Las cinco amigas (11)
Casi cuando estaba terminando la comida, vi entrar una figura perturbadora. Era una mujer joven, bajita a pesar de sus tacones, con el pelo rubio oscuro, casi castaño, largo y muy rizado, más que el mío. Pero lo que más destacaba en ella eran dos pechos, por llamarlos de alguna manera...
***Undécima parte*****
Cuando recogí la bandeja con la comida, lo que encontré era tan escaso que me dieron ganas de llorar: un plato de espinacas hervidas y un filetito de pechuga de pollo a la plancha. Ni la sonrisa comprensiva de la camarera me animó.
Busqué con los ojos en la sala a Dalia pero no la encontré, así que me senté sola y empecé a devorar las magras viandas. Mis costumbres antiguas me llevaron a intentar engullir a grandes bocados... pero me di cuenta de que, simplemente, no podía. Me daban arcadas si tenía demasiada cantidad en la boca. Mi única forma de alimentarme era mediante pequeños trocitos, casi ridículos. Justo lo contrario que me pedía mi agonizante estómago. Sin embargo, el tardar casi media hora en terminar la bandeja contribuyó a aplacar algo mi sensación de vacío.
Casi cuando estaba terminando la comida, vi entrar una figura perturbadora. Era una mujer joven, bajita a pesar de sus tacones, con el pelo rubio oscuro, casi castaño, largo y muy rizado, más que el mío. Pero lo que más destacaba en ella eran dos pechos, por llamarlos de alguna manera. En realidad eran dos enormes masas de carne... o de silicona, a juzgar por su movimiento o, mejor dicho, por la ausencia del mismo. Si alguno de vosotros ha oído hablar de una modelo de desnudo llamada Chelsea Charms, esa chica era lo más parecido a ella, al menos entre cuello y ombligo.
Tenía algo extraño en la mirada, aparte del obvio desconcierto que me decía que era la primera vez que entraba en la cafetería. Poco más o menos lo mismo que me había pasado a mí esa misma mañana. Su caminar era torpe. Estaba segura que ni siquiera se había acostumbrado al necesario cambio del centro de gravedad que representaban dos ubres de ese tamaño. Tuvo tantos problemas con su delantera al recoger la bandeja de comida que no me quedó ninguna duda de lo nueva que era para ella toda esa situación. Sentí lástima. ¿Qué le habían hecho? Esquive sus ojos cuando apuntaron en mi dirección. Al contrario de lo que me había pasado a mí, y aunque la cafetería estaba más llena, su cara no enrojeció siquiera un poquito. Parecía más absorta en su interior que en el exterior.
¿Ves? me dijo una recién llegada Dalia que yo no había visto entrar, fijándome en la nueva. Siempre hay quien está peor que una. Eso es para que te vayas quejando.
¡Vaya! respondí. ¿Sabes algo de ella?
No. Jamás la había visto. Debe ser su primer día aquí. Pobrecilla.
Entonces... ¿crees que es... como nosotras? Es decir...
¿Que antes era hombre?
Asentí con la cabeza.
Ya te lo he dicho esta mañana. Aquí todas las pacientes, todas, han sido antes hombres. Y, por lo que sé hasta ahora, Laura, todas las mujeres que trabajan aquí también lo han sido.
Pero... ¿completas?
Me miró de arriba a abajo como tratando de averiguar qué se escondía en mi entrepierna. Eso me produjo una sensación desagradable y me removí inquieta.
Hasta donde yo sé, ninguna lo es. Pero entiende que no es algo que la gente vaya predicando por ahí...
Claro, claro... terminé.
Ambas nos sentimos incómodas después de esa charla. Dalia me miraba con sus lentillas azul eléctrico y yo desviaba la vista hacia abajo para encontrarme con sus grandes pechos marcados en el pijama. Cuando el silencio amenazaba con convertir la incomodidad en algo casi hostil, Isabel vino al rescate y, después de mis experiencias matinales, volvimos a la décima planta, donde estaba mi habitación.
Tienes que retocarme el maquillaje me dijo en el ascensor cada vez que algo (como comer) pueda haberlo alterado. Siempre tienes que estar perfecta y ahora no lo estás.
Su amable dureza me hizo sonrojarme una vez más.
