Las cinco amigas. Libro Segundo (8)

Lauray Natalia buscan trabajo y tienen una entrevista personal que va entre lo excitante y humillante.

Si era difícil encontrar trabajo para una, era peor encontrarlo para dos. Laura volvía a estar en paro. La presión a la que la sometían sus compañeras, antiguas amigas, era insoportable y se marchó. Las demás le aplaudieron en la puerta y dijeron algunas cosas muy feas que no quiero repetir. Las oí porque estaba fuera, esperándola. Había cometido un error por no conocer los códigos sociales que yo esperaba no repetir, pero las noches eran largas y el deseo, grande. ¿Aguantaría, llegado el momento?

Al día siguiente volvió a sonreír. Se notaba que se sentía liberada. Con el finiquito, preparó una comida especial para las dos en la que el verde predominaba, si bien no tan insípido como solía. De segundo, comió pescado con una salsa ligera de tomate y puerros. Para mí, una más consistente carne asada que no pude rechazar.

Esa misma tarde, antes del gimnasio, entregamos currículos por varias empresas del barrio y buscamos en los anuncios por palabras del periódico. Había olvidado casi todo de mi vida anterior y, aunque no lo hubiera hecho, encontrar un empleo ahora era diferente. No teníamos ninguna cualificación demostrable y no estábamos ni siquiera muy seguras de cómo relacionarnos con el mundo con nuestro nuevo aspecto y nuestros recuerdos casi borrados. Laura quería aparentar más tranquilidad, dada su experiencia previa, pero arrugaba el ceño como yo no podía y, así, veía sus dudas.

Verla actuar era un espectáculo. Su maquillaje sofisticado, sus faldas cortas —se había puesto una de las más largas y ceñidas y apenas le llegaba a medio muslo— sus zapatos imposibles y ese caminar cimbreante que movía su culazo a izquierda y derecha. Como no podía hacer un solo gesto sencillo, atraía la atención en cada comercio al que entrábamos. Algunas mujeres parecían despreciarla. Algunos hombres se asustaban sin saber que, detrás de su sensualidad obligada, solo había una niña aprendiendo a ser mayor. Yo había elegido también falda, con unos tacones de dos centímetros, el pelo suelto, pendientes discretos y mi suave maquillaje habitual. Una camiseta ajustada sin mangas y, encima, una chaqueta que me daba más calor del que podía tolerar y que acabé llevando al hombro salvo cuando estábamos en un local cerrado. Como caminábamos rápido, mis pechos rebotaban hasta el punto de casi resultar doloroso. Mi amiga parecía más acostumbrada a atraer unos vistazos de deseo que me sonrojaban. Como me había explicado, a mí me miraban por delante, a ella por detrás. No penséis que por no tener ojos en la nuca no nos dábamos cuenta. Ese giro de cabeza brusco por el rabillo del ojo o el chico ocasional que nos seguía un rato, ambas sabíamos que era para admirar el supertrasero.

Pedíamos trabajo de dependientas porque era el único que nos parecía adecuado, hasta que pasamos delante de un edificio de oficinas y Laura se detuvo en seco.

—¿Probamos aquí? —preguntó.

—¿Qué pintamos nosotras? ¡Ni siquiera sabes a qué se dedican!

Sonrió enarcando las cejas y girando la cabeza hacia un lado.

—No importará mucho para teclear, repartir correo o estar en una recepción.

Acepté su lógica con un tenue asentimiento. Suspiré, con mi corazón acelerado como única señal de un nerviosismo que la máscara perfecta que tenía por rostro no podía mostrar.

Tras el mostrador había una chica de nuestra edad con el pelo teñido de rubio, más grueso que el mío. Le daba un aire más vulgar que si hubiera elegido un tono más conforme a sus cejas y a sus ojos marrones. Tenía el pecho grande y firme. « Operado» pensé. Nos miró de arriba a abajo, como si nos examinase y al final decidiera suspendernos. Mi amiga preguntó por si había vacantes en algún puesto.

—No —respondió—. Me temo que todos los puestos están cubiertos.

La decepción de Laura se le dibujó en la cara. A mí, que estaba dos pasos por detrás, me pareció muy raro que ni siquiera preguntase para qué nos presentábamos. Mi timidez natural me impidió avanzar y responderle lo que pensaba.

Entró un hombre de unos cincuenta años, con canas en las sienes y en la perilla, nariz ancha y algo de barriga, vestido con traje y corbata que, por fresco que fuera y aunque no sudase, le tenía que agobiar. Me pareció atractivo aunque me doblase en edad.

—Elena, ¿las señoritas desean trabajo?

—Pero señor Nervión...

—Mándamelas arriba.

Laura volvió a sonreír y la rubia de bote nos miró como si tuviéramos la culpa de algo.

