Las bodas de la intolerancia (Cap. 2)

Rubén se dispone a leer el manuscrito redactado por su padre. En él hace recuento de su primera juventud en Alicante, del impacto emocional que le causaba su amigo Joanot, y describe los orígenes de su pasión común por la fotografía y un trágico suceso que cambiará las vidas de ambos para siempre.

Querido hijo desconocido, te pido un esfuerzo de apertura mental, pues soy consciente de que los arcanos que voy a mostrarte a lo largo de estas memorias no son fáciles de metabolizar, por eso es preciso que liberes tu mente de prejuicios y de lugares comunes y prestes atención a las vivencias de este ser humano que cometió errores, sí, pero lo hizo llevado por una pasión suprema y prohibida por los poderes de este mundo, una pasión amorosa como pocas hayan germinado en el corazón de un hombre. A ella dediqué los años mas fructíferos y felices de mi existencia; nadie puede juzgarme por ello, ni siquiera tú.

Ante todo debo presentarme, pues ninguno de los nombres por los que me habrás conocido, Rafael Morales Delgado, antes, y José Luis Acero Rivas en la actualidad me pertenecen realmente. Yo nací en un pueblo cercano a Alicante llamado Mutxamel con el nombre de Antonio Caparrós Bellver, en 1921, mientras que tu tío Carlos se llamaba Joan Francesc Roig Martín, y había nacido en Elche en 1922, pero las familias de ambos se trasladaron a Alicante capital siendo nosotros unos críos. Nosotros dos siempre fuimos el Toni y el Joanot el uno para el otro durante toda la vida, y a menudo nos salían sin querer frases en valenciano cuando nos encontrábamos a solas, lejos del mundanal ruido, lo que por desgracia ocurría muy poco a menudo. Me imagino tu cara de sorpresa al descubrir que tu padre y tu tío no eran tales, sino dos enfebrecidos amantes nacidos en una época equivocada, pero dispuestos a todo con tal de sacar adelante esta pasión amorosa que nacía de lo mas profundo de nuestra alma. Y cuando digo todo, quiero decir exactamente eso, todo. Aunque en aquellos tiempos los jóvenes éramos muy ingenuos, ambos intuíamos desde muy jovencitos que la violenta atracción que nosotros sentíamos el uno por el otro iba a marcar nuestra vida en adelante.

El primer síntoma de que lo nuestro era mas que una simple amistad fue la angustia existencial que sintió tu tío Carlos (por mantener las formalidades mundanas y evitarte excesivos enredos mentales le llamaré a menudo así a lo largo de mi relato) el día que le comenté, a mis 17 años recién cumplidos, que el Gobierno de la República me llamaba a filas y, con toda probabilidad sería destinado a cubrir el temido frente del Ebro, donde se desarrollaba una violenta batalla que había de ser clave para el futuro inmediato de la golpeada República. Tuve el honor de pertenecer, por lo tanto, a la conocida como "Quinta del biberón", formada por adolescentes casi imberbes, pero dotados en muchos casos de un valor extraordinario y casi suicida en combate; en realidad éramos niños sin experiencia militar alguna, conducidos de manera inmisericorde por sanguinarios predicadores del odio al gran matadero patrio. Y no es que no deseáramos luchar, pues ambos éramos fervientes comunistas por aquel entonces, como casi todos nuestros compañeros de edad y circunstancias vitales, pero la idea de la separación se nos hacía especialmente cuesta arriba. No me avergüenza confesar que durante mi estancia en el frente de Miravet no hubo noche que no pensara en Carlos y, mientras que otros soldados escribían a sus novias en la retaguardia, yo lo hacía a mi mejor amigo. A nadie le extrañaba lo mas mínimo ni sospechaba de mis inclinaciones amorosas ya que siempre fui muy viril y lanzado con las chicas desde muy joven, y, por otra parte, a tan tierna edad yo aún no había gozado de los favores femeninos, como le ocurría también a buena parte de mis compañeros de promoción.

No exagero si digo que tu "tío" Carlos era el adolescente mas hermoso que yo hubiera visto jamás, con sus grandes y expresivos ojos garzos, sus armónicos rasgos enmarcados en un rostro angelical, y un pelo negro como azabache que llevaba a menudo engominado, siguiendo la costumbre de la época. Yo estaba loco por él, pero no me atrevía a ponerle la mano encima por si me rechazaba de manera violenta, pues el prejuicio hacia los de mi condición estaba muy extendido por entonces, incluso en personas que reprimían de forma consciente esos sentimientos tan hermosos. Y al parecer, según me confesó mas tarde, él tampoco se atrevía a decirme nada por el mismo motivo, algo difícil de entender en estos tiempos de inmediatez absoluta.

Nuestra común pasión por la fotografía había comenzado mucho antes, pues los respectivos padres de ambos habían montado a medias con el dinero de una herencia un pequeño cine de barrio en un barrio popular de Alicante. Y ni que decir tiene que por allí nos dejábamos caer de niños día sí, día también, para ver las ingenuas películas de vaqueros de Tom Mix, a los traviesos chavales de La Pandilla, escuchar las primeras canciones de una película sonora como "El desfile del amor" o admirar la historia de una peculiar amistad entre hombres, mas fuerte que la propia vida, en "Alas", una de las primeras películas de Gary Cooper.

Justo al lado de nuestro local estaba la tienda de D. Jesús, un antiguo fotógrafo ambulante que poseía una técnica depurada del revelado y que nos enseñó a Joanot y a mí los secretos del arte fotográfico sin cobrarnos nada a cambio, tan sólo la etérea promesa de que cuando él se jubilara nosotros nos haríamos cargo del negocio. A nuestros padres no les hacía mucha gracia el asunto, pues ellos preferían que estudiásemos una carrera, el sueño de todo padre burgués de la época, pero a nosotros sólo nos interesaban las placas de cristal y vidrio Kodachrome y Agfacolor de las rudimentarias cámaras fotográficas de aquel entonces, y el día mas feliz de nuestra juventud fue cuando llegó a España la famosa cámara de tecnología alemana Kine-exakta SLR de 35 mm., todo un avance en cuanto a calidad de imagen y revelado.

Nuestro mundo, que había sido tan feliz hasta entonces, se vino abajo con el fin de la guerra y el comienzo de un duro período de ajustes en nuestra vida. Primero fue el larguísimo período de servicio militar obligatorio para ambos, el mío en Extremadura y el suyo en el recóndito Sáhara español, y a la vuelta la triste realidad de una penuria generalizada, cortes de luz intermitentes a diario y una represión política incesante, todo ello enmarcado dentro de la megalomanía propia del inepto régimen fascista que nos desgobernaba por entonces. Fue por esa época, justo cuando nos disponíamos a heredar la pequeña tienda de fotografías de D. Jesús, cuando nuestros padres nos empezaron a presionar, de esa manera sutil pero insistente de los padres de los años cuarenta, para que nos echásemos una novia formal y nos centráramos en sacar adelante el negocio familiar, en lugar de optar por el idealismo utópico del salón de fotografía. Pero todo fue inútil por su parte porque estamos decididos a sacar adelante aquel modesto negocio, y además nuestros hermanos menores podían hacerse cargo con el tiempo del por entonces próspero negocio familiar.

Tu