Las cinco amigas. Libro Segundo (10)
Laura tiene la primera cita con un hombre. ¿Podrá controlar su enorme apetito sexual, castigado a no ser satisfecho, o cometerá el mismo error que tanto la deprimió?
El viernes tuve la primera cita formal con Raúl. Insistió en sorprenderme con el plan y yo me dejé, entre otras cosas porque no tenía ni idea de dónde ir, ni siquiera qué se esperaba de mí. Solo tenía una cosa clara: me iba a poner muy atractiva para él, dentro de mis limitaciones. Me maquillé de forma un poco más intensa de lo habitual, me puse mis tacones más altos, una de mis faldas más cortas, que casi dejaba ver la parte de debajo de mis nalgas, un tanga negro y un top que dejaba el ombligo al aire y disimulaba el sujetador con relleno. Natalia hubiera preferido algo más conservador y a punto estuve de hacerle caso, porque mi deseo de lucirme estaba en conflicto con mi impuesta timidez.
Me esperaba en su coche con un polo de marca, unos chinos blancos y zapatos náuticos, de gama media y segunda mano. Lo que más le vestía era su inseguridad. Quizá era la primera vez para él también, pensé. Luego lo deseché. Un chico de veintitantos habrá tenido sus oportunidades.
Fuimos a un restaurante italiano. Era una apuesta segura; a todo el mundo le gusta la pasta, a mí la primera, pero si me dejaba llevar por la gula, el culo le seguiría creciendo. Un poquito más y ya pasaría de lo exagerado a lo inmanejable. Tenía que decidir algo antes de entrar en pánico. Incluso pensé en pedirme una ensalada antes de reparar en lo absurdo que hubiera sido. Así que comí penne —sin bromas— al pesto y, a pesar de mi hambre, no me acabé el plato ni escogí postre. Sentí verdadera envidia mientras él se zampaba unos profiteroles que tenían que estar deliciosos.
Hablamos con más soltura. Me contó que solo había tenido otra novia, una chica del instituto con la que apenas se dieron unos piquitos. El resto de sus historias sexuales, de «rollos de una noche» y demás no me los creí. Intenté que no se me notara, con escaso éxito. En mi turno le expliqué que yo apenas había tenido un par de escarceos y tan solo una relación sexual en mi vida. No le dije con quién. Nunca un novio digno de tal nombre.
Se empeñó en pagar la cena y yo, después de discutir un poco, le dejé. Me llevó a un bar tranquilo, con unos butacones enormes en los que me hundía tanto que me dio la risa. Seguro que se me vio el tanga, pero no me importó. La luz era escasa y en tonos azules, por lo que supuse que nadie pudo verlo. Al ponerme de pie para ir al baño dejé con toda la intención del mundo la falda lo suficientemente alta para que apreciara una porción de mis nalgas desnudas. La bajé de inmediato, fingiendo apuro. Me vio y se quedó con la boca abierta. Me alegré. No estaba segura de que le pudiera gustar algo tan grande a nadie aunque, al mismo tiempo, fuera mi mejor baza para seducir.
Al ver mi reflejo en el espejo del servicio me vino un pequeño ataque de pánico. Ante mí tenía a una chica casi enana de no ser por los tacones, de rasgos normalitos, mejorados por un maquillaje muy cuidado, sin pechos y una cintura diminuta. ¿Qué podría ver nadie en mí? ¿Sería Raúl un nuevo Andrés que solo quería aprovecharse de mí para luego intentar destrozarme la vida? Me forcé a respirar hondo diez veces. A mi lado, una chica rubia monísima con un top brevísimo que apenas contenía un par de tetas de buen tamaño se estaba retocando el pintalabios. Me miró y sonrió.
—Seguro que sale bien, sea lo que sea lo que te preocupa.
Le devolví la sonrisa. Quizá tuviera razón. Raúl me había buscado desde el primer día y ninguna amiga mía lo pretendía. Parecía un chico sencillito y bueno. Quizá lo mejor a lo que yo podía aspirar. Más aliviada, después de hacer pis, volví a verlo. Me esperaba con un combinado sin alcohol bastante dulce. Se lo acepté con una mirada de agradecimiento. Él bebía algo más cargadito. A veces le temblaban las manos. Inseguro como yo, aunque él me sacaba por lo menos veintitrés años de experiencia en lidiar con lo que era. Me senté a su lado, casi tocándolo. Sentía su calor corporal. Di otro sorbo al cóctel. El corazón se me aceleraba. Sabía que se aproximaba algo, no sabía el qué y no quería ser yo la que volviese a tomar la iniciativa. Me besó. Fue algo rápido, asustadizo. Puso su boca sobre la mía y se retiró igual de rápido, presto a murmurar una disculpa. No le dejé. Me giré hacia él, hacia su cabeza en huida, y le devolví el beso. No fue largo, no llegó a haber lengua, pero sentí el fuego de su bebida en mi garganta. Era otra cosa la que quería sentir en ahí, algo que no volvería a pasar en un bar.
