Las cinco amigas. Libro Segundo (11)

Laura duerme satisfecha después de comérsela a Raúl, pero sigue muy insatisfecha. ¡Necesita más! Una nueva amiga aparece y sus capacidades las sorprenderán

Estaba tan cansada que casi no me pude desmaquillar. No me costó conciliar el sueño, todavía con el esperma de Raúl moviéndose garganta arriba y abajo a pesar del buen vaso de agua que me había bebido. Dormí muy bien, mejor de lo que recordaba que se podía. Los sueños que tuve, en cambio, fueron más eróticos que nunca. Volvía a ser un hombre que se follaba a una chica que era igualita que yo pero con las tetas mucho más grandes y el culo de proporciones lógicas. Me desperté cuando estaba cerca de alcanzar el orgasmo en el coñito de la morenaza. Lo hice con una mano en lo que una vez fue mi rabo, intentado pajear una erección que no tendría jamás. Mi deseo por correrme era una necesidad física y dolorosa, como si hiciera mucho que no lo conseguía y pudiera solucionarlo esa mañana de sábado antes de volver a los brazos de Morfeo. Asir esa cosita blanda que me habían dejado, tan insensible como un dedo del pie me alarmó. Al sentarme, noté mis pequeños pechos bambolearse. Los cubrí con mis palmas y noté su extrema sensibilidad. Todos mis recuerdos me inundaron de golpe. Volví a saber quién era y, con ello, que no tenía forma alguna de encontrar alivio sexual verdadero. Que siempre estaría caliente y dispuesta a dar el placer que a mí me estaba vedado.

Como los primeros días de mi nueva vida, volví a intentar sentir algo en mi colgajo. Me hice daño antes de parar y recurrir a mis tetitas con forma de media pelota de tenis y sus aréolas gigantes, tan sensibles. Después de rozarlas y pellizcarlas, sintiendo oleadas de placer eléctrico, pasé a acariciarme la piel de los brazos y del torso. En breve estaba jadeando y moviendo mis caderas en el aire. En la pasión del momento no me daba cuenta de que lo hacía como si yo fuera la penetrada. Mi gigantesco culo ondulaba como la gelatina tanto que hasta fui consciente de ello en mi estado. No solo no me importó, sino que me gustó. Ante la futilidad de mi autoerotismo, deseé que un macho me lo estuviera sujetando para follarme muy duro. Ojalá ese macho fuera yo. Esa dicotomía me estaba volviendo loca. Paré cuando todos los gestos habían dejado de ser placenteros para ser molestos. Seguía tan insatisfecha que lloré. Pensé en llamar a Raúl y que viniera a follarme en ese mismo momento. Fui capaz de sobreponerme. Grité de desesperación y luego sollocé largo rato en la almohada, hasta que oí que llamaban a la puerta. No podía abrir en ese estado, pero mi personalidad complaciente me obligaba a ello. Era Natalia.

—¿Te pasa algo, Laura? He oído unos gritos horrorosos.

—No es nada. Necesito un ratito para mí, eso es todo.

—Tú no estás bien. Ábreme.

No quería, pero no podía evitarlo. Era mi amiga, quizá la única, y me lo había pedido.

Solo llevaba un camisón tan finito que era casi transparente. Sus tetazas se bamboleaban dentro y el cinturón de castidad era visible. Me cubría la cara para que no me viera con los ojos hinchados y sin maquillar.

—¿Tan mal fue la cita de anoche?

—¡No! No es eso. Es que... ¡he tenido el más erótico de los sueños y no puedo correrme para relajarme! Es la peor de las torturas.

Volví de nuevo a llorar, esta vez abrazada a ella, de puntillas sobre mis deditos, porque estaba descalza. Así seguí hasta que me empezaron a dar calambres. Cuando nos separamos, vi que ella también tenía las mejillas húmedas por mi pena. Me sujetó de los hombros, con un apretón cariñoso, y me mandó a lavarme la cara. Me sentí humillada porque me había visto al natural. En esa situación no había comparación entre ambas. Su carita imperturbable de muñeca de porcelana me dejaba a la altura de un orco sin mis afeites.

Salí mucho después. Me forcé a seguir mi ritual de belleza entero, sin importarme el dolor de mis gemelos ni de mis pies. No me permití el descanso de mis zapatillas con cuña alta hasta que no apliqué la última gota con el último pincel. El esfuerzo había servido para serenarme algo y, a través del dolor y del agua fría, aliviar mi estado de insatisfacción y deseo sexual perpetuos.

—Es sábado y solo estamos tú y yo. No hace falta que te pongas tan guapa.

