Las cartas de Crimea (cap. 1)
Ruslan es un joven ruso de origen azerí que se traslada a vivir a Turquía, cansado del ambiente homófobo e intolerante que se respira en el interior de la Rusia profunda. En Estambul inicia una nueva vida como profesor de idiomas y hace amistad con Volkan, un joven inconformista por naturaleza.
Ruslan Aslanovitch Hasanov no parece un nombre demasiado turco. Azerí mas bien, y eso es lo que todo el mundo le decía cuando eran presentados o cuando le escuchaban hablar en turco por primera vez
- Tu eres azerí, ¿verdad?..lo digo por el acento. Es inconfundible.
Cuando él les explicaba que en realidad era ciudadano ruso, aunque de origen azerí por la rama paterna, sus contertulios solían encogerse de hombros y exclamar otro de los lugares comunes de la moderna Turquía:
- Es una pena. Me gusta Azerbaijan, son nuestros hermanos. Ya sabes lo que se dice, Turquía y Azerbaiján, dos banderas, un solo país. En cambio los rusos...
Ahora era él quien se encogía de hombros y replicaba convencido:
- En realidad, después de cuatro años aquí ya me siento turco al cien por cien. No echo de menos a Rusia ni a mis conciudadanos. Por mí se pueden ir todos al infierno...
Las razones del resentimiento de Ruslan respecto a su tierra natal no eran baladíes. Ruslan se había criado en Irkutsk, una floreciente ciudad siberiana situada en las cercanías del Lago Baikal, hijo único de un matrimonio mixto formado por un inmigrante azerí, de quien aprendió a hablar el dialecto turco-azerí desde niño, y una bibliotecaria rusa, de quien heredó el amor por la cultura y la literatura rusa. De hecho él recibió su nombre, no sólo por ser un patronímico común en todo el antiguo solar soviético, sino, muy especialmente, por la devoción que sentía su madre, Nadia, por el poema lírico del padre de las letras rusas Aleksander Pushkin "Ruslan y Ludmila".
Ruslan sólo conservaba buenos recuerdos de su primera infancia en Siberia con sus padres y su abuela materna. Le gustaba mucho leer a los clásicos rusos desde niño, y, por deseo estricto de sus padres, aprendió a hablar turco para conservar intacta su huella cultural paterna, y , de paso, aclimatarse mejor al pintoresco ambiente, tan diferente al de la gélida Siberia, que encontraba en sus no demasiado frecuentes visitas a Azerbaiján. En una ocasión, sin embargo, tendría apenas 10 años, acompañó a su madre en unas maravillosas vacaciones a Crimea, que por entonces pertenecía a todos los efectos a Ucrania, aunque su población hablaba ruso, y, de hecho, Ruslan no supo diferenciar demasiado a sus habitantes de los de cualquier otro lugar de la amplia geografía post-soviética. Por desgracia, Aslan, su adorado padre, no les pudo acompañar en esta ocasión, pero eso no pareció importar demasiado a un travieso Ruslan, que se lo pasó en grande retozando por las playas y los innumerables jardines de la costa crimea.
Una tarde, sin embargo, recordaba vagamente haber viajado con su madre en taxi hasta un pueblo costero algo alejado de Yalta, el lugar donde se hospedaban, llamado Feodosia, y bajarse frente a lo que le pareció una humilde casa rústica de dos plantas con tejado a dos aguas y un gran portalón de entrada en forma de herradura. En la misma puerta les estaban esperando al menos diez personas de una misma familia, de muy distintas generaciones y mentalidades, pero unidos por una común devoción por el pasado y a las tradiciones propias de su singular cultura local; según aprendió el joven Ruslan aquella tarde de verano, sentado en torno a esos amables y parlanchines anfitriones en el salón familiar de la residencia de los Marzouk, que así se apellidaba el clan allí reunido, eran miembros de una pequeña minoría étnico-religiosa conocida como los karaitas de Crimea, si bien ellos preferían denominarse a sí mismos como karaítas karaylar. Al parecer pertenecían a un remoto pueblo de raíces vagamente turcas, cuya lengua, emparentada con el turco actual, habían hablado de forma habitual hasta hacía pocas décadas.
