Las cinco amigas. Libro Segundo (6)

Después de unos pocos años, vuelven las aventuras de Laura y sus amigas. Ya sé que me he hecho de rogar. Natalia toma el relevo de una Laura muy deprimida por los últimos sucesos. ¿Cómo es el día a día de una muñequita de porcelana con tetas gigantes y caídas? Ella nos lo cuenta.

Hola. Mi nombre es Natalia, creo que algunos de vosotros ya me conocéis. Laura me ha pedido que os cuente lo que ocurrió cuando la volví a encontrar, justo después de haber sido rechazada por las que ella creía que eran sus amigas, las tres dependientas de la tienda de ropa.

Permitid que os hable antes un poco de mí. Sé que Laura os ha contado un par de cosas de cuando nos encontramos en la Clínica. Algunas incluso muy embarazosas, que preferiría que se hubiera quedado entre nosotras, como el día en que me encontró peleándome con mi cinturón —por llamarlo de alguna manera— de castidad. Una estructura de metal muy parecida sigue en el mismo sitio y ahí seguirá hasta que muera. Ya me he acostumbrado.

Laura pensaba que todo lo que hay por encima de mis párpados está paralizado en una máscara perfecta. La realidad es aún más radical. Aparte de en mis ojos y en mi boca, carezco de expresividad. Puedo sonreír, es cierto, bostezar o entrecerrar la mirada. poco más. Mis amigas, salvo quizá la pobre Flor, con su inteligencia tan limitada, han aprendido a leer mis escasísimos gestos, pero para la mayoría de la gente soy una incógnita. No me importa. Me gusta jugar un poquito a la mujer misteriosa. Bueno, me gustaba antes de conocer a mi marido. Ahora sólo tengo ojitos para él.

Mi falta de movimientos faciales tiene también su lado positivo: mi piel se conserva perfecta y sin arrugas. Apenas necesito un toquecito suave de maquillaje para tener un aspecto radiante, un poquito de muñeca de porcelana. En eso gano a Laura, a Dalia y a las demás. Supongo que les dará algo de envidia, aunque a veces me siento excluida en sus largas charlas sobre cremitas y colores. También mi pelo es natural, rubio, liso y largo. Uso menos la peluquería que cualquiera de ellas, a cambio de tener menos posibilidades. Casi siempre lo llevo suelto. Sólo lo recojo en una coleta cuando estoy limpiando la casa o hago algo molesto. Cuando tengo sexo a cuatro patas, en cambio, dejo que caiga sobre mi cara. Me gusta sentirlo. Me hace sentirme un poquito más dominada —como si lo fuera poco— y eso es algo que me hace sentir bien. Si tan sólo pudiera tener orgasmos...

Porque yo, como Laura y Flor, tengo negado el placer supremo. Mi marido dice que así siempre estoy deseosa de más, lo cual es cierto, al menos en cierta medida, porque lo que me gusta es darle a él placer. Le quiero muchísimo. Me gusta un buen polvo con otro cuando me lo permite, pero sólo con él me siento realizada. Cuando usa su pene gordo —creo que sólo el marido de Laura la tiene más grande— me llena de lechecita el ano, la boca o el pecho es cuando soy feliz.

Mis senos... ¡Ay! Si pudiera cambiar una cosa de mí, sería eso. Soy delgada. Tengo una cinturita fina, apenas dos centímetros más que Laura, y un pompis redondo y duro, noventa centímetros exactos. Para compensar, me dieron un par de pechos horrorosos. Creo que es algo que les encanta en la Clínica, crear mujeres preciosas con algún defecto que las acompleje siempre. En mi caso son las tetas. Son tan grandes y tan blanditas que necesito llevar siempre un sujetador, copa E, nada menos. Para alguien que apenas pesa cincuenta y dos kilos es descomunal, creedme. Si no lo llevo, me caen hasta más allá del ombligo, con los pezones mirando hacia el suelo. Cuando estaba en la Clínica, cada paso era un suplicio, porque se movían sin parar. Correr es imposible sin él, incluso cuando lo llevo es difícil. Además, nacen ya muy bajas, con lo que es imposible disimular su triste posición. Aun así, gustan mucho a los hombres. No puedo ponerme escotes llamativos, pero mi marido quiere que lleve ropita ajustada que marque bien su contorno y no puedo negarle nada. Uno de esos vestidos ceñidos llevaba el día que el taxi me dejó en un edificio del centro de la ciudad, con mi maletita, el día que me reencontré con Laura.

