Las bodas de la intolerancia (cap. 4 y último)
Toni y Joanot consiguen obtener una valiosa información gracias a la ayuda inestimable de su cuñada Marta, que exige a Toni un precio demasiado alto por su colaboración. El cerco policial se estrecha en torno a ellos, que deberán huir a la desesperada a un país mas tolerante con su condición sexual.
Gracias a la colaboración, no precisamente desinteresada, de Marta, que me dio acceso al despacho de su padre en un momento en el que el matrimonio Pizarro estaba fuera de casa por motivos diversos, y la sirvienta había sido enviada a hacer unos recados, conseguimos microfilmar en relativa tranquilidad los doce folios mecanografiados a una sola cara de que constaba el informe policial, devolviéndolo después al interior de la caja fuerte, y procurando que no quedara el menor rastro de su manipulación.
Aquel primer reporte, que el hijo adolescente de un miembro del partido recogió en la tienda como si de un encargo fotográfico se tratara, salvó la vida y aseguró la libertad de muchos camaradas a punto de caer en manos de los esbirros de Pizarro y compañía, que se valían de los bien recompensados servicios de los cipayos del régimen franquista, la "quinta columna" interior de la clandestinidad. En esos días de antaño, destapar a un presunto delator en el organigrama clandestino suponía la condena a muerte inmediata de muchos de esos traidores a su clase social, y, como no podía ser menos, también en este caso un número indeterminado de cuerpos, acribillados todos ellos a balazos, aparecieron diseminados por distintos descampados de los alrededores de varias ciudades españolas. Por supuesto, aquel inexplicable contratiempo hizo pensar a mi suegro en la existencia de un "topo" en el interior del funcionariado con acceso a material restringido de la Dirección General de Seguridad, incapaz de pensar por un sólo instante en que tenía al traidor en casa y que además se trataba de su propia hija, sangre de su sangre.
D. Basilio comenzó a mostrarse taciturno y desorientado, pues el gigantesco proyecto de espionaje que había construido con dedicación exclusiva durante muchos años de laborioso esfuerzo se había venido abajo como un castillo de naipes, lo que significaba dar alas a la expansión del odiado comunismo en los barrios obreros de todo el país, toda vez que habían demostrado ser capaces de contraatacar y desarrollar una efectiva red de contraespionaje instalada en los mismos cenáculos del poder policial. Para mayor inri, ninguna de las líneas de investigación abiertas entre sus compañeros de trabajo había dado resultado alguno, lo que suponía un desafío sin precedentes para su departamento, pues significaba que el maldito "topo", fuera quien fuese, estaba perfectamente oculto en las sombras y su presencia no levantaba sospecha alguna en los círculos policiales por los que se movía.
El mismo se había encargado de "ejecutar", por utilizar el argot policial al uso, a los dos únicos infiltrados que habían sobrevivido a la purga inicial, una jugada que mis camaradas llevaron a cabo para despistar la atención de mi persona y hacer creer a los mandos policiales que cualquiera de ellos podía haber traicionado a sus compañeros, jugando a dos bandas. Y, para asombro del comisario, en los meses siguientes todos los aspirantes a infiltrarse en el Partido fueron descubiertos y asesinados por mis compañeros ideológicos o bien, en un acto de bendita crueldad, se les facilitaba información falsa de manera deliberada para dejarles en evidencia ante los mandos policiales a los que servían.
Aquello no podía ser cierto, debió pensar la bola de grasa con patas para sus adentros, después de que su tercer intento de reorganizar la red con carne fresca terminó en un fracaso absoluto. Por comentarios que sus propias hijas escucharon de sus labios supe que despidió de manera fulminante a su equipo mas cercano, entre los que estaba seguro que se encontraba el presunto filtrador de secretos al enemigo, y lo sustituyó por gente con menos experiencia pero de toda confianza personal. Y, sin embargo, seguía ocurriendo lo mismo. Llegó el nuevo año de 1958, y la situación era insostenible...había que ampliar las líneas de investigación, incluyendo ahora, dolorosa decisión, incluso a los familiares mas cercanos de los mandos policiales, empezando por su propia familia, hasta entonces por encima de toda sospecha.
Después de al menos cuatro envíos de información microfilmada a lo largo de tres meses de discretas pero exhaustivas gestiones en su casa madrileña, fue mi propio Partido el que nos dio la voz de alerta de que corríamos serio peligro de ser descubiertos, pues todos los indicios apuntaban en nuestra dirección, y, además, uno de nuestros contactos habituales, alguien ajeno al Partido pero considerado simpatizante y no fichado por la Policía hasta ahora, había empezado a ser seguido por miembros de este cuerpo a raíz de sus frecuentes visitas a la tienda de fotografía de la calle Fuencarral con encargos diversos para ellos. Por consideración hacia nosotros, y para evitar de paso que, de ser detenidos y torturados, pusiéramos en peligro la vida de terceras personas con posibles delaciones, recibimos la orden tajante del PCE de ponernos a salvo en el extranjero, para lo que nos hicieron llegar en un sobre a nuestro nombre dos billetes del ferry que recorría el trayecto entre Alicante y Orán, y con la consigna expresa de no regresar a España hasta que la situación estuviera controlada, si es que alguna vez llegaba a estarlo, por supuesto..
