Las calles de Oporto
Oporto conserva, atrapados en sus viejas calles, recuerdos del ayer.
Las calles de Oporto
La noche era calurosa, el alcohol hacía su efecto y la testosterona corría desbordada, de modo que, no fue casual la entrada en aquel pobre prostíbulo de Matosinhos en donde media docena de muchachas se dedicaban a martirizar verbalmente a una insignificante rapariga de tristes ojos.
Nuestra llegada dio fin, momentáneo, a la cruel diversión y se lanzaron las lobas sobre los seis marinos, medio borrachos y calientes. Solo la muchacha de tristes ojos quedó al margen del jolgorio y yo, Quijote impenitente, me fijé en ella.
No le hagas caso, dijo la que ya se había colgado de mi brazo, esa es tonta y no sabe follar. Asintieron las otras entre grandes risotadas y a la rapariga se le humedecieron los ojos.
Me acerqué hasta el rincón de la barra en donde se había refugiado el patito feo de la manada y me contó, entre hipidos, la triste historia de veinte años de pobreza, de desamor y desgracias sinfín. No era bella, no, pero su voz si lo era y reflejaba tanto desamparo que impulsivamente la cogí del hombro y le dije: vamos.
Se iluminó su rostro y levantando orgullosa la cabeza, pasamos entre el alegre grupo hacía la calle.
Un taxi nos llevó hasta el cercano Oporto. Callejas oscuras con el empedrado brillante por la reciente lluvia y un último, ruidoso tranvía con un letrero que decía: Matosinhos, mi postrera oportunidad. Edificios viejos, decrépitos, de paredes desconchadas y un cochambroso portal que presagiaba la sórdida habitación.
Su pobre cuerpo era escuálido, los pechos pequeños y caídos; aun así le hice el amor con toda la dulzura que me fue posible y nos quedamos dormidos, ella arrebujada sobre mi pecho.
El primer tranvía de la mañana me despertó, despejó mi mente y me asustó.
"Nâo me deixar agora" repitió dos veces mientras palpaba el hueco que yo había dejado en la cama y me vestía apresuradamente.
Salí a la desierta calle. Nada había cambiado: adoquines mojados, edificios decrépitos y un amanecer oscuro y encapotado de otoño. Caminé siguiendo la vía del tranvía hasta el puente de Dom Luiz en donde apareció el segundo tranvía camino de Leixoes.
Un regusto amargo acompañó durante años el recuerdo de aquella desgraciada muchacha y cada vez que escucho un fado escucho aquel suplicante "nâo me deixar agora" y cada vez que me acerco a Oporto recorro aquellas callejas en las que el tiempo se ha detenido milagrosamente (desgraciadamente para ellas) y me repito con melancolía aquel estribillo que dice
"Todos temos nosso fado
E quem nasce mal fadado
Melhor fado nâo terá "