Mi apartamento era el contiguo al suyo. Para mí era todo nuevo, diferente a mis escasas experiencias. Como ella un mes antes, me sentía una niña que estaba descubriendo el mundo. Las miradas de los hombres, que a veces me devoraban, me ponían nerviosa. Aunque de mi antiguo yo masculino no quedaban más que algunas oscuras fantasías de convertirme en mujer, no pensaba que fuera capaz de acostarme con ningún tiarrón peludo y desagradable. ¡Qué equivocada estaba! A veces me acariciaba con un dedito la puntita de lo que cuando estaba libre debió ser mi pene. Eso me daba un placer que se aproximaba a lo necesario para correrme, sin conseguirlo jamás.

No creáis que no eyaculo. Mis testículos están intactos y, si me penetran bien, suelto toda mi lechecita, pero sin orgasmo. En esos momentos, mi colita implora el más mínimo roce para estallar, un alivio que nunca tendrá. Los chorros se escurren por mi entrepierna, sin fuerza, dado que su prisión de acero y titanio impide incluso la mínima de las erecciones.

Volviendo al tema, Laura lloraba en su apartamento y la oí. Sabía que era ella, por eso llamé a la puerta. Salió a abrir. Tenía el pelo, tan negrazo como siempre, precioso, con sus rizos brillantes, pero el maquillaje estaba hecho un estropicio por las lágrimas y lucia sus preciosos ojazos oscuros hinchados de tanto llorar. Me miró como si fuera una persona de otro planeta. Luego abrió mucho los ojos y se lanzó a abrazarme. Me hubiera gustado mostrarle algún gesto de comprensión, pero ya sabéis que me es imposible, así que me limité a devolverle el estrujón y a acariciarle la cabeza.

—Pasa, por favor, pasa —me pidió.

Su casita mostraba que llevaba un tiempo habitada. Al contrario que la mía, que parecía una habitación de hotel, ya la había personalizado con pequeños objetos y olores que la hacían muy agradable. Laura siempre ha sido muy detallista, aunque dice que no se da cuenta. Imagino que será parte de esa programación que a todas nos han impuesto o tal vez era una habilidad latente que tenía antes. ¡Es tan complicado lo que sea que nos han hecho!

No tuve que presionarle mucho para que me contase lo que había pasado. Desde que le hizo la felación al imbécil ese en el reservado de aquel bar, sus compañeras de trabajo, que se habían enterado, se dedicaron a hacerle la vida imposible. Ya os ha contado que está obligada a caminar sobre sus tacones imposibles… pues incluso le negaban una silla en los momentos en que la tienda estaba vacía. El trato oscilaba entre no hablarle e insultarla, según el momento. Incluso deshacían lo que ya había hecho, por lo que sabía que, antes o después, la iban a despedir. Nunca ha sido tonta.

Lo que más le dolía era sentirse de repente sola en el mundo. Ninguna de nosotras tenemos familia, solo las unas a las otras. Las cinco somos como hermanas —aunque lo que Dalia hace con Laura de vez en cuando no es muy fraternal, ya lo veréis—. Mi amiga se sentía abandonada. Cuando me vio fue como agarrarse a un tablón que flotaba en medio del océano. Si bien su trabajo se iba al garete, por lo menos volvía a tener alguien en su vida, una amiga de verdad a la que no le importaría demasiado con quién tenía sexo oral o como fuera. Había aprendido la lección y poco a poco fue controlando sus ansias sexuales. Luego me tocaría a mí pasar por esa fase.

Nos pusimos a buscar trabajo, porque yo no lo tenía. De no haberme explicado Laura cómo iban las cosas, hubiera estado tan aterrorizada como lo estuvo ella, sin saber qué recursos tenía o qué iba a necesitar para vivir.

Me maravilla la gracia de Laura para caminar con sus tacones y mover con tanta gracia un culazo tan descomunal como mis tetazas. Eso, en parte, nos ayudó a encontrar un nuevo sitio en el que ganarnos los garbanzos.


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