—Me gustas mucho —alcancé a entenderle.
—Tú a mí también. Eres quien más me ha gustado en toda mi vida —no mentí.
No me había tocado apenas. Fue en ese momento cuando agarró mis manos por primera vez. Le sorprendía al sentarme en su regazo.
—Ahora tienes mi culazo sobre tus piernas. ¿Te parece grande?
—Me parece maravilloso. No pesas nada, Laura. Podrías pasarte ahí la vida.
—No importaría quedarme ahí, al menos esta noche.
Puse su cabeza entre mis manos y sentí sus granitos, cómo empezaba a pinchar su barba y el embriagador olor de su colonia. Le besé. Busqué con mi lengua separar sus labios. Él se dejó, inseguro de cómo responder al principio. Peleé dentro de su boca, me empapé del sabor de su ginebra con tónica. Sentí que me sujetaba por la espalda y eso me dio más deseo de seguir explorando el interior de su cavidad. Noté la dureza de su erección en mis nalgas. Estaba a punto de perder el control, de convertirme en un animal solo deseoso de sexo. No podía ser. Otra vez no. Bajé sus manos hasta mi pandero. Comprendió el mensaje y empezó a acariciármelo. La falda quedó hecha un ovillo en torno a la cadera. Sus manos estaban calientes y las caricias sobre mi piel desnuda, aunque torpe, lanzaron oleadas de placer por todo mi ser. ¡Maldita sensibilidad extrema! Jadeé y pensó que estaba haciendo algo mal. Para convencerle de lo contrario, sobé su miembro por encima del pantalón. Abrió mucho los ojos, como si no lo esperase y se me escapó una sonrisa, entre pícara y divertida. Él intentó hacer lo propio en la parte delantera de mi tanga y le retiré con un suave manotazo.
—Ahí no, niño travieso.
Disimulé el pánico a que descubriese lo que me habían hecho en vez de darme un coño de verdad o dejarme sin nada, que sería mejor que el asqueroso colgajo humillante.
Subió entonces a las tetas. Las acarició por fuera y yo no sentí nada con el sujetador de por medio, con tanto relleno. Me lo hubiera quitado como hice con Andrés si la vergüenza no me lo hubiera impedido. Era muy posible que no le gustasen y no quería que me dejase con las ganas de tragarme su semen esa noche. Que me follase el culo estaba descartado. Todavía no. No se me ocurría una manera de no descubrir mi secreto o de contárselo. Quizá con el tiempo...
No sé cuánto rato pasó antes de interrumpir nuestro contacto. Ambos jadeábamos. Yo seguía sobre él, con ambas piernas muy cerradas a su derecha y mi torso retorcido 45 grados para enfrentarle. Me gustaba lo que estaba haciendo y, al mismo tiempo, sentía que me faltaba algo. Varias veces me imaginé siendo él y eso me excitó aún más. ¡Besar a una mujer desde la masculinidad, aunque fuera como yo! La ausencia que notaba era otra. Era incapaz de asirla. Se me escapa entre los dedos cada vez que la tenía cerca. Dejé de preocuparme. Tiempo tendría para reflexionar. Ese momento era para disfrutar.
—Nunca me había puesto nadie tan a mil —confesó.
—Te puedo poner mucho más —le respondí, con una sonrisa que, de puro inocente, era provocativa.
—¡Menudo calentón me voy a llevar a casa!
—No, si puedo evitarlo.
Mis respuestas salían automáticas. Mi subconsciente había decidido ya el plan y yo no tenía forma de objetar.
—¿Quieres decir que aquí vamos...?
—No. Aquí no —miré asustada a mi alrededor. Nunca más sexo en un bar. De ninguna manera. Eso se acabó con Andrés—. Llévame a un sitio más tranquilo, por favor.
Volvía a ser una chica tímida incapaz de sostener mucho tiempo la mirada. A la vez, un fuego abrasador me recorría por dentro, desde los pezones al ano pasando por las mejillas y hasta las orejas. Creo que se olía mi deseo. Él estuvo a punto de decir que no tenía ni idea de dónde llevarme, se veía en todo su lenguaje corporal. Debió decidir que algo pensaría, me cogió de la mano y salimos del garito hacia su coche.
Era la primera vez que alguien me agarraba así y estuve tentada de enroscarme de su brazo, un gesto que consideré prematuro y demasiado íntimo, más que comerle la polla, por extraño que parezca. Me conformé en disfrutar de la conexión que me daba su palma sudada y casi temblorosa. El muchacho no se debía creer del todo lo que le estaba pasando. Yo tampoco. Rezaba por no volver a cometer el mismo error.
Sentados en su utilitario, mi corazón seguía acelerado. Incluso el olor de su transpiración de macho me embriagaba.
—No podemos ir a mi casa. Están mis padres.
