronto. De momento, me limité a limpiarme lo más escandaloso con un pañuelo.

Más tarde, las dos un poco más relajadas y tumbadas boca arriba, Natalia me preguntó:

—¿Tu... —dudó la palabra— pene no se levanta ni siquiera un poco?

—No. Y no siento nada en él. Con lo diminuto que es ni siquiera lo considero un pene. Es mi cosita o mi colgajo .

—¿Cómo puede saber alguien que estás excitada?

—No sé... Por mis pezones, que se ponen duros, por mi respiración agitada o, más fácil, porque haría cualquier cosa por sacarle la lechecita a mi hombre.

Reímos un poco.

—Hoy va a ser todavía más difícil dormir, ¿verdad? —preguntó.

—Me temo que sí. Somos esclavas de nuestras de estas necesidades que nos han implantado. Pero de mañana no pasa. ¿Sabes? Pienso ligarme a alguien y obtener algo de paz de una vez.

—¡Laura!

El pánfilo de Raúl era el mejor objetivo.


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