Las bodas de la intolerancia (cap. 3)
Los hermanos Morales inician una nueva vida en Madrid, donde instalan un céntrico negocio que funciona de maravilla. Un día reciben la orden de seducir a las hijas de un conocido sicario del Régimen, el comisario Pizarro, un hombre cruel y sanguinario a quien deberán sonsacar ciertas informaciones.
Tres, eran tres
las hijas de Elena.
Tres, eran tres
…y ninguna era buena.
(chascarrillo popular español)
Joanot y yo fuimos muy felices como pareja en la clandestinidad durante muchos años, sin que nadie pudiera sospechar ni remotamente de los vínculos amorosos que unían a dos hermanos tan bien avenidos como nosotros. Puesto que éramos fieles el uno al otro (mas allá de nuestras esporádicas aventuras con mujeres de cara a la galería) y no teníamos necesidad alguna de buscar a nadie fuera de nuestra relación, nunca llegamos a ser fichados como homosexuales por la temible policía franquista, que, en aplicación de la flexible interpretación de la centenaria ley de "vagos y maleantes" permitía condenar a los homosexuales, por actividades supuestamente "contra natura", a largos períodos de cárcel, y, lo que era peor, a humillantes actividades de re-educación en auténticos campos de concentración situados en las provincias de Huelva y Badajoz. Nosotros teníamos claro que debíamos hacer todo lo posible, hasta lo imposible incluso, para no ser pillados por nadie jamás, y, de ser así, neutralizar por cualquier medio, legal o ilegal, al posible delator.
No obstante, Joanot no terminaba de superar las crisis depresivas que le producían sus frecuentes pesadillas relacionadas con el doble crimen de Alicante. Según narraba de forma vívida, los espectros de los dos asesinados, pero con mas frecuencia el del hermano mas joven, a quien él había usurpado la identidad en un inteligente ejercicio de apropiación de un bien no tangible, le recriminaban a viva voz su sangrienta actuación durante la noche de autos y haber segado sus jóvenes vidas antes del momento cósmicamente designado para ello. Yo intentaba consolarle recordándole que él no había efectuado un sólo disparo, y que su único delito había sido el de colaborador necesario en la tarea de ocultación de los cuerpos, pero esa explicación racionalista no calmaba su sed de absoluto, pues en tu tío Carlos había un creyente en potencia buscando expresarse a través del misticismo de los sueños.
Con los años, sus recurrentes pesadillas le llevaron a sufrir de crecientes períodos de insomnio, y a padecer frecuentes migrañas para las que no encontraba remedio posible. Cuando el sentimiento de culpa se le hacía insostenible acudía con su mujer a la popular iglesia madrileña de Jesús de Medinaceli, donde las masas incultas de la España profunda veneran una talla del fundador de su religión, y en algún caso hasta rezaba de rodillas pidiendo perdón por su participación en un crimen tan horrendo. Yo temía que, llevado por sus miedos irracionales y sus terrores nocturnos, estuviese abandonando la ideología comunista que compartíamos desde la adolescencia y bajara la guardia hasta niveles inaceptables para un marxista auténtico. El me aseguró hasta el final que seguía profesando la misma fe leninista de veinte años atrás en la promoción de la justicia social y en la incautación por parte del Estado de los medios de producción, pero que su moral no le permitía participar en crímenes a personas inocentes.
Intentar convencerle de que aquellos dos fanfarrones de la playa no eran dos angelitos precisamente y que su objetivo claro era llevarnos a las autoridades acusándonos de "escándalo público", no servía de nada. El contraatacaba argumentando que aquellos dos jóvenes iban desarmados y les habíamos disparado a traición y por la espalda mientras huían, algo indigno de un verdadero proletario, decía. En su piadosa ingenuidad no parecía darse cuenta de que si alguno de ellos nos hubiera reconocido en ese momento, o incluso tiempo después de los hechos, y eso no era imposible en una ciudad de pequeñas dimensiones como la Alicante de 1945, podríamos habernos metido en problemas muy serios, porque la palabra de un falangista valía diez veces mas en un juicio público que la de un ciudadano de a pie, no digamos ya la de un antiguo combatiente republicano, como era mi caso.