La solución ofrecida por nuestros superiores jerárquicos resultaba especialmente dura de tomar para Carlos, que acababa de ser padre de un niño dos meses atrás, y mantenía una vida de pareja feliz, al menos en apariencia, algo de lo que yo no podía presumir en modo alguno. Mi relación con mi esposa se había enfriado bastante después de su último aborto, en parte motivado por sus ansias insatisfechas de ser madre, pero también por lo que juzgaba, con toda la razón del mundo, como una actitud de desapego y desinterés por mi parte, tanto en la parte afectiva como en la estrictamente sexual. Teniendo que compartir mi libido con dos personas de la voracidad física de Carlos y mi cuñada Marta, no resulta difícil comprender que apenas me quedaran ganas, al llegar a casa extenuado por las noches, de complacer los posibles ardores vaginales de mi esposa. Nuestra relación, que nunca terminó de despegar por otra parte, entró en punto muerto a partir de ese momento, por lo que yo no podía aducir motivos personales para desear permanecer en España a comienzos de 1958. Mas complicado resultó convencer a Joanot de la necesidad de abandonar a su bella (y dominante) mujercita y a su hijo recién nacido para marcharse a la aventura a un país desconocido y de rabiosa actualidad en esos años, y no precisamente por su idílica situación política y social. Pero los dos sabíamos desde el principio que este imprevisto podía llegar a suceder en cualquier momento, y en cierto modo lo deseábamos, pues supondría la liberación definitiva de nuestras actividades clandestinas y la posibilidad real, por vez primera en nuestras vidas, de poder vivir nuestro amor en total libertad, en un lugar neutral y alejado de España en el que nadie iba a preocuparse por nuestra intimidad.
El principal escollo a solventar durante las 24 horas de plazo que teníamos para poner en orden nuestros asuntos consistía en el empecinamiento de Marta, a esas alturas embarazada de dos meses, en escaparnos juntos de inmediato, antes de que su estado de buena esperanza la delatase a ojos de su familia. Su comportamiento, debido a la premura de tiempo para ejecutar los planes previstos, debido a su imprevisto embarazo, comenzó a volverse errático, y sus frecuentes subidas de tono y agitación constante debieron llevar a su astuto padre a preguntarse la razón que había detrás de ese súbito cambio de comportamiento. De ser la clave mágica que nos permitió cumplir con los planes previstos, se estaba empezando a convertir en un estorbo, y, permíteme que sea sincero, en un auténtico estorbo para nuestros planes de huida.
Había que seguirla la corriente a toda costa en esos días decisivos, al menos hasta el momento en que tuviéramos garantizada una salida digna, y ese día llegó al fin. Ahora el problema era como librarse de ella sin darla opción a que su furia de mujer despechada frustrase nuestra salida de la península. Para calmar su ansiedad y, de paso, convencerla de la fortaleza del vínculo que nos unía, la hice creer que en el plazo de unos días habría cobrado la cantidad de dinero prometida por mis contactos en el submundo del hampa con ramificaciones políticas clandestinas, y podríamos, mas bien deberíamos, huir juntos de Madrid para no ser descubiertos por su padre mas adelante. Yo incluso la mostré la cubierta de dos pasaportes falsos, que en realidad eran para uso exclusivo mío y de Carlos, rogándola por lo mas sagrado que en los pocos días que faltaban para evadirnos juntos fuera discreta en su medio familiar, para no dar al traste con nuestras posibilidades de escape.
Por ello, y conociendo su inestabilidad emocional en esos momentos, nos temimos lo peor cuando, justo el día anterior a nuestra partida, la vimos aparecer con el rostro crispado y los ojos llorosos por la tienda de fotos a la hora del cierre. Nada mas entrar se lanzó a mis brazos llorando y balbuceando entre lágrimas que debíamos huir cuanto antes porque su padre, que desconfiaba de ella desde hacía tiempo, había llegado esa tarde a su casa con una copia del informe médico que confirmaba su estado de buena esperanza; pero eso no era lo peor, el informe venía acompañado de un amplio dossier de fotos con todos sus movimientos en las últimas 72 horas, que incluía al menos una visita sospechosa a la tienda de fotografía de sus cuñados en la calle Fuencarral, en donde había permanecido por espacio de hora y media.
Acorralada ante tanta evidencia Marta reconoció estar embarazada, pero no quiso delatarme para evitar males mayores y se negó a confesarle a su airado progenitor el nombre del padre del niño. Pizarro, tocado en lo mas hondo por el comportamiento inmoral de su hija predilecta, se vino momentáneamente abajo al saber que su posesión mas preciada le había "deshonrado" de manera ingrata, y se llevó las manos al pecho de forma violenta quejándose de que le iba a “matar a disgustos” y que de hecho le había provocado un acceso de taquicardia. Marta, que no era tonta, aprovechó esta tregua parcial para zafarse de la cólera paterna y salir disparada con lo puesto escaleras abajo, corriendo sin parar hasta llegar a la tienda de los hermanos Morales. Por suerte para ella, aquel mismo día su padre había licenciado a los dos inspectores encargados de seguirla a todas partes, pero pocas dudas le cabían a su padre por entonces de que sabía donde podía encontrarla con toda seguridad.
