Las brujas (01: Ónix)
Cómo conocía a la primera de las brujas...
Las brujas (parte 1: Ónix)
Durante varios meses fui el títere de dos brujas. Cuando alguien habla de brujas, la primera imagen que viene a la mente es la de esas viejas narizonas y desdentadas, vestidas de negro y que vuelan a bordo de escobas. Nada de eso.
"Mis" brujas (y digo "mis" brujas como pude haber dicho "mis" amas, "mis" dueñas) eran unas bellezas impresionantes. Y no se parecían nada entre ellas. Ónix, la primera en embrujarme, es una mujer de 25 años: más alta que yo (ella mide 1.75 y yo 1.70), delgada, con pechos pequeños (adoro los pechos pequeños y a ella le permiten prescindir del sostén... nunca usa), cintura breve, caderas amplias, unas piernas largas y estilizadas, unos muslos en los que yo podría perderme horas tocando su suavidad, lamiendo, oliendo, viendo esa piel que se vuelve dorada por sus finísimos vellos. Sus nalgas son un poema... firmes, duras, desafiantemente erguidas. Su piel, blanca pero con un perfecto bronceado. Y su cara... Si Ónix hubiera nacido sesenta años antes, juro que habría sido la modelo del rostro de la muñeca Barbie... y ni así se le hubiera hecho justicia. Roxana es la antítesis de Ónix. Apenas llega al metro con 55, sus pechos son un poco más grandes que los de su rival, siempre apuntando los pezones al cielo; su cintura es breve; sus nalgas rivalizan con las de Ónix en turgencia y belleza... y sus muslos: qué puedo decir... son perfectos. Nunca he visto a un ángel, pero sé que no me equivoco al decir que la cara de Roxana es una cara de ángel, con los rasgos más finos y delicados que se puedan imaginar... con unos enormes ojazos negros, una nariz respingadita... unos labios regordetes, únicos para el sexo oral; todo ello coronado por una melena negra ensortijada. Si esto fuera poco, la frescura y gracia de sus 18 años hacen completa su perfección. ¿Qué vieron en mí esas dos beldades? Yo no soy más que un treintón que se aproxima a la cuarentena, divorciado, sin hijos. Nada del otro mundo. Más bien feo. ¡Eso sí... estoy orgulloso de los 19 centímetros y medio de mi verga! Pero eso ellas no habrían podido saberlo cuando me acababan de conocer. Insisto: ¿qué vieron en mí? No lo sé. Probablemente nadie lo sepa. Nadie puede saber por qué una mujer se enamora de un hombre o simplemente se encapricha con él. Brujas o no, las mujeres son insondables.
Todo empezó en la navidad del año 2000, cuando nos reunimos en familia para la cena de Noche Buena. La reunión se realizó en la casa de mi hermano mayor. Acudieron mis padres, mis dos hermanas menores con sus esposos e hijos y yo. Otra de mis hermanas, Esther, que era soltera, llegó acompañada de una amiga extranjera: Ónix. Ónix había venido a México para dar un curso en la Facultad de Ciencias (es bióloga, como mi hermana) y ahí se habían conocido y hecho amigas. En vista de que Ónix, portuguesa, estaba lejos de su familia, Esther la invitó a nuestra cena. Fue, hasta donde puedo recordar, una de las reuniones navideñas más agradables de mi vida, todo era felicidad y concordia, buena comida y buenos vinos (la cava de mi padre es famosa entre sus allegados); pero lo que más me fascinó esa noche fue Ónix: su figura, su rostro, su coquetería, su cachondez, su conversación inteligente y animada... y, sobre todo, las miradas entre coquetas y lascivas que me dirigía de vez en vez. Esas miradas me desconcertaban. ¿Una mujer joven, hermosa e inteligente me estaba coqueteando? ¿No estaría yo viendo moros con tranchetes?
Salí de dudas muy poco tiempo después. Una vez terminada la cena nos dimos los regalos de Navidad (no había ninguno para Ónix, pero ella lo entendió) y los abrazos de rigor. Cuando me tocó el turno de darle el abrazo a Ónix, ella se repegó mucho a mí, hizo que el abrazo durara un poco más de lo normal y me dio un beso cálido y húmedo durante el cual las comisuras de nuestras bocas quedaron en contacto. Yo suponía que nadie se había dado cuenta de las miradas que nos lanzábamos, o del abrazo singular que nos dimos... sin embargo, cuando abracé para felicitar a mi hermana Esther, ella me susurró muy bajo al oído: --¡Ya te vi, cabrón! Pero ten cuidado, Carlos... Ónix es bruja.
Ese comentario yo lo tomé muy a la ligera entonces... no pensé en una bruja de verdad; me imaginé que mi hermana me quería decir que su amiga era una rompecorazones, una calentona o algo así... ¡Qué equivocado estaba!
