Las cinco amigas (12)

A medida que avanzaba la tarde entendí por qué Dalia nunca parecía estar en una postura relajada, aunque estuviera sentada, comiendo o de cualquier otra manera. Al parecer, mi dueño había elegido para mí que fuera elegante y sexy al mismo tiempo

***Duodécima parte*****

A medida que avanzaba la tarde entendí por qué Dalia nunca parecía estar en una postura relajada, aunque estuviera sentada, comiendo o de cualquier otra manera. Al parecer, mi dueño había elegido para mí que fuera elegante y sexy al mismo tiempo. Eso requería aprender toda una nueva forma de moverme, de sentarme y hasta de comer. En algunos puntos me parecía a los juegos gestuales de mi nueva amiga, pero en otros me separaba. Ella era más... vulgar hasta en eso. Pero mayor elegancia representaba también mayor artificiosidad y más esfuerzo.

Por ejemplo, en muchas ocasiones, sobre todo al caminar, las palmas de la manos deben separarse ligeramente del cuerpo, formando un ángulo de entre treinta y cuarenta y cinco grados con el brazo.

Siempre que estuviera sentada debía mantener la espalda muy recta. Las piernas debían estar preferiblemente muy juntas, lado a lado, pero ocasionalmente, si la situación era informal, podían estar cruzadas. Dada mi ausencia de ropa interior, en ambos casos mi antiguo sexo quedaba atrapado entre ambas y, aunque no dolorosa, la sensación era incómoda. Pero, como con todo, no tenía otra opción que aprender. Naturalmente, jamás podía cruzar los tobillos ni separar las rodillas. En eso la sensación de desnudez ayudó bastante: prefería estar incómoda a exhibir mi secreto más íntimo. Bueno, si es que era un secreto...

Cuando estuviera sentada, mis brazos no podían en ningún caso reposar sobre los del sillón. Debían estar siempre muy cerca de mi torso, de tal manera que, en ciertas ocasiones, aumentaba mi limitada impresión de busto al empujarlos lateralmente. Preferiblemente debían apoyarse sobre los muslos o las rodillas. Si tenía una mesa delante, naturalmente no podían quedar ocultas bajo la misma, así que en ese caso debía tener la mitad delantera de mis manos apoyada en ella.

Intentó trabajar mi forma de andar, pero la desproporción de mi culo hacía imposible disminuir el bamboleo lateral hasta un punto más elegante, así que acabó por aceptarlo, y el esfuerzo se dirigió a otros apartados de mi movimiento.

En casi ningún caso, caminando o sentada, mi torso podía no estar completamente recto. "Como si tuvieras un palo en vez de columna vertebral", había explicado Mercedes gráficamente. Esta serie de instrucciones y algunas menores que no detallo hacían que, salvo el rato en que dormía no tuviera ningún momento en que estuviera realmente cómoda. En ese primer día no me explicó que también tumbada había posturas que debía adoptar y otras que no.

—Acabarás acostumbrándote —me dijo.

Al parecer, a todo tenía que acostumbrarme. A una figura ridícula. A no tener sensación sexual. A tener la pegajosa sensación del maquillaje en la cara. A tener que retocarlo cada poco tiempo. A que todo el mundo me mire el culo. A moverlo al caminar. A moverme con quince centímetros de tacón, o sobre la punta de mis pies con el esfuerzo de mis gemelos. A depilarme cada mañana, haya o no pelos. Desesperante. De no ser porque, en el fondo, pero sin duda muy presente, tenía el deseo de hacer todo eso. De ser una mujer atractiva, elegante y sexy. ¿Esa idea era mía o me la habían implantado? Tenía Isabel razón cuando me lo contó. Esa dualidad de deseos me hacía ponerme furiosa... pero la concentración que necesitaba para hacer todo lo que Mercedes me exigía no permitía que aflorase mi rabia.