Temiéndonos lo peor, cerramos la puerta de la tienda con llave, bajamos una por una las persianas metálicas de la cristalera intentando identificar con disimulo cualquier presencia sospechosa en los alrededores y tratamos de calmarla por todos los medios, sin resultado. No había tiempo para estrategias y necesitábamos librarnos de ese fardo ya, antes de que su presencia llamase la atención de su señor padre, si es que no lo había hecho ya.
Intentamos convencerla de que hablara con D. Basilio y culpara de la paternidad a algún viajante de comercio o camionero de paso por la ciudad, en todo caso alguien indefinido e imposible de localizar, con la esperanza de ganar algo de tiempo, pero, para horror nuestro, ella se declaró mas bien partidaria de escaparnos los dos ahora mismo. Yo traté de ganar unos minutos pidiéndola que recapacitase su decisión, pero la verdad es que tanto Carlos como yo estábamos bloqueados en ese momento, sin saber para donde tirar, hasta que en un rapto de lucidez decidimos adelantar, en efecto, la huida, y que ella nos acompañase en un primer momento, para ser posteriormente abandonada en cualquier escala a mitad del camino. No es algo que Joanot y yo nos comunicásemos con palabras, pero existía una conexión mental tan fuerte entre nosotros que bastaron un par de miradas cargadas de intención entre nosotros para poner las cosas en su lugar de nuevo.
Por desgracia para los tres, y digo esto porque, a pesar de lo que te haya contado tu familia, nunca entró en nuestros planes asesinar a tu abuelo Basilio, en ese preciso momento aparcó un lujoso automóvil, de sobra conocido por todos nosotros, conducido por un chófer uniformado. De él se apeó con gesto contrariado el comisario Pizarro, que dudó un momento antes de llamar con fuerza a la puerta del local. Enfrentados a la realidad de su presencia, y en vista de que, en apariencia, venía él solo, le abrimos con cierta cautela la puerta. El nos miró con la fiera determinación de un toro bravo a punto de embestir, y se encaró con nosotros de forma directa, sin prestar atención a su hija, que lloraba en un rincón implorando perdón a su padre.
- ¿Que está pasando aquí, señores? - inquirió con voz tonante - ¿Alguien puede explicarme que tipo de aquelarre es este?
La tensión era insoportable. Yo miré a tu tío Carlos, que permanecía demudado, y parecía incapaz de articular palabra. En ese preciso instante tuve uno de esos repentinos arranques de inspiración que me han salvado el pellejo tantas veces en la vida, y saqué un maletín repleto de dinero de debajo de la mesa. Era, ni mas ni menos, que el pago a nuestros servicios por parte de nuestros responsables políticos, y una cantidad de dinero considerada razonable para comenzar una nueva vida en Argelia, a la par que una ridícula indemnización, algo así como una milésima parte del valor real de las incalculables pérdidas materiales que íbamos a sufrir al tener que abandonar de un día para otro y con lo puesto nuestro lucrativo negocio.
¿Que coño es este dinero? - quiso saber de inmediato tu presunto abuelo.
Este dinero, estimado suegro, corresponde a la cantidad ofrecida por una persona de la buena sociedad con quien su hija mantenía relaciones ilícitas para que ella se practique un aborto o decida tener a su hijo sin pedirle mas cuentas a partir de hoy. Su hija nos pidió ayuda desesperada, y nosotros, caballeros al fin, no pudimos negarnos. Hemos estado negociando en secreto durante unos días, y esta misma mañana cerramos el trato. El caballero en cuestión desea que su nombra permanezca en el anonimato.
El rostro de Marta se contrajo de ira, estallando al fin en una andanada de rabia incontenible. Ni corta ni perezosa, se abalanzó hacia mí de manera histérica, gritando a todo pulmón y con el rostro abotargado de dolor que todo eso era mentira y que en realidad el padre del niño era yo. Su padre, superado por la situación, ya no sabía qué o a quien creer, pero yo me guardaba un as en la manga.
- ¿No se ha dado cuenta, Don Basilio, de que su hija lleva unos días sin ir a trabajar? Pues yo le explicaré la razón. Ella ha aducido ante sus jefe motivos de salud, pero su verdadero plan consistía en practicarse un aborto con este dinero de forma discreta en los próximos días. Si no me cree, puedo facilitarle el teléfono de las personas encargadas de llevarlo a cabo, viejas conocidas suyas, por cierto. Se trata de dos pájaros de cuenta que ya han visitado los calabozos en alguna ocasión con anterioridad - e hice el ademán de buscar en mi agenda un número de teléfono al azar.