Y, ya en voz alta, mi hermana me pidió un aventón: --Sirve que dejas a Ónix en su hotel -remató. Y así nos despedimos del resto de la familia y nos subimos a mi destartalada Caribe modelo 83 (adivinaron: tampoco soy rico... un motivo más para no tener mucho pegue con las chavas); Esther se apuró a meterse al asiento trasero: --Yo me bajo primero -pretextó. Galantemente ayudé a Ónix a subir al asiento del copiloto, lo que me permitió echarle una buena mirada a sus muslos, antes de cerrar la puerta y ocupar mi lugar. Había olvidado decir que Ónix llevaba en esa ocasión (un frío diciembre de la ciudad de México) unos pantalones de cuero, que seguramente eran muy calientes pero que se le pegaban al cuerpo como una segunda piel... lo cual la hacía aún más deseable. Enfilamos a la casa de mi hermana, en Coyoacán. Llegamos y ella se bajó. --¡Pórtense bien, eh! -fue su despedida. Esperé hasta que mi hermana abrió la puerta de su edificio y entró, y noté, de reojo, que Ónix no me quitaba la vista de encima. Me puse, francamente, muy nervioso. Nos fuimos a su hotel, que estaba en Insurgentes, y en el camino hablamos de nimiedades. Cuando me detuve exactamente en la puerta del hotel, sin apagar el motor del auto, Ónix volteó a verme: --¿Y..? --¿Qué pasa..? -pregunté. --¿No me vas a acompañar arriba? Me quedé completamente apendejado unos segundos, que se me hicieron eternos. Luego respondí, tratando de darle aplomo a mi voz: --Claro que sí. Déjame estacionarme. Aún perplejo por el giro que iban tomando los acontecimientos, arranqué, di vuelta a la esquina, encontré un lugar y me estacioné. Una vez concluida la maniobra, Ónix se giró sobre su asiento y se aproximó a mí, en una clara invitación. No lo pensé dos veces. La atraje hacia mí, abrazándola por la cintura y nos dimos un beso que, pese a ser el primero, se convirtió en un feroz duelo de lenguas. Su boca estaba muy caliente y húmeda (me gustan los besos salivosos) y, al besarnos, jadeábamos como moribundos. Con un poco de cautela moví la mano derecha hasta ponerla sobre su tetita izquierda. A través de la tela del suéter y de su blusa, pude sentir cómo su pequeño pecho cabía enteramente en mi mano y mi amigo el pezón saltó presuroso a saludarme, mientras nuestras bocas seguían unidas en el caliente beso. En algún momento dejamos de besarnos y, yo sin soltar su pecho, nos quedamos viendo a los ojos.
--Me gustas mucho, Carlos -me dijo--. Vámonos ya. Me sentí en la gloria. Recorrimos la cuadra y media hasta el hotel, y el pasillo del mismo, abrazados como si fuéramos novios de mucho tiempo atrás. Pensé que habría algún reparo a mi entrada, pues no era un hotel barato, pero el encargado del mostrador no hizo ningún gesto y se limitó a darle la llave a Ónix. Entramos al elevador y Ónix pulsó el botón del piso 4, que es donde estaba su habitación, pero no bien se habían cerrado las puertas del elevador y había empezado éste a moverse, la bella portuguesa tronó los dedos y el ascensor se detuvo. --¿Cómo hiciste eso? -pregunté asombrado. --No tiene importancia... -y se acercó a mí, incitante. Nos besamos con pasión, con ansiedad, pegando nuestros cuerpos calientes. Pero me preocupaba estar en un elevador, donde alguien podía entrar en cualquier momento. --No te preocupes, nadie nos va a interrumpir -me dijo, como si hubiera leído mi mente. Entonces ya no me frené. Abrazados, besándonos, empecé a pasar mis manos por todo su cuerpo: palpé por primera vez sus gloriosas nalgas, me deleité amasando sus pechos, enfebrecido, sobaba su pubis por sobre la ropa. Y ella no se quedaba atrás: besaba y lamía mi boca y mi cuello, cerca de los lóbulos de las orejas... me daba pequeñas mordiditas... con una mano se aferraba a mi cuello mientras que con la otra me bajó la bragueta y empezó a hurgar en mis boxers. Tocó entonces mi verga, que a esas horas ya estaba completamente parada. Se aferró a ella y empezó a gemir en mi oído y a decir: --¡Qué rico pedazo tienes! ¡Me lo quiero comer! Como no lo podía sacar por la bragueta, dado mi estado de excitación, desabrochó mi cinturón y mi pantalón y liberó mi verga. Empezó a chaquetearme, subiendo y bajando la mano empuñada sobre mi tronco, mientras que con la yema del pulgar sobaba la cabeza: --¡Qué barbaridad! ¡Mira lo que tienes para mí! Se arrodilló y me veía la verga con cara de niña traviesa, sin dejar de chaquetearme. Me recargué en una pared, para dejarla accionar libremente, pero le dije: --¡Calma, Ónix! Mejor vámonos a tu habitación. Aquí nos puede sorprender alguien... --Olvídate de eso... detuve el tiempo -y a continuación me empezó a dar una de las mamadas más ricas de mi vida.