¡Eh! dijo, empujando suavemente mi cabeza hacia arriba desde el mentón. No te sientas mal. ¡Estas aprendiendo! ¡Y es tu segundo día en el mundo!
Me guiñó un ojo y sonreí con sinceridad. La mire. La perfección impoluta de su maquillaje, de su piel, de su ropa elegante y un punto sexy sin una sola arruga fuera de lugar me hizo sentir un algo celosa y con el deseo de seguir imitándola para aprender a ser tan digna como ella.
Bueno, Laura me explicó al llegar a la entrada de mi cuarto, yo te dejo aquí.
La miré sin comprender sus palabras.
Pero, ¿qué voy a hacer entonces?
Ella rió con ganas, con solía.
Tranquila, que actividades no te van a faltar.
Y se alejó por el pasillo, con su andar elegante y sexy, moviendo a los lados su culo de proporciones perfectas. Yo me volví a sentir sola. Al menos mi cuarto parecía un lugar seguro, mi refugio.
Durante mi ausencia alguien había hecho la cama y limpiado y perfumado con esencia de rosas. Me gustaba esa fragancia. Pero había algo más que llamaba mi atención: un mueble rellenaba algo del enorme vacío: una mesita que tenía una enorme televisión de treinta y dos pulgadas. Ignoraba si era alguna clase de "recompensa" por mi buen comportamiento, si alguien la había olvidado o si era parte de un experimento en el que yo era un cobaya. En cualquier caso, seguro que era más divertido que mirar por la ventana, que había sido mi único pasatiempo no instrospectivo en la blanca habitación. ¿Qué cadenas podría ver?
La respuesta fue fácil. El mando estaba en la propia mesita y lo llevé conmigo a la cama. Agradecía sentarme. Aún no estaba acostumbrada al ángulo de mis tacones y desde los gemelos hasta la punta de mis deditos sufrían en cuanto pasaba un rato levantada. ¡Si hubiera sabido entonces cúanto tiempo iba a tener que estar sobre mis pies a lo largo de mi recién estrenada vida!
Hice un rápido zapeo. Había cientos de canales. Probablemente procedían de algún sistema de televisión por cable o plataforma digital. Había desde telediarios hasta documentales. Finalmente me detuve en un canal de música. Estaba cantando La oreja de Van Gogh. Hasta ayer, me gustaba AC DC, Metallica, Barón Rojo... y hasta el hoy olvidado Tako. "Música contundente", me gustaba decir. Y por supuesto, me repateaban esas ñoñerías que cantaba el grupo vasco. Y sin embargo, con los acordes de "El último valls" se me estaba poniendo la carne de gallina.
"No, no, no" me repetía, tratando de repudiar esa melodía pegadiza y melosa. Pero fue inútil. Me gustaba. Me gustaba mucho. Además, su nueva cantante era muy guapa. ¡Vaya ojazos tenía! Quién los pillara en vez de mis comunes pupilas marrones... Me quedé escuchándolos hasta el final y fruncí el ceño cuando acabaron. ¿Me seguirían gustando mis estilos de antaño?
Me despertó un ¡buenas tardes! pronunciado con toda la intención de hacerlo. Me había quedado traspuesta sin darme cuenta, tumbada sobre la cama. ¡Por Dios, ni siquiera me había retocado el maquillaje como me había dicho Isabel! No reconocía la voz. Apagué la tele y miré hacia la puerta. En ella estaba una mujer delgada y mayor. Probablemente había superado los cuarenta holgadamente. Era toda ella una columna sin apenas curvas en ningún sitio. Llevaba el pelo, castaño con ribetes grises, recogido en un moño alto y vestía una levita morada. Llevaba un feo tacón bajo y ancho.
Parece que se ha quedado usted dormida dijo, mirándome desde la punta de sus gafas de fina montura metálica. Muy mal, muy mal... concluyó, girando la cabeza a los lados.
Lo... lo siento alcancé a decir, mientras me ponía en pie.
Venga, menos "lo sientos" y ven aquí.
La obedecí como impulsada por un resorte. ¿Por qué? Me preguntaba al mismo tiempo que lo hacía. ¿Por qué estoy siendo tan dócil?
Acompáñame me ordenó, con su seco tono y su seca voz. No es adecuado que una señorita se quede dormida al medio día. Al menos, no aquí.
Salimos por el pasillo hasta el tocador de nuevo. Ahí entramos y cerró la puerta.