Lo que singularizaba de forma definitiva a los karaítas de Crimea, le vinieron a explicar, mientras la matriarca de la familia les servía unas deliciosas empanadas de carne conocidas como kybynlar, era su extraña religión, un culto de caracter sincrético basado principalmente en el judaísmo no talmúdico, es decir, exclusivamente bíblico, sin los añadidos posteriores debidos a la formidable erudición rabínica de los primeros siglos del crsitianismo, pero también en costumbres islámicas, heredadas de sus vecinos tártaros, cristianas, e incluso animistas, como la veneración de los robles, propia de los pueblos de la estepa de estirpe turca. Los karaítas de Crimea llevaban al menos cien años negando taxativamente que fueran en realidad judíos, como la mayor parte de sus tradiciones culturales podrían hacer pensar, y que lo suyo, a pesar de poseer su propia red de sinagogas y guiarse por los preceptos y festividades salidos de la Tanach, la Biblia hebraica, era otra cosa. Según ellos eran turcos, como el padre de Ruslan, que en realidad era azerí, pero él se manifestaba siempre muy orgulloso de su herencia turca, y se identificaba mas con la "patria grande", es decir, Turquía, que con la "patria chica", Azerbaiján. Como muy pronto aprendió Ruslan en la vida, eso de ser turco era un inmenso cajón de sastre en el que cabía de todo, desde turcos étnicos que vivían desde hacía décadas en la lejana Alemania hasta seudoturcos que desconocían su idioma ancestral pero estaban orgullosos de su remota pertenencia al mundo cultural otomano, como ocurría con estos "judíos que jugaban a negar serlo", como leyó una vez que les definía un forero, turco para mas señas, en Internet.
Al final de una jornada muy didáctica para el joven Ruslan el tono se volvió algo solemne cuando, a instancias de la insaciable curiosidad de su madre, salió a colación en la tertulia la figura del patriarca familiar, un señor ya fallecido llamado David, el "abuelo David", para algunos de los presentes. Entonces aparecieron de la nada unas fotos enmarcadas con el susodicho personaje, muy arreglado con un traje ceremonial propio de sus creencias religiosas y tocado con un fez de color rojo muy similar al usado por sus familiares paternos en la remota Azerbaiján. También hablaron de pasada de un ciudadano ruso de los tiempos de maricastaña que, al parecer, le había salvado la vida en una ocasión, y que era el causante indirecto de esta atípica reunión. El niño Ruslan recordaba también haber visto enjugarse las lágrimas a su made en un par de ocasiones recordando a su fallecido padre, un hombre mayor al que siempre había estado muy unida y que le transmitió unos valores cristianos muy firmes y un marcado amor por la cultura rusa previa a lo que su madre solía llamar, en términos nada imprecisos, la "debacle sociocultural del sistema comunista soviético".
La jornada culminó con un colorido servicio de té con pastas y ua invitación por parte del clan karaita a que volvieran de visita cuanto antes, en la próxima ocasión a poder ser junto a su padre y marido respectivo, a lo que mamá Nadia respondió de manera estudiadamente diplomática, para no caer en promesas vanas que se lleva el viento tan pronto como son pronunciadas. De hecho nunca volvieron por Crimea, pero a cambio se llevaron un regalo inesperado; inesperado al menos para Ruslan, pero no para su madre, que había sacado previamente de su bolso un paquetito atado con una cuerda muy fina que contenía un número indeterminado de sobres amarillentos, cuyo significado se le escapaba por completo a su desorientado retoño. Poco después hizo su aparición en la sala la abuela de la familia Marzouk con otro paquete de cartas, similiar en tamaño y antigüedad, pero que, en vez de venir atadas por una cinta como ocurría con las suyas, la anciana las había depositado, o tal vez estuvieran allí desde tiempo inmemorial, en una caja lacada con motivos florales en su superficie. Ruslan pensó que se iba a realizar un intercambio de misivas, como si se tratara de una ceremonia previamente pactada y ensayada con mucho tiempo de antelación, pero resultó que no, que la corriente fluía en una sola dirección, la suya, y su madre recibió encantada la cajita conteniendo aquellos sobres descoloridos e introdujo en su interior los suyos, para proceder a taparla de inmediato y acercarla a su regazo, como si fuera un vástago recién nacido necesitado de protección y cariño. Ruslan no recordaba haber visto a su madre abrir aquellas cartas en ese momento, ni a decir verdad en ningún otro a lo largo de los muchos años transcurridos desde entonces.
