Las botas del guardia civil 2
El cartero, estaba ahora descalzando a Alberto de las botas que llevaba puestas. Las mismas botas, que la noche pasada, Ángel había lamido, acariciado, limpiado con su saliva y con su lefa y que eran la admiración de todo el Cuartelillo.
Acodado a la ventana, con los ojos cerrados, Ángel recibía en su cara los tibios rayos de aquel sol de otoño. Se había despertado cuando Alberto, su pareja y amo, se había levantado temprano, para ir al trabajo.
Con los ojos entreabiertos lo había visto pasear desnudo por la habitación, salir al baño y regresar con su magnifico cuerpo de macho, cubierto aún de gotas de agua que se deslizaban entre el vello oscuro que cubría su pecho y sus piernas.
Le observó mientras se vestía los ceñidos boxers que recogían y marcaban su polla y sus cojones, esos maravillosos atributos que la noche de antes había lamido, acariciado, chupado y besado hasta que el sueño los había vencido a ambos.
Esperó que se pusiera la camisa, los pantalones y el correaje, y que llegase el momento excitante de verle coger sus altas botas de piel negra y brillante y enfundar en ellas sus largas piernas. Ese momento conservaba aun para él, todo el morbo y la excitación del primer día en que se lo vio hacer a Alberto, su amo.
Notó como su polla crecía y se ponía dura hasta casi dolerle y bajó su mano hasta ella para masajearla con placer.
Oyó el sonido de los pasos acercándose a su cama y cómo Alberto, inclinándose hacia él, le besaba en la mejilla. Luego, el ruido de la puerta al cerrarse. Después, el silencio.
Àngel se había levantado dos horas más tarde. Tenía el día libre y nada urgente por resolver. Desnudo, había desayunado, ordenado un poco la habitación y remoloneaba por la casa hasta el momento de la ducha.
Abrió la ventana y se acodo en el alfeizar, dejando que su mirada vagase por el paisaje que se extendía ante sus ojos.
Desde su casa, el pueblo se derramaba por la ladera de la montaña, dominado a la derecha por el caserón del Ayuntamiento y por el Cuartelillo de la Guardia Civil a sólo doscientos metros.
Podía ver, desde su ventana, la del despacho donde a esa hora, Alberto estaría bregando con los papeles y la burocracia. Detrás del Cuartelillo, se extendía lo que, muy optimistas, los miembros del Cuerpo llamaban el jardín. Un bosquecillo abandonado y lleno de matorrales.
Desnudo como estaba, de vez en cuando sentía escalofríos, cada vez que entraba una ráfaga de brisa por la ventana.
Ya estaba retirándose para ir a ducharse y vestirse cuando, por la carretera, vio avanzar el scooter de Alfonso, el empleado de correos. Volvió a acodarse en la ventana y le vio aparcar la moto y subir, con una caja de cartón en las manos, las escaleras del Cuartelillo. Desapareció en su interior.
Siempre que veía o se encontraba a Alfonso, no podía por menos de fantasear con él, imaginando lo que podría ser un revolcón con aquel macho, que parecía regodearse en provocarlo sin preocuparse luego de los estragos que provocaba con su mirada.
Intrigado y estimulado por la presencia de aquel magnifico ejemplar de tío, que conseguía ruborizarlo con sus comentarios, cada vez que bajaba a la estafeta a hacer un envío, Ángel ni se movió.
Su mente empezó a fantasear con el motivo por el cual, el cartero habría venido al Cuartelillo. Lo imaginaba de rodillas a los pies de Luis, el Brigada, amorrado a su bragueta, devorándole entre gemidos la magnifica polla y los prietos cojones que este mostraba bajo sus pantalones cuando hacia la ronda.
Quizás estaba, en ese momento, tumbado boca abajo, sobre la mesa de Povedilla, mientras este le enculaba como a una perra en celo y le escupía lapos en el cogote e insultos soeces a partes iguales.
O quizás estaba…
Pensar que pudiese estar con Alberto, lamiéndole las botas y acariciándole el bulto de su entrepierna, mientras él le lanzaba ordenes por entre sus dientes apretados, le hizo sentir el dolor de los celos…y también, a su pesar, la excitación del morbo y del vicio.
Aunque no quisiese reconocerlo, imágenes similares le bailaban en la cabeza cuando imaginaba a su amante en el Cuartelillo, rodeado del resto de la guarnición. Lo veía como al Amo, duro, soberbio y dominante, acogotando a sus pies a sus esclavos y obligándoles a que le mamaran la magnifica polla, que le comiesen su cálido ojete o que le ofreciesen los suyos para follarlos uno detrás de otro.
Se acercó rápido a la cómoda y, del cajón superior, sacó sus gemelos de campaña. Eran un regalo de Alberto por sus primeras Navidades juntos.
Volvió a su puesto de visión. Su polla, balanceándose entre sus piernas, estaba ya excitada y dura con solo imaginar la escena, aunque, sin embargo, sintiese también la herida de los celos.
