Las cenizas de Claudio

Un amor que muerto que lleva a otro vivo.

Las cenizas de Claudio

1 – En busca del pescador

Llamé a la puerta de la humilde casa dando unos suaves golpes con los nudillos. El sol de la tarde era ardiente y deseaba que alguien me atendiese lo antes posible. Noté que iba a perder el conocimiento, cuando oí unos ruidos en la puerta, se abrió lentamente y asomó un rostro rústico, curtido por el mar, un tanto envejecido, pero joven. Sus cabellos eran rubios, rizados y cortos y su tez muy morena con nariz afilada, dándole un toque de belleza muy particular.

  • ¿Es usted Pedro, el pescador? – pregunté angustiado -.

  • Sí, señor – contestó -, pase si no quiere morirse tostado al sol.

Tenía los ojos un tanto entornados por la luz cegadora de la calle y, al cerrar la puerta, me encontré ante un joven fuerte, alto y de ojos azules y mirada profunda. Me sonrió y me invitó a sentarme.

  • Siento molestarle a estas horas – le dije -; sé que trabaja de madrugada. Quizá he interrumpido sus sueños.

  • ¡No! – contestó -. Estaba preparando algunas cosas para esta noche.

Observó que yo llevaba una bolsa de plástico en la mano y la dejé junto a mí al sentarme. Comenzó a tutearme.

  • No te asustes – dijo -, pero sé que andabas buscándome. En estos pueblecitos todo se sabe, menos el motivo por el que me buscas.

  • Sólo vengo a hacerte una pregunta – le expliqué -; no sé si lo que pienso puede ser posible, pero si no lo es, dímelo con claridad. No quiero causarte problemas.

  • ¿Problemas? – se extrañó -.

  • La historia es bien simple, Pedro – comencé -; me llamo Evangelista, pero todos me dicen Evan. Esta bolsa que traigo conmigo no es sino para cumplir un deseo expreso de un amigo; el mejor amigo que he tenido en mi vida. Murió atropellado por un coche.

  • ¡Oh! – exclamó con sinceridad -; lo siento Evan ¿Qué puedo hacer por ti?

  • Creo haber oído decir… - suspiré – que las cenizas de los cuerpos incinerados no pueden ya verterse en cualquier lugar. Comprendo que hay unas razones higiénicas, pero me gustaría cumplir el último deseo de mi amigo.

  • ¿Quieres verter las cenizas en el mar? – dijo encendiendo un cigarrillo -. Eso no es cosa de mucho problema. Ahora entiendo por qué me buscas. No es la primera vez que me pasa, pero si esparces las cenizas, debe ser a favor del viento y… no es muy agradable.

  • No, no es eso – aclaré -, he pensado en atar la funda del bote a una piedra pesada y dejarlo caer al fondo del mar. Claudio, mi amigo, me dijo un día que desearía descansar como Alfonsina, la de la canción; entre las caracolas del fondo. Para eso

  • Sí, sé lo que me vas a decir – me interrumpió -. Se trataría de venir conmigo de pesca y, estando en alta mar, dejarlo caer al fondo. No me parece nada que vaya a molestar a nadie. Ya ayudé una vez a un amigo. Sólo hay un problema.

  • ¿Un problema? – empecé a imaginar obstáculos -. Te pagaré lo que me pidas; no importa.

  • No, Evan – sonrió -; gastaremos ese dinero en recuerdo de tu amigo. El problema es que si no estás acostumbrado a navegar, lo vas a pasar muy mal.

  • Es cierto – medité en voz alta -, sólo de pensarlo me dan náuseas, pero no quiero dejar esto sin hacer.

  • Yo procuraría no estar mucho tiempo en alta mar – dijo -, pero tampoco puedo llevarte, arrojar las cenizas y volver. Toda esta zona de pesca está muy vigilada. Tendría que pescar como lo hago normalmente. Ya te daría yo un remedio para las náuseas y te explicaría adónde y cómo debes fijar la vista.

  • He traído Biodramina – le dije -; tomaré una dosis alta si es necesario.

  • No – contestó al instante -, no es necesario. Tómatela por tu tranquilidad. Yo te daré a beber un remedio bastante eficaz. Antes de empezar la pesca, te ayudaré a eso. Luego tengo que pescar por las razones que te he dicho y porque vivo de esto. Vendo con la barca en la playa. Si no vuelvo con pescado, la gente hará preguntas.

  • Yo te ayudaré si es necesario – le dije -; sé poco de pesca, pero sólo tienes que decirme a qué puedo ayudarte. Me serviría de distracción.