No le contesté. No podía relajarme mis cuidados, como tampoco mis posturas, ante ella ni ante nadie.

—No funciona, Natalia —le dije, mientras tomábamos el café que me había preparado con leche desnatada y sin azúcar, porque se me había acabado el edulcorante—. No funciona darle placer a alguien. Las ganas vuelven con más fuerza todavía y no hay nada que hacer. Anoche acabé satisfecha, pero hoy por la mañana necesitaba más, mucho más de lo que nunca he querido. Todavía, si pienso en ello, me acelero.

—¿Te lo tiraste? —dijo, abriendo la boca un poquito, una de sus máximas expresiones de asombro.

—¡No! ¡No sé cómo contarle nuestro secreto! Solo... se la chupé. Igual si me hubiera follado tendría ahora algo de paz. Sé que me dolería, porque me han diseñado así, pero también deseo mucho sentir un rabo dentro.

—Me parece que no habrá nada en el mundo que nos alivie, Laura. Quizá tan solo poder tener sexo cada vez que lo necesitemos. También es posible que no valga lo de disfrutar a través del placer de nuestros hombres y acabemos locas...

—No creo. En la Clínica sabían muy bien lo que hacían. Locas no acabaremos, al menos no por eso.

Sus ojos me decían que no estaba tan segura como yo. Tras unos instantes de silencio, cambió de tema:

—¿Vas a volver a quedar con él?

—No lo sé.

Le conté las cosas que me habían molestado de él y lo que me ofendió que le parecieran pequeñas mis tetas. A Natalia eso le pareció lo de menos.

—Es que son pequeñas, Laura, igual que las mías son grandes y feas. Ya sabes que te las cambiaba ahora mismo —ojalá fuera posible, pensé—. Peor es que ese chico no te llena. Te deja fría. Te ha tratado bien y por eso te crees que merece acceder a tu cuerpo, pero el mundo está lleno de hombres que te llenarán.

Yo imaginaba una manera muy literal de llenarme. Tenía que apartar esas ideas o acabaría haciendo alguna estupidez, como con Andrés.

Me distrajo un golpe que se oyó en la escalera. Las dos cruzamos una mirada antes de salir. Yo vestía solo una camiseta larga de dormir y mis cuñas para poder andar. Ella seguía con su camisón semitransparente. No era la mejor ropa para una urgencia. Tampoco teníamos tiempo de buscar.

En la puerta del tercer apartamento de la planta había una chica de pelo castaño corto, piel morena, de cejas largas y algo gruesas, con el ceño fruncido. Vestía una blusa holgada y un pantalón vaquero que me causó casi tanta envidia como su zapato casi plano. Algo en su pecho nos atrajo la atención de ambas: sus pezones eran enormes y puntiagudos, más de cinco centímetros, a pesar de que se veían las tiras blancas de su sostén en los hombros. Se giró hacia nosotras dispuesta a lanzar un improperio. Al vernos, abrió muchos los ojos, casi negros. Le sonreímos. ¡Era Tamara! ¡La habíamos conocido en la Clínica el día que tropezó con Flor, la de las tetas imposibles! Era el cuarto de los hombres que respondió al anuncio que nos transformó.

—¡Vaya pintas tenéis! ¿No tenéis ropa que poneros?

Nos miramos un tanto sorprendidas por ese comentario, que nos pareció fuera de lugar. ¡No tenía la suficiente confianza! A pesar de eso, no le faltaba razón. Las dos con ropa de dormir, sin nada que sujetase ni ocultase nuestras intimidades, no estábamos muy presentables.

—Hemos oído un ruido en la escalera. Temíamos que hubiera pasado algo —explicó Natalia.

—Solo he sido yo al dejar caer la maleta porque no conseguía que abriese la puñetera llave.

La invitamos a desayunar con nosotras, pero declinó la oferta. Quería establecerse primero. Nos dejó chafadas en más de un sentido. Estábamos tan acostumbradas a nuestra dulzura y sumisión que pensábamos que todas seríamos iguales en ello. Lo comentamos mientras terminábamos nuestro café. Decidimos vestirnos, aunque teníamos pensada al menos una mañana tranquila, de pereza. Me sentí más cómoda cuando me ceñí un sujetador que realzara lo que no tenía y un tanga que ciñera mi cosita. Me sentí más desnuda que otros días con la falda corta que debía llevar. Con eso, fui a ver a mi amiga, que se había puesto una blusa blanca ceñida a la cintura, que realzaba sus enormes melones caídos dentro de su sostén y un pantalón de tela fresquita.

A la hora de comer, mientras veíamos la tele, somnolientas, llamaron a la puerta. Era de nuevo Tamara, que había adivinado que habíamos cambiado de mi pisito al de Natalia.

