Las cinco amigas (17)

—Observa que tripita tienes —me contestó—. Completamente plana. Cuando te sientas se pliegua hacia dentro en vez de hacia afuera. Y eso se mantendrá así gracias a llevar un exhaustivo control de tu alimentación. Si te abandonaras a la gula, podrías acabar gorda y fofa. Eso es algo que no puede pasar.

***Decimoséptima parte*****

No tardé mucho en volver a encontrarme con la misteriosa rubia con carita de muñeca de porcelana.

Por la mañana, ya recuperaba de mi deseo sexual insatisfecho y tras la lenta rutina de embellecimiento, fui a desayunar bastante pronto. Isabel me dió quince minutos para hacerlo antes de sus clases. Yo se lo agradecí, ya que seguía perpetuamente hambrienta.

—Observa que tripita tienes —me contestó—. Completamente plana. Cuando te sientas se pliegua hacia dentro en vez de hacia afuera. Y eso se mantendrá así gracias a llevar un exhaustivo control de tu alimentación. Si te abandonaras a la gula, podrías acabar gorda y fofa. Eso es algo que no puede pasar.

Hubo algo en su mirada, entre pena y advertencia, que me convenció de que era mejor sentir un vacío en el estómago que la alternativa.

—¡Ese culo! —llegó a gritarme cuando me alejaba hacia el ascensor, al ver que, concentrada en la postura de mis brazos y manos, no lo movía lo suficiente al caminar.

Coincidí con Dalia. Acababa de terminar su periodo de gimnasio matutino y estaba recién duchada. Aún tenía el pelo húmedo, aunque se había maquillado. Al parecer ella también en el cuidado de su apariencia tenía más manga ancha que yo. Eso tenía que ver también con el diferente tipo de mujer que estábamos destinadas a ser. Sin embargo, en ese momento sólo sentí envidia: su rutina parecía mucho más relajada que la mía. Naturalmente, nos sentamos juntas.

Apenas habíamos tenido tiempo de empezar a charlar cuando entró a la cafetería la chica de la noche anterior. Tenía el mismo aspecto de "primera vez" que yo había aprendido a distiniguir en las nuevas. El mismo que debía tener yo cuando Dalia me sonrió y me invitó a su lado.

—Anoche, cuando te fui a buscar —reconduje la conversación que estábamos teniendo en ese momento—, me encontré con esa chica.

—¿Sí? —contestó—. ¿Y te presentaste o algo?

Le conté lo que había pasado en mi furtivo paseo. Especialmente, el extraño artilugio que aprisionaba su sexo obviamente masculino. Dalia no dijo nada. Se limitó a asentir.

—¿Tienes idea de lo que puede ser eso? —terminé por preguntarle directamente.

—¡Ay, Laura, hija, que inocente eres a veces! —¡Esta claro que es un cinturón de castidad!

—Pero... ¿Eso no es algo que usan sólo las mujeres?

Dalia rió con su risa abierta, sincera... y vulgar.

—Aún no tienes ni idea de en qué estamos metidas, ¿verdad? —dijo, cogiéndome un antebrazo con cariño, como queriendo disculparse por su rudeza anterior—. En el poco tiempo que llevo en este sitio he visto muchas cosas que antes no conocía. Esos cinturones son una de ellas, y no la peor...

—Entonces tú... —me interrumpí a medias.

Negó con la cabeza, significativamente. Ella tenía su sexo tan libre como yo, aunque probablemente más útil. Me había sonrojado tanto que no me fui capaz de preguntarle más.

Poco tiempo después, con su bandeja en las manos, la nueva chica pasó por nuestro lado. Ambas la mirábamos en silencio. En un momento determinado, su vista se cruzó con la nuestra. Era difícil adivinar su ánimo por las expresiones de su rostro. Más concretamente, por la asusencia de las mismas. Por encima de los ojos, no había ningún movimiento. Sólo los labios poseían expresividad en su faz de belleza sin igual.

Por lo demás, vestía el mismo pijama que las demás internas, y un zapato plano que me dió bastante envidia. Su más que generoso busto quedaba bastante disimulado, debido a que su falta de firmeza lo hacía reposar por gran parte de su torso en vez de las llamativas bolas de silicona de Dalia. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo. Era la única mujer en toda la sala y, por lo que recordaba, en todo el centro, que lucía un peinado tan sencillo. Como sencillo era también su maquillaje. Casi podría afirmar que ni llevaba. Sólo al tenerla cerca podía verse la fina capa base que tenía sobre el rostro.

