Las cinco amigas (8)
Aquí se habla de modificaciones corporales, feminización forzada, control y, en cierta medida, dominación a través de la conversión. No hay sexo explícito (de momento). Si no te gustan este tipo de relatos, no lo leas.
***Octava parte*****
Apenas un minuto más tarde estaba de nuevo sentada ante el tocador donde Isabel había depilado mis cejas la tarde anterior. Reparé que estaba lleno de productos que no había visto en mi última visita.
Todo esto es lo que vas a tener que aprender a usar, Laura me dijo Isabel con su voz siempre agradable.
Con la rotundidad de su cuerpo, con su belleza y con esa voz tan profundamente sensual, una idea me daba vueltas por la cabeza. ¿Cómo podía carecer de deseo sexual? ¿Lo había dicho por tranquilizarme? ¿O le pasaba como a mí, que lo tenía pero era incapaz de satisfacerlo? ¡Realmente envidiaba esa cantidad de curvas tan bien puestas! ¿Qué me estaba pasando? Si seguía deseando volver a mi ser masculino aunque hubiera aceptado que el que tenía ahora era el mío y con él debía aprender a vivir, por qué quería algo del de Isabel? ¡Eran cosas totalmente incompatibles!
¡Eh! exclamó Isabel, aplaudiendo delante de mí y sacándome de mi enmimismamiento. ¿Te enteras de lo que te digo?
La verdad es que no: no había escuchado ni una palabra, perdida entre sus labios rojos y la rotundidad de sus pechos, más grandes de lo que la mayoría de las mujeres luce, pero sin caer en el exceso. Antes de mi transformación tenía más capacidad de atender dos cosas simultáneamente. Aunque mi inteligencia no parecía afectada, había varias cosas que me estaban ocurriendo que no me gustaban en absoluto: me limitaban, me hacían transparente a mi interlocutor y por tanto, muy vulnerable. Era una sensación francamente desagradable.
Perdona, Isabel. ¿Podrías repetir?
Claro que sí no parecía enfadada. Me encantaba el carácter de esa chica. Te decía que todos estos potingues son para ti. Todos han sido elegidos de acuerdo con las necesidades de tu piel y con lo que tu dueño desea que seas. Escucha.
Cogió en primer lugar un tubo blanco que estaba de pie sobre su ancho tapón de rosca.
Esto es lo que se conoce como base de maquillaje. Debes extendértelo uniformemente por todo el rostro, desde el cuello hasta la frente, sin dejar ni un espacio. No debes usar tampoco mucho, porque tendría un acabado artificial que es justo lo contrario a lo que buscamos. Tu piel es ahora seca, por lo que esta marca, a la vez que te embellece, te protegerá.
No quiero cansaros con las descripciones que siguieron de las sombras de ojos ("un verdadero arte. No esperes hacerlo bien a la primera"), lápices de ojos ("espero que no te impresionen las cosas que pinchan apuntando a tu pupila"), coloretes ("en tonos marrón y discretos. Abusar de esto es la forma más fácil de parecer una puta"), barra de labios ("como el colorete, discreto y en tonos suaves y marrones") y extras (polvo iluminador, crema correctora de ojeras, etc). En resumen: un auténtico botiquín.
Bueno, empieza. Yo estoy aquí para guiarte, pero eres tú la que debe aprender.
Me sentí, una vez más, terriblemente torpe. Ni siquiera sabía por donde comenzar con la cantidad de tubos, botecitos y cajitas que tenía delante de mí. Suspiré y cogí la base...
Veía mi rostro reflejado en el espejo y, quizá por eso no quería poner las muecas que me hacían falta para exponer cada parte de mi cutis y cubrirlo adecuadamente. Me costó media hora parecer una mezcla entre una puerta y un payaso. Ni siquiera parecía "una puta". Eso aún quedaba lejos de mis habilidades.
Para ser la primera vez, no está mal comentó Isabel, condescendiente. Aplica más uniformemente la base. No te excedas de esa manera con el colorete y las sombras de ojos. Tienes que acotar las zonas...
Continuó explicando lo que había hecho mal durante casi diez minutos. Yo miraba su rostro y, por primera vez en mi vida, iba observando no su belleza, sino como los afeites resaltaban su hermosura. Su sombra de ojos era de un discreto azul oscuro, a juego con sus iris. El colorete era más rojizo que el que me habían dado a mí, pero lo aplicaba tan discretamente que realzaba sus pómulos sin saltar a la vista. Sólo sus labios destacaban en un rojo más llamativo que hacía que todo su rostro pareciera irradiar desde ese punto.
...Y ahora, límpiate y a empezar de nuevo.
La mire con un innegable gesto de desazón. Naturalmente, le dio igual. Mis tripas rugían de hambre mientras, intento tras intento, capa tras capa, desmaquillador tras desmaquillador iba aplicando sobre mi rostro los productos. Creo que fue tras la tercera intentona cuando, algo hizo "clic" en mi interior. Me di cuenta de que me gustaba estar bella y que, de hecho, quería estarlo; por otro lado, había decidido que no quería pasarme el día entero sentado delante del tocador. Le puse ganas. Me olvidé de las tonterías de no poner muecas o de fingir falta de interés. Y me costó dos intentos más, pero a la quinta conseguimos algo aceptable.
¡Eso ya está mejor! No es perfecto, desde luego, sobre todo la sombra de ojos, pero así puedes comenzar el día. ¡Estoy muy orgullosa de ti!
Y completó el elogio con un suave beso en cada mejilla que consiguió inflarme de orgullo.
¡Y ahora es hora de que vayamos a desayunar! Ven conmigo.
