Las bolas

los peligros de la autosatisfacción.

LAS BOLAS

Siempre he sido una persona muy involucrada con mi intimidad y mi sexualidad y siempre he querido buscar todo aquel juego que me diese placer; es por ello que en casa tenía todo tipo de juguetes con los que me proporcionaba unos buenos ratos, pero sin duda, mis preferidas eran las bolas anales. Cada noche, además de otros elementos, introducía aquellas maravillosas bolas en mi ano y disfrutaba de una masturbación placentera; dormía con ellas puestas y cada mañana me las quitaba para ir a trabajar, las limpiaba y las guardaba en lugar seguro. Por aquel entonces aún vivía con mis padres.

Pero aquella mañana, después de una larga noche dedicada a mis placeres onanistas, desperté más tarde de lo habitual y sin darme cuenta dejé las bolas encima de la mesilla de noche, saliendo de estampida; cuando me acordé de ello ya era demasiado tarde. Al llegar a comer a casa fui rápidamente a la habitación y me encontré en lugar de las bolas bolas una nota que decía lo siguiente: " Te he descubierto, espero que sigas estas instrucciones si no quieres un escándalo. Mañana por la mañana me esperarás en la cama desnudo. Firmado Mary. "

Estaba claro que era la mujer que limpiaba en mi casa, me sentí humillado, avergonzado, pero aquella velada amenaza me obligaba a saber que pasaría al día siguiente; aquella noche no tuve valor ni ganas de entregarme a mi solitario placer y en vez de ello estuve casi toda la noche en vela, pensando en cómo se desarrollarían los acontecimientos a la mañana siguiente. Me quedé dormido.

Por la mañana un leve meneo me sacó de mi sopor; abrí los ojos y allí estaba de pie, al lado de la cama, la imagen de mis pesadillas; Mary era una mujer que había pasado de los cuarenta, rubia de pelo rizado, no muy alta y con un cuerpo menudo y fuerte. Vestía una camiseta naranja sin mangas y una falda azulada por debajo de las rodillas; me miraba sonriendo, con mis bolas colgando de sus dedos. Quedé quieto, traté de arroparme un poco más, consciente de mi desnudez, pero ella tiró de las sábanas, dejando al descubierto mi cuerpo. Estábamos los dos solos en casa, tenía aún una hora por delante antes de ir a trabajar, era suyo.

Comenzó a repasar todo mi cuerpo, rozando con las bolas mi piel erizada por los nervios, sin dejar de sonreir; mi pene estaba erecto, como cada mañana, pero ya no hice ningún intento de encubrir tan descarada muestra de virilidad y me abandoné a sus deseos. Me pidió que comenzara a masturbarme para ella mientras iba metiendo una a una las bolas en mi boca, para mojarlas, sacándolas y metiéndolas.

Me hizo voltear sobre la cama y quedarme boca abajo, elevando mis caderas hasta que quedé arrodillado y con la cara hundida en la almohada, y me hizo poner las manos a la espalda, momento en el que se subió a la cama, dejando mi cuerpo entre sus piernas. Se sentó sobre mi cabeza, con su entrepierna apoyada en mi nuca y sentí cómo lubrificaba mi ano con un bote de aceite, masajeando con sus dedos mi orificio, metiendo uno de vez en cuando hasta que decidió que ya estaba preparado.

La primera bola entró sin dificultad, pero la sacó al instante, vertió más aceite y continuó con la operación hasta que las cinco bolas estuvieron dentro de mi cuerpo; ya de por sí estaba ensanchado mi culo, así que no hubo problemas para alojarlas suavemente. Aquella acción debió resultarle muy placentera, ya que notaba como frotaba su sexo en mi nuca, sintiendo yo la humedad de su placer sobre mi piel. Se pasó toda la hora que teníamos masturbándose contra mi cabeza y metiendo y sacando las bolas al ritmo de su placer, hasta que por fin mi nuca empapada en exceso demostró que había alcanzado su orgasmo.

Se bajó de mi cabeza y quitó la almohada, sin permitirme alzar la cara, se colocó detrás de mí y meneando mi polla babeante sobre la almohada que había puesto debajo, me hizo correr mientras sacaba las bolas de un tirón. Se levantó y me emplazó para la mañana siguiente. Yo me levanté, duché y vestí y salí de la casa evitando encontrarla.

Por la tarde me dejó una nota bajo la almohada con instrucciones precisas; no había cambiado las sábanas ni la almohada, de manera que debía dormir con la cara sobre la mancha de semen que lucía allí. Me había dejado sus bragas empapadas y con su aroma fresco para que me llenase de su fragancia y debía dormir con las bolas puestas. A la mañana siguiente volvió a poseerme.