No fue necesario aumentar la dosis de teatralidad. Don Basilio comenzó a abofetear a su hija de manera salvaje, profiriendo los peores insultos contra ella, que se defendía como podía negando en todo momento la mayor, hasta que conseguimos separarle de ella. Pizarro se llevó las manos al pecho en un gesto de dolor y cansancio y dejó caer su pesado corpachón sobre la vitrina de cristal del mostrador. Mientras tanto Carlos no perdía el tiempo y aprovechó para quitarse del medio a una atribulada Marta, que seguía llorando desconsolada, y la condujo, siguiendo mis instrucciones precisas, hasta la habitación secreta de la trastienda, donde sus gritos desgarradores no pudieran ser escuchados por los vecinos. Consciente del peligro que representaba su estado de nervios permanente para nuestra seguridad, Joanot optó por una solución drástica pero indolora. La llevó a rastras hasta el baño contiguo, la sentó a la fuerza sobre la tapa del retrete, sacó a toda prisa un bote de cloroformo que guardábamos en el botiquín, roció con él un par de gasas estériles y las acercó a la nariz de una desorientada Marta, que no tardó en desvanecerse en sus brazos. Tuvo suerte la zorra de tu madre de dar con una persona tan humanitaria como era Carlos, porque yo la hubiera degollado con mis propias manos, aunque habría sido una pena de haberlo llevado a cabo porque, en calidad de baja colateral, tu no hubieras llegado a este jodido mundo, en el que has destacado con luz propia en varios campos de conocimiento.
Apenas había terminado mi compadre de acostar a tu futura madre en una de las camas de nuestro picadero particular cuando introduje a un visiblemente desmejorado Pizarro en el interior del habitáculo. Pedí a Carlos que le retuviera en una silla mientras sacaba del armario cuerdas de esparto para atarles y esparadrapo para taponar la boca de la cerda chillona que era tu madre aquella tarde. En apenas unos minutos, aprovechando el estado catatónico de Marta y la debilidad extrema de tu abuelo, llevamos a cabo la tarea, y todo hubiera quedado en eso de no haberse repuesto de manera repentino el asesino fascista de tu abuelito Basilio. En cuanto recobró el conocimiento pleno se puso a gritar como un energúmeno y a proferir todo tipo de insultos y maldiciones contra nosotros; harto de esa situación y temeroso de que su potente vozarrón alertase a los vecinos y llamasen a la policía, le propiné el primero de muchos golpes por venir, hasta que empezó a jadear. Lo dejé ahí, no por falta de ganas de vengar a muchos compañeros de partido caídos, pero no podía permitirme el lujo de ensuciarme de sangre, propia o ajena, en un momento tan delicado como una huida planificada. Nada podía fallar en este plan prefijado de antemano. Además, pegarle en demasía hubiera sido casi un consuelo para él, lo que yo quería era que sufriera una tensión mental extrema, y para llegar a eso estaba dispuesto a alcanzar cotas muy altas de paroxismo.
- ¡Tu hija es la mayor zorra de esta ciudad! - le espeté señalando el fardo con forma de mujer que dormitaba plácidamente en la misma cama en la que había gozado de los placeres del sexo conmigo tantas veces - es mas, te diré que no solamente me la he follado yo, sino también Carlos y muchos otros. Es una digna hija de su padre. Estoy seguro de que ni siquiera ella sabe quien es el padre de su hijo - añadí con un toque de chulería extra en la entonación.
El seguía insultándome y escupiendo en dirección a mi persona sin alcanzarme, pero se quedó de piedra cuando me desabroché los pantalones, me bajé los calzoncillos y me dispuse a mearle en toda la cara. Como no paraba de jadear y de intentar desatarse infructuosamente, mantenía en todo momento la boca abierta, por lo que no pudo evitar tragar gran cantidad de orina, lo que le provocó un acceso de tos al atragantarse con mi caliente meada. Carlos, que le odiaba tanto o mas que yo, aunque su estilo personal de actuar era mas sutil, se decidió a atormentarle mostrándole unas escandalosas fotos que había sacado meses atrás en este mismo lugar, y en las que aparecía su hija comiéndome la polla y siendo follada vaginal y analmente por un servidor. A Joanot le ponía muy cachondo verme follar con una mujer, sobre todo si era tan viciosa como Marta, y en una ocasión nos pidió permiso para fotografiarnos durante el acto sexual. Marta tenía sus reparos al principio, pero ella siempre terminaba por hacer todo lo que la pidiera yo, pues parecía confiar ciegamente en mi persona. Y bien que pagaría con creces ese craso error durante el resto de su vida...
El rostro abotargado del comisario era un poema, pero lo mejor estaba por llegar. Le pedí a Joanot que se acercara a mí y nos pegamos un morreo de impresión, comiéndonos la boca al estilo francés como los verdaderos amantes que éramos. Nos fuimos palpando los paquetes hasta que nuestros respectivos miembros adquirieron un tamaño considerable; la situación de emergencia que vivíamos nos excitó aún mas de lo habitual, y cuando sacamos nuestros rabos a pasear y comenzamos a masturbarnos el uno al otro sin cesar de besarnos, pudimos escuchar de fondo la lacónica cantinela de un congestionado Pizarro:
¡Con tu propio hermano! ¡Con tu propio hermano!¡No tenéis vergüenza, miserables! - y su tenue vocecilla dio paso a un lastimero susurro ahogado por su entrecortada respiración - ¡No os ha bastado con profanar a mi hija, y engañar de manera cruel a sus hermanas...es que además sois un par de maricones incestuosos.…¡no puede ser, mis yernos no, no puede ser, Dios Santo!...