—Coged el ascensor del fondo. Décima planta. Allí decís que vais a ver al jefe de Recursos Humanos, que os está esperando.

Mi amiga me dio un codazo de satisfacción y acudimos hasta el elevador. Para entonces el señor Nervión había desaparecido.

—Imagínate que volvemos a tener una entrevista de trabajo como la que nos ha convertido en lo que somos —le dije, medio en broma.

—¿Qué sería lo peor que nos podría pasar? ¿Volver a ser lo que éramos? Ojalá, Natalia, ojalá. Lo que daría por volver a ser eso que casi he olvidado. Afeitarme solo la cara en vez de todo el cuerpo, tener el pelo corto, mantenido con pocos cuidados, no ser una enanita frágil sobre tacones enormes, poder tener algún gesto que no sea tan sexy como incómodo y, sobre todo, correrme. Necesito tanto echar semen por mi polla, sentirme los huevos bajo ella, gritar de placer como creo que hacía y no tener que satisfacer a otros como única manera de encontrar paz durante un breve tiempo.

No pude contestarle. Se aguantaba las lágrimas y le tembló durante unos instantes la barbilla. Me hubiera gustado enviarle un gesto de consuelo que mi cara de muñeca de porcelana no me permitía. Me gustaba seguir siendo mujer. Con mi parálisis facial y con mis tetas absurdas lo prefería a mi vida de hombre, que lo poco que recordaba de ella era muy insatisfactoria. Eso sí, estaba de acuerdo en que necesitaba tener orgasmos o, por lo menos, algo que aplacara las noches de inmenso deseo insatisfecho. Después se miró en el espejo, recogió con un pañuelo de papel las gotitas que amenazaban con desbordarse y comprobó que las complejas pinturas ocres de su rostro no se hubieran dañado. Así estaba cuando sonó el timbre del elevador y se abrió la puerta. Habíamos llegado.

Salimos a un recibidor de color crema y marrón, con otra chica guapa que hacía las veces de secretaria, recepcionista o lo que fuera. Ésta era pelirroja y pecosa, de ojos verdes como los míos, pecho discreto y zapatos de tacón alto. Vestía de azul pálido con falda corta. Era la mujer más hermosa que había visto y sentí un deseo instantáneo de parecerme a ella, incluso aunque me sacaba poco en belleza facial. Era tan agradable como hostil la que estaba en la planta baja.

—Vienen a ver al señor Nervión, ¿verdad? Esperen ahí —señaló una sala cercana con una mano que mostraba una bella manicura y uñas rojas y largas— y enseguida les atenderá.

Nos sentamos en un sofá cómodo, tan bajo que Laura tuvo que forzar todavía más su postura para no enseñar el tanga, porque las rodillas estaban más altas que su culazo. Nos miramos. Ninguna de las dos sabíamos lo que nos esperaba. El corazón me bombeaba a ciento veinte pulsaciones. Mi amiga me cogió una mano que apretó hasta dejarla blanca. En menos de cinco minutos, la simpática pelirroja nos llamó y, casi temblando, las dos recorrimos los escasos metros de moqueta parda que nos separaba del despacho.

Dentro estaba el mismo señor con canas y perilla. Me resultaba atractivo, quizá a mi pesar. Transmitía una sensación de poder que tenía algo de erótico. Mi pene, por siempre flácido, hizo un absurdo intento de crecer dentro de su prisión. Noté que los pezones se endurecían y agradecí que mirasen al suelo, porque así no se me marcaban en la ropa. También mi cara inexpresiva ayudó a camuflarme. Laura, en cambio, se removía inquieta sobre sus difíciles zapatos.

—Bienvenidas a Newteller, muchachas. Tengo aquí vuestros currículos —tenía una mano grande y morena—. No son gran cosa. Casi parece que hubieseis nacido hace un par de meses —ambas reímos nerviosas. Quizá conocía nuestro secreto—. Es política de nuestra empresa darles oportunidades laborales a mujeres atractivas que no tengan mucha formación. Eso sí, es un requisito estar tan guapas como os sea posible.

Entreabrí la boca, único gesto que podía mostrar asombro o duda. Laura arrugó el entrecejo y casi caminó hacia la puerta, asustada. Él, que nos vio, realizó con sus manazas un ademán de calma.

—Tranquilas. Nadie os va a obligar a nada que no queráis y, por supuesto, sois libres de marchar. No solo ahora mismo, sino en cualquier momento. Aquí queremos trabajadoras, no esclavas. Si decidís quedaros, sabed que hacemos contratos indefinidos una vez superado el periodo de prueba y que pagamos dos niveles por encima de convenio. Estaréis por encima de mileuristas sea cual sea el puesto al que optéis.