Por eso le llamó tanto la atención que, precisamente el día de su marcha a Turquía, en el verano del 2010, en un día en que la población de Irkutsk, como la de millones de personas a través del globo, se disponía a presenciar por televisión la final del Mundial de fútbol entre Holanda y España, su madre, con lágrimas en los ojos, le hiciera entrega de aquella misteriosa caja, pidiéndole que leyera su contenido una vez se estableciera en Estambul, ciudad que, según decía, estaba muy relacionada con el contenido de esas enigmáticas misivas de venerable antigüedad. Pero lo cierto es que, aunque Ruslan, impresionado por el hecho de que su madre, en un momento tan definitivo de su vida, decidiera entrgarle aquel recuerdo, dotado de algún tipo de simbolismo emocional para ella, que a él se le escapaba en aquel momento, le contestó que sí, que leería su contenido tranquilamente cuando se instalara en Estambul, lo cierto es que no fue así en absoluto. Múltiples preocupaciones le mantuvieron atareado durante sus primeros meses en aquella gigantesca metrópoli de doce millones de habitantes en su zona metropolitana y otros ocho en su esfera de influencia: lo primero, adaptarse a un nuevo país y a un idioma que conocía de oídas pero que nunca había practicado lo suficiente como para dominarlo por completo, además de hablarlo con un fuerte acento azerí que delataba su supuesto origen; y después todo lo demás, desde convalidar su título universitario ruso en el laberinto de pasillos y subsecretarías que conformaba el endiablado universo de la burocracia turca, hasta encontrar un trabajo de profesor de inglés y ruso por horas, y un piso de alquiler en alguna zona lo bastante céntrica como para pillarle relativamente cerca de los domicilios particulares de sus adinerados clientes, y de la academia de idiomas situada en los alrededores del Boulevard Atatürk donde prestaba sus servicios.
Ruslan tuvo la fortuna de conocer, mediante un anuncio genérico en la red de redes a Volkan, un joven estudiante de ingeniería de 23 años de origen aleví, una creencia local de raíces místico-esotéricas cuyos seguidores, unos diez millones tan sólo en territorio turco, solían encuadrarse en los sectores mas laicos y progresistas del dividido país. Ambos compartían en buena camaradería un apartamento de dos habitaciones situado en el barrio de Beyöglu, en el sector europeo de la extensa urbe, unidos en su común admiración hacia la figura de Mustafá Kemal Atatürk, el padre de la moderna Turquía y apostol del laicismo de Estado, marca y seña de identidad del país durante décadas, cuyo retrato, heredado del abuelo paterno de Volkan, presidía el salón comedor del minúsculo piso. No dejaba de ser irónico que, incluso ahora en que los islamistas "moderados" de Recep Tayyip Erdogan ocupaban el poder con sus políticas conservadoras y sus puntos de vista a menudo inspirados en la religión, el estado seguía siendo oficialmente laico. Es decir, que el señor Erdogan y su partido islamista, con una fuerte base en Anatolia y en las zonas rurales del este, se veían obligados a moderar en cierto modo sus impulsos naturales totalitarios en favor de la convivencia democrática general, mientras que en la cercana Rusia el Presidente Putin hacía y deshacía a su antojo como un moderno zar autocrático, y a menudo sin molestarse en guardar las formas. Claro que Rusia no contaba con la formidable presión interna de una población sensibilizada con el mas mínimo cambio en el "statu quo", como sí ocurría en la "atrasada" Turquía.