Volviendo al decisivo año de 1955, el Partido nos había encomendado, por fin, una misión importante en la que debíamos ofrendar lo mejor de nosotros mismos y cerrar filas en torno a nuestros compañeros de militancia, después de todo lo que ellos habían hecho para proteger nuestro anonimato durante estos largos años de relativa tranquilidad en Madrid. El precio a pagar era enorme, pues los mandos dirigentes, desconocedores y, en todo caso, indiferentes a nuestra condición sexual, nos pedían el notable sacrificio personal de seducir a unas auténticas desconocidas y, llegado el caso, por el bien de la colectividad, incluso llegar a contraer matrimonio con ellas para conseguir un mayor acercamiento al padre de las hermanas Pizarro, que era el verdadero objetivo de este ambicioso plan de contraespionaje a escala local.
El comisario Pizarro era uno de los principales encargados de la represión política y social en el Madrid de los años 50. Desde su siniestro despacho en la Dirección General de Seguridad de la Puerta del Sol dirigía las operaciones de tortura, vejaciones e incluso desaparición física en el peor de los casos de los detenidos que obraban en su poder. Su crueldad y ensañamiento con los detenidos eran extremos, y pocos resistían sin "cantar", esto es, delatar a sus camaradas de militancia después de una sesión de sadismo extremo en los tristemente célebres calabozos situados en los sótanos de la temible DGS.
Con frecuencia se ha juzgado mi trayectoria política bajo un prisma muy negativo, por parte de "demócratas de toda la vida" y "transicioneros" de variado pelaje que, en realidad, se dedicaron a vivir la buena vida durante el franquismo sin arriesgar ni una pestaña por la libertad de España, sin valorar que yo, y muchos otros de mi cuerda, nos jugábamos la vida a cada instante sin pedir nada a cambio, poniendo a prueba nuestra libertad, la profesión elegida, y, en casos extremos como el mío, incluso perdiendo el derecho básico a elegir a la persona con la que compartir vida y amores. Sé que alguno dirá que casarse con una mujer joven y guapa no parece un sacrificio demasiado grande, pero me gustaría ver en mi pellejo a un hombre heterosexual típico siendo obligado por la sociedad a casarse con otro hombre, por muy guapo y maravilloso que fuera, y tener que relegar a su verdadera novia al infame papelón de "amiga del alma", y hasta buscar cualquier pretexto absurdo para poder compartir tiempo juntos sin que tu cónyuge sospeche nada. Entonces tal vez se entienda mejor mi interés en que los expertos en falsificación de datos del PCE del interior nos otorgaran a Carlos y a mí una identidad fuera de toda sospecha que nos permitiera convivir como la pareja que éramos sin convertirnos en piedra de escándalo.
Pero estoy divagando de nuevo, querido desconocido, sin entrar en el meollo del asunto, el que da título a estos recuerdos actualizados. Si he decidido llamarlos Las bodas de la intolerancia y no de otra manera es debido a que, al unirnos en santo matrimonio, por entonces indisoluble a todos los efectos, a las hijas de un torturador de la dictadura, emparentábamos con un clan de extrema derecha al que íbamos a donar, quisiéramos o no, nuestro material genético en forma de los futuros hijos habidos de esas uniones, estas sí, verdaderamente contra natura. Porque no es sólo que un hombre homosexual como yo, obligado a casarse con una señorita cualquiera, sea incapaz de tomarse ese vínculo en serio, es que además había que soportar a toda la parentela política, que en este caso se las traía, durante los 365 días del año. Yo siempre tuve claro que, al tratarse de una operación de alto riesgo, se trataba de un "trabajo temporal" y que, en cuanto el Partido nos indicara que la labor de campo con nuestro suegro había finalizado, también lo harían nuestros respectivos matrimonios.