Por supuesto, fue Dalia la que tomó la iniciativa, armada de su gran sonrisa enmarcada por sus labios gruesos.

—¡Hola! —dijo—. ¿Te gustaría sentarte con nosotras?

Se quedó quieta. En su máscara perfecta sólo un ligero temblor de labios indicó una cierta inseguridad. Un momento más tarde asintió con la cabeza. Eligió una silla enfrente de nosotras.

—Muchas gracias —fueron sus primeras palabras—. Me desperté ayer aquí y no tengo ningún conocido aquí. De hecho —continuó, mirando al infinito durante un momento—, ni siquiera estoy seguro de donde estoy. O de quien soy.

Dalia y yo nos miramos significativamente al ver cómo seguía utilizando el masculino para hablar de sí misma. La pobre debía estar tan terriblemente desorientada...

Dejadme que hable un momento de su voz. La mía era casi infantil. La de Dalia más grave pero profundamente femenina. La de nuestra nueva amiga era la sublimación de la feminidad. Tenía un tono y un timbre simplemente maravilloso. Era tan aguda como la mía, pero con un punto de madurez del que yo carecía por completo y para siempre.

—Yo soy Laura —expliqué—, y mi amiga es Dalia. Nosotras también nos despertamos aquí "cambiadas". Las dos provenimos de una selección de personal...

—...¿En octubre? —nos interrumpió—. ¡Yo soy el número tres! —exclamó, señalándose el pecho con la mano abierta en un gesto tan femenino como involuntario.

Nos abrazó como un naúfrago se aferra a la única tabla que flota en un mar embravecido. Los siguientes diez minutos consistieron en cientos de preguntas sobre su nueva situación. Las mismas que hice yo y seguro que las mismas que casi todas las chicas hacen en cuanto tienen ocasión.

La charla terminó cuando su tutora, una mujer pelirroja de pelo alborotado que yo no conocía, vino a buscarla. Así descubrimos, al oirlo, que el nombre de la nueva chica era Natalia. Apenas había tocado su desayuno. ¡Qué similares éramos todas!

Recordé que Isabel sólo me había dado quince minutos y dado que mi reloj corporal seguía sin dar señales de vida, me apresuré a volver a mi piso en cuanto me despedí de Dalia.

—No quiero volver a llegar tarde. Ya tuve bastante con la charla de ayer.

—No le des tanta importancia a menudencias —rió Dalia, que no se tomaba demasiado en serio a Mercerdes.


El resto de la jornada transcurrió en lo que se estaba convirtiendo en rutina: belleza por las mañanas con Isabel y gestos y movimientos por las tardes con Mercedes.

Y así los días fueron transcurriendo poco a poco. Me levantaba pronto, como sería una rutina para el resto de mi vida: ¡tenía que estar guapa antes de empezar a hacer nada! Poco a poco se fue implantando en mi subconsciente la idea de que nadie me podía ver sin maquillaje. Ni siquiera mi futuro e hipotético marido.

Las mañanas con Isabel eran amenas y divertidas. Cada vez iba logrando una mayor maestría en los juegos con los colores, aprendiendo a usar dos tonos en la sombra de ojos, por ejemplo. Al comienzo de la segunda semana, ya controlaba perfectamente la cantidad de cada producto que tenía que utilizar para lograr un aspecto no demasiado artificial y lo más discreto posible, dentro de lo necesario que eran los afeites para destacar mis cualidades faciales y disimular mis defectos. Isabel, al ver la rapidez de mis progresos, añadió las lecciones sobre perfumes bastante pronto en el curso. Pronto aprendí la diferencia entre una ligera agua de colonia de diario y un perfume en el sentido estricto, apta para las noches y circunstancias excepcionales.

Por las tardes, la dura Mercedes parecía también orgullosa de mí. Había interiorizado los movimientos y los gestos de tal manera que parecían innatos. Me movía con soltura en la artificiosidad de cada una de las poses y pasos que estaba obligada a realizar en mi vida. Acababa por las noches extenuada y dolorida, pero feliz de estar convirtiéndome en la Laura que quería ser... ¿o era la que querían que fuese? A veces era muy difícil saber qué deseos eran míos y cuales venían implantados o eran frutos de la sutil manipulación

Veía menos a Dalia de lo que me hubiera gustado. Ella tenía más clases que yo y los horarios no se solapaban exactamente, así que había días enteros en los que no coincidíamos. Cuando Isabel se iba y no podía estar con mi amiga, me sentía mal. Al parecer ahora era mucho más dependiente de lo que antes había sido. Yo, que estaba satisfecho viviendo sólo y que mi vida se desarrollaba con pocos amigos y pocas relaciones sociales, ahora no podía pasar sin estar cerca de aquellas personas que me inspiraban confianza. No obstante, cuando estábamos juntas, a veces incluso con Natalia, éramos razonablemente felices.

