Las cinco amigas (13)
Tuve sueños que, como poco, eran extraños. Me veía dentro de mi antiguo yo masculino y me fijaba en una chica que era idéntica a mi actual persona...
***Decimotercera parte*****
El agotamiento me venció pronto. Eran poco más de las diez cuando noté cómo se me cerraban los ojos a pesar de todos mis esfuerzos. Mi primera intención fue acostarme. Pero claro... ¡el maquillaje! Así que tuve que hacer de tripas corazón (unas tripas que seguían implorando más comida después de la escueta cena) e ir al baño a devolver mi cara a un estado natural que cada vez iba a ver menos y menos en mi vida.
Aproveché para aliviarme. No me hubiera gustado despertarme otra vez en mitad de la noche y tener que buscar la taza de puntillas y casi dormida. Media hora después, por fin volvía a la cama. Creo que me dormí incluso antes de que mi cuerpo tocase las sábanas.
Tuve sueños que, como poco, eran extraños. Me veía dentro de mi antiguo "yo" masculino y me fijaba en una chica que era idéntica a mi actual persona. Me excitaba mucho y deseaba follarla como fuera. La joven se reía de mí y siempre estaba un paso más allá de mi alcance mientras mi pene, completamente erecto buscaba una satisfacción. La Laura de mis sueños se desnudaba detrás de un escaparate y yo me quedaba prendado de su culo descomunal que movía con indudable afán de provocación. Necesitaba penetrarla como fuera.
Me desperté en mitad de la noche. La tele, aún encendida, emitía teletiendas sin fin. Estaba sudando. Me costó un rato darme cuenta de cual era mi cuerpo real. Me sentía excitada dentro de mi piel de mujer. Mi pene, naturalmente, no daba ninguna respuesta. Ni siquiera goteaba líquido seminal, pero mi mente bullía con un deseo indefinido y primario. A medida que el sueño se iba disipando, los recuerdos del día iban tomando su lugar. Mi rostro maquillado, yo recién salida de la peluquería... y sobre todo, la fortísima sensación que Deborah me había causado al lavarme el pelo, tan placentera, tan... sexual.
Ya había aprendido que era inútil intentar cualquier tipo de placer con lo que anteriormente era mi principal fuente del mismo, así que la ignoré directamente. Intenté hacerme los mismos masajes capilares que la peluquera había realizado pero el resultado, aunque mejor que cuando era hombre, distaba muchísimo del que había obtenido cuando eran otras manos las que lo hacían. Deslicé mis manos poco a poco hacia abajo. Quería explorar, quería aprender nuevas cosas de mi cuerpo. Rocé la piel de mis brazos como la noche anterior. Un leve gemido, casi inaudible, salió de mis labios.
Hacía tiempo había leído que las mujeres son capaces de experimentar un gran placer acariciando sus senos. ¿Por qué no comprobarlo? Cogí entre mis dedos los pezones, aunque mas bien fueron las hinchadas aréolas las que quedaron entre índices y pulgares. El botoncito era demasiado diminuto para poder asirlo en condiciones.
Por un rato pensé "¿y ahora qué?". Luego fui recordando cómo actuaba cuando era varón. Solté esos pechos que había agarrado tan torpemente. Desabroché la blusa hasta el ombligo. Mi corazón se aceleraba por la pasión y la excitación. Con los pulgares empecé a rozar la corona de mis diminutos pechos. Notaba un agradable cosquilleo que se esparcía por el cuerpo. Luego acaricié rápidamente la zona, sin aumentar la cantidad de presión. Mis pezones intentaron destacar, con poco éxito, sobre una aréola que se arrugaba y encogía, pasando de su color marrón a casi negro, cuanto mayor era el placer.
Mojé mis dedos y los moví en círculos. La diferencia entre el frío de mi saliva cuando quedaban sueltos y el calor que tenían mientras había contacto aumentó la sensación de agradable cosquilleo.
Cuando los empecé a apretar y soltar alternativamente, en una suerte de ordeñamiento seco, una especie de calambre se esparció por mi columna vertebral. Toda la piel de mi cuerpo se erizó y, si hubiera tenido pelo en algún sitio, seguro que se habría tensado. Mi corazón bombeaba a ciento cincuenta pulsaciones por minuto. Mordía mis labios por no gemir en voz alta. Aún así, ruiditos agudos, casi de niña, escapaban de mi garganta. Cuando era hombre jamás emitía un ruido durante el sexo. ¿Por qué ahora no podía evitarlo?