¡No mientas el nombre de tu Dios en vano! - le aconsejé mientras un chorro de espuma blanca en forma de semen alcanzaba su cara de cerdo apestoso, procedente de mi pene erecto. Carlos tardó tan sólo unos segundos en unirse a mi estallido, acertando en su bocaza entreabierta. No pude contenerme y le grité jubiloso: ¡Esto es por todos los camaradas muertos a manos tuyas a lo largo de estos años!
Tu abuelo estaba hecho un Cristo, entre los golpes recibidos con anterioridad y la leche caliente de sus viriles yernos cayendo a borbotones por su deformada cara y escurriéndose por entre las comisuras de su boca. Su postrer aliento de vida lo aprovechó para dedicarnos dos “piropos” que nos definían a la perfección, y consistía en dos rasgos de personalidad muy nuestros que el pobre diablo había sido incapaz de de identificar en sus adorables yernos:
- ¡Rojos de mierda! ¡maricones!...
Un atasco de semen y orina se le atravesó en la garganta y le provocó una última y pronunciada arcada, mientras su pesada cabeza se inclinaba hacia adelante con un rictus mortal reflejado en el rostro y su ahogada respiración se hizo mas lenta hasta que cesó del todo al cabo de unos segundos. Había muerto uno de los grandes torturadores de este país, y por muy abuelo tuyo que fuese considero que ese día se hizo justicia a sus numerosas víctimas inocentes.
Tardamos un tiempo en reaccionar y darnos cuenta de su aparente óbito, puesto que nos había dado un ataque de risa compulsiva. La situación nos parecía de lo mas hilarante de puro surrealista. Cuando por fin nos dimos cuenta de lo que había ocurrido tras esa orgía de sexo y crueldad, comprendimos el enorme lío en que nos habíamos metido. La muerte de un sicario a sueldo del régimen tan importante como era Pizarro no iba a ser perdonada fácilmente por los esbirros de Franco, y nuestra suerte estaba echada si nos quedábamos en España. Simplemente no viviríamos para contarlo. Había llegado el momento de serenar el ánimo, pensar con la cabeza fría y tomar las decisiones correctas, puesto que de ello dependían nuestras vidas.
Lo primero que hicimos fue desnudarnos y mudarnos de ropa, vistiéndonos de manera elegante con traje y americana, para embutirnos después en un mono de trabajo, similar al de los obreros de la construcción, esto último con la finalidad de no llamar la atención al salir a la calle. No sabíamos si había policía fuera vigilando, y además Héctor, el chofer de D. Basilio, que esperaba en la calle hojeando una historieta ambientada en el salvaje oeste de Marcial Lafuente Estefanía, nos habría reconocido de inmediato de haber salido vestidos con traje y corbata por la puerta principal del negocio.
Echamos un último vistazo al escenario de nuestros mejores polvos de los últimos años y dijimos adiós mentalmente al laboratorio de revelado contiguo, en donde habíamos sido tan felices envueltos en la fría penumbra de su mínima superficie. Salimos a la zona de atención al público para recoger los documentos de identidad y los pasaportes falsos a nuestro nombre de la caja fuerte, así como el maletín con el dinero justo que necesitaríamos para desenvolvernos sin estrecheces durante nuestros primeros meses de estancia en tierras africanas.
No había tiempo para mas, no sabíamos si la imprevista visita de D. Basilio escondía segundas intenciones: tal vez nos había descubierto ya y había venido a pactar nuestra entrega, además de averiguar la razón de que su amada hija hubiera corrido como alma que lleva el diablo a refugiarse en el local. No sabíamos si, en el peor de los casos, policías de paisano no nos detendrían nada mas poner un pie en la calle, subiéndonos de inmediato a un coche de policía camuflado, para no llamar la atención de los viandantes. La incertidumbre era absoluta, pero la suerte estaba ya echada. Nos calamos la gorra visera como haría un verdadero obrero y salimos por la puerta de servicio que daba a la escalera. Salimos a la calle con el ánimo encogido y silbando una canción de moda de Lucho Gatica que se llamaba "El reloj" y nos encaminamos a la cercana calle Colón, donde había aparcado mi Clúa 500 descapotable, otra de mis posesiones materiales de las que mas trabajo me costaría desprenderme. Aprovechando que a esa hora no pasaba apenas gente por allí nos quitamos los monos de camuflaje en plena calle, pues hubiera llamado mucho la atención ver conducir a dos obreros un coche de semejantes características y alta gama, y subimos al auto intentando mantener en todo momento la compostura, pero con los nervios a flor de piel. Los pocos peatones que nos vieron despojarnos del mono de trabajo nos miraban con cierta curiosidad y aire de incredulidad, pero al fin y al cabo bien podía tratarse de dos capataces que venían de visitar una obra en construcción.