2 – Las ofertas de Pedro

Le dije a mi nuevo amigo que iba a buscar un hostal, pero me aseguró que los pocos que había estarían llenos y me ofreció una habitación en su casa. Deberíamos salir muy temprano, preparar las cosas y caminar hasta el mar. Me pareció bastante lógico y pensé que de esa forma le ahorraría trastornos. La verdad es que no estaba seguro de poder levantarme de madrugada; tan temprano.

  • No te preocupes, Evan – dijo -; vivo solo y no molestas a nadie. Deja el bote con las cenizas junto a la chimenea. Ahí tengo cosas que deberemos llevarnos.

Hubo un silencio ceremonioso cuando me levanté y dejé la bolsa allí, pero al volverme, me miró Pedro con una curiosa sonrisa.

  • Me gusta tu gesto – dijo -; no todos los amigos hacen estas cosas por uno. Incluso después de la muerte. Me pareces un tío sincero.

  • Intento serlo, Pedro – le dije -, pero es que además era mi mejor amigo; la única persona con la que he compartido mi vida.

Me miró serio y me habló con prudencia:

  • No quiero meterme donde no me llaman, pero me parece que habrás estado muy unido a él.

  • Sí, claro – me quedé pensativo -. Ahora me siento solo; estén las cenizas aquí o allí. Unas cenizas no hacen compañía.

  • Tienes en mí a un nuevo amigo – dijo -, si quieres. Yo también estoy muy solo y mi trabajo es muy duro ¿Por qué no te quedas aquí unos días y descansas? ¿Tienes que volver mañana?

  • ¡No, no! – exclamé -; no tengo que volver. Ahora estoy de vacaciones. Pero, la verdad, es que no me gustaría molestarte.

  • ¿Molestarme? – sonrió mirándome -; me harías compañía, pero si el mar te pone enfermo, puedes quedarte aquí durmiendo y bajar a la playa sobre las diez. Me encontrarías en la barca algo más allá de esa torre que es un depósito de agua.

  • ¿Me lo dices en serio?

  • ¡Evidentemente, amigo! – contestó - ¡Fíjate!, ya tengo preparada la cena y hay para dos. Cuando baje el sol, si quieres, podemos salir a dar una vuelta, pero habrá que volver pronto. Tendremos que madrugar.

  • Te lo agradezco – contesté -; quizá unos días aquí me repongan un poco.

Atardeció y se ocultó el sol aunque aún había luz. Salimos a unos bares que estaban cerca y seguimos conociéndonos. Luego volvimos temprano a cenar y, poniéndome la mano en la cintura, me invitó a ver el dormitorio.

  • Espero que no te importe dormir conmigo – dijo -; la cama es muy ancha. Es de mi abuela, pero le compré un colchón nuevo.

Lo miré un poco asustado y lo notó.

  • Si lo prefieres – dijo precipitadamente -, puedes dormir en el sofá. Es de esos que se abren como una cama, pero no es tan cómodo.

Vi su mirada. Sus ojos brillaban con la tenue luz del salón. Pensé que era algo precipitado, pero me atraía la idea de acostarme con él en aquella cama. Tuve que borrar aquellos pensamientos.

Sirvió la cena y se sentó frente a mí en la pequeña mesa. De vez en cuando me miraba en silencio mientras comía y me sonreía. Comencé a devolverle aquellas sonrisas. Hablamos luego bastante hasta que dijo que sería conveniente irnos a la cama. Le sonreí asintiendo para que notase que no me sentía incómodo.

  • Suelo dormir – dijo – con esta lamparita encendida, pero si te molesta, me lo dices y la apago.

  • ¡No, no, Pedro! – lo así del brazo -; me gusta dormir con algo de luz.

Hizo un gesto de aprobación y nos quitamos la poca ropa de verano que llevábamos quedándonos en calzoncillos. Su cuerpo era sencillamente perfecto; musculoso y duro de su trabajo, pero poco velludo. Echó la sábana encimera hacia los pies y me hizo un gesto desde el otro lado de la cama invitándome a acostarme.

No quise tenderme muy cerca de él y seguimos hablando un poco. De pronto, se volvió hacia mí y me miró fijamente sonriendo:

  • ¡Que descanses! – susurró -; mañana te espera un amanecer un poco ajetreado.

  • Sí – le contesté sonriendo -, espero no darte mucha lata. Descansa.