Respirando excitado, dirigió su vista a la ventana del despacho de Alberto. El interior estaba oscuro y no conseguía ver nada. Además, el sol le daba de lleno en los ojos.
Estuvo observando un rato, cada vez más nervioso y excitado. Su imaginación galopaba ya sin control y por entonces, veía en su delirio a Alberto, desnudo y magnifico con su jockstrap de cuero negro, con el puño entero metido en el culo del cartero mientras este, ciego de popper, se retorcía y gemía como una perra en celo.
Con la mano libre, el Amo cogía y apretaba los cojones del mozo, tirando de ellos hacia atrás.
El cartero mientras, pellizcaba entre sus dedos, sus duros y tiesos pezones de macho, lo que le provocaba largos y profundos gemidos de infinito placer…
Excitado y nervioso, Ángel barría con sus gemelos las ventanas del Cuartelillo sin conseguir ver nada. En uno de esos movimientos, sus gemelos se detuvieron en la fachada posterior, cuando vio, de pronto, como se abría la puerta que daba al jardín y Alberto, completamente vestido, con sus altas botas relucientes, salía al exterior.
Descendió los escalones y, mientras sacaba un paquete de cigarrillos, se alejó hacia un rincón entre los altos arbustos.
Buscó acomodo en un viejo banco de madera, oculto a la visión del Cuartelillo y, sentándose, cruzó sus largas y musculosas piernas embotadas.
Ante esa visión, Ángel se sintió lleno de pasión y de amor. Su polla, reaccionó poniéndose aun más dura y tiesa. Era como el mástil que se erguía en la fachada del cuartelillo.
No aguantaba más su excitación y estaba a punto de empezar a hacerse una paja en honor de su amante, cuando la sonrisa de vicio y placer que se dibujaba en su boca, se quedó congelada en sus labios. Por la puerta vio aparecer también al mozo de Correos. Traía en sus manos la caja de cartón, medio roto el papel que la envolvía.
Sin dudar, con paso decidido, se acercó directamente hacia el escondido banco donde se encontraba Alberto. Este, al verlo, esbozó una sonrisa de oreja a oreja, y le hizo seña de que se acercase.
Cuando el cartero llegó ante él, Alberto lo miró fijamente y sólo con esa mirada de amo dominante, el joven macho se convirtió en esclavo y se arrodilló a sus pies.
Àngel contemplaba la escena inmóvil. Nada ni nadie le hubiese podido arrancar de allí. El mordisco de los celos se le clavaba en el estomago, pero su polla dura le recordaba la excitación y el morbo del momento.
El cartero se había arrodillado a los pies de Alberto. La caja reposaba a su lado. Con cuidado extrajo de ella… una magnifica, brillante, excitante bota alta de montar.
Casi con reverencia, la llevó a sus labios y la besó en la puntera, larga y lentamente. Luego, su lengua fue deslizándose, en un éxtasis total, por el empeine y por la alta caña.
Alberto, sonriente y con sus viciosos ojos entornados, contemplaba la escena satisfecho. Su mano, masajeaba el enorme bulto de su entrepierna.
Entre dientes, murmuró algo al macho que estaba de rodillas a sus pies. Este dejó la bota a su lado y sacó la otra de la caja. La acariciaba con sus manos y la acercaba a su cara para sentir el cuero en su mejilla, con sus ojos cerrados de puro placer.
Ángel, en el debate entre los celos y el morbo que le producía la escena, tenía su polla agarrada en su mano y le propinaba un lento masaje. De vez en cuando, un escupitajo bien dirigido, facilitaba la lubricación.
El cartero, estaba ahora descalzando a Alberto de las botas que llevaba puestas. Las mismas botas, que la noche pasada, Ángel había lamido, acariciado, limpiado con su saliva y con su lefa y que eran la admiración de todo el Cuartelillo.
Un relámpago de rabia le subió a su cabeza. ¡Esas botas estaban ahora siendo lamidas por aquel magnifico ejemplar de hombre! (A pesar de su ira, era de justicia reconocerlo, pensó Ángel)
La cara del esclavo se metía en la boca de la caña y aspiraba los fuertes olores que tanto excitaban a Ángel. Y cada vez que levantaba la vista hacia Alberto, se veía que el cartero se hallaba en la gloria.
Ángel se arrepentía de haber cedido a la curiosidad. Dejó de mirar, cabreado y triste. Pero sólo fue un momento. Los gemelos volvieron a sus ojos y se dirigieron al jardín del Cuartelillo.
El cartero estaba calzándole las nuevas botas a Alberto. Se demoraba todo lo que podía, acariciándoselas y besándole la puntera en cuanto tenía oportunidad.
Ya calzado, Alberto se puso de pie, acarició los cabellos del macho arrodillado a sus pies, se inclinó a recoger sus botas y, con paso decidido cruzó el jardín y entró en el cuartelillo.
