Las bragas de Lisa II

Segundo capítulo de Las bragas de Lisa. Lisa, aquella chica juguetona y caliente, sigue sin aparecer, y nuestro protagonista empieza a impacientarse. Como él dice, añora a su puta. ¿La encontrará? Puedes seguirme en mi twitter: @MLilyMiller

Pero Lisa seguía sin llamarme y yo no había visto necesario pedirle su teléfono. Aquel día en el hotel, mientras se colocaba su falda ajustada y guardaba las bragas destrozadas dentro de su bolso, yo le había dado mi número convencido de que llamaría. Los errores se gestan en el momento en que uno empieza a dar las cosas por hecho, pero por desgracia eso es algo que yo siempre acabo por obviar. Dijo que no se atrevía a concertar un día exacto para nuestra siguiente cita, que iba estar ocupada. Dame tu número y ya te llamo, propuso. Y yo era un imbécil y la creí.

Había tomado la determinación de no ir a buscarla a su trabajo. Para empezar, no estaba seguro de si podría encontrar el comercio. Recordaba la zona vagamente, pero lo cierto es que todas las calles del centro se parecían entre sí; ruidosas, vacías y a la vez concurridas, llenas de personas con la misma expresión, como de estar allí porque hay que estar en alguna parte. Mi mujer me había llevado hacia Lisa porque ella es de esas clases de personas. Sabe moverse en ese mundo. A decir verdad, era ella y su actitud pasiva las que me habían empujado hacia Lisa en todos los sentidos posibles.

Una rabia oscura se apoderó de mí. Grité su nombre. Respondió. Estaba en la cocina, preparando la cena. Me acerqué por detrás y le apreté los pechos. Se encogió levemente y se quejó.

  • Estoy cocinando.

Siempre, incluso desde nuestro noviazgo, se ha mostrado reacia a tener sexo. Cuando la acariciaba a veces incluso temblaba, desviaba a la mirada. Al principio pensaba que era timidez, y eso me excitaba. Subíamos a la montaña en coche y nos tumbábamos en el asiento de atrás, ella sonrojada y yo dispuesto, impaciente. Pero a la hora de la verdad, siempre se excusaba y acabábamos por volver a casa sin haber hecho nada. Pero luego volvíamos a intentarlo. Regresábamos una y otra vez a la misma montaña, a contemplar las vistas de la ciudad. Después de esperar un tiempo prudencial, yo le mostraba mi pene erecto y le pedía que lo acariciara, que lo besara un poco. Ella se ruborizaba y lo rozaba con los dedos temblorosos, pero siempre apartaba la mano. Recuerdo que una vez, estaba tan harto que me masturbé allí mismo, mirándola, y eyaculé en su falda de cuadros. En aquél momento tampoco dijo nada.

  • Estoy cocinando- repitió.

  • No me importa - respondí mientras acariciaba su entrepierna - Necesito a mi puta. - añadí mientras forcejeaba con ella.

Se zafó de mí y me miró herida.

  • ¿Cómo me has llamado? - preguntó.

  • Mi puta. ¿Es que no lo eres?

Suspiró e ignoró mi pregunta. Pero no me iba a rendir. Volví a preguntárselo.

Se giró y me besó castamente, acariciando un poco mi estómago.

  • En media hora estará lista la cena, ¿sí? - susurró.

Pero ya estaba cansado. Cansado de ella. De Lisa. De las calles del centro. Cansado de la televisión y de mi trabajo. De tener que mendigarle sexo a mi propia esposa. La agarré de las muñecas y la empujé hacia el dormitorio. Ni siquiera entonces mostraba el más mínimo asomo de excitación o sorpresa. La empujé sobre la cama y cayó de espaldas. Le bajé los pantalones. Ella apretaba la cara contra el colchón. Me saqué el pene y acaricié su trasero con mi glande. La escuché ahogar un sollozo y cambié de opinión. Quería verla. Le di la vuelta y le hice mirarme.

  • Ponte de rodillas. - le dije mientras me sentaba sobre la cama.

Se puso de rodillas en el suelo, cubriéndose la cara con las manos.

  • Chúpamela.

Me miró a los ojos, suplicante.

  • Chúpala, Ana. - Repetí.

Se acercó con lentitud a mi pene y lo besó levemente. Creo que ni siquiera sabía cómo hacerlo. Perdí la poca paciencia que me quedaba y la agarré del pelo. Comencé a moverme yo contra su boca. Ella me miraba a los ojos, sin pestañear. Aquello era insportable, casi repugnante. No conseguí correrme.

  • ¿Recuerdas cuando eyaculé en tu falda, aquel día? - Le pregunté, buscando herirla.

Ella no respondió, se puso en pie y se limpió la saliva con el dorso de la mano.

  • Oye, Ana, ¿Dónde está la bolsa con la ropa que compraste el otro día?

Me miró con extrañeza, pero acabó por señalarla. Estaba vacía, tirada junto al armario. La cogí y la alisé. La dirección estaba allí.

  • Me voy, pequeña. No me esperes levantada.

Nunca lo hacía. Jamás, en nuestros seis años de matrimonio, lo había hecho. Pero como he dicho, ya estaba cansado. Si Lisa no venía a mí, yo iría a Lisa. Iría a mi puta.

Conduje hasta allí y aparqué no muy lejos. Había empezado a llover y el agua me calaba la gabardina. Me sentía viejo y derrotado. Pero no volví al coche. Seguí caminando por la avenida en dirección a la tienda. Aunque no era muy tarde, empezaba a oscurecer, y las farolas ya estaban encendidas. Una niebla densa me impedía vislumbrar la tienda de lejos. Si quería ver a Lisa, tendría que exponerme.

Cuando llegué a la puerta, ella y una compañera suya ya estaban cerrando, y yo no había conseguido acabar con esa sensación de derrota y pesadez que se iba apoderando más y más de mí.

  • ¿Quieres tomar algo? - pregunté con sencillez.

Me miró sin verme. Como si no me conociera. Incluso detuvo su vista unos instantes en mi gabardina empapada, con lástima y condescendencia.

  • No - respondió sin más, y siguió echando el candado.

  • Está bien - contesté. No me apetecía discutir. La fuerza y la rabia me habían abandonado por el camino - ¿Y tú? - pregunté a su amiga.

Parecía joven, de no más de dienueve años. Tenía el pelo castaño y largo y los pechos pequeños.

  • ¡Claro! - respondió con una sonrisa. - No te importa, ¿No, Alma?

Alma, pensé. Alma. Pero Alma no respondió, y la jovencita y yo nos alejamos de allí, mezclándonos con la niebla.

Continuará.