Suena duro decir esto cuando por parte de nuestras esposas, con toda seguridad, existía un afecto sincero y una atracción física evidente (que no recíproca, aunque se hacía lo que se podía) y, en el caso de Carlos, un niño pequeño recién llegado a este mundo, pero repito que nosotros nos lo planteamos como un trabajo mas, y de los mas peligrosos que yo haya llevado a cabo nunca, por cierto.
El cortejo de Pilar y Elena se orquestó en reuniones clandestinas con el coordinador del proyecto por parte del PCE, y a mí me fue asignada Pilar por ser la mas timorata de las tres, y, por tanto, la mas manejable y la que menos chocaría en principio con mi fuerte caracter; Elena, al ser mucho mas lanzada y directa que su hermana, resultaba ideal para emparejarla con Carlos, que poseía un carácter mucho mas templado y acomodaticio que el mío. Debo decir que la "Operación Pizarro" fue un éxito rotundo desde el principio, aunque con matices: yo nunca me sentí ligado en lo mas mínimo a mi esposa, una beata insufrible, y estaba deseando mandarla a tomar vientos lo antes posible, poniendo al mal tiempo buena cara mientras tanto, en tanto que Carlos y Elena sí consiguieron mantener la apariencia externa de un matrimonio auténtico. Uno en el que sus bases estaban completamente deformadas, y se basaba en el adulterio homosexual de un miembro de la pareja, una posibilidad que las ignorantes amas de casa de los años 50 no podían siquiera imaginar que pudiese ocurrir; y menos aún a ellas, mujeres guapas, educadas, bien relacionadas y con cierto don de gentes.
Siguiendo un guión previo, comenzamos a salir con ellas en octubre de 1955, al principio los cuatro juntos, mas adelante por parejitas. A mí me sorprendía que unas chicas tan atractivas y locuaces no tuvieran novio, o "pretendiente", como se decía entonces, pero Pilar siempre decía que sus padres eran muy taxativos en este tema y no admitían a cualquier "tuercebotas" como futuro yerno. Estos tenían que cumplir unos parámetros muy estrictos: ser católicos practicantes, de derechas de toda la vida, ganarse la vida holgadamente y estar conectados con lo mejorcito de la sociedad madrileña. Excepto en nuestra capacidad de "conexión" social, que yo definiría mas bien como afán trepador de esta familia, en el resto de los apartados cumplíamos con creces los baremos previstos. Mas de una vez tuve que tragarme mi inamovible ateísmo y pasar por taquilla en las iglesias favoritas de estas mozas, y ahora me viene a la mente una muy lúgubre que estaba dedicada a San Nicolás cerca de la Plaza Mayor, y si había que comulgar se retrataba uno como mejor podía, y ya estaba. Me pasé años desfilando por las iglesias mas pintureras de Madrid con mi mujercita y mis cuñadas, desfilando cada domingo y fiesta de guardar entre cirios, velones y reliquias de santurrones varios. Y pasé la prueba con nota, incluyendo las confesiones mas disparatadas a un cura obeso y sonrosado, muy del gusto del nacional-catolicismo imperante en los 50, a quien en otros tiempos hubiera estrangulado con mis propias manos de habérmelo cruzado por el camino.
Nuestros responsables políticos insistieron desde muy pronto en que agilizáramos los plazos del noviazgo, un largo período de años por lo común en aquel entonces, y que solía ser un período bastante estéril en el que no llegabas a conocer realmente a tu pareja, puesto que no existía ni el menor atisbo de convivencia previa, sexo premarital o proyecto en común mínimamente creíble. Y a la organización a la que yo pertenecía no le servía de nada todas esas "chuminadas" de hacer manitas, meterlas mano en el escote, si es que se dejaban, y, en el nada frecuente supuesto de dar con una descarriada, que te pajearan en la última fila del cine armando un ruido del copón con la infalible pulsera de monedas doradas tintineantes. Por tanto, la orden fue agilizar la relación, hacerle ver a esas dos pánfilas que tanto Carlos como yo éramos dos hombres hechos y derechos, con abundantes recursos económicos propios y un cierto prestigio profesional ganado a pulso, y que a nuestra edad estábamos deseando probar las mieles del matrimonio y de la paternidad responsable (un término todavía no inventado en aquella época). Y la empresa resultó mas fácil de lo previsto, porque aquellas dos gazmoñas integrales estaban deseando encontrar un hombre para casarse, y pasar a depender de un padre tiránico a un marido del que, en el mejor de los casos, se desconocían sus intenciones futuras.