Su comentario de "detuve el tiempo" me llamó la atención, pero yo era incapaz, a esas alturas, de comentar nada. Había empezado a sentir un placer sublime: su boca, húmeda y caliente, envolvía casi la totalidad de mi verga; su lengua, con una maestría admirable, lamía un lado u otro de mi tronco y luego revoloteaba sobre el glande. Luego continuaba la mamada moviendo la cabeza atrás y adelante a un ritmo enloquecedor. Después, volvía a hacerme el trabajito lingual... Yo siempre uso condón. Ya saben... sida, sífilis, gonorrea, chancros, embarazos... Pero, por alguna razón (que averigüé después) no me preocupé por ponerme uno, ni en este momento electrizante en el elevador ni en ninguno de los encuentros que sostuve con Ónix y Roxana en el futuro. Me abandoné a esas caricias. Eché la cabeza hacia atrás y cerré los ojos. Durante varios minutos Ónix me la siguió mamando. Se la sacaba de la boca para lamerla desde la punta hasta los huevos; me los lamía o me chaqueteaba mientras me preguntaba: "¿Te gusta, mi amor?" Yo no podía ni responderle, concentrado más bien en contener una eyaculación que se aproximaba a galope. --Vente, mi amor. Quiero beberme tu lefa -me espetó en ese idioma que combinaba las palabras usuales en México, con las de Argentina, Cuba o España (había vivido algunas temporadas en esos países). Esas palabras fueron el detonante. Mi verga se hinchó y se endureció más todavía y empezó a dispararle chorros de semen a la garganta. Me vine como nunca, en grandes cantidades. Mis piernas flaquearon y tuve que apoyarme en sus hombros para no caer. Me vine y me vine durante una eternidad y Ónix se tragó toda mi descarga. Ella se puso de pie, jadeante y excitada, y se prendó de mis labios para darme un gran beso, que me supo a mi propio semen, acre, amargo. Después nos quedamos quietos, recuperando el aliento. La escena era, por demás, chusca. Ella, una diosa de la cachondería, con el rostro enrojecido, las fosas nasales algo dilatadas, el cabello revuelto, pero aún completamente vestida. Yo, acezante, con el pantalón y los boxers bajados hasta las rodillas y el pito flácido y brilloso por las humedades. No pudimos evitar reírnos mientras yo trataba de recomponer mis ropas.
Una vez que estuvimos más o menos presentables, Ónix volvió a tronar los dedos y el elevador recomenzó su viaje al cuarto piso. Esto me recordó el incidente previo y le pregunté: --¿Dijiste que habías detenido el qué? --Olvídalo, chico. No tiene importancia. --¡Claro que la tiene..! Ónix, explícame que hiciste, por favor... --Está bien, che. Dije que detuve el tiempo. Eso dije. Puedo detener el tiempo por periodos muy breves. Mi cara de incredulidad la hizo sonreír. --Escucha -dijo--, tenemos tiempo y te lo voy a contar todo. En ese momento llegamos al cuarto piso, bajamos del elevador y caminamos hasta su habitación en silencio. Una vez que entramos y ella cerró la puerta, volvimos a besarnos ahí, de pie, con una renovada calentura. --Soy bruja -me espetó de pronto y me dejó ahí parado, tratando de asimilar lo que acababa de escuchar, mientras se metía al baño. Cuando volvió a salir, todas las preguntas que se arremolinaban en mi mente se quedaron ahí, pasmadas. Ónix salió del baño completamente desnuda. Fue la primera vez que la vi así y, créanmelo, es una mujer imponente. No me van a alcanzar las palabras para decir lo hermosa que es Ónix. Sus pechos breves con pequeños pezones erguidos (orgullosos, diría yo), su cinturita, esas caderas que invitaban a afianzarse en ellas para encularla, las piernas que yo ya veía rodeándome los hombros... sus espectaculares y firmes nalgas... toda ella era un poema a la belleza lujuriosa. Pero no se trataba sólo de lo físico. No era sólo la rotunda belleza de su cuerpo lo que imponía. Había algo más. Llámenlo distinción, porte, elegancia, aplomo, salero, dominio de la situación... tal vez era todo eso junto. --¿Qué te parece? -me retó, mientras se daba una vuelta, sin mojigaterías ni rubores tontos, para que yo la admirara plenamente. --Me parece que vas a ser mi perdición -le contesté, sin saber exactamente por qué dije eso. Me le acerqué, la abracé y caímos juntos en la cama. (CONTINUARÁ)