Estuve a punto de decirle que fura a la mía. Antes de abrir la boca lo pensé mejor. No me apetecía que supiera dónde vivía ni cómo. Tampoco estaba segura de si a la Compañía, que pagaba el alquiler, le parecería adecuado.
—Tan solo ve a un sitio tranquilo.
Condujo hasta salir de la ciudad. Entró en un parque forestal y acabó parando debajo de unos pinos. La luna nos iluminaba y nos daba un aspecto mortecino. Me miró, expectante y sin saber qué hacer. Me quité el top con un solo movimiento. Luego me quedé petrificada al ir a enseñarle mis tetitas. ¿Y si no le gustaban? ¿Si todo acababa ahí? Me avergonzaban lo suficiente para necesitar más intimidad.
Ante mis vacilaciones, fue Raúl quien intentó acabar el trabajo. Peleé por tener mis aréolas marroncitas tapadas entre risas y los escalofríos que me provocaban sus dedos cálidos. Aproveché su indecisión para sujetar sus brazos —se dejó porque, aunque no era musculoso, con uno solo podría haber doblado los dos míos— y le dije:
—Si te estás quieto y me dejas a mí no te arrepentirás.
Se quedó como una estatua. Me lancé a por su bragueta y, por fin, tuve en mis manos su rabo palpitante, con el capullo hinchado del deseo. Era más o menos como la de Dalia, quizá un poco más gordota. Busqué acariciar sus huevos también. Me maravillaba la blandura de éstos en comparación con su pétrea compañera. Se me hacía la boca agua. Inclinada desde el asiento del copiloto, le miré desde abajo. Me devolvió la mirada. Seguía sin moverse. Sonreí y me introduje el capullo en la boca. Notaba la sangre circular en su interior a chorros. Gimió. Me gustó que lo hiciera. Seguí introduciéndome el rabo hasta llegar a la campanilla. Ahí paré y volví hacia fuera. Ponía ojos de cordero degollado. Hubiera agradecido algún gesto. Una caricia en el pelo hubiera servido. Nada. Estaba tan agarrotado que pensé que no le gustaba, salvo por sus ocasionales gemidos. Yo estaba excitadísima y disfrutando de poder dar placer cuando, casi sin aviso, se corrió. En tan solo seis minutos, su primer chorro, precedido de un grito gutural, me impactó en la campanilla. Casi me atraganto, pero no podía dejar de sorber, de darle su placer, mi único alivio. Siguieron tantos chisquetazos que pensé que me estaba engañando de alguna manera. Lo que no tenía en aguante ni en iniciativa le sobraba en cantidad de leche. La lamí hasta dejársela bien limpia antes de incorporarme.
—¿Te ha gustado? —pregunté. Si me decía que no, sabía que la insatisfacción iba a volver.
—¿Gustado? ¡Ha sido lo mejor de mi vida! ¡Eres fantástica, Laura! ¡Gracias!
No se ofreció a devolverme el favor lo que, por un lado, agradecí. Así me ahorraba explicaciones y discusiones. Por otro, me pareció algo egoísta. El chico era tan solo un novato al que era la primera vez que le hacían una mamada, pobrecillo.
—Gracias a ti por dejarme chupártela. ¡Me encanta!
Se quedó tan callado que me reí. Se contagió al poco. Después de un breve piquito —no sabía si le iba a gustar un beso con mi boca todavía llena del sabor de su semen que, como siempre, se agarraba a todo durante horas—, volví a ponerme el top.
—No hace falta que te tapes tanto. Ya te las he visto.
—¿Cómo?
—Mira... tu sujetador tiene forma y tus pechos no llegan a tocarlo. ¡Como son tan peques! Entonces, cuando te agachas, se te ve todo.
Me quedé con la boca medio abierta y un poco indignada. No porque me los hubiera visto, que antes o después se los enseñaría, sino porque no le gustaban. «Demasiado pequeños» . ¿Sería suficiente eso para no volver a verle? El chico no era malvado, sino torpe. Aprendería y yo necesitaba un alivio. Pero me sentía humillada. ¿Qué pesaría más en mi posterior reflexión?
—Me gustaría ir a casa, Raúl.
—¡Por supuesto! ¿Dónde vives?
Le dije un sitio a tres manzanas de mi piso. No tenía muchas más ganas de hablar. Saboreaba el desagradable sabor y textura de su semen, que al mismo tiempo tanto necesitaba. Esa noche había dado placer. Me sentía bien por ello. Si recreaba con mi mente la mamada, volvía a excitarme un poco. Había sido mejor que nada, pero su falta de reacción, de entusiasmo, me había dejado algo insatisfecha.
—¿Volveremos a quedar? —me preguntó cuando me bajaba del coche.
Tan solo le sonreí. Ni yo misma lo sabía.
Me alejé moviendo el culo sobre los tacones. Por el rato que el coche permaneció inmóvil, sabía que me lo estaba mirando. Como tenía ser.