La doble boda se celebró un soleado sábado de mayo de 1956 en la madrileña Iglesia de San Fermín de los Navarros, y estuvo invitado el todo Madrid de medio pelo y mucho "quiero y no puedo", como se decía entonces en España. Los cuatro posamos en las fotos oficiales para la posteridad muy guapetones y con unas sonrisas superlativas, que no se correspondían al drama interior que estaba sucediendo fuera del radar de los allí presentes. En los años 50 al novio formal de una chica cualquiera no se le permitía ni por asomo que entrara en casa de los padres de ella, ni mucho menos era recibido en su propio hogar por su futuro suegro, con el que no existía ningún tipo de relación directa hasta el mismo día de la boda, en la mayor parte de los casos. En nuestro caso ocurrió también así, por lo que el verdadero plan de espionaje masivo empezó entonces, cuando pasamos a formar parte de la familia de ese hijo de la gran puta, nos colamos por derecho en el salón de su casa y nos ganamos la confianza de ese mafioso de tres al cuarto. Sabíamos que él había realizado algunas discretas averiguaciones acerca de nuestro pasado (mas bien el de Rafael y Carlos, nuestros sosias del momento) sin encontrar nada particularmente relevante, pues de lo contrario no hubiera permitido que le "robáramos" a sus dos tesoros.
Para que te hagas una idea de su línea de pensamiento político y de su excelsa humanidad, aquel personajillo, a quien yo odiaba con todas mis ganas aunque fingía una adhesión monolítica hacia su persona, te comentaré que tu abuelo materno tenía por costumbre en los días de mas "acción" en comisaría desayunar callos a la madrileña, que le sentaban como un tiro debido a una úlcera de duodeno que padecía desde hacía tiempo, para regurgitar después la comida y vomitarla sobre la cara de los sorprendidos torturados, a quienes vejaba de todas las maneras posibles. Su fascismo era muy primario, como todo él, una asquerosa bola de grasa calva fumapuros, indigno de los bellezones de hijas que escondía en su guarida. Por todo ello, intentar ganarse la confianza de este monstruo resultó ser una de las tareas mas complicadas de llevar a cabo, especialmente porque su caracter adusto y altanero no permitía de antemano demasiadas confianzas.
Durante meses, a la vuelta de nuestra luna de miel a cuatro bandas en las islas Canarias, nos entregamos a la labor de ganarnos su estima, con la esperanza fútil de que compartiera con alguno de sus dos yernos sus inquietudes personales, que no eran muchas, dicho sea de paso. Fanático del Real Madrid y de la figura del dictador, decidimos dividir nuestras querencias, y mientras a mí se me asignó el papel de franquista acérrimo y falangista de primera hora, Carlos asumió el de seguidor incondicional, "forofo", como se decía en la España de entonces, del equipo merengue, que vivía horas de gloria en ese momento histórico tras haber ganado ese mismo año su primera Copa de Europa en el Parque de los Príncipes de París, gracias a figuras de relumbrón como Alfredo di Stéfano, Kopa, Zárraga o Marquitos. Ni escuchar en contenido silencio los repulsivos discursos del General Queipo de Llano en los discos de acetato que conservaba como oro en paño, ni acompañarle con relativa frecuencia al palco del Bernabéu en el que se reunía con otros siniestros personajes de su misma calaña fue suficiente para que Pizarro nos comentara en privado ninguna información reseñable que pudiera ayudarnos a salvar a camaradas nuestros de caer en sus garras. Todo era inútil.