No deseo aburrirte con la historia pormenorizada de nuestra odisea personal, que no estuvo exenta de momentos de miedo, angustia y vacilación. Pero lo importante es que llegamos sanos y salvos a nuestra ciudad natal, Alicante la blanca, ya bien entrada la noche, sabiendo que ya no volveríamos a verla nunca mas, y la nostalgia de otros tiempos mas gentiles se instaló en nuestros corazones. Paseamos por sus calles desiertas al amanecer y visitamos por última vez la playa de la Albufereta y el Cabo de la Huerta, donde en otros tiempos habíamos sido tan felices, y en donde se fraguó la tragedia que nos había conducido de manera lenta pero inexorable a la dramática situación actual.
El desembarco en la por entonces esplendorosa ciudad de Orán nos pilló en un estado emocional de euforia contenida. Nada mas poner pie en tierra gritamos al unísono, tal como habíamos pactado previamente: ¡Viva la República!. Un marinero francés nos respondió de inmediato con una sonrisa nada forzada y quitándose la gorra en señal de respeto: ¡Vive la République!.
La luminosa ciudad nos conquistó de inmediato, así como sus habitantes, la mitad de ellos colonos franceses conocidos en la metrópoli como "pieds-noirs", y la otra mitad árabes nativos, estos últimos con muchos menos derechos sociales y políticos, como si fueran ciudadanos de segunda clase. Por desgracia para todos sus habitantes, hacía ya varios años que se desarrollaba en suelo argelino una espantosa guerra de liberación nacional entre el Ejército colonial francés y las guerrillas nacionalistas del FLN (Frente de Liberación Nacional) argelinas. Nosotros, a pesar de ser de origen europeo, y, por tanto, pertenecer en teoría al grupo de habitantes privilegiados de la por entonces conocida como Argelia francesa, por ideología comunista y por simple humanidad nos pusimos desde el primer momento al lado del sufriente pueblo argelino, rechazando por anacrónica cualquier solución pactada que no pasara por el reconocimiento de la independencia política del pueblo argelino auténtico. Esta visceralidad política nos costó críticas e incomprensiones de nuestros vecinos “pieds-noirs”, y amenazas mas serias por parte de la OAS, la organización terrorista de extrema derecha creada en 1961 por un grupo de colonos franceses radicalizados, pero en ningún momento quisimos bajar la guardia. Bastante habíamos callado ya en la sumisa España de Franco como para hacerlo ahora que empezábamos por fin a levantar cabeza.
Aquellos fueron los cuatro años mas felices de mi vida. Por primera vez en mi vida podía amar a Joanot de manera libre y desinhibida, pues en aquella sociedad colonial y en apariencia provinciana los tabúes sexuales habían perdido gran parte de la fuerza que conservaban aún en su solar europeo. La homosexualidad y la bisexualidad eran comunes y se manifestaban por doquier, sin demasiados aspavientos ni condena social. Además, una gran parte de los "pieds-noirs" oraníes eran de origen español, y mas en concreto alicantino, y hasta llegué a contactar en una ocasión con un pariente lejano mío de quien no tenía constancia de su existencia desde hacía al menos treinta años. Por todo ello en una ciudad mestiza como Orán se hablaba un batiburrillo de lenguas y dialectos, caracterizados por el mestizaje recíproco y la saludable falta de límites entre todos ellos. Lo que mas se escuchaba en las calles oraníes de los años cincuenta era el francés, el valenciano, el español y el árabe, sin orden establecido alguno. De hecho, creo que durante mi estancia en Orán hablé mas valenciano que durante mis 37 años anteriores de existencia, si bien el francés y el español también estaban muy extendidos entre los multiétnicos colonos de la zona.
Con el dinero traído de España alquilamos un local en el centro de Orán donde montamos una versión reducida de nuestro magnífico local en la calle Fuencarral de Madrid. La vida nos sonreía por fin, vivíamos juntos en un precioso apartamento con vistas al mar sin dar cuentas a nadie, y tampoco a los vecinos parecía preocuparles lo que hicieran en sus horas de ocio aquellos dos misteriosos fotógrafos de origen español. Pero la tragedia se mascaba en el ambiente, no sólo por el ambiente de guerra civil abierta que se desarrollaba ante nuestros ojos, sobre todo después del golpe de estado del general Massu en mayo de 1958, sino porque nuestra postura política abiertamente rupturista, por muy modesta que fuera nuestra contribución al cambio, no iba a pasar inadvertida entre los numerosos fascistas locales, agrupados desde la debacle golpista de 1961 en la célebre OAS, de triste recuerdo entre los argelinos de a pie.
