Las cinco amigas (16)
Me penetró. De golpe, sin preparación ni cuidado. La sensación fue agradable. Yo no la esperaba de otra manera. Con mis nalgas firmemente apoyadas en su pelvis y deseando que me bombeara, llevé mi mano a mi polla. Quería masturbarme. Quería sentir placer. Deseaba derramar mi semen por el suelo mientras Alberto llenaba mi culo del suyo
***Decimosexta parte*****
Hacía bien en temer los sueños que pudiera tener. Pero mis ideas ni siquiera se habían acercado a lo que iba a pasar por mi mente dormida. No los protagonizaron ni la nueva chica rubia, ni Dalia... ni siquiera yo misma. Volví a estar mi yo masculino, aunque de una forma difusa... como si estuviera dentro de una carcasa, como de una armadura cuyo yelmo sólo dejaba mis ojos fuera.
Los sueños también eran profundamente sexuales, como todos los que recordaba desde mi despertar en el hospital. Pero el objeto del deseo esa noche fue alguien mucho más perturbador. Especialmente, para un varón como yo: Alberto, el musculado profesor de Dalia.
Lo peor de todo es que lo deseaba ardientemente. Le arrancaba la ropa con pocos miramientos, y le besaba hasta meterle la lengua en la garganta. Él, con esa amabilidad que sólo tiene lugar en los sueños, me explicaba que me iba a follar el culo durante horas y horas. Si quería hacerme una paja, era cosa mía.
Me agachaba y separaba mis nalgas para él. Me dí cuenta que algo no andaba bien, ya que yo, como hombre, iba más bien escaso de trasero. Sin embargo, mis manos no abarcaban cada una de mis nalgas.
Me penetró. De golpe, sin preparación ni cuidado. La sensación fue agradable. Yo no la esperaba de otra manera. Con mis nalgas firmemente apoyadas en su pelvis y deseando que me bombeara, llevé mi mano a mi polla. Quería masturbarme. Quería sentir placer. Deseaba derramar mi semen por el suelo mientras Alberto llenaba mi culo del suyo.
Al principio, me sentí extraño. Sus empujones cada vez que se clavaba en mí eran más y más placenteros, pero yo no lograba encontrar mi verga. Harto de buscarla a ciegas, bajé la vista para localizarla visualmente. No estaba. No había nada. De cintura para abajo, mi cuerpo había desaparecido. Sólo un muñón redondo debajo del ombligo. Levanté mis manos y descubrí que tampoco tenía brazos. Por eso no podía tocarme, pensé con la lógica de quien duerme.
Alberto fue sustituido por una risa malévola. Al volverme, vi a Mercedes, desnuda, con cuernos y rabo señalándome, con una enorme cimitarra en las manos.
Justo entonces, me desperté. Con el corazón acelerado, empapada en sudor frío. Lo primero que hice fue recorrer mis brazos entre sí. Sentirlos. Luego hice lo mismo con las piernas. Por último, busqué la luz de la mesilla. La sensación de estar mutilada seguía mandándome escalofríos por la espalda, y la horrible voz del diablo en forma de mujer resonaba aún en mi cabeza.
Poco a poco fue recuperando la calma. Desde que era mujer, no había logrado dormir de un tirón ni una sola vez. Me puse de lado. Recordaba las lecciones de Mercedes, y deslicé mi pierna superior hacia abajo para acentuar las curvas de mi culo. Aunque estuviera sola. Pensé en lo que había pasado. Alberto era un hombre atractivo. Demasiado musculado quizá... pero desde luego ¡¡no me atraía!! Pero... ¿qué es lo que me atraía? Me gustaban las mujeres, desde luego, pero de manera diferente a mi anterior vida. Ya os he contado que las veía como símbolo de belleza, no como objeto de mis deseos... Aunque también tenía que reconocer que había algo en Dalia... no sé. Desde luego, no era lo mismo que veía en Isabel, por ejemplo. En el encuentro en las escaleras... ¡Podría haber pasado cualquier cosa!