Salimos de la habitación del tocador, que cerró con llave, y recorrimos el pasillo hacia unos ascensores que se vislumbraban al fondo. No había ni un detalle que no recordase a un hospital: las enfermeras, las habitaciones, los carritos de material médico... Salvo que no vi ningún otro interno. Fue mi caminata más larga hasta el momento y durante todo el trayecto tuve que concentrarme en andar como me habían enseñado, de esa manera provocativa que era la única que me resultaba cómoda y que mi tutora dominaba con maestría.
No me gustaba la sensación del maquillaje en mi cara. Me daba la sensación de tener una capa de grasa o de suciedad sobre el rostro. Algo parecido a cuando era un crío y comía asado o sandía, manchándome ambos mofletes al introducir la boca entre el hueso o entre la rodaja. Siempre he odiado esa sensación y cualquiera que me haga sentirme sucio... o sucia. En eso no me han cambiado.
Cuando llegamos a los elevadores e Isabel apretó el botón de llamada, el corazón se me aceleró.
Un momento le dije, agarrándola del brazo con una fuerza quizá excesiva ¿donde vamos?
Al comedor para residentes. Por fin vas a tener tu desayuno.
No sé si te has fijado comenté, aceleradamente, intentando recular que estoy en pijama. ¡Y ni siquiera llevo nada debajo!
Isabel rió con ese sonido musical y cristalino que la caracterizaba.
¡Por supuesto! ¿Cómo pretendías ir? ¡Estás en el hospital!
Pero... pero... me quedé trabada y acabé por callarme mientras el ascensos abría sus puertas.
Venga, sin rechistar, que luego nos espera la "pelu" miró su reloj antes de continuar. Y entre unas cosas y otras se nos han hecho las diez de la mañana.
Estábamos en una décima planta. Sólo habíamos bajado tres cuando el ascensor abrió sus puertas.
Era la primera vez en mi nueva vida que me enfrentaba a un sitio público y estaba aterrada. Mi corazón estaba desbocado y el único motivo por el que no me temblaban las piernas era la concentración que necesitaba para caminar.
El piso era ligeramente diferente al que era mi residencia hasta el momento. A pesar de ser un séptimo, tenía toda la pinta de ser la recepción e ingreso del centro médico. Un mostrador con una elegante señorita vestida de enfermera era lo primero que recibía al visitante. Era muy parecida a Isabel, aunque con labios más finos y bastante menos pecho. El resto del cuerpo no lo podía ver, porque estaba sentada.
Buenos días, Isabel dijo la mujer en cuanto nos vio salir.
Buenos días, Ana respondió mi guía mientras las dos pasábamos por delante.
A la izquierda dejamos una cabina acristalada con un cartel que rezaba "Admisiones" en grandes letras negras. Un poco más allá se leía "Consultas externas" bajo un panel que dividía en dos el pasillo. El trasiego de gente, sin ser excesivo, era mucho más elevado que en el desierto que eran mis dominios, por así llamarlos, tres niveles por encima. Salvo algunos médicos y algunos celadores, todo lo demás parecían ser mujeres. De la decena que me crucé, la mayoría eran muy guapas y muchas parecían sacadas de las páginas centrales de Playboy. En cualquier caso ninguna, ni enfermera ni paciente eran feas. Ni siquiera gordas. Ni una sola me prestó la mínima atención. Parecía invisible. ¿Serían todas, como yo, caprichos de alguna mente retorcida? ¿Qué había en los seis niveles inferiores?
Giramos a la derecha nada más pasar el mostrador que atendía Ana y traspasamos un umbral de madera que daba acceso a una típica cafetería de centro médico. Justo enfrente de nosotras había varias mesas metálicas con sillas a juego que ocupaban la mayor parte del espacio, con algunas columnas entre medio. El lado diestro del recinto lo ocupaba la barra, al modo de los autoservicios de institutos americanos, con portabandejas incluído. Afortunadamente, había muy pocas personas dentro y todas ellas, como yo, con el pijama azul. Naturalmente, todas eran chicas. O lo parecían, al menos, como yo misma.
Laura, desayuna me dijo Isabel. Pide una bandeja, que ya saben lo que te tienen que dar.
¿Y tú? dije, al darme cuenta de que se quedaba atrás.
Yo tengo que hacer algunas cosas. Vuelvo en un cuarto de hora.
¡No me dejes! le susurré, aterrada.
¡Hasta luego! me respondió.
Y después de darme un suavísimo beso en la mejilla, que me recordó la capa de maquillaje que ahora me cubría, se fue.
Me sentí sola. Tan sola como un niño de cinco años que se pierde en el parque. Me sentí realmente pequeña. O mejor dicho, sentí que el mundo a mi alrededor era demasiado grande. Entonces reparé en que todas las chicas me estaban mirando mientras me retorcía de puro nerviosismo en la puerta, mordiéndome los nudillos.
Así que suspiré y caminé hacia la barra. Las emociones me embargaban de tal manera que en los dos primeros pasos olvidé las instrucciones para andar y casi acabo en el suelo. Volví a caminar sobre la línea imaginaria haciendo oscilar mis caderas mientras mi cara alcanzaba seis tonos de rojo, a cual más intenso mientras todos los rostros me escudriñaban sin descanso.
Sólo una mujer rubia, de veintipocos años, me envió lo que pareció una suave sonrisa de comprensión. Tenía un aspecto algo vulgar que no podía definir y su cuerpo parecía más voluptuoso que el mío a pesar del pijama que nos igualaba a todas. En su pecho se marcaban con fuerza dos pezones que procedían de unos senos realmente grandes, al menos una copa E. Supuse que mi culo se marcaría del mismo modo en mi pantalón. Ninguna podíamos hacer nada al respecto, desde luego: era la ropa clínica que nos habían dado.
***Fin de la Octava parte*****