El gran problema que padecía el PCE en esos duros años de clandestinidad consistía en que su infraestructura interna, que legó a ser muy poderosa a mediados de los años 40, coincidiendo con el aislamiento internacional del régimen y la expansión de la lucha guerrillera en las zonas montañosas, era desarticulada de manera brutal cada cierto tiempo debido a delaciones de elementos infiltrados por la eficaz policía franquista, que conseguía destruir en una sola redada masiva la labor de años de esfuerzo colectivo, poniendo además en juego la vida y la libertad de cientos de personas en todo el territorio español. Por tanto, nuestro único objetivo consistía en identificar y aislar a esos impresentables, y, para ello, nada mejor que sonsacarle la información a uno de los máximos responsables de la represión organizada: el comisario Pizarro. Algo fácil de teorizar pero imposible de conseguir en la práctica por medios convencionales.
Nuestra labor de zapa, sin embargo, dio frutos en un sentido mas limitado. Descubrimos que nuestro suegro guardaba de modo mecánico una ristra de papeles con una periodicidad semanal en la caja fuerte de su despacho, un hecho del que yo mismo fui testigo en alguna ocasión. Al parecer se trataba de informes policiales de alta confidencialidad en los que se recogían los últimos reportes de sus chivatos profesionales, muchas veces desgraciados muertos de hambre procedentes del mundo del hampa a los que se prometía recompensas en metálico o la completa destrucción de su expediente policial en caso de colaborar en tan odiosa tarea. Así, muchos de aquellos traidores aceptaban introducirse en las redes de la clandestinidad, y acababan atrapados en ese doble juego, muchas veces mortal. Y si bien los nombres de estos delatores aparecían bajo seudónimo para no poner en riesgo su seguridad personal en caso de pérdida o robo, los preciados informes podían ofrecer pistas precisas a los miembros de mi partido para identificar a estas "manzanas podridas" y tomar las medidas pertinentes para apartarlas del medio, de modo expeditivo por lo general.
Averiguar la combinación secreta de la caja fuerte se convirtió en la marcada obsesión de los hermanos Morales durante los últimos meses de 1956. En nuestro laboratorio fotográfico de la calle Fuencarral teníamos dispuestas desde hace meses las cámaras especiales que debían microfilmar los documentos sin que quedase constancia de su manipulación a ojos de nuestro suegro, pero la ocasión de hacerlo no llegaba. Los únicos comentarios valiosos que dejaba caer Pizarro durante las copiosas comidas familiares que cada domingo tenían lugar en su piso de la calle Cruz Verde eran nimiedades del tipo:
- Ya ha caído otro pez gordo de esos rojos indecentes en nuestro poder...esos miserables no saben que conocemos cada uno de sus movimientos mucho antes de que esa furcia de la Pasionaria tenga noticias de sus "muchachos" en Moscú.
Cada vez que escuchaba uno de esos chascarrillos sentía un nudo en la garganta que me impedía tragar el alimento, lo que aprovechaba para mirar discretamente en dirección a mi "hermano" Carlos, como apremiándole para que buscásemos una pronta solución a este rompecabezas. Teníamos la información casi delante de nuestras narices, pero no podíamos acceder a ella de ninguna manera. ¿O tal vez sí?…
Como pudimos comprobar aquellas primeras Navidades en familia, la única debilidad conocida de D. Basilio Pizarro, aparte de los copazos domingueros de Soberano, que no conseguían nublar su entendimiento en modo alguno, era su hija menor, Marta, una preciosa morenaza de 22 años con un cuerpo sensual y unas maneras provocativas que no tenían nada que ver con el comportamiento ursulino de sus dos hermanas mayores. Mientras que estas últimas no habían trabajado en su vida, y se habían dedicado hasta el día de su boda a sus labores domésticas y a tareas mundanas de caridad, Marta se había empeñado desde muy joven en ganarse el pan de cada día, algo no muy bien visto en el conservador ambiente familiar, encontrando trabajo como dependienta de una joyería de lujo en la cercana Gran Vía, considerada en la época como la "milla de oro" del comercio capitalino.
