Las cinco amigas (5)
Acaba el primer día de Laura.
***Quinta parte*****
De nuevo con mi pijama y sola, volví a la habitación. Mi primer deseo al llegar a ella fue darle dos patadas a las estúpidas sandalias y caminar a gusto y descalzo. Me costó unos segundos entender que no podía hacerlo. Que para mí, la comodidad en los pies era ahora precisamente esa herramienta de tortura que llevaba puesta. Suspiré frunciendo el ceño y los labios en un gesto infantil que no era propio de mí... pero representaba muy bien cómo me sentía.
Volví a acercarme a la ventana. Anochecía. Con la luz de mi cuarto encendida, en vez del exterior, vi mi rostro reflejado en el cristal. Me quedé admirándolo. Lo que veía me gustaba. Resultaba atractiva y eso me hacía sentir bien. Pasé una mano por mi mejilla y mi frente, notando la suavidad de mi piel, tan distinta a la que tenía antes, áspera y un tanto grasa. No tenía ni el surco de una pequeña arruga, ni siquiera en la comisura de los labios. Me pasé dos dedos por mis recién estrenadas cejas. ¡Cómo me gustaban así, tan finas! Me hacían sentir delicada y un punto vulnerable. Era consciente de cómo iban entrando en mí esas ideas femeninas y tan apartadas de cómo pensaba yo de mí propia persona antes de despertar. Y me gustaba. No existía una oposición intelectual. No sé si se debía a los "cambios" que habían inducido en mí, o si era una aceptación de lo inevitable. Recordaba que mi ser masculino era muy dado a adaptarse a cuantos cambios ocurrían alrededor. Quizá simplemente era eso lo que estaba haciendo.
Me sobresaltó que, una vez más, se abriera la puerta. Me giré, un tanto aturdido, ya que, ensimismado a mi propio reflejo, había perdido la noción del tiempo. Era la misma enfermera que me había hablado antes esa misma tarde. De hecho, la primera persona que me había dirigido la palabra en mi nueva personalidad. Si Laura fuera un patito, la hubiera considerado su madre.
La cena... dijo, con retintín musical.
Dejó una bandeja sobre la mesilla, al lado de la cama y volvió a salir, sin siquiera llegar a mirarme.
La verdad es que empezaba a sentirme hambriento. Volví a sentarme sobre la cama (por Dios, ¡los pies me estaban matando!) y la puse sobre mis rodillas. Cuando quité la tapa, quedé bastante chafado: tan sólo había un pequeño bol de ensalada y un yogur desnatado. Mientras daba cuenta de ello, supuse que me daban tan poco alimento por algo relativo a todo el proceso de modificación al que me habían sometido. ¡Que equivocada estaba! Quedarme con hambre iba a ser una constante en mi vida. Hasta hoy, aunque mi cuerpo ya se ha acostumbrado a la sensación y no la interpreta como algo desagradable. Pero eso lo aprendería más tarde.
Algo frustrada, y sin nada que hacer, me tumbé de nuevo en la cama. No tenía sueño, pero tendría que intentar dormir. Era de noche, pero sin reloj y sin televisión, carecía de cualquier referencia. Además, no tenía otra cosa mejor que hacer, así que apagué la luz.
Logré dormir algún rato, fui incapaz de determinar cuánto. Antes tenía un estupendo sentido del tiempo interno... Otra cosa que parecía haber cambiado. Estaba totalmente desorientada. En cualquier caso, seguía siendo muy de noche. Me despertó mi vejiga hinchada. Tenía que orinar de inmediato.
Dormida, me puse en pie, sin recordar mis talones de Aquiles. Caí de culo sobre la cama y me costó varios segundos entender lo que pasaba. Pero la urgencia era grande, y no podía buscar mis sandalias, por lo que fui corriendo de puntillas hasta el baño. Me senté sobre la taza sin ser consciente de que lo hacía. Cuando pensé por qué no estaba de pie, la orina ya fluía por la taza. En ningún momento sujeté el micro-pene que me habían dejado. Al acabar, en vez de escurrirlo manualmente, cogiéndolo entre mis dedos, lo limpié con papel higiénico y volví a la cama.
Ya casi volvía a estar dormida cuando me desvelé a ser consciente de lo que había hecho. No lo había pensando en ningún momento. Otro paso más hacia el abrazo a mi nuevo Yo. Mi mente empezó a recordar mi figura y mi rostro y, de alguna manera, me sentí algo excitada. Mi propia persona, mi propio físico me atraía sexualmente.
"Que lío monumental tienes en la cabeza... Laura", pensé, pronunciando por primera vez para mí misma mi propio nombre. No es que lo aceptara sobre el mío masculino (que he olvidado), sino que lo dije con una cierta ironía. A pesar de todo lo que me había pasado, de esa especie de pesadilla mezclada con cuento rosa en la que estaba inmerso, ¡¡tenía ganas de sexo, y precisamente por mi imagen!!
Acaricié mis brazos y mis piernas. El roce de mis dedos provocaba sensaciones táctiles antes desconocidas, más cercanas al placer que a las cosquillas. Me encantó notar mis piernas y mis axilas sin un solo pelo. Desde que era niño no estaban así... y entonces no me interesaba acariciarlas.
Me mordí el labio inferior y pude notar como el corazón se me aceleraba. Pasé dos dedos por mi pubis. El tacto era extraño. Por el efecto de la cera aún estaba algo pegajoso, cosa que en las piernas no se llegaba a notar y apenas en las axilas. Finalmente, no pude más. "Al diablo con todo", me dije. "Estoy sólo aquí y a nadie le importa lo que hago o dejo de hacer", y agarré mi pene. Al principio, por costumbre, quise hacerlo con toda mi mano derecha, pero se perdía dentro. Luego lo cogí entre dos dedos. Antes, cuando tenía ese nivel de excitación, ya solía estar duro como una roca. Ahora, permanecía blando y sin respuesta alguna.
No tenía ninguna, ninguna sensación. Lo intenté manipular, apretarlo, agitarlo frenéticamente... Nada. Yo seguía excitadísimo, con unas terribles ganas de sexo, pero mi polla si es que se podía llamar así a algo tan diminuto, se comportaba igual que un trozo de carne ajeno a mi ser y a mis deseos.
Finalmente, sudorosa e insatisfecha, me acosté sobre mi costado izquierdo y traté de dormir. Acabé llorando de impotencia bonito juego de palabras, por cierto. No había querido creer que me habían arrebatado mi capacidad de tener orgasmos, pero ahora estaba siendo dolorosamente consciente de ello. Justo cuando el resto de mi cuerpo reaccionaba mucho mejor que antes a cualquier estímulo placentero.
Mientras intentaba que el sueño finalmente me venciera pensé que, antes de ese día, no había derramado una lágrima desde la muerte de mis padres. Tardé mucho en dormirme. El deseo sexual no aplacado no se desvanece de golpe, sino que va abandonando poco a poco. Y hasta que mi cuerpecito no se calmó del todo, no logré descansar.
***Sexta parte*****