Después de un rato, las terminaciones nerviosas de mis tetas se fueron cansando de mi tratamiento y la sensación se fue convirtiendo en un cierto entumecimiento. Desde luego, ya no era placer lo que sentía. Frustrada y muy sudada fui disminuyendo el ritmo de caricias hasta que que las detuve del todo. Mi mente deseaba desesperadamente más placer. Más cantidad y, sobre todo, más intensidad, pero mi cuerpo, o al menos mi conocimiento del mismo, no eran capaces de proporcionárselo.
Sin abrocharme, me giré sobre mi costado izquierdo. Sentía los pezones clavarse en la parte alta de mi brazo. Y lloré. Lloré mucho. Lloré de frustración, por no poder siquiera acercarme al orgasmo, que en ese momento deseaba más que cualquier otra cosa. Lloré por gustarme a mí misma. Por no luchar con todas mis fuerzas contra la transformación a la que me estaban sometiendo. Lloré por haber perdido cinco meses de mi vida. Lloré por no saber qué iba a ser de mí. Lloré hasta quedarme dormida de puro agotamiento.
La tele se puso en marcha de golpe. Estaban emitiendo los telediarios matinales, y a buen volumen. En el reloj que estos mostraban figuraban las seis de la mañana. Otra vez. Al parecer, dormir mucho estaba fuera de mi alcance. Por lo menos, mientras estuviera en el hospital. Tenía la sensación de no haber descansado practicamente nada.
No entró nadie, pero el mensaje estaba más que claro. No tenía sentido remolonear, por más que me apeteciera, así que dejé la cama y, casi tambaleando por el uso de mis necesarios tacones, volví al baño. Empecé la que hasta el día de hoy es mi rutina diaria: afeitar piernas, axilas y pubis, cepillarme el pelo, desde la raíz hacia las puntas, ducharme con todo lo que ello conlleva de champús, geles, acondicionadores, leche corporal y demás, envolverme los cabellos en la toalla, secarlos, peinarme, aplicar un antitranspirante, observar si algún pelito de las cejas está naciendo fuera de sitio, maquillarme y salir al mundo. Hoy, con toda mi práctica, no tengo forma de hacerlo en menos de una hora. Ese tercer día, mi segundo completo, me costó dos generosas horas acicalarme. Especialmente el maquillaje. Tuve que hacer dos intentos completos. Necesitaba a Isabel a mi lado, al menos para guiarme. Era un auténtico lío tantos polvos, cremas y pinturas, cada una para su propósito. Y eso que se suponía que me habían dejado sólo lo más básico.
Cuando por fin estuve lo suficientemente de acuerdo con mi aspecto para salir, tenía una desagradable sorpresa esperándome: el médico. El mismo señor que tan repulsivo me había parecido hacía dos días. Estaba fuera, sentado en la cama, escoltado por dos enfermeras y un celador. Leía unos papeles dentro de un expediente en el que figuraba por fuera "Laura #32". Me doliò ser considerada un número. Al parecer no tenía derecho ni a un apellido.
Las enfermeras no eran las habituales que veía por el pasillo ocasionalmente. Vestían el mismo sobrio uniforme, pero eran singularmente hermosas. Muy parecidas a Isabel: rubias, ojos azules, cejas finas, figura llamativa llena de curvas... Una de ellas tenía más pecho, lo que era claramente excesivo en un cuerpo tan delgado. La otra tenía unos labios absurdamente gruesos. Las dos estaban calladas.
Hola, Laura dijo el médico. Vamos a hacerte una pequeña revisión, ¿de acuerdo?
¿Podía negarme? Miré al celador. Parecía estar deseando que me resistiera. No iba a darle ese placer. Además, ¿qué otras opciones tenía? ¿Echarme a correr? Con mis tacones apenas podía dar cortos pasitos, por rápidos que fueran. ¿Pelear? Con mi masa corporal y mis músculos bastaría un soplido para derribarme. Así pues, asentí con la cabeza. De todas formas, todo el mundo va a la consulta de vez en cuando.
Desnúdate, por favor.
¿Otra vez? Tenía la sensación de pasarme el día quitándome la ropa y volviéndomela a poner. Obedecí sin más. Pude sentir como el celador me devoraba con la vista una y otra vez. Inconscientemente me cubrí los pechos y el sexo con los brazos. Las enfermeras no mostraban ningún interés en mi cuerpo. El médico, por su parte, me escudriñaba con interés exclusivamente profesional. Me hizo caminar, levantar los brazos, bajarlos, agacharme y un largo juego de movimientos corporales. Luego se molestó en arrodillarse delante de mí y comprobó las articulaciones de mis piernas, especialmente de mis tobillos. Pareció satisfecho.