En sus últimos meses de vida, las pesadillas constantes de Joanot, que habían empezado a remitir tras su traslado al norte de Africa, regresaron con nuevos bríos para atormentarle durante el resto de su vida. Las continuas explosiones, los tiroteos indiscriminados, los atentados masivos a civiles indefensos por parte de ambos bandos y los ajustes de cuentas dentro de cada bando no conformaban el escenario mas adecuado para calmar sus temores ni para que nadie en particular pudiera sentirse seguro en su propio pellejo, yo el que menos. Durante un breve espacio de tiempo, allá por 1960, valoramos la posibilidad de traspasar la tienda, ahora que aún era posible, y emigrar a Francia o a cualquier otro país europeo democrático, pero el miedo a ser descubiertos e identificados por los servicios de inteligencia españoles, y a ser extraditados mas tarde, nos decidió a resistir el chaparrón a toda costa. Ambos sabíamos que aquella guerra absurda terminaría algún día con el triunfo lógico del pueblo argelino en armas, y para entonces estaríamos por fin seguros para siempre en una Argelia socialista e independiente. Ese era nuestro sueño en ese momento, un sueño, que, como tantos otros en el pasado, no se había de cumplir.
El día de su muerte, en febrero de 1962, durante una de las oleadas de atentados mas salvajes de la guerra de Argelia, Joanot se había levantado ufano y relajado por primera vez en muchos meses: no había tenido pesadillas esa noche, sino que, por el contrario, había disfrutado de un sueño enternecedor en el que aparecíamos ambos, mucho mas jóvenes que en nuestra etapa argelina, haciendo el amor en una playa solitaria de Alicante. Buen presagio, me aseguró con una sonrisa angelical en los labios.
Cuando, como cada mañana desde hacía casi un lustro, salimos a la calle después de desayunar y nos dirigíamos a abrir nuestro pequeño negocio de fotografía, al pasar por delante de la Catedral se quedó de pronto paralizado mirando al frente, con los ojos vidriosos y abiertos como platos y temblando de pavor, mientras susurraba incrédulo: "¡Son ellos, son ellos!¡los chicos de la playa!…¿no les ves?…y dicen que han venido a buscarme". Yo le contesté al instante que allí no había nadie que respondiera a esa descripción, pero él insistió en que allí lejos estaban "los dos hermanos falangistas" y que le sonreían desde lejos haciéndole señales para que se acercara a donde estaban ellos. Yo, asustado por su falta de juicio, intenté detenerle agarrándole con fuerza del brazo, pero él, con la vista puesta en el horizonte y una sonrisa bobalicona en la cara, consiguió zafarse a empellones de mi abrazo y se encaminó a grandes zancadas hacia la fuente de sus desvelos metafísicos. No llegó a dar ni diez pasos, porque desde un descapotable que se acercaba a toda velocidad en dirección contraria por la avenida, un grupo de civiles de aspecto europeo y armados hasta los dientes dispararon una ráfaga de ametralladora hacia la variopinta mezcolanza de gentes que pasaban por allí en ese momento. Yo me tiré al suelo nada mas escuchar el primer disparo, pero Joanot no tuvo esa suerte y resultó alcanzado en la cabeza por un disparo fatal que le reventó el lóbulo frontal del cerebro. Nunca he llorado mas en la vida que en aquel momento, ni me he sentido mas impotente y desarmado ante un crimen fascista que en ese trágico día de invierno.
Mi existencia posterior sin Joanot no puede calificarse realmente de vida. Me faltaba el aire. El amor de mi vida, aquel por quien yo tanto había luchado y cometido tantos actos reprobables con tal de proteger nuestro amor del acoso externo, ya no estaba allí. El mal había vencido al bien, y yo no podía hacer nada al respecto. Sufrí una crisis existencial profunda; traspasé la tienda a un comerciante árabe y me trasladé a Argel, dispuesto a empezar de nuevo desde cero, pero sin ninguna ilusión en particular, al contrario que a nuestra llegada a Argelia cuatro años antes, cuando la vida parecía sonreírnos y la suerte estar de nuestro lado.
Nada mas llegar a la “cité blanche”, fui testigo del éxodo masivo de los colonos franceses, mas de un millón cien mil en total, hacia Francia y España; no negaré que sentí una enorme pena por su partida, a pesar del lamentable comportamiento de algunos de ellos durante el conflicto civil. Como Joanot, ellos eran una parte de la antigua y agonizante Argelia que ahora se perdía en la nada para siempre. Uno de los pocos que se quedó fue un apuesto chaval de origen alsaciano llamado Francois Ronsard, que contaba tan solo 19 años y estudiaba leyes en la Universidad de Argel. Su firme compromiso con los derechos inalienables del pueblo argelino y con el socialismo real, y su amor sin dobleces a la tierra argelina que le vio nacer le convencieron de la necesidad de quedarse en la tierra adoptiva de sus antepasados y colaborar en la reconstrucción del joven país en su nueva encarnación postcolonial.