Mi amiga seguía intranquila. A mí cada vez me gustaba más todo. Empecé a fantasear con si el señor Nervión tendría una cola a juego con sus manazas y cómo sería chupársela. Olía bien por fuera, pero al ser tan mayor, quizá su entrepierna no fuera tan agradable. Pensé que tal vez no me desagradara, que un poco de aroma intenso debería ser connatural al sexo. Si seguía excitándome no me enteraría de lo que nos tenía que contar.

—En este momento, tenemos dos vacantes en las que creo que encajaríais. Tú, rubita —me sonrió con una dentadura blanca que me hizo palpitar el agujerito de atrás—, Natalia, según leo aquí, encajarías como recepcionista en la tercera planta. Pasarías la mayor parte de la jornada laboral sentada, por lo que podrás ponerte tacón alto sin sufrir demasiado. En tu caso, la ropa ajustada al pecho o el escote pronunciado son obligatorios, pero lo principal es que tu rostro sea bello y armonioso como, de hecho, lo es. Tendrás que sonreír mucho; la amabilidad es marca de la casa.

Me puse roja como un tomate. Aun sin ser capaz de mostrar más emociones con mi rostro, esa me hacía transparente. El discurso fue a peor:

—¿Puedo ser franco con vosotras? —ambas asentimos en silencio, yo con más efusividad—. Mirad, tenéis unas características físicas únicas, ambas lo sabéis, no haría falta que os lo señalara. Tu pecho, Natalia —me miró y me temblaron las piernas, tanto por excitación como por vergüenza— es impresionante. Sí, nace bajo y seguro que no es firme —ahí creí que me desmayaba—, pero su tamaño compensa todo. Lo primero que nuestros visitantes verán de ti será un busto parlante. Juega esa baza.

¿Me quería dar trabajo por tener las tetas grandes? Debería sentirme ofendida y, en lugar de eso, solo sentía agradecimiento.

—Laura, tú encajarías como ordenanza. Tendrías que repartir correo, tanto interno como externo, que incluye paquetes pequeños. Para eso tendrás, por supuesto, la ayuda de un carrito. He visto cómo te mueves, cómo cimbreas esas nalgas tan poderosas que tienes. Aunque seas bastante plana —eso seguro que le dolió—, lo compensas con el resto de tus capacidades. Como vas a tener que caminar mucho, puedes llevar un tacón más discreto, si lo deseas. La falda corta o pantalones muy ceñidos, sin embargo, no son optativos.

—Mis tacones están bien. Me gusta llevarlos así aunque esté casi todo el día sobre ellos —mintió. No es que le gustase, es que no tenía otra opción.

—¡Mucho mejor! ¡Esa es la actitud para progresar en esta empresa! Aquí valoramos mucho la dedicación y el compromiso. Podréis ascender en el escalafón a medida que vayan quedando otros puestos libres, si encajan con vuestros perfiles y capacidades. Si estáis de acuerdo con todo, ¡bienvenidas a Newteller!

Las dos asentimos, un poco asustadas y un poco orgullosas. No sabíamos dónde nos estábamos metiendo, pero eso era lo de menos. ¡Teníamos trabajo!

—Me da un poco de repelús el señor Nervión —dijo Laura cuando salimos fuera.

Me callé lo que yo le habría hecho con mi boca y mi culo. No sabía hasta ese momento que me gustasen los señores mayores. Tal vez era solo ese, en concreto, por esa mezcla de poder y virilidad. Me había dicho con claridad que sabía que mis tetas estaban tan caídas como parecía y no me había importado. Incluso detrás de su criterio profesional me había parecido verle un destello de deseo. ¿O me lo imaginaba?

Aún tuvimos más buenas noticias. El vestuario corría de parte de nuestros empleadores. Sería más revelador de lo que me gustaría llevar. Por lo menos tenía un margen de elección y no usaría escotes, que mi pecho, tan feo, no podía lucir y me conformaría con camisetas muy ceñidas, que dibujasen la forma de mi sostén.

Aquella noche me costó dormir. Por un lado estaba la excitación de haber conseguido un nuevo trabajo tan pronto y con tantas ventajas aparentes. Eso me llevó a pensar en el señor Nervión y, ya sin nada que me distrajera, me concentré en lo que le haría. Cómo le acariciaría un torso que adivinaba velludo y lo que disfrutaría haciendo crecer su pene en mis manos antes de metérmela por mis dos agujeros. O por uno solo, si él lo prefería así. La respiración se me aceleró y rocé con dos dedos la puntita de mi pichita. Sentí punzadas eléctricas de placer hasta que me dolió sin conseguir satisfacerme. Me puse a cuatro patas, yo sola, para sentir mis tetas gigantes apoyadas en el colchón. Solo cuando pensaba en sexo me gustaba notarlas, tan molestas y que tanto efecto causaban en los hombres. Separé mis nalgas, soñando con algo que entrase en mi ano. Lo acaricié sin atreverme a penetrarlo. ¡Cómo necesitaba a un macho que aplacase mi deseo!


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