El día de Reyes de 1957 pudimos comprobar que el regalo de Pizarro a su hija menor, una valiosa gargantilla de oro, adquirida en secreto en la tienda en la que ella prestaba sus servicios, y de la que al parecer Marta llevaba encaprichada mucho tiempo, produjo, en los días sucesivos, una marea de cierto malestar entre nuestras respectivas esposas, que se sintieron discriminadas con regalos de menor enjundia, y que se sentían ninguneadas por su padre desde siempre, en favor de su glamourosa hermana menor. Estas leves disensiones internas, aumentadas por la ojeriza que parecía sentir Doña Elena, la matriarca del clan, hacia su tercera hija, por lo que consideraba excesivos gestos de coquetería y falta de pudor en público, nos condujeron a planear una acción en principio descabellada, pero que conoció el éxito de inmediato.
Aprovechando que Pilar había perdido el hijo que esperábamos en abril de aquel año, y que los médicos le habían aconsejado reposo absoluto si deseaba volver a quedarse embarazada en un futuro, conseguimos convencer a su hermana Elena para que se marchara con ella en unas vacaciones de tres semanas a la finca familiar sita en Pozoblanco (Córdoba) donde podría recuperarse en relativa calma de tan lamentable pérdida. De este modo teníamos pista libre para intentar seducir a nuestra cuñada, que no tenía novio conocido, y convencerla para que se uniera a nuestro equipo; el plan no dejaba de ser arriesgado, y podía convertirse en un auténtico desastre si ella se negaba o denunciaba nuestros avances a sus hermanas, pero, tras un estudio pormenorizado de su personalidad y gustos dedujimos que era una presa relativamente fácil de llevar al huerto. Echamos a suertes cual de los dos sería el encargado de trajinársela, y decidimos que una mujer como Marta se sentiría mas atraída en principio por lo que hoy en día se llamaría un "macho alfa" como yo, mas que por una personalidad mas aplomada como la de Carlos, si bien de físico andábamos bastante parejos.
La oportunidad de oro llegó a finales de mayo, aprovechando la ausencia de nuestras esposas, cuando, con la excusa de comprarle a Pilar unos pendientes de oro de ley por nuestro primer aniversario de casados, acudí a la céntrica joyería que regentaba Marta, y, tras abonar en efectivo el precio del regalo, le propuse un plan que sabía no podría rechazar: acudir conmigo al día siguiente al cercano cine Rialto a ver "El último cuplé", la película de Sarita Montiel que estaba causando verdadero furor desde su estreno oficial escasas semanas atrás; tal era el punto de locura colectiva por ver esta mediocre peliculilla musical que las colas para adquirir los billetes en taquilla daban varias vueltas a la manzana, y muchos de aquellos pacientes espectadores que esperaban en fila india se iban relevando cada pocas horas con tal de alcanzar el anhelado sueño de poder ver a la manchega universal entonar, con su voz personalísima, la célebre estrofa "Fumando espero, al hombre que mas quiero", que la haría mundialmente famosa. Conseguir las entradas podía considerarse casi una acción de guerra, pero mereció la pena con creces. Su reacción entusiasta no dejó lugar a dudas del acierto del maquiavélico plan, e, incluso, en un impulso irrefrenable, se lanzó a mis brazos emocionada y con los ojos brillando de emoción, hasta que la presencia en el mostrador principal de su jefe directo, la hizo reconsiderar su postura, y mostrar su agradecimiento de manera mas formal.