Me quedé mirando al techo y el cerró los ojos pero vuelto hacia mí. No podía dormir pensando en lo que pasaría al día siguiente, pero no estaba nervioso. La habitación estaba suavemente iluminada y, en un acto reflejo, giré y me volví de lado, pero hacia él, quedando más cerca. Su respiración suave comenzó a excitarme. A veces, parecía respirar más profundamente y soltar el aire con ímpetu; como si suspirase. Pasó un buen rato en el que estuve mirándolo sin creer lo que me estaba pasando. De pronto, se inclinó algo más hacia mí y puso su brazo sobre mi cintura. Tuve que disimular mi respiración agitada, pero me moví un poco hacia él. Asombrosamente, se movió hacia mí y me abrazó, pero por su respiración supe que dormía. Quise acariciar sus cabellos y su rostro bellísimo y tuve que reprimirme ¡Me estaba empalmando! Hacía poco tiempo de la muerte de Claudio.

Me fui relajando y me quedé dormido.

3 – Al amanecer

Abrí los ojos y lo primero que observé fue que aún era de noche; no entraba ninguna luz por la ventana. Pero al instante, noté el cuerpo de Pedro pegado y abrazado al mío. Sus manos fuertes apretaban mi espalda y mi rostro descansaba con suavidad sobre el suyo.

No quise moverme, pero retiré un poco la cabeza y abrió sus ojos despacio, me miró y me sonrió. Seguíamos abrazados y no decía nada. Sin abrir la boca, acercó su rostro al mío y me besó en la mejilla, pero muy cerca de la comisura de mis labios. Se retiró luego y volvió a sonreírme. No sé cómo pude reaccionar así, pero también le sonreí, acerqué mi cara a la suya y lo besé en los labios. Cuando ya iba a separarme, noté que aún me abrazaba con más fuerzas y siguió besándome. Me retiré de él asustado y me senté en la cama. Volví mi cabeza y seguía mirándome sonriente. No quería que pensara que me había molestado, porque puedo jurar que no me había molestado en absoluto, así que me incliné sobre él, le di los buenos días y volví a besarlo.

Nos levantamos al mismo tiempo y, según le daba la suave luz de la lámpara, me pareció que estaba empalmado; muy empalmado. Se acercó descalzo a mí y volvió a sonreírme y a abrazarme dándome los buenos días:

  • ¡Vamos, Evan! – me susurró al oído -; ahora ya es la hora de ir a cumplir el deseo de tu amigo y de salir a la pesca.

  • Sí – me retiré para clavar mi mirada en sus ojos -, terminemos lo antes posible.

  • ¿Has dormido bien?

  • ¡Por supuesto! – le hablé al oído insinuante - ¡Aquí no hace calor y tu cuerpo me ha cubierto!

  • Me alegro, Evan – dijo - ¡No sabes cuánto he disfrutado este descanso acompañado con alguien como tú! ¡Quizá te moleste! – señaló con la cabeza al lugar donde estaban las cenizas -.

  • ¡No, no, Pedro! – le dije - ¡Eso pasó y no va a volver!

  • Te entiendo.

Nos vestimos rápidamente, pero me dio algunos complementos para salir al mar tan temprano. Preparó un buen desayuno; no muy copioso. Al poco tiempo, salimos de la casa y nos dirigimos hacia el mar. No dejó que le ayudase a llevar nada. Quería que llevase a Claudio ceremoniosamente en su último paseo. Así me lo dijo.

Él solo preparó la barca y allí puse la bolsa con el tarro y la piedra. Empujamos los dos y no quiso que me metiese en el agua, así que, inesperadamente, se agachó y me tomó en brazos. Mi rostro quedó muy cerca del suyo y no pude evitar la tentación de sonreírle y acariciarle aquellos suaves rizos.

Ya desde el principio comencé a sentirme un poco desconcertado con el oleaje, pero pensé que, tanto la Biodramina como un licor que me dio a beber, harían efecto.

  • ¡Mira, Evan! – oí entonces su fuerte voz -; procura no mirar a la barca si no vas a mirarme a la cara. Intenta mantener tu cabeza alta y mira al horizonte. Ahora no lo ves todavía; pero imagínalo.

Comenzamos a movernos mar adentro. Las pocas luces encendidas de aquel pequeño pueblo comenzaron a perderse. La sensación de irnos sumergiendo en la oscuridad a flote no me ayudaba bastante. Las luces del pueblo llegaron a desaparecer. Pedro puso los remos dentro de la barca a un lado. El movimiento balanceante me tenía tenso. Puso entonces una mano alrededor de mi cintura y me mostró el bote con la gruesa piedra con la otra mano.

  • ¿Eres cristiano? – preguntó -; supongo que habría que rezar algo.

No podía hablar. Miré a sus ojos en la oscuridad y le vi alargar el bazo hasta ponerlo sobre las aguas densas y oscuras:

  • ¡Descanse en paz! – dijo soltando la piedra -.

  • Amén.

Me puse a llorar como un idiota y me senté poniendo mi cara entre mis manos. Sus fuertes brazos me arroparon y me besó varias veces.