—Perdonad mi rudeza de antes, chicas. Estaba nerviosa por la tontería de la puerta. Si os soy sincera, me cuesta aguantar mi genio a veces. El psicólogo no me aclaró nada. Quizá sea un fallo en mi diseño.

—No pasa nada. Anda, entra y comemos las tres juntas.

Se sorprendió ante la frugalidad de nuestras viandas. Estaba recién salida de la Clínica, aunque ella tenía más seguridad que nosotras. Nos contó que allí en la última época comía lo que le daba la gana y nadie le puso pegas. Su figura era la más normal de nosotras tres. Sus pechos eran medianos y sus nalgas también. La cintura tampoco destacaba por su brevedad como las nuestras. En resumen, podría tener una vida mucho más normal que nosotras. La charla se alargó hasta bien entrada la tarde. Poco a poco fue surgiendo la complicidad de haber sido unidas por el mismo destino. La pregunta sobre lo extraño de sus pezones acabó por salir.

—Ya sabéis que tengo unos piercings en forma de cono en ellos. No me los puedo quitar jamás. Si me pongo un sujetador normal, se me clavan en el pecho. Es algo muy doloroso. Así que hago esto. —Se desabrochó la blusa y nos enseñó lo que llevaba. Justo en el medio de su discreto bustier había un corte circular por el que asomaban. Estaba cosido todo el ribete, una obra casi profesional—. No puedo evitar que se note, parezco mucho más que empitonada . Tengo que vivir con ello. Supongo que habrá alguien a quien le guste.

—¿Son sensibles? —le pregunté.

—No mucho... por fortuna. Sería una tortura, porque no puedo manipularlos apenas.

—¿Entonces? —continué— ¿Cómo te das placer?

—¡Pues como todas, chica, pareces tonta! ¡Con mi pene!

—¡¿Tienes pene?! —exclamamos las dos al unísono.

—No exactamente —chasqueó la lengua—. Estoy castrada y se ha quedado reducido a algo muy pequeñito y siempre flácido, pero es tan sensible que me da unos orgasmos increíbles. No por intensos, que no lo son tanto como cuando era varón, sino porque los siento con todo mi cuerpo. Es menos genital y más holístico.

—¡¿Tienes orgasmos?! —ahí ya fue un grito lo que salió de nuestras gargantas.

Tamara nos miró con cara de asombro.

—¿Vosotras no? ¿Os han hecho asexuales o algo? Con lo que vi allí, cualquier cosa podría ser...

—¡Ojalá! —dijo Natalia—. Sería mejor que esta tortura. Tenemos las dos un deseo enorme. Es que tan solo... no lo podemos satisfacer.

—¡Madre mía! ¡Esa es el peor de los destinos! ¿Cómo lo aguantáis?

Le explicamos nuestros lloros, la impotencia, lo duras, casi imposibles, que eran las noches y el pequeño alivio que suponía darle placer a un hombre. Nos interrumpíamos la una a la otra ante el borbotón de palabras y sentimientos que afloraban y que nos sirvieron, a la vez, de catarsis. Solo la recién llegada no lloró. Yo lo hice procurando lo estropear mi maquillaje, casi recién aplicado. A Natalia los chorros le corrían libres por las mejillas, sin apenas gestos en su cara perfecta.

—Si me hubieran hecho eso a mí, encontraría al responsable y lo mataría. Me ha costado mucho aceptar lo demás, cómo me han cambiado, lo que soy ahora y lo que estoy destinada a ser, pero una crueldad así, además, perpetua... Los asesinaría.

—¡Qué dices! —se me escapó.

Se encogió de hombros antes de contestar.

—No sabes de lo que soy capaz. No tengo nada que perder... Eso me hace peligrosa.

Dudé que fuera tan cierto. No creía que en sus intrincados diseños incluyeran crear asesinas potenciales. Ella sí lo pensaba y no la conocía lo suficiente para expresarle mis dudas.

—Chicas, no puedo llegar a comprender lo que estáis pasando, pero ahora estoy con vosotras y os voy a ayudar. Encontraremos una forma de salir adelante. ¡Ya lo veréis!

Admiraba su entusiasmo y seguridad. Igual conseguíamos aliviar ese sufrimiento en algún momento. Conseguí serenarme, sin apenas daños en mis pinturas faciales.

Nos despedimos poco después porque era la hora de ir al gimnasio, otras de las obligaciones que odiaba, sobre todo dado mi peculiar atuendo, en especial mis zapatillas deportivas con tacón. Tamara no quiso acompañarnos. Era su primer día. Mejor dejar que se centrase.