Ángel no esperó más. Con paso decidido se metió en el baño.
El agua de la ducha, cayendo sobre su cabeza y su cuerpo, no conseguía calmar la calentura que tenia ni la irritación y el cabreo que le poseían. Lo sentía como la primera traición que Alberto le hacia.
Pero a la vez, el recuerdo de la visión de aquel macho, besando y lamiendo las botas de su hombre, sintiendo lo mismo que él, cuando se arrodillaba a sus pies y le pedía a su amo que le humillase, no podía por menos que excitarle y provocarle el morbo.
Salió de la ducha, y empezó a secarse con una mezcla de rabia y excitación que hasta ahora no había nunca experimentado.
Desnudo como estaba, paseaba por la casa como un león enjaulado. Y en celo.
Porque a pesar de su enfado, la visión de Alberto abierto de piernas y el cartero arrodillado a sus pies, era más fuerte que su cabreo y le mantenía la polla dura y los cojones prietos y doloridos de deseo.
Se acercaba la hora de la comida y probablemente, Alberto aparecería por allí para comer algo ligero con él y, de paso, follarlo como a una perra.
Casi cada día era así, y Ángel lo esperaba siempre con deseo.
Hoy, en cambio, un nuevo sentimiento se mezclaba al deseo animal de ser follado por su Amo. La rabia de no ser el único, de haber sido traicionado.
Sabia que, como Amo, tenía todo el derecho a hacer lo que quisiera, pero no podía dominar ese sentimiento...
Tumbado en el sofá del salón, dejó que pasaran los minutos hasta que Alberto llegase.
Debió de quedarse dormido porque no oyó la llave en la cerradura y le despertó el cosquilleo de la mano de Alberto en sus cojones.
. - Hola, mi esclavo precioso. ¿Qué tal te ha ido?
. - Bien- rezongó Ángel, casi sin volver la cabeza.
. - ¿Estás cansado? ¿Qué hiciste esta mañana?
. - ¡Nada, no hice absolutamente nada! ¡Una mañana perdida! Ángel iba levantando la voz, cada vez más. Alberto, sin comprender el motivo, lo miraba perplejo por su reacción.
. - ¿Pero, que tienes? ¿Que te pasa- preguntaba intrigado, Alberto? ¿Tienes algo que decirme?
. - ¡No! Gritó Ángel.
. - Pues es evidente que a ti te está pasando algo.
Ángel tuvo que contenerse para no soltar todo lo que llevaba dentro. ¿Tendría jeta el caradura?
Dio media vuelta en el sofá, sin responderle. Alberto seguía hablándole. Su tono iba volviéndose cada vez más irónico.
. -No debieras curiosear por la ventana…A veces se ven cosas que no quisieran ver.
. - ¿A qué te refieres, señor moralista?
. - ¿Crees que está bien curiosear por las ventanas? Y Alberto se echó a reír, divertido, al ver la cara de estupor de Ángel.
. -Hay que tener cuidado con los reflejos del sol en los cristales, ¡señor curioso!
Así pues, Alberto se había dado cuenta de que lo estaba espiando. Y entonces, toda la escenita en el jardín…
La evidencia de verse descubierto le cabreó aun más.
. - ¿O sea, que me has tomado el pelo? ¡¡Serás cabrón!!
. - ¡Reconoce que te lo mereces, esclavo mío celoso! Las carcajadas de Alberto resonaban en la habitación.
Ángel, de pie, sintiéndose en ridículo, no acertaba a reaccionar.
. - Entonces: ¿El cartero también estaba haciendo comedia? ¡Pues parecía que disfrutaba mucho, el muy hijo de puta! ¡En cuanto me lo eche a la cara…!
. - Deja tranquilo a Alfonso. Mejor dicho, agradécele su colaboración- y las risotadas de Alberto se dejaron oír de nuevo.
. - ¡Sois un par de hijos de puta! ¡Seguro que te lo llevas follando desde hace tiempo!
. - ¿No nos has visto con tus gemelos? ¡Que espía más malo eres! Hoy ha sido la primera vez. ¡Te lo prometo!
. - ¡Pues para ser la primera vez, me pareció que le ponía mucho entusiasmo…! ¿No habíais ensayado?
. - La verdad, celoso mío, al principio no quería colaborar. Tuve que convencerlo.
Ángel, ya más calmado, miraba de reojo y con sarcasmo a Alberto.
. - ¿Te costó mucho?
. - Tuve que prometerle…
El petardeo de un scooter acercándose por la calle interrumpió la frase. La moto se detuvo en la puerta de la casa y el ruido cesó. Unos pasos crujieron en la gravilla del jardín e, inmediatamente, sonó el timbre de la puerta.
Mirando a Ángel a los ojos, con una sonrisa divertida y viciosa, Alberto le susurró al oído:
. - Anda, mi esclavo precioso, ves a abrir. Creo que te traen un paquete de Correos