Aquella fue la primera de varias citas clandestinas con mi cuñada, que se sucedieron de manera vertiginosa en los meses siguientes, hasta que, durante una salida nocturna a Pasapoga nos besamos en los labios, y nos juramos amor eterno, un sentimiento que en mi caso, como es evidente, brillaba por su ausencia. Esta situación era muy peligrosa, pues si algún conocido reportaba a mi suegro mi presencia en ciertos garitos madrileños en compañía de otra mujer distinta a la legítima seguramente sería llamado al orden de inmediato, pero si por un casual descubría que esa mujer era su hija menor y mi propia cuñada, la situación podía catalogarse ya de catastrófica. En aquellos años una mujer decente no podía acudir sola a ciertos antros, y la regla de oro para una joven soltera pasaba por regresar a su casa, cual Cenicienta de barriada, a las diez en punto de la noche, hora en que se cerraban con llave los portales de las fincas. Si alguna valiente osaba saltarse esas convenciones sociales era tildada al momento de "puta" y de "perdida" por sus propios convecinos, y su reputación resultaba dolorosamente lastimada de por vida. Esa fue la razón por la que, una vez la tuve en el bote, conseguí convencerla de sustituir las arriesgadas salidas nocturnas por las mas placenteras "entradas" de mi miembro viril en su húmeda vagina. Ella aceptó encantada la sugestión de convertirse en la querida de su propio cuñado, y de traicionar de manera vil a su hermana mayor, e incluso convinimos los días y las horas de nuestros encuentros furtivos.
El "picadero" en sí no podía ser mas discreto. Años atrás, cuando estuvimos buscando un local donde instalar nuestro negocio de fotografía, tuvimos buen cuidado de elegir uno que cumpliera ciertos requisitos básicos innegociables: además de contar con una amplia fachada en chaflán con grandes cristaleras y estar situado en una ubicación conveniente, debía asentarse en la acera mas comercial de la calle, y, punto importante, debía contar con una entrada de servicio que diese a la escalera principal del edificio, para recibir de forma discreta supuestos pedidos de "proveedores", que en realidad camuflaban la presencia de mandos políticos de la formación comunista en la que militábamos en secreto, y, no menos importante, debía servir como vía de escape segura en caso de peligro inminente.
En la trastienda, justo detrás de donde se encontraba el laboratorio de revelado fotográfico en permanente estado de penumbra, habíamos construido una habitación semisecreta dotada con un pequeño aseo, un armario de dos cuerpos, un par de sillas de madera, dos camas individuales y una simple mesilla con una lámpara decorativa entre medias. Concebida en teoría como lugar de reposo en el que dormir una rápida siestecilla las tardes en que no deseábamos o podíamos comer en casa, en realidad el motivo último (y yo diría único) de su existencia era contar con un refugio seguro en el que Joanot y yo pudiéramos dar rienda suelta a nuestra volcánica pasión sin miradas indiscretas de por medio, ahora que habíamos perdido la posibilidad de vivir juntos, tras mas de diez años de vida en común. Este fue el lugar elegido para satisfacer sexualmente a mi ardiente cuñada, una mujer inexperta pero deseosa de graduarse con nota en la materia, que se reveló muy pronto como una ninfómana incorregible, llegando incluso a practicar sin remilgos el entonces diabólico sexo anal.
Marta era una mujer despierta, yo no diría que especialmente inteligente, pero sí muy lista y espabilada para la vida, que en seguida supo sumar dos y dos y dar con el resultado correcto. Su primer indicio de que había algo que no cuadraba en mi persona fue una tarde, al principio de nuestra relación, en que estuvimos tomando un café en Zahara, en plena Gran Vía, y, al salir a la calle, me topé de frente con Vidal, un vecino de mi misma edad que vivía puerta con puerta de mi casa familiar de Alicante en los años 30. Por supuesto, nada mas reconocerme se acercó todo ufano a saludarme, llevándose el chasco de su vida cuando me zafé de su efusivo abrazo como pude y le hice ver que yo no tenía nada que ver con el Toni ése al que él se refería, e incluso, en un arrebato legalista, saqué mi cartera del bolsillo y le mostré mi carnet de identidad que me identificaba como Rafael Morales Delgado, nacido en Almagro, provincia de Ciudad Real, en 1923. Su cara de estupefacción e incredulidad no tenía precio, disculpándose de inmediato pero aún dubitativo, y haciendo hincapié en que éramos idénticos hasta en el timbre de voz, a lo que yo respondí, pretendiendo zanjar el asunto, que "la ciencia moderna asegura que todos tenemos un doble en algún lugar del mundo; nunca pensé que el mío quedara tan cerca de casa". Marta observó toda la escena en silencio y sin hacer comentario alguno, pero en su interior fue surgiendo un estado de sospecha creciente, si bien consideró mas prudente guardarse sus dudas para ella misma de momento.