¿Te encuentras bien? ¿Hay algo que te duela o moleste?
Negué con la cabeza. Me seguía violada por las miradas del celador.
Continuó su exploración auscultándome y mirando con sus instrumentos mi garganta y oídos. Después llegó el momento más incómodo, por decirlo suavemente:
¿Has experimentado alguna reacción en tu pene? ¿Erecciones? ¿Líquido seminal?
En vez de responder, todo mi mundo lo acaparó el celador y su desagradable sonrisa sardónica. Cuando creía que ninguno de los otros tres le miraba, no se molestaba ni en disimular. Una de las enfermeras, la tetuda, pareció darse cuenta y susurró algo al oído del galeno que no pude escuchar. El hombre me agarró de los hombros y me miró con sus ojillos amarillentos de tal forma que yo tuve que devolverle la mirada.
Laura, ¿vas a seguir comportándote?
Por supuesto, doctor le respondí.
¿Te sientes incómoda por algo en concreto? Ya sé que la situación en general no es la más agradable del mundo pero...
Asentí con la cabeza, buscando con mis ojos al otro hombre. Mi interlocutor hizo un gesto, y la enfermera tetuda habló con el celador. Se le borró la sonrisa de la cara ipso-facto. Salió de la habitación algo malhumorado. Yo respiré tranquila. Sólo al relajarme me di cuenta de lo tensa que había estado hasta ese momento.
El médico repitió la pregunta. Me había soltado y de nuevo volvía a garrapatear notas en mi expediente. Naturalmente, fuera de mi vista.
No. No he tenido ninguna reacción ahí dije, humillada a pesar de todo. Me tuve que callar el torrente de improperios y lloros que querían salir. Preguntarle por qué me había condenado a esta anorgasmia tan frustrante.
Bien concluyó, sin más explicación. Ahora, por favor, tengo que explorarte. Por favor, agáchate...
La enfermera de los labios gruesos le proporcionó un par de guantes de látex. No me gustaba lo que creía que iba a pasar.
Efectivamente. Las auxiliares me ayudaron a adoptar la posición. De pie, apoyaron mi torso en la cama, manteniendo las piernas rectas. De esta manera, mi gigantesco culo quedaba en el aire, completamente expuesto. Una de las dos, no pude ver cual desde mi posición, separó un poco más mis extremidades inferiores.
El examinador en primer lugar, palpó mis nalgas, buscando los músculos y estudiando las acumulaciones de material adiposo que constituían gran parte de su estructura. Pareció satisfecho. A continuación una de las mujeres separó mis nalgas, dejando mi ano al descubierto. Mi corazón se disparó, acuciado por una sensación cercana al miedo. ¿Qué iban a hacer? Noté una fría y húmeda sensación. Seguidamente, el hombre introdujo dos dedos dento de mí.
Lo que sentí en ese momento no tuvo nada de placentero. Ni siquiera era algo sexual. La sorpresa y el terror, más que el tenue dolor que sentía, se apoderaron de mí. ¿Me iban a violar? Tensé tanto mis músculos que mis nalgas tendían a escaparse de las manos de la enfermera.
Relájate y acabará antes dijo la tetuda. No es más que un examen rutinario.
Más fácil decirlo que hacerlo. Afortunadamente, pronto terminó lo que fuera que quería hacer dentro de mi recto y mi interior volvió a ser sólo mío. Abierto, húmedo y dolorido, pero mío. Tuve que reprimir las lágrimas aún más que antes. Después de eso, el examen de las mamas que siguió fue algo casi normal.
Vístete ordenó. Me apresuré en obedecer Laura, parece que está todo en orden dijo, con una sonrisa de satisfacción. Habrás notado muchos cambios en tu cuerpo y posiblemente también en tu mente asentí con la cabeza. Todo es absolutamente normal. Parece que tus modificaciones han salido completamente bien. No podemos aún darlo todo por hecho, pero no veo nada fuera de lugar. Dentro de una semana, volveré a examinarte. Buenos días.
Y se fueron. Dejándome sola y sentada en la cama, hipando por no llorar y arruinarme el recién aplicado maquillaje. Así me encontró Isabel cuando vino a verme, con su perpetua sonrisa en su boca de labios rojos como el fuego.
***Fin de la decimotercera parte*****