Las bragas de Lisa. Capítulo final.

Puedes leerlo aunque no hayas leído las otras dos partes. Encontrarás sexo, pasión y un poco de infidelidad. Puedes seguirme en mi twitter: @MLilyMiller

Henry Miller decía que lo mejor que puedes hacer para olvidar a una mujer es convertirla en literatura. Yo no sé escribir, y por eso prefiero masturbarme. Si consigo reducirlas a una paja, simplificarlas nada más que para ese preciso instante, todo estará controlado.

Admito que he recurrido a esa táctica en numerosas ocasiones. La primera vez fue con Paula. Yo era joven y estaba recién casado cuando Paula fue nombrada secretaria personal de mi jefe. Tenía unos pechos enormes y su culo no iba en desventaja. Era rubia, y en su primera semana recuerdo haber visto su melena rizada entre las piernas de mi jefe, a través de la persiana de su despacho. Una vez la falda se le descolocó un poco y pude entrever que tenía las rodillas amoratadas, y eso me la puso más dura de lo que pude soportar. Tuve que ir al cuarto de baño y masturbarme pensado en su pelo rubio enredándose entre mis piernas y en aquellas rodillas amoratándose por mi causa. Entre los altos cargos se hizo famosa muy rápido, pero yo siempre fui invisible para ella. Quizá fue eso lo que empezó a obsesionarme, que todos esos viejos, la mayoría gordos y calvos, podían sentir el roce de su lengua en las pelotas cuando quisieran, y yo, un tipo simpático, no guapo pero sí atractivo, tenía que conformarme con correrme en el cuarto de baño de la oficina. Además, para aquel entonces yo ya sabía que me había casado con la zorra más simple y estrecha que jamás ha pisado la faz de la tierra, y eso desde luego no mejoraba la situación.

Pero, como en todo, llegó el día en que pude resarcirme. Era la fiesta de jubilación de uno de los jefes, y el champán había corrido durante horas. Paula llevaba un vestido ajustado y rojo que dejaba sus muslos al descubierto. Estaba bastante borracha, y le costaba andar sobre sus altos tacones negros. Se alejó tambaleándose hacia el baño y, después de comprobar que nadie nos prestaba atención, la seguí. Se había sentado sobre la tapa del retrete e intentaba desenredarse el pelo con las manos. Al verme entrar, me dedicó una débil sonrisa, pero estaba tan bebida que creo que no sabía ni quién era yo. Me acerqué con lentitud hacia ella y le acaricié el pelo. Paula, mareada, hundió su cabeza en entrepierna, cerrando los ojos.

  • He bebido demasiado – admitió.

Asentí mientras me bajaba la bragueta. Como respuesta, ella negó con la cabeza, pero yo seguí asientiendo y le descubrí mi pene. Lo acarició suavemente con los dedos y, después de casi un minuto, comenzó a dibujar círculos con su lengua en mi glande. Sin dejar de acariciarme fue directa a lamer mis testículos, metiéndoselos en la boca y saboreándolos. Me apoyé en la pared del servicio y respiré hondo. Con un don así yo tampoco habría dudado en contratarla. Tras jugar todo lo que quiso, se introdujo mi pene en la boca y succionó. Apenas tuvo que chupármela un poco más para que acabara por eyacular dentro de su boca. Ella sonrió satisfecha y se tragó mi semen. Después de esto, se recostó contra la pared y cerró los ojos.

Esa noche, cuando llegué a casa, le conté a mi mujer lo que Paula me había hecho, sólo por ver su reacción. Pero Ana me miró con el mismo dolor sordo de siempre, en silencio, durante unos instantes, y luego siguió leyendo su revista. Las noches siguientes le hice el amor pensando en Paula, susurrándole aquel nombre, eyaculando fuera de ella, sobre sus pechos y su tripa. Le hablaba de Paula a todas horas. Pero su actitud jamás cambió, y yo empecé a tener amantes que ni siquiera me esforzaba por ocultar. En cuanto a Paula, no volvió jamás al trabajo, nadie sabe por qué. Desapareció. Igual que estaba haciendo Lisa.

Y hablando de Lisa ¿Queréis saber, de verdad, el motivo por el que me excitaba tanto? Bien. Ella y yo habíamos follado ya en diferentes lugares; varios hoteles, el aeropuerto… e incluso en la sección de geografía e historia de una biblioteca. Ése lugar en concreto fue idea suya. Aquel día llevaba una falda corta de cuadros, de esas de colegiala, y fue la primera vez que me pidió que la llamara “mi puta”.