En este hermoso país una parte nada desdeñable de la población turca, con Volkan a la cabeza, defendería por todos los medios a su alcance, siempre pacíficos pero contundentes, la nítida separación de religión y gobierno y el derecho a la libre expresión, a menudo amenazado por un exceso de maniqueismo en la interpretación de las leyes fundamentales que regían a la nación, y, a su vez, se opondría con todas sus fuerzas a cualquier intento de revisionismo histórico, en especial del idealizado pasado otomano, con su carga de confesionalidad a cuestas.
Volkan, siendo aleví, miembro de una minoria religiosa especialmente reprimida en los siglos de máxima expansión del Imperio Otomano, y ademas arquitecto en potencia, no podía ver con buenos ojos, por ejemplo, la construcción de una mezquita en plena Plaza Taksim, siguiendo un modelo arquitéctonico caduco y que enlazaba de forma directa con el odioso pasado otomano; ni que decir tiene que se sumó a los miles de manifestantes pro-laicos que acamparon durante semanas en el Parque Gezi, muy próximo a la Plaza Taksim, y a donde Ruslan le acercaba cada día un "tupper" con comida casera durante el tiempo que duró la protesta, que concluyó, como no podía ser de otro modo, con la retirada del polémico proyecto y el reflujo del sector duro del "régimen" erdoganista a sus cuarteles de invierno confesionales.
Turquía es laica, y siempre lo será mientras haya un turco en pie sobre el bendito suelo de este país- solía repetir Volkan a todo el que quisiera escucharle cuando surgía el tema de las identidades políticas de cada cual.
O mientras exista Estambul... - solía añadir Ruslan con su cada vez mas leve acento azerí, en referencia a la bien ganada fama de laicos y liberales en materia política de que gozaba la población de la principal urbe del país.
Eso también ayuda, desde luego - reconocía entonces su compañero de piso - si tuviéramos que depender de lo que nos dictaran los políticos desde Ankara andábamos aviados...
Volkan, además de ser un fanático seguidor del Besiktas, un afamado equipo de fútbol local, militaba en un partido que, en cualquier otro país habría sido considerado de extrema izquierda, pero que en la muy ideologizada sociedad turca representaba una importante fuerza electoral, el Partido de la Paz y la Democracia. Para sorpresa de Ruslan, que no daba crédito a lo que oía, Volkan, como la mayor parte de los simpatizantes de ese partido y de su filial de mayoría kurda, defendían el derecho al aborto libre y gratuito y el matrimonio homosexual, todo ello expresado en el seno de una sociedad hiperconservadora y tradicional, marcada por su caracter islámico y su pasado imperial.
Si dices eso mismo en una calle rusa te meten en la cárcel de imediato acusándote de antisocial y de un nuevo delito tipificado en el Código Penal como "propaganda homosexual" - comentó Ruslan como aviso de navegantes al enterarse de la ideología que sustentaba el estudiante de arquitectura.
Eso es por que en Rusia tuvistéis a un Lenin y un Stalin en lugar de a un Atatürk o un Bülent Ecevit. Ellos crearon súbditos, mientras que los nuestros se dedicaron a liberar conciencias - argumentó Volkan de modo hábil .
Empeando por las mujeres - añadió su novia Tansu, también de su misma cuerda, quizá incluso mas radicalizada por su condición de mujer en un país tan machista y retrógrado como Turquía - hasta entonces sojuzgadas por el paternalismo islámico. Mira como a Erdogan ni se le ocurre taparnos de nuevo con sus dichosos velos, sabe que defenderíamos nuestros derechos como auténticas panteras.