Soy Mercedes si me hubiera dicho que se llamaba Rottenmeier no me hubiera sorprendido ni siquiera un poco y soy tu profesora de vestimenta y postura corporal. Veo que Isabel ya te ha enseñado los rudimentos de caminar, pero nos queda mucho, mucho por hacer. En primer lugar, empezaremos por tomar tus medidas. Es importante que las sepas, sobre todo cuando tengas que comprarte tú la ropa. De momento, te la proporcionaremos aquí cuando sea necesario. Desnúdate.
Me quedé petrificada. ¿Quería verme desnuda? ¿Para tomarme las medidas? ¿Era eso normal?
¿Es necesario? le pregunté, tapándome casi incoscientemente los pechos y el sexo con las manos.
¡Por supuesto! ¡Un, dos! ¡Un, dos!
No obstante, al ver mi incomodidad, relajó un poco su dura actitud y se acercó a mí. Me cogió un antebrazo antes de continuar hablando.
Laura, no te preocupes me explicó, con una voz más amable. Practicamente acabas de nacer y hay muchas cosas que no te parecen lógicas o normales según tu experiencia en tu vida anterior. Pero todo eso ha cambiado y es mejor que te vayas acostumbrando cuanto antes. Las mujeres se desnudan en muchas situaciones. Lo normal sería que te tomase las medidas con ropa interior, pero aún no tienes.
¿Y por qué no me la da y luego me mide?
No, Laura su tono era un poco más duro de nuevo. Me soltó y se alejó un paso. Las cosas no son así. Estás en un hospital. Vas a tener que desnudarte delante de más personas más veces. No te digo que te tenga que resultar algo agradable, pero es así. Venga volvió a enternecerse. Acabemos con esto cuanto antes.
Sacó una cinta de modista, amarilla y tradicional, que desenrrolló de un solo movimiento. Yo suspiré profundamente. Tuve que ordenar a mis brazos que me obedecieran y, poco a poco, mi blusa y mi pantalón cayeron al suelo. Me quedé mirando a Mercedes para ver su reacción, si le desagradaba mi mal proporcionado cuerpo, o si se quedaba mirando mi inútil pene... pero no hizo nada de eso. Sus ojos negros sólo denotaban profesionalidad.
Después de notar la fría cinta en pecho, justo por los pezones, que se endurecieron, cintura y cadera supe mi talla: ochenta centímetros de busto, menos de una copa "a" americana, cincuenta y cinco centímentros en el talle y ciento diez en la zona de los glúteos. Sí, ciento diez. Después pasamos a altura y peso: un metro sesnta y nueve con tacones. Un metro cincuenta y cuatro cm si tuviera el pie apoyado totalmente en el suelo. Así aprendí que yo era aún más bajita de lo que había estimado por mi misma, y que necesitaba tacones de... ¡¡quince centímetros!! para caminar. ¿Qué clase de tecnología permite acortar la altura de las personas? En cuanto a mi peso... cuarenta y siete kilos. Con razón me dominó tan fácilmente el celador. Con ese peso, y dado mi enorme culo, no podía tener músculos en ningún sitio. Grasa menos aún.
Cuando iba a vestirme, Mercedes me lo impidió con un chasquido repetido de la lengua, a modo de negación.
No te pongas pantalones. Hoy ha sido la última vez en tu vida que algo te cubre las piernas. Según las instrucciones, has de llevar y llevarás para siempre faldas cortas o shorts.
Pero... ¿entonces? ¿Cómo iba a ir al comedor o a los demás sitios con gente? ¡No había visto a nadie medio desnudo por el hospital!
Toma me acercó una blusa de pijama más larga de la que llevaba. Por ahora, te apañarás con esto. Créeme que te vas a acostumbrar en breve.
A pesar de mis intentos por parecer estoica, una lagrimilla se escapó de mis mejillas. Me notaba desnuda, totalmente expuesta, aunque conscientemente sabía que no lo estaba. A cada paso, sentía cómo se movía mi micro pene y mis pequeños pechos. Probablemente, igual que con el pantalón puesto pero, salvo por los senos durante un breve periodo al empezar a caminar, apenas minutos, no había vuelto a pensar en ello. Ahora lo sentía en todos y cada uno de los pasos.
***Fin de la undécima parte*****