En cuanto a nuestra nueva compañera, la tercera de las cinco de aquella "selección de personal", pronto pasó a ser una parte integrante de nuestro pequeño grupo. Le costaba adaptarse a su nuevo cuerpo... y a su nueva mente. Los primeros días sufría en ocasiones tensiones internas que la dejaban en blanco durante un rato. En ocasiones cerraba los puños y hablaba con expresiones masculinas y gestos violentos que estaban realmente fuera de lugar en su delicado cuerpecito femenino. A medida que el tiempo transcurría, esas fases fueron desapareciendo. En su lugar, fue emergiendo una personalidad muy dulce, más que la mía, y por supuesto más que la de Dalia. Era tan tierna que, cuando estábamos en el parque de la azotea, podía ser capaz de llorar con la simple belleza de una puesta de sol, por ejemplo.

Se había acostumbrado bastante pronto a la falta de capacidad gestual en su rostro. Para mí resultaba desconcertarte ver rodar lágrimas sin fruncir el ceño ni arrugar las cejas siquiera un poquito. Expresaba casi todas las emociones tan sólo con los labios y la mirada, pero aún así costaba interpretarla.

Igual que yo seguía odiando mi enorme culo, ella tenía el mismo tipo de sensaciones con sus enormes pechos caídos. De hecho, su falta de firmeza hacía que rebotaran y se agitaran cada vez que intentaba caminar rápido, no digamos ya correr, incluso le resultaba doloroso el movimiento cuando era muy brusco. Desarrolló un gesto muy característico que la acompañaría siempre, aún cuando, ya fuera del hospital, vistiera ropa de calle, sostén incluido: sujetar con un brazo su pecho cada vez que se agachaba. No era para no exhibirse, sino para evitar que sus tetazas se interpusieran en lo que quisiera hacer.

—Estos pechos son una verdadera molestia, Laura, siempre están molestando en lo que hago, no sabes la suerte que tienes —me solía decir a menudo.

Eso me hacía pensar que cada una quiere precisamente aquello de lo que carece. Yo hubiera matado por su pelo y su figura en general... aunque hubiera preferido unas tetas más discretas, desde luego.

De las partes más íntimas de nuestra anatomía ninguna de las tres hablamos. Estaba segura de que ellas estaban tan intrigadas sobre esa parte de mí como yo lo estaba sobre ellas, pero no encontrábamos el momento, a pesar de nuestra creciente confianza.

Y mis noches... mis noches siempre eran terribles. Ni una sola vez la pasé sin tener deseo sexual, sin desear correrme como lo hacía cuando eran hombre... o de alguna nueva manera que pudiera descubrir siendo mujer. No os tengo que explicar que todas mis caricias, todos mis esfuerzos, todos mis tímdos experimientos fueron infructuosos. Al parecer, podía desear mucho y sentir casi todo, pero la satisfacción final estaba fuera de mi alcance. Todas las noches lloré antes de dormir.

Al acabar esa primera semana, un día Isabel apareció con un regalo.

—Laura —me dijo, casi al final de su clase—, no me gusta cómo te apura el riesgo de llegar tarde a clase. Nunca sabes qué tiempo ha pasado, o en qué momento de la clase te encuentras. No sé si te han diseñado así, o si es un efecto secundario, pero he consultado a mis jefes y no hay ningún motivo para tenerte en esa incertidumbre continua. Además —añadió—, las preocupaciones causan arrugas. Asi que me he permitido este pequeño capricho...

Me entregó una pequeña caja azul. En su interior, había un discreto reloj de pulsera, de correa metálica, muy pequeño y discreto. No tenía despertador ni calendario, ni ninguna de las filigranas que yo les pedía a los mostrencos que usaba siendo varón... ¡¡pero era un reloj!! ¡¡y era precioso!!

Me la hubiera comido a besos si no me lo hubiera impedido.

—¡Por favor, Laura! ¡Que nos vamos a estropear el maquillaje!

Estaba segura de que Dalia habría reaccionado de una manera muy diferente...

***Fin de la decimoséptima parte*****