Tras mi traslado definitivo a Argel decidí comprar un nuevo y luminoso local en el elegante Boulevard del Che Guevara, situado en la barriada de Front de mer, y me apunté a clases de árabe argelino en la Universidad para integrarme de modo mas completo en el nuevo Estado de cultura arabo-bereber surgido de las cenizas de la extinta colonia francesa. Allí coincidí por primera vez con Francois, que sentía mi mismo anhelo de integrarse en el crisol de la argelinidad, si bien el francés se ha seguido hablando como segunda, y, en muchos casos primera lengua por parte de una gran cantidad de argelinos. Francois me acompaña en esta aventura vital desde 1963, durante muchos años trabajando de manera abnegada como dependiente y ayudante de fotografía en la tienda que regentábamos en Argel. Pero, por encima de todo, le considero mi amigo, mi pareja y mi confidente. La realidad, cruel como una madrastra, quiso jugarme en mi madurez una mala pasada, y, justo cuando me sentía un argelino completo de pleno derecho, estalló de nuevo una fratricida contienda civil, en la que la violencia sectaria alcanzo cotas elevadísimas. La verdadera razón de nuestra partida fue otra: debido a nuestra condición de “europeos” en un país de mayoría absoluta árabe-bereber y a una tendencia sexual que no levantó una sola ceja a lo largo de 30 años de laicismo gubernativo, pero que ahora, con el resurgir de la religión entendida como arma de combate arrojadiza, nos situaba en el punto de mira de elementos incontrolables de ideas estancadas, nada que ver con esa otra cara del Islam tolerante y de rostro humano representado por las numerosas cofradías sufíes, que serían duramente castigadas por el terrorismo en los años 90. Este imponderable del destino me obligó, a mis 70 años, a tomar de nuevo, por segunda vez en mi vida, el camino del exilio en 1992, esta vez en dirección a París, y, como siempre, acompañado de mi fiel Francois. El ha sido la luz de mi vida durante este último medio siglo de altos y bajos en mi rocambolesca biografía.
En los años 90, ya instalado de modo definitivo en Europa, quise saber de tu paradero y del de tu primo Carlos, el hijo de mi gran amor, y alquilé los servicios de un destacado detective especializado en este tipo de asuntos para investigar tu existencia. Me quedé horrorizado al enterarme de que tu madre biológica había sido obligada por su familia a refugiarse en la finca de Pozoblanco con tu tía Pilar, que hizo creer a todo el personal de la finca que era ella la que estaba encinta, mientras a tu verdadera madre no se la permitió en todo este tiempo salir de su habitación. Un viejo trabajador de la estancia me aseguró en confianza que siempre se había rumoreado que tu eras hijo de Doña Marta en lugar de serlo de Doña Pilar, y a día de hoy yo puedo confirmar este punto con un cien por cien de garantía de veracidad. Tu familia te ha mantenido engañado durante largos años, si bien ignoro si en su lecho de muerte alguna de esas dos arpías te llegó a confesar la verdad. Lo único que importó siempre a esa gentuza que te crió fueron las apariencias. Reconozco que no siento el menor aprecio por ningún miembro del clan Pizarro, y lamento haber contribuido con mi semen a prolongar su existencia en el tiempo, pero al menos me alegro de que tu no hayas salido a tu familia materna, sino a tu padre biológico…¿sabes a lo que me refiero?.
¿Crees acaso que no estoy enterado de la "relación especial" que te une desde siempre a tu primo Carlos?, ¿que no estoy al tanto de la forma en que engañabais sin piedad a vuestras respectivas esposas, como hicimos antes vuestros dos progenitores, hasta el día en que ambas se decidieron, hartas de ser cconsideradas un segundo plato, a pedir el divorcio alegando ese tan socorrido eufemismo de la "crueldad mental"? Estoy seguro de que el amor que sentís el uno por el otro es digno heredero del que vuestros padres respectivos sintieron latir en su pecho hace ya muchas décadas, e igual de hermoso. ¿Recuerdas aquellas noches de pasión en alta mar cuando hacíais el amor en la cubierta de aquel velero tuyo, mientras deambulabais sin rumbo fijo a través de las cristalinas aguas de las calas menorquinas? Yo sí, porque siempre estuve allí, sin ser advertido, en cualquier lugar donde cualquiera de vosotros dos os encontrarais, feliz de saber que os habíais convertido en dos ciudadanos de probada solvencia económica y moral. Joanot también estaría orgulloso de vosotros dos, y sonreiría para sus adentros al saber que la misma chispa divina que encendió la hoguera de nuestro amor se prolongó en una segunda oportunidad en la figura de nuestra involuntaria descendencia.
No me juzgues como el padre inexistente que he sido, ni como el militante marxista que tomó tantas decisiones viscerales en su vida, unas equivocadas, otras tal vez no, sino ante todo como un ser humano que luchó en todo momento y lugar por defender la historia de amor en la que creía, por encima de cualquier otra consideración ética o moral.
Gracias por llegar hasta aquí, querido hijo desconocido. Sigues sin tener un padre, pero al menos tienes una respuesta a tus dudas existenciales arrastradas desde la mas tierna infancia. Tal vez no es la que tu hubieras querido escuchar, lo sé, pero la vida es así de injusta, y créeme si te digo que tampoco es la que hubiera deseado contar yo.
Tempus fugit, hijo mío. Soy muy viejo y no duraré mucho en este mundo, pero al menos con este manantial de palabras he conseguido poner en orden mi espíritu antes del tránsito...¿hacia la nada?, o tal vez hacia los brazos acogedores de mi amado Joanot, quien sabe.
Gracias por tu atención una vez mas.
Au revoir, Monsieur Morales. Hasta siempre, mon fils.
FIN