Las cartas de Mia.

Una serie de crímenes azota distintas ciudades de Argentina. Y en cada escenario la policía encuentra cartas del asesino donde la autora no solo explica el por qué de sus actos, sino que también los describe con una pasmosa frialdad.

12 de Julio, 2.020

Algún recóndito lugar, Argentina.

Querido destinatario:

Espero que no hayas desayunado mucho hoy o de lo contrario ya debes haber vaciado ese estómago al ver mi pequeña obra.

Procedo a contarles – pues estoy segura de que no serás el único en leerme -  lo que me llevo a pintar lo que acabas de encontrar en la cocina:

Ya no lo aguantaba más. Estaba completamente harta.

Lo venía planeando hace semanas, desde el momento en que esa paria activo mi lado maldito.

Lo observe por días, siempre repetía los mismos movimientos, era totalmente predecible, algo que encajaba completamente con su posición de un ser inferior. Estaba lleno de odio y eso no jugaba a su favor. Su impulsividad lo hizo un blanco fácil, su rabia lo cegaba de una manera que le dejaba completamente expuesto al resto del cruel mundo (uno del que se creyó parte). Obviamente una buena persona no se aprovecharía, ya que ellas no ven esos ínfimos detalles que te permiten ver por completo a un individuo para posteriormente destruirlo.

Siempre se tomaba un té o un café tres o cuatro veces al día. Momentos en los que solo se sentaba a atragantarse a lo bestia, una escena por completo repugnante, pero beneficiosa para mis propósitos. Me daba posibilidad de planear mi siguiente movimiento.

El odio me recorría por completo, no había célula en mi cuerpo que no sintiese el más visceral odio que podría existir.

Por fuera, una buena chica – una pequeña pista, “guiño, guiño” -, alguien de quien nadie sospecharía ni le creería capaz de tales actos aberrantes. Pero por dentro, una mente perturbada y sumida en la más completa oscuridad, donde apenas hay resquicios de cordura. Una parte de mí que siempre quise mantener contenida. En las sombras.

Pero bastaron un par de meses de estrés y malos actos de su parte para lograr sacar algo que llevaba tanto tiempo escondido, algo tan bien guardado. Al principio me negué, no quise hacerlo. Logre controlarlo unas semanas, repitiéndome constantemente que no valía la pena, que era un gusano, un simple huérfano que no valía el esfuerzo, ni mi tiempo, ni siquiera que manche mis manos con su sangre inmunda. Pero luego esas palabras se volvieron mi mantra, día tras día. Hasta que ya no sirvió de nada. Y en los más recónditos sitios de mi mente solo se repetía una palabra: huérfano.

Huérfano, huérfano, huérfano... Huérfano.

Eso era lo que Verso decía constantemente, intentando convencerme de que lo mejor era deshacerse de ese estorbo. Nuestro estrés o un parásito menos. Era solo un huérfano mantenido – otra pista -, nadie iba a extrañarlo, ni a llamar a un abogado por él. ¿Quién haría líos por algo tan insignificante para todos? Nadie.

Debo admitir que tenía razón. No me gustaba darle voz, porque una vez que empezaba ya no paraba y yo no hacía nada para detenerlo, su voz me daba alivio, porque encontraba buenas soluciones a los problemas. A veces nos quedábamos callados ya que era lo mejor. Otras, cuando la situación se tornaba injusta y tediosa, no podía con mi genio y Verso tomaba impulso, diciendo a cada segundo lo que se debía hacer.

No se confundan, no es esquizofrenia. O alguna otra enfermedad mental. Solo es esa voz que habita en lo más hondo de nuestro ser y nuestra mente, esa que nadie más quiere escuchar. Les puedo asegurar que vive en todos, algunos las acallan, otros las ignoran, y algunos ni saben que está ahí. Pero vive en todos. En mí, tiene su voz, lo dejo ser. He aprendido que es más fácil si convivimos así. Hasta me tome el atrevimiento de ponerle nombre. Verso.