Pero ni siquiera hablo de esa ocasión. Fue días más tarde, cuando la convencí de que viniera a mi casa, porque mi mujer no iba a estar. No conocíamos nuestras direcciones, y yo de hecho sigo sin conocer la suya, pero acabó por acceder y llegó tan puntual como siempre. Debajo de su abrigo largo no llevaba nada. Después de un día entero de sexo brutal, cuando ya estaba a punto de irse, decidió arrodillarse y hacerme una última felación. Realmente podía notar en sus ojos cómo disfrutaba haciéndola. Pero llegó, claro, mi mujer. ¿Y qué hizo Lisa? Nada. Ana entró en la habitación y ella siguió de rodillas, disfrutando y mamándomela, recreándose. Miraba a Paula de reojo y parecía sonreír. Cuando notó que estaba a punto de eyacular, se alejó unos centímetros, y lo recibió en la cara y los labios. La limpié un poco con el dedo índice y ella lo lamió. Y así, completamente desnuda, se acercó a su abrigo con parsimonia y se lo colocó delante de Ana, sin decir una palabra, sin incomodarse lo más mínimo. Después de eso se marchó, indicándome con la mano que ya me llamaría.

Pero había pasado una eternidad desde todo aquello, y ahora me encontraba sentado en un bareto cutre y mal iluminado junto a aquella jovencita que no dejaba de hablar de su licenciatura en Administración de empresas.

  • Oye, y tu amiga – corté – ¿También estudia?

  • ¿Alma? No, Alma ya acabó hace un par de años. ¿No sabes mucho de ella?

  • No sabía eso en concreto, no.

  • ¿Y quién eres? ¿Un viejo amigo suyo, o algo así?

  • Algo así.

  • Va a ser una pena que deje el curro. Es una chica muy simpática.

  • ¿Lo deja?

  • Sí, hoy era el último día. Por lo visto se marcha de la ciudad.

No quería pensar en lo que significaba que Lisa se marchara. O Alma. Quería hacer cualquier cosa antes que pensar en eso.

  • ¿Quieres que vayamos a tu casa? – pregunté.

La chica me miró de arriba a abajo, como evaluándome, y finalmente accedió.

Nos subimos en mi coche y me dio las indicaciones. Tenía pecas en las mejillas y los ojos claros. Cogí su mano y la llevé hacia mi pene, invitándola a que lo acariciara por el camino. Soltó una risita y enrojeció, pero lo hizo, y mi pene respondió endureciéndose con rapidez. Desabrochó el pantalón con algunas dificultades y metió la mano por los calzoncillos, acariciando mi vello púbico cuidadosamente. Tras unos minutos, soltó otra risita y desabrochó su cinturón de seguridad.

  • Nunca había hecho esto antes. Pero allá vamos, que te noto triste y me apetece animarte – dijo guiñando un ojo y recostándose sobre mí.

Comenzó a chupármela despacio, y elevando el ritmo después. Era metódica, eficaz. Toda una estudiante de Administración de empresas, sí señor. Pero no era Lisa. Lisa se dejaba llevar, disfrutaba, se recreaba y no atendía al método, era natural. Pero quién era yo para quejarme de tener a una jovencita, que aún no había cumplido la veintena, entre las piernas. Me relajé y seguí conduciendo y acariciando su largo pelo castaño.

Llegamos a su casa y, al abrir, nos recibió  un gato gris, persa. Lo apartó con un pie mientras se desnudaba. Sin quitarme nada, me acerqué a ella y acaricié su piel, suave y palida. Sus pechos eran tan pequeños que estaba convencido de que me cabrían enteros en la boca. Se acercó juguetona a mi cuello, lamiéndolo y mordisqueándolo.

  • ¿Te ha gustado la mamada?

  • Mucho.

  • ¿La hago bien?

  • Perfectamente.

  • ¿Yo no soy de hacer estas cosas, eh?

  • Claro que no. Vamos a tu cama.

Me agarró de la mano y me condujo hasta su dormitorio. Tenía las paredes blancas y el edredón de color lavanda. Se tumbó sobre él abriéndose de piernas y dejando ver una fina línea de vello en su sexo. Se lo lamí unos instantes y subí, besando su vientre plano, sus pechos pequeños y finalmente sus labios. Me bajé los pantalones y la penetré con delicadeza, mientras ella se enrollaba a mi cintura con sus largas y esbeltas piernas. Gemía muy alto y me tiraba del pelo, apretándome cada vez más contra ella. Eyaculé rápido y permanecí un rato tendido sobre su cuerpo desnudo.

No quise quedarme a dormir. Me apetecía conducir hasta mi casa y dormir en mi propia cama. Borrarme a Lisa de la mente a base de pajas, como en su día tuve que hacer con Paula. Estaba aparcando cuando recibí un mensaje de móvil. Supuse que era de esta chica, ya que habíamos quedado en volver a vernos algún día, y me había pedido mi número. Lo abrí sin ganas, pero no era ella. No conocía aquel número.

  • Eh, ¿Te vienes a la estación de autobuses? – decía, tan solo.

Y fui.

FIN.