Fueron horas agotadoras. En esa primera clase no hablamos para nada de ropa. Esas lecciones vendrían cuando aprendiera primero a moverme y lo interiorizase. Cuando lograse que no me doliese la espalda por el mero hecho de estar sentada. Y en todo momento, sentada, de pie, caminando o quieta tenía la desagradable sensación de desnudez que me perseguiría aún mucho tiempo.

Cuando por fin volví a mi cuarto, sólo tenía ganas de dormir. Además, me dolían todos los músculos del cuerpo. Aún estaba el sol en el cielo, por lo que supuse que no estaría bien visto que me acostara. Puse la tele para tratar de orientarme un poco. Casi todas las cadenas emitían programas en los que la gente va a humillarse contando sus desgracias en directo. Eso quería decir que debían ser entre las seis y las ocho de la tarde, más o menos. Poco después, alguien dijo la fecha. Por fin. Estaba en abril de dos mil siete. Habían pasado cinco meses. Cinco meses de mi vida perdidos, de los que no guardaba ningún recuerdo. ¿Los había pasado en coma? ¿Tumbada en una sala de operaciones?

Volví al baño, casi a la carrera. Bueno, todo lo rápido que me permitían mis pies en su forzado ángulo. Me desnudé delante del espejo y empecé a examinarme. Cada detalle. El cuero cabelludo, detrás de las orejas, entre los muslos, por las nalgas, los tobillos, todo el torso... y nada. No había ni una cicatriz. Ni una marca de operación. Tenía los mismos lunares en los mismos sitios que antes y alguna marca que me hice siendo niño, pero eso era todo. Era una versión diferente de mí, igual pero al mismo tiempo distinta. Lo que fuera que me habían hecho estaba más allá de todos mis conocimientos científicos o médicos. Incluso de aquello que podía imaginar. Tenía unas terribles ganas de llorar que reprimí por no estropearme el maquillaje. Al encontrarme con el reflejo de mi rostro, recordé que lo tenía que retocar, así que apliqué de nuevo ese color marrón en mis labios, y reforcé ligeramente el colorete. Por la selección que habían dejado en el baño y lo que me había enseñado Isabel, estaba claro que lo mío eran los tonos entre marrón y café, con algunos destellos en ocre o naranja oscuro. Ahora, con los años, creo que quizá me favorecieran más colores más claros, de la gama del rosado, pero ya estoy tan acostumbrada a mi maquillaje que no es momento para cambiar.

Volví a usar el retrete. Era casi una novedad desde que lo usé por primera vez en mitad de la noche pasada. Imaginaba que se debía a lo poco que comía y bebía. De nuevo me senté instintivamente. Estaba en ello cuando vi que esa vez necesitaba hacer aguas mayores además de las menores. Me encontré con la desagradable sensación de tener que separarme con las manos las nalgas para que el agujero de mi ano quedase libre sobre el agujero. Humillante. Otra cosa más.

Así, desnuda, con las nalgas separadas sobresaliendo de los laterales de la taza, descubrí que me costaba mucho más de lo habitual evacuar el contenido de mi intestino. No es que me sintiera estreñida... era otra cosa. Cuando, con todos mis apuros, conseguí terminar, vi que el resultado era mucho más fino de lo habitual. El ano tiene una gran capacidad de dilatación, por eso podemos emitir heces que son mucho más gruesas de lo que podría parecer que somos capaces. De alguna manera, o me habían suprimido esa elasticidad, o la habían modificado de algún modo. En esos días yo aún estaba lejos, muy lejos, de pensar que ese pequeño agujero entre mis dos montañas de carne iba a ser mi principal órgano sexual y que para ello lo habían preparado.

La tele seguía vomitando sus imágenes, aunque yo ya no le hacía ningún caso, absorta en mis propios pensamientos. Isabel llamó a la puerta cuando comenzaban los informativos de la noche. Yo me puse inmediatamente de pie antes de invitarla a entrar. Pensé en un momento en las posturas que me habían enseñado para adoptar la más adecuada.