Eso claro, suponiendo que no fuera como yo. Que tuviera algún tipo de capacidad sexual con su pene. Después de lo que había visto esa tarde, estaba razonablemente segura de que tenía al menos erecciones. Pero en tal caso... ¿cómo sería un encuentro sexual entre ambas? ¿Ella disfrutar como activa y yo sólo entregarme como pasiva? ¿Sería verdad que no podía tener orgasmos? ¿De ninguna manera?
Entonces, un nuevo escalofrío me recorrió la espalda. Hasta entonces había sido realmente inocente... ¡Que no tenga vagina no quiere decir que no me puedan follar! ¿Cómo lo hacen los homosexuales? ¿Así estaba destinada yo a dar placer? Todo el mundo dice que cuando te follan el culo sientes dolor. Que luego ese dolor se transforme o no el placer es algo que varía según las fuentes... ¡Oh, Dios! Claro que en mi sueño había sido muy agradable desde el principio...
Volviendo a reposar sobre mi espalda, pasé con curiosidad mi mano por mi perineo. Tuve que apartar mi micro-pene primero. Ese triste recordatorio de mi pasado masculino era la parte más humillante de todo lo que me había pasado: presente pero a la vez completamente inútil para todo. La sensación al acariciar el espacio entre mi antiguo sexo y lo que es el mío actual era muy agradable. La zona se hundía un poco si apretaba, lo que disparaba un extraño placer interno, parecido a unos suaves calambres eléctricos que recorrían las piernas y el vientre.
Intenté bajar esos dedos hasta el ano. De nuevo tuve que apartar otro recordatorio de mi situación, pero en este caso de mi nueva y desproporcionada feminidad: con una mano agarré una de mis nalgas para lograr llegar a mi pequeño agujero. Recordé de mis experiencias en la taza, intentando evacuar, que realmente era diminuto. Al tacto, sin embargo, lo sentía más o menos como siempre. No era capaz de discernir su nueva estrechez. La caricia me gustaba. Externa, naturalmente. ¡Cómo se me iba a ocurrir meterme nada, ni siquiera la puntita de una uña, dentro del culo!
Poco a poco, la simple experimentación se transformó en excitación, exactamente igual que me había pasado cada vez que, de noche, me despertaba en la soledad de mi habitación. Noté cómo mis pechos empezaban a desear roces y pellizcos mientras seguía acariciando mi ano. Hacía círculos con mi dedo alrededor, incluso haciendo algo de presión en el mismo centro. El agujerito seguía cerrado y estrecho a pesar de mis caricias. Había leído que el esfínter se relajaba si se le acariciaba el tiempo suficiente. O no sabía hacerlas, o mi ano funcionaba de manera diferente. ¡Cómo iba a saber yo entonces que me habían diseñado así de estrecha para dar el máximo de placer cuando me penetrasen! A costa de mi sufrimiento, claro. Aunque tampoco es todo tan blanco o negro. Ya lo explicaré más adelante.
Me encontré con la frustrante disyuntiva de no poder tocar mis pechos si seguía acariciando mi ano, ya que al soltar las nalgas, mi culo quedaba totalmente cubierto por ellas. Y entonces descubrí que estimular mis diminutas tetitas sin sumarlo al masaje anal no resultaba ni la mitad de satisfactorio, pero si seguía con mi agujerito, mis pezones lloraban por recibir algo de atención.
Por fin, tan frustrada y tan ardiente de deseo como cada noche, deseando locamente ese orgasmo que jamás llegaría, traté de dormirme. Me costó. Costó tranquilizar mi cuerpo y mi mente para poder entregarme al descanso que tanto necesitaba para soportar los esfuerzos de cada día. Mi mente se debatía entre la idea de ser un homosexual, algo que no podía aceptar ni aún siendo mujer, y el hecho objetivo de que yo, ahora, a casi todos los efectos prácticos, era una mujer, por lo que sentir deseo por los hombres era normal y lógico.
Quedaba poco tiempo para el amanecer en el que tendría que volver a ejecutar mi diaria rutina de belleza, antes siquiera de desayunar.
***Fin de la decimosexta parte*****