Yo lo que sé es que la democracia y el estado de derecho, aunque imperfectos y con muchas carencias, como ocurre aquí, es siempre mejor que la estrategia del "ordeno y mando" y "mi palabra es la ley" que ha prevalecido a lo largo de la historia rusa hasta el día de hoy. Y así les va a mis conciudadanos, incapaces de reaccionar ante el abuso mas flagrante, y, en la mayoría de los casos, aplaudiendo encantados la próxima tropelía de sus dirigentes - confesó un cabizbajo Ruslan dando vueltas con la cucharilla a una taza de café expresso en una terraza de la concurrida Avenida Istiklal.
Ruslan recordó entonces los motivos que le obligaron a abandonar Rusia asqueado. La rampante homofobia en primer lugar, el desprecio a los mas elementales derechos humanos, la ignorancia manifiesta de una parte considerable de la población rusa, acostumbrada durante décadas a obedecer y a repetir las consignas que le llegaban vía administrativa, un poco como en la actualidad. Una de las ideas mas odiosas instaladas desde el poder en la psique colectiva del pueblo ruso es que la homosexualidad era una "desviación" intolerable, una "enfermedad" curable con terapia reparativa, y un insulto a la dignidad del pueblo ruso, que debía rechazar de manera enérgica la existencia de esa clase de "degenerados" y hacerles la vida imposible hasta que "desistieran", por las buenas o por las malas, en su "conducta antisocial". Y en el caso de Ruslan y de una ciudad relativamente pequeña como Irkutsk eso se manifestaba en un acoso constante por pandillas de extrema derecha, jaleadas desde los mas altos reductos del poder político, de cualquier sospechoso de portar el "virus de la homosexualidad" encima. Y ahí daba igual que la víctima potencial tuviera pluma o no, estuviera dentro o fuera del armario, casado o soltero, porque la vida privada de cada vecino de cada barrio era minuciosamente rastreada en busca de la mas leve pista que condujera a su deshumanización inmediata y a convertirse en objeto de escarnio público; eso cuando no suponía para el así señalado las mas brutales consecuencias, como amenazas constantes, palizas continuadas, expulsión del centro de trabajo o de la Universidad, grabación mediante cámara de móvil de su supuesta confesión del "pecado de ser gay" y su posterior difusión por la red para estigmatizar de por vida al infortunado protagonista del video, etc.
Ruslan no estaba dispuesto a pasar por todo eso. Demasiado listo y popular como para que le pillaran o para dejarse atemorizar por esa gentuza grotesca alentada por las fuerzas vivas de la sociedad rusa, sin embargo tuvo que contemplar en resignado silencio todo tipo de abusos físisos y verbales hacia compañeros suyos de clase menos afortunados que él. Y un día, apenas finalizar sus estudios de Turismo, decidió marcharse. Pensaba hacerlo de todas maneras, y su elección de carrera iba encaminada en ese sentido, pero ahora no había vuelta atrás. Si le era posible, no volvería a poner un pie en territorio ruso, salvo por fuerza mayor. Incapaz de confesarle a sus padres la verdadera razón de su autoexilio, prefirió excusarse en la necesidad de desarrollar su futuro profesional en otro país y realizar sus prácticas veraniegas de posgrado en un hotel de la costa turca mediterránea, próximo a Izmir, la antigua Esmirna griega; ninguno de los dos se opuso a sus planes, pero, siendo hijo único, y sin billete de vuelta a la vista por muchos años en adelante, la noticia debió resultar dificil de digerir para unos padres cariñosos y sobreprotectores como habían sido para él Aslan y Nadia.