Tras dos meses de intensos intercambios sexuales, que solían tener lugar a la hora de cierre del negocio, consideramos que Marta estaba ya tan enamorada y ciega a la verdad de nuestra relación que optamos por incluirla en nuestro organigrama de trabajo. Debo admitir que fue una decisión unilateral, no pactada con mi célula del Partido, que desconocía esta situación, y que posiblemente no la hubiera aceptado por inconsistente y potencialmente dañina.
La situación personal de mi cuñada era muy vulnerable, pues había perdido la virginidad antes de casarse, lo que limitaba de forma notable sus posibilidades de encontrar un "buen partido" el día de mañana, y, además, se encontraba en la humillante situación de tener que entrar y salir del estudio fotográfico por la puerta de servicio, exponiéndose a los cotilleos y críticas del exclusivo vecindario de la calle Fuencarral, una de las razones por las que yo estaba deseando terminar cuanto antes la relación que me unía a ella. En una memorable ocasión, apenas un par de minutos después de concluir un polvo bestial con ella se presentó mi mujer en la tienda, atendida a esas horas por Carlos, que estaba haciendo caja, y Marta tuvo que escabullirse a medio vestir por la puerta de acceso al edificio, como una vulgar ramera.
Como es lógico, ella insistía en que debíamos dar un paso adelante en nuestro romance de fábula y, puesto que la pasión devoradora que nos consumía debía estar por delante de todo, y, además, yo no había conseguido tener hijos aún con mi esposa, lo mas lógico era huir juntos y establecernos en otra ciudad, tal vez Barcelona o incluso París, y empezar una nueva vida juntos, cediéndole mi parte del negocio a Carlos. Yo le decía a todo que sí con la boca pequeña, intentando ganar tiempo, y, sobre todo, convencerla para que se uniera a la causa del pueblo, que era la mía propia. Para ello, un buen día la confesé en un tono melodramático y efectista que, con el ánimo de ganar una cantidad dinero con el que financiarnos la aventura, necesitaba vender ciertos documentos que su padre atesoraba en su caja fuerte. Ella escuchó con atención, se llevó las manos a la cabeza, declaró que eso era imposible porque su padre no compartía la combinación con nadie, y se echó a llorar en un rapto de impotencia, hasta que unos segundos después le vino a la mente, en un relámpago de intuición, que su padre le había hecho entrega años atrás a su madre del número secreto escrito en un papel doblado, por si era necesario abrir la caja en su ausencia, en una ocasión en que tuvo que ausentarse un par de semanas por motivos laborales. Creyó recordar que su madre había guardado el papel en el interior de un sobre lacrado que escondió a partir de entonces en un doble fondo secreto de su joyero. Mi sonrisa de satisfacción y agradecimiento inicial dio paso a una sensación de euforia, que concluyó poco después, como no podía ser de otra manera, con ambos cuerpos rodando por el suelo de la "habitación del pecado", el sancta-santorum de la carnalidad prohibida en nuestras vidas. Creo que fue allí y aquella noche en particular, querido hijo desconocido, cuando tu tía Marta y yo te concebimos, pues yo había evitado hasta entonces correrme en su vagina por todos los medios a mi alcance.
Porque sí, la triste verdad es que la mujer que tu has considerado como tu tía la solterona de buen ver era en realidad tu madre biológica, y la que se hizo pasar a lo largo de estos años por tu amante madre era en realidad tu tía, y, además, estéril, extremo éste confirmado por los médicos tras su segundo aborto consecutivo por esas mismas fechas.
(Continuará)