En fin, creo y me he explayado más de lo que debería, obviamente no me están leyendo por gusto, aunque de seguro otros me leerán por curiosidad y hasta por admiración. Pero creí necesaria una pequeña  explicación, ya que esto no ha sido un acto fortuito ni mucho menos por meros impulsos humanos. No. Lo he planeado, sí. Más no fue por gusto, fueron  una serie de actos que me llevaron a cometer tal atrocidad – según ustedes, claro, pues yo no considero que eso haya pasado, más bien fue una forma de acabar con una potencial molestia para la sociedad y para otros -  aunque también podríamos decir que solo fue un acto bondadoso de mi parte para con ustedes. Mi pequeño granito de arena para con el mundo eliminando a una plaga.

Ahora sí, lo que todos quieren saber.

Como decía antes, lo planeé por semanas, observando cada paso y movimiento que daba. Aproveche unos de sus actos de gula, puesto que en ese momento estaba más distraído.

Pase por detrás de él, fingí ir por un poco de agua, ni me miró. Ya había dejado un cuchillo de cocina a mano. Al pasar por su lado de nuevo procuré que mis pasos sean más lentos, más silenciosos. Me detuve a sus espaldas y en un rápido movimiento puse mi mano en su frente y jalé de ella hacia atrás al mismo tiempo que clavaba el doméstico utensilio en su cuello, justo en la yugular y en sus cuerdas vocales. Me miró aterrorizado (hago un paréntesis solo para decirles que la sensación que sentí fue algo inefable y ahora que lo recuerdo me da risa y regocijo), temblaba, se había puesto pálido y su tibia sangre había empezado a escurrirse un poco por mi mano. Fue hermoso ver a ese supuesto hombre “malvado” que presumía de ya no sentir nada, que decía que su vida le valía, llorar y suplicarme con sus ojos. Incluso se orinó encima, eso sí que me dio asco pues pensé que no podía ser más repugnante de lo que ya era, pero se superó a sí mismo. Todo un cobarde. En ese momento decidí ya ponerle fin, y me acerqué a su oído para susurrarle mientras sacaba el filo de su garganta lentamente; “Te dije que tus suspiros estaban contados”. Les confesaré, aquí entre nos, que jamás se lo dije de frente pero si por lo bajo. Una advertencia y promesa silenciosa que me juré cumplir.

Volví a levantar mi cabeza para observar cómo los últimos resquicios de vida abandonaban sus ojos, quería que yo sea lo último que contemplase y escuchase; “Tik, tak. Tik, tak…” . Eso último se lo tarareé.

No se gasten en buscar huellas, ni el arma homicida.

Como recomendación les diré que mejor archiven todo. Nadie reclamará el cuerpo, nadie se preocupará. Aunque si les aviso que habrán unos cuerpos más. No ahora, claro. Tal vez sí más adelante.

Mis más cordiales saludos.

Mía.

………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………

15 de Julio, 2.020.

Buenos Aires, Argentina.

La pequeña residencia, si es que podía llamarse de ese modo a tal basural, estaba repleta de policías de la ciudad luego de que un par de transeúntes se quejara de un extraño olor a putrefacción proveniente de aquel sitio. Primero arribaron unos uniformados en bicicleta pensando que solo se trataba de algún animal muerto, pero luego de vaciar por completo sus estómagos en la acera dieron el aviso de que era un cadáver en descomposición.

Se acordonó por completo la zona y varios peritos llegaron al rato en el sitio. Y al igual que con los primeros en el lugar, muchos tuvieron que salir de la casa para poder vomitar. Aunque lo que realmente les heló la sangre a muchos no fue lo atroz de la escena, sino la carta que descansaba plácidamente en una bolsa hermética. Lo peor no fue encontrarla tan prolija y detallada, lo peor fue que esta estaba en una abertura que tenía el occiso entre las costillas.

Al parecer el asesino había considerado adecuado el usar esa parte de la anatomía como un buzón humano.