—¡Hombre! —dijo, jovial como siempre, espléndida como no podía ser de otra manera—. Veo que ya has tenido tu primera clase con Mercedes. ¡Has aprendido mucho en una sola sesión! Hay chicas que son incapaces hasta después de un mes o dos de entender lo que se espera de ellas. Pero claro, tú eres más inteligente que la mayoría de nosotras.

—¿Quieres decir que algunas de las chicas las hacéis... tontas? —pregunté, un punto escandalizada.

—Bueno... —se sentó en la cama y me invitó a hacerlo a su lado. La obedecí, agradecida—. En primer lugar, Laura, yo no hago nada a nadie. Yo no soy distinta a ti. Yo me desperté un día en un sitio parecido a éste, ya te lo he contado. Sólo hago mi trabajo.

—Perdona... Estoy realmente perdida. Todo lo que pasa a mi alrededor me supera. No es fácil aceptar que de un día para otro te has vuelto una especie de monstruito que parece ser mujer casi completamente. Y que han pasado cinco meses de los que no recuerdas nada.

—Te entiendo... pero no eres ningún "monstruito". Y yo tampoco lo soy. Es más, me ofendería que me consideraras así.

—¡Pero Isabel! ¡Si tú eres preciosa! Estás bien proporcionada, tienes unos pechos que ya me gustaría a mí —¿he dicho yo eso?—, y no tienes este culo monstruoso... Además, siempre vas tan elegante y eres tan guapa...

La mujer rió abiertamente. Tanto rato que me sentí estúpida.

—¡Quién te ha visto y quién te ve! Laura... en tan sólo un día y medio no has aceptado sólo tu feminidad, sino que hasta te cambiarías cosas para ser... ¡más mujer!

Me quedé sin palabras. Ni un poquito de ira o violencia salió de mis labios. Realmente QUERÍA volver a ser yo, un hombre en un mundo que entendía. Sin embargo, realmente había deseado tener el cuerpo de Isabel. Oh, Dios mío... ¿qué me habían hecho?

—Mira, querida —continuó la rubia, poniéndome una mano en la rodilla—. No es oro todo lo que reluce. No creo que quisieras cambiar tu cuerpo por el mío.

—¿Por qué?

—Algún día quizá te lo cuente —por su mente pasó una sombra de tristeza que desapareció cuando cambió rápidamente de tema—. En cuanto a tu pregunta... Por lo que sé, no pueden aumentar las capacidades intelectuales de las chicas, pero sí reducirlas en el momento del cambio. Ni a ti ni a mí nos han hecho eso, y podemos considerarnos afortunadas por ello. Probablemente, han condicionado de alguna manera sutil nuestro comportamiento, ya te lo expliqué, pero nunca podremos estar seguras de hasta qué punto.

—Isabel...

—¿Sí, Laura?

—¿En qué consiste el "cambio"?

—No lo sé. Hace tiempo que dejé de preguntármelo. Vienen hombres, como llegaste tú hace unos meses, los meten en el sótano y tiempo después los suben a planta y empiezan su rehabilitación. No sé lo que hay ahí abajo.

—Entiendo...

—¡Bueno! —dijo, poniéndose en pie—. Yo ya acabo aquí por hoy, que mira qué hora es. Veo que te has retocado el maquillaje... ¡perfecto! —desde mi punto de vista, mi habilidad distaba mucho de la perfección—. Te voy a explicar cómo van las cosas aquí: dentro de un rato, una enfermera te traerá la cena. Despues de cenar, y sólo si crees que ya no vas a ver a nadie, puedes quitarte el maquillaje y acostarte. ¡Descansa, que mañana será otro día duro!

—Pero Isabel —le imploré antes de que se marchara, levantándome también— ¿cómo lo hago?

¿Por qué me sentía siempre como un corderillo abandonado en cuanto ella se iba?

—Es muy fácil. Usa el gel desmaquillador que tienes en el baño. Lee sus instrucciones. Luego debes aplicarte una crema hidratante. El capítulo de las  mascarillas faciales lo dejamos para más adelante.

Y se fue. Me quedé desolada. Al menos, quedaba poco tiempo para cenar...

***Fin de la duodécima parte*****