Al llegar a mi cama me hizo entregarle las bragas usadas del día anterior que se cambió por las que llevaba y alzando mis piernas, me arrancó las bolas de un tirón, provocando un intenso dolor debido a la sequedad de mi ano. Me hizo doblegar las piernas hasta que mis rodillas estuvieron casi a la altura de mis hombros, se subió a la cama y se sentó directamente en mi cara, atrapando mis piernas bajo las suyas, de manera que tenía mi culo ofrecido y expuesto a su alcance. Tras lubrificar mi ano con el aceite, tomó un consolador mediano de la bolsa donde guardaba los juguetes, y que obviamente también había descubierto, y me lo insertó hasta el fondo, de un solo golpe, haciendo que su coño se mojara al instante. Durante un buen rato me estuvo violando con el aparato, mientras su sexo se rozaba en mis labios sin descanso y me masturbaba con la otra mano.

A pesar de todo, aquello me estaba resultando placentero, por lo que el orgasmo no tardó en llegar; ella se percató de tal disposición y estirando de mi polla en dirección a su vientre, se separó el elástico de las bragas y me hizo correr dentro de ellas, con un gran contenido de semen que quedó allí atrapado, mientras ella también alcanzaba el cénit de su placer. Sus jugos junto a mi semen se mezclaron, empapando la tela blanca.

Me sacó el consolador del culo y sin previo aviso me insertó uno de mayores dimensiones, procediendo después a quitarse las bragas a la vez que aplastaba mi cara con su culo y separándose un poco me metió aquel trozo de ropa íntima en mi boca, para que lo limpiase, colocándose de nuevo sobre mi cara, atrapando mi nariz entre los labios de su sexo y volviendo a buscar un nuevo orgasmo.

Durante toda aquella semana me estuvo utilizando de igual manera, pero unos días después me dijo que buscara la excusa que quisiese porque al día siguiente no iría a trabajar; aquel miércoles aduje que estaba enfermo y la esperé en mi cama, desnudo, ansioso por repetir lo que a diario venía aconteciendo.

Cuando se abrió la puerta yo ya estaba despierto y esperando, pero me asusté al ver que tras Mary entraba un chica joven, morena de larga cabellera, muy guapa, sonriendo con la misma mueca; era su hija Ana, a la que le gustaba tanto como a la madre los juegos que nos traíamos entre manos. No sabía como actuar, que responder, pero tampoco me dieron opción a ello; mientras Mary destapaba mi cuerpo, me hacía elevar las piernas y comprobaba el estado de mi ano, Ana ya se había desnudado por completo, mostrándome un cuerpo precioso, y se estaba ciñiendo un arnés a la cadera. Estaba asustado, pero no podía rebelarme contra aquello.

La madre se subió como de costumbre sobre mi cara, con las bragas que llevábamos usando toda la semana y que estaban poseídas por los innumerables orgasmos que los dos habíamos derramado sobre ellas, y me quitó las bolas del culo, a la vez que Ana, arrodillada entre mis nalgas, ya lubrificaba el falo. Mary se sentó cómoda en mi cara en el momento que su hija daba el primer empujón en mi ano, penetrándome despacio pero sin ceder un milímetro en su avance, y se separó la tela de las bragas para que mi lengua se alojase en su sexo, teniendo que lamer sin descanso mientras veía por encima de su culo la espalda y los rizos agitándose al ritmo de las embestidas y del placer que recorría su cuerpo.

Ana se salió de mi cuerpo, agotada, y se cambió el puesto con su madre; el coño de la hija era mucho más fresco, más joven. Ella se sentó de espaldas a su madre y me estuvo cabalgando la cara mucho rato, sacándole tres orgasmos seguidos mientras Mary, incansable, me penetraba sin descanso. Mi placer estaba cercano, así que Ana se giró sobre mi cara, atrapó mi polla con una mano y la masturbó furiosamente hasta que descargué sobre su pecho. En su perversidad, y una vez que sacó hasta la última gota de mi semen, se tumbó sobre mí y me hizo lamer sus pechos hasta que los dejé limpios de todo rastro de mi orgasmo.

Ella se vistieron y me hicieron seguirlas desnudas por la casa, hasta llegar a la cocina; allí se amontonaban los cacharros de la cena del día anterior y me hicieron fregarlo todo, pero con una peculiaridad, y es que mientras la madre me masturbaba son parar, evitando que llegase al orgasmo, la hija me penetraba con el arnés, sin descanso, haciendo más penosa mi tarea doméstica. De igual guisa estuve barriendo, quitando el polvo y planchando la ropa.

Tras planchar y doblar una camisa a la que yo tenía especial aprecio, Mary tuvo una ocurrencia; me hizo ponerla en el suelo y tras levantarse la falda y acuclillarse sobre ella, orinó encima, impregnándola de su aroma, manteniendo mi cara a escasa distancia de ella, tras lo cual, una vez que hubo finalizado, me aplastó la cara en la tela, aspirando yo el ácido aroma de su orina. La cosa les resultó muy graciosa, pero Ana fue más osada. Me tumbó sobre el suelo y se acuclilló sobre mi cara, obligándome su madre a abrir la boca con un apretón de testículos. La orina salía a borbotones de mis labios entrecerrados, pero se conjuraron para lograr que en lo sucesivo supiese apreciar y saborear todo lo que gustasen darme.

Así, cada mañana soy poseído por la madre y una vez a la semana estoy en manos de las dos, habiéndome hecho tan dependiente de esa privilegio que ya no puedo pasar un día sin ellas.