  • ¡Gracias, Pedro! – musité - ¡Gracias sinceras!

  • Ahora voy a pescar – subió el tono de voz -; te explicaré todo lo que hago. Debes estar atento y te distraerás, pero no hagas nada. Observa.

Realmente nunca había pensado que el trabajo de un pescador, allí solo sobre las profundidades del mar y en la oscuridad, fuese una labor tan difícil. Se me hizo el tiempo un poco largo, pero pronto comenzó a amanecer. El reflejo de la luz roja del sol sobre las aguas era increíblemente maravilloso. Me había olvidado de mis mareos y mis ojos se movían a un lado y a otro siguiendo, como podía, a los de Pedro. En cierto momento en que me vio mirarlo y supo que me había serenado, se acercó a mí y me besó en los labios. Me agarré a su mano – llena de olor a pescado – y le dejé trabajar.

Pasaron muchas horas hasta que volvimos a la orilla. Le dije que quería bajarme como él y empujar la barca. Había gente paseando por la playa y la pusimos como si fuese el mostrador de una tienda. Pronto se acercó la gente y comenzó a pedir. Cuando alguien señalaba un pez porque lo quería, lo tomaba yo, se lo envolvía y se lo entregaba. Pedro le decía el precio y cobraba. Yo no distinguía a una sardina de un besugo. Me sentí un torpe.

Cuando el calor empezó a aparecer, recogió sus artes y la barca en poco tiempo y comenzamos a caminar hacia su casa. De pronto, sin que lo esperase, me rozó la mano:

  • Tu amigo ya descansa donde quería; ahora necesitamos descansar nosotros. En casa se está fresco ¡Por favor, descansa conmigo!

Me paré en seco sin dejar de mirar sus ojos:

  • Dios me ha quitado a un amigo y me ha dado a otro.

  • Entonces… - continuó seguro - ¿Te acostarás conmigo?

  • ¡Claro! – contesté -; ya lo hice anoche.

  • ¡No! – respondió rápidamente - ¡No me refiero a eso!

No podía creer lo que me estaba diciendo y, encima, me sentía muy feliz ¿Qué iba a pensar Claudio? ¡Ya no estaba!

  • Yo tampoco me refería a eso – me acerqué a él -; no me preguntes lo que siento por ti, por favor.

  • ¡Te lo prometo!

4 – El último anzuelo

Llegamos a la casa, soltamos las cosas y me dijo dónde estaba la ducha. Me dio una toalla y me esperó en el salón preparando algo de comer en el fogón. Cuando salí, me llegó un olor delicioso. Lo esperé allí mientras se duchaba él.

  • ¡Vamos a desayunar pescado! – dijo -. Un poco tarde, sí, pero no habrás comido nunca pescado como este; ¡está vivo!

El desayuno fue delicioso y, cuando solté la servilleta sobre la mesa mirando las espinas que sobraron, se posó su mano sobre la mía:

  • ¡Te pesqué! – se rió -.

  • ¡Sí, me has enganchado bien! – le respondí -. Esto estaba riquísimo.

  • ¿Quieres probarme ahora a mí? – me miró taladrándome los ojos -.

  • ¡Déjame probarte; sigue pescándome!

Nos levantamos de la mesa cogidos de la mano y nuestras toallas cayeron al suelo. No pude evitar mirar su cuerpo y ver cómo él miraba el mío. Antes de llegar al dormitorio ya estábamos abrazados y sintiendo el calor y la dureza de nuestros miembros. Me tomó por la espalda, me pegó a él y anduvimos con dificultad hasta caer en la cama.

No podíamos dejar de besarnos, de pellizcarnos, de mirarnos… Los dos estábamos enganchados como anzuelos. Nuestras manos y nuestras bocas fueron buscando nuestros sitios arcanos y comenzamos a masturbarnos. Me volví enseguida; le di la espalda. Noté cómo lo que empezó como un abrazo se iba convirtiendo en una penetración lenta y acompasada. Su polla era muy grande, lisa, brillante, de un glande alargado, redondeado y muy rojo; con mucho pelo por donde asomaban unos huevos no muy grandes, pero colgantes. Noté que me estaba llegando al fondo y su mano abarcó la mía. Comenzó a follarme y a masturbarme y no cruzamos más una palabra hasta que nuestros gritos se unieron en uno solo y descargué toda mi leche sobre la colcha.

  • ¡Lo siento, lo siento! – me quedé quieto -.

  • Deja esa mancha ahí – dijo en mi oído -; si te vas, no volveré a lavarla.

Miré hacia atrás asombrado. Me había pescado para siempre.