En contraste con la terrible situación de su país natal para un homosexual, confeso o latente, la situación de Turquía, sin ser precisamente boyante para un gay de cultura occidental, resultaba mas que soportable. La homosexualidad era absolutamente legal y estaban en estudio medidas de protección para evitar casos flagrantes de discriminación, mas que nada para nivelar la legislación local con la emanada desde Bruselas y Estrasburgo, requisito imprescindible si pretendían en algún momento del futuro próximo postular como candidatos al ingreso como miembro de pleno derecho en la Unión Europea. Los gays en los medios de comunicación parecían no existir, o al menos no se manifestaban como tales, y a Ruslan le hizo mucha gracia una ocasión en que una cadena de televisión de corte conservador introdujo como personajes secundarios de una popular serie de TV a una singular pareja de presuntos homosexuales: ocurrió en una memorable escena de un culebrón local, y al ingenuo realizador no se le ocurrió otra cosa para personificar los supuestos vicios morales de la gran ciudad situada entre dos continentes que mostrar a dos supuestos gays, luciendo musculitos y tumbados sobre una cama de matrimonio, con sendas toallas como única vestimenta. Al día siguiente los periódicos ignoraron la supuesta carga moralizante de la escena, y encabezaron sus escandolosos editoriales con un único titular: " CAE EL ULTIMO TABU DE LA TELEVISION TURCA. PRIMERA APARICION DE UNA PAREJA GAY EN UNA SERIE DE TV EN HORARIO ESTELAR ", y la reacción del público en general fue satisfactoria y normalizadora de un comportamiento que, aunque negado desde las instancias públicas, siempre había existido en la sociedad turca. También la presencia popular en los desfiles del Día del Orgullo Gay de Estambul había crecido exponencialmente desde los pocos cientos de valientes de los primeros años del siglo XXI hasta los cien mil manifestantes convocados en la edición del 2013, apenas diez años después. Todo un signo de los tiempos, e incomparable con la situación rusa, donde un desfile de esas características sería boicoteado por los sectores mas radicalizados y violentos de la de por sí escasamente refinada y cosmopolita sociedad rusa.
Ruslan se sentía liberado en Estambul, y daba gracias cada día por haber dejado atrás el lastre de su educación y cultura rusas. Nada mas llegar al país realizó los tramites previos para solicitar la nacionalidad turca, pues llegaba con la intención clara de quedarse y echar raíces en un país del que conocía la lengua y muchas costumbres, afines a las azeríes de su familia paterna. Se sentía encantado de ver como su amigo Volkan, heterosexual convencido, era capaz de ponerse en su pellejo y defender sus derechos como si fueran los suyos propios, y con mas mérito aún en un país de cultura oriental, en donde la homosexualidad era mirada con cierto desprecio distante por parte del sector mas religioso de la población. Puesto que Volkan y Tansu tenían por costumbre asistir a muchas manifestaciones que reivindicaban todo tipo de medidas de corte progresista y laicista, a Ruslan no le extrañó lo mas mínimo cuando un día le invitaron a acudir junto a ellos a una manifestación de repulsa de los Juegos Olímpicos de Invierno de Sochi, en protesta por la legislación anti-gay llevada a cabo por el Gobierno ruso.
Ya que tu eres gay, aunque nadie lo diría por tu virtuosismo - bromeó Volkan, en referencia a su voluntaria abstinencia sexual desde que llegó a Turquía, continuación de la obligada tradición de castidad autoimpuesta, iniciada en su represora tierra de origen - lo mas lógico es que nos acompañes a una manifa de reivindicación de los derechos de tu colectivo en tu propio país de origen.
Gracias, pero mi país es Turquía. Hace ya tres años que no piso mi tierra, pese a la insistencia de mis padres, que siempre se quejan de que son ellos los que se tienen que acercar a visitarme, y de momento no pienso hacerlo.
Vengo, Rus, no seas muermo, tío. No te dejes dominar por tu lado conformista, que, bien mirado, es un rasgo tan, tan ruso... -insistía Tansu, melenaza oscura al viento, símbolo de su libertad de género.
Está bien, lo haré. Además, pensándolo mejor, me apetece mucho gritar consignas en ruso contra Putin y sus secuaces, y si es por una causa justa mejor que mejor...
(Continuará)