Las cinco amigas. Libro Segundo (3)
Los siguientes días intenté cambiar mi rutina... pero me sentía incapaz. Cuando me miraba al espejo, veía a una mujer, no al hombre que una vez había sido y del que ni siquiera recordaba ya la mayoría de sus rasgos
3. Los siguientes días intenté cambiar mi rutina... pero me sentía incapaz. Cuando me miraba al espejo, veía a una mujer, no al hombre que una vez había sido y del que ni siquiera recordaba ya la mayoría de sus rasgos. Como mujer, no podía descuidarme. Sólo de pensar en que mis piernas se llenasen de pelos, me daba un escalofrío. Y más sabiendo que nada podía cubrir mis piernas, más allá de unas medias, claro. Por eso, cada mañana pasaba las dos primeras horas del día cumpliendo los rituales a los que me habían acostumbrado en la clínica: depilaciones, incluyendo la humillante de mi micropene, que tenía que mover a uno y otro lado para apurar, duchas, cremas de cuidado facial y corporal y, por supuesto, el delicado pero complejo maquillaje que me aplicaba delante de mi tocador, experimentando a veces, otras veces quedándome en lo más básico. Siempre con mis tonos ocres y marrones, claro. Pensé en experimentar con rosas y rojos, de hecho, me compré algún cosmético barato... pero directamente no pegaba conmigo, ni con mi piel ni con mi pelo. Así que acabé encogiéndome de hombros y volviendo a mis colores.
En mi cuerpo femenino jamás dejé siquiera llegar a nacer la sombra de un pelo ni en piernas, ni en pubis ni en axilas. Y más no me crecía, menos mal. Sólo me hubiera faltado que me hubieran convertido en una mujer velluda, con patillas pantojiles y demás.
Con mi cabello también quise jugar, al menos un poco. Sujetar mi melena en una coleta alta para estar más cómoda en casa, por ejemplo... pero tampoco pude. Definitivamente, mi cabello tenía que estar suelto para que yo me sintiese a gusto. Eso, en realidad, tenía más problemas que ventajas. Para empezar, los odiosos aros que colgaban de mis orejas a perpetuidad se enredaban continuamente en algunos mechones. Algunas veces hasta me daban tirones que me hacían soltar una involuntaria lagrimilla. Después, siempre estaba en medio. Si me agachaba, los rizos caían sobre la cara. Al tumbarme, me hacían cosquillas... Y eso por no hablar de los cuidados que necesitaba, claro... Pero al acabar cada mañana, al menos me sentía hermosa.
Si en esa época un hada madrina me hubiera concedido un deseo, un solo deseo, habría sido volver a ser el hombre que fuí. Olvidarme de tantísimas incomodidades (estaba segura de que ser mujer no implicaba necesariamente todo lo que yo hacía... pero sí el tipo de mujer que yo era, que necesitaba ser), poder dejarme la barba (al fin y al cabo, era mucho menos trozo de afeitar que el que tenía que rasurar cada mañana en mi nuevo "yo"), olvidarme de potingues varios y criar una hermosa panza cervecera. Pero claro, como decía Calderón de la Barca, "los sueños, sueños son".
Y hablando del particular, mis fantasías sexuales me atormentaban cada noche con fuerza cada vez mayor. Incluso dormida, me veía sodomizada o comiendo rabos hasta la extenuación... y me sentía bien con ello. La frustración de mi soledad me hizo derramar muchas, muchas lágrimas. ¡Cómo necesitaba dar placer a un hombre! ¡O a varios! Pero no estaba haciendo nada por conocerlos...
El dinero se iba agotando. Compraba el periódico cada día y buscaba ofertas... Y cada vez me daba de cabezazos con mi propia incapacidad. No sólo es que no supiera de qué era capaz... es que tampoco tenía un título que lo demostrara. De no ser por el DNI que me habían dado junto con la cuenta bancaria, ni siquiera sabría cual era mi nombre completo. Y, por supuesto, no tenía ni idea de si tenía algo que ver con mis apellidos masculinos.
Seguía comiendo en MacDonald's siempre que podía. De hecho, apenas tenía ocupada con algo la nevera de mi casa. Y, por supuesto, nada de gimnasio, aunque cada tarde, viendo la tele sin prestarle demasiada atención, me preocupaba por ello. Los resultados de mi comportamiento no tardaron en hacerse notar.
Una mañana, apenas una semana despues de llegar a la casa, después de ducharme, me pareció en el espejo que mi culo era todavía más grande de lo normal (si es que eso era posible). Diez días después observé en la misma zona una curiosa y delgada franja de piel más clara de lo que era mi palidez habitual. Me asusté al ver que era... ¡¡una estría!!
Me lancé sobre el metro, con el corazón acelerado. Efectivamente. Había aumentado cinco centímetros, hasta los ciento veinte, mi ya descomunal pandero. En esos días había notado algunos cambios más. Mis tetas habían crecido un poquito, aunque no hasta llegar a algo que mereciera el nombre. Parecía como si hubieran metido dos pelotas de tenis, algo más pequeñas, debajo de mi piel. Mi aréola, oscura como siempre, cubría más del 90% de ese abultamiento. El pezón era apenas un diminuto botoncillo en el centro. Mis pechos eran feos. Yo los veía horribles, además de enanos. Igual que esas fotos de tetas feas que se ven en Internet y que se manda la gente a través de estúpidas presentaciones de Power Point. Y lo peor es que se iban a quedar así. Como mi culo. No he sido capaz de menguarlos. Sólo a través del delicado cuidado de mi alimentación y del ejercicio puedo mantenerme en proporciones... humanas.
Mi tripita también había comenzado a engordar ligeramente, pero nada que ver con lo demás. Además, eso me resultó más fácil de corregir. Tuve que plantarme: se acabaron las hamburguesas y se acabó la pasividad. ¡Y a buscar trabajo, ya!
Tuve que desechar, claro, los periódicos. Mi única posibilidad, al menos al principio, iba a ser buscar en las tiendas y bares de la zona y poner la mejor de mis sonrisas. Ese era todo mi bagaje. Eso y unas piernas semidesnudas, claro. Y... bueno, pensaba entonces con resignación, si a alguien le gustan los culos grandes...
Mi mente volaba... ¿Encontaría un trabajo con un jefe que me tocase el culo? Y, si era así... ¿se lo iba a permitir? Mientras caminaba por la calle, bamboleando mi descomunal trasero sobre lo alto de mis tacones, me sentí excitada, pensando en comerme la polla de mi hipotético jefe en la trastienda... Naturalmente, mi excitación era sólo mental. Ni mi pequeño colgajo, inerme e insensible se movió lo más mínimo (carece de esa capacidad incluso a nivel físico) de la prisión de su tanga, ni por supuesto emitió el más mínimo líquido seminal.
Las comidas y cenas se redujeron a su mínima expresión. Ensaladas y pollo o pescado a la plancha, basicamente. Al menos, hacer la compra me sirvió para ahorrar mis ya magros remanentes económicos, y me entretenía. A pesar de no tener un recetario ni un ordenador en el que buscar cosas en Internet, descubrí que tenía un cierto talento innato para mezclar ingredientes y cocinar dentro de la insipidez general a la que estaba condenada también.
Cuando ya llevaba casi un mes y empezaba a estar seriamente preocupada, ocurrieron dos cosas importantes que me tranquilizaron un poquito. La primera de ella es que conseguí trabajo en una tienda de ropa de moda. No era una cadena importante y el sueldo no era gran cosa, pero al menos me serviría para tener una cierta autonomía.
Mira, guapa me explicó la dueña, una cincuentona muy maquillada, que siempre hablaba con una falsa afectuosidad, aquí lo importante es que el producto le entre a las clientas por los ojos. Y tú tienes una figura excelente. Puedes vestir como quieras, pero enseña ese cuerpecito que Dios te ha dado.
"Sí, claro, Dios", pensé para mí, recordando los ominosos sótanos de la clínica.
No veas cómo me gustan tus tacones, rica... continuó. La verdad es que yo no podría pasarme tantas horas de pie con ellos como tienes que hacer tú. Pero por mí no te cortes, ¿eh?
Qué remedio me iba a quedar... Efectivamente, iba a ser un verdadero suplicio pasarme más de diez horas de pie sobre mis pobres deditos.
La otra buena noticia vino en forma de correo. La Compañía, efectivamente, me pagaba el alojamiento. Una preocupación menos. De hecho, el piso parecía ser suyo. Y yo me pregunté si todos los vecinos serían empleados, como el simpático Asdrúbal al que saludaba de vez en cuando. Por otro lado, me sugerían un gimnasio "adaptado a mis necesidades". No estaba lejos de donde vivía y además también me lo pagaban. Realmente respiré aliviada. Todos los que conocía eran caros de verdad y además, seguro que no me iban a dejar acudir con mis peculiares zapatillas con cuña gigante que estaba obligada a utilizar. Y yo necesitaba un gimnasio antes de que mi culo empezara a tener su propio campo gravitacional. Entre unas cosas y otras, los ochocientos euritos al mes que iba a ganar aún me permitirían un poquito de desahogo.
De esa forma, a finales de mayo, casi ya junio de dos mil siete, tenía mi vida más o menos encauzada (eso creía yo, ilusa de mí...). Ya sólo quedaba una cosa: calmar mi necesidad de sexo. Pero... ¿dónde y cómo? Yo era consciente de que, a pesar de mi aspecto, yo no era realmente una mujer como los demás. No podía hacer avances sobre un hombre y que al final me diera una paliza cuando descubriera mi secreto. Pero algo necesitaba hacer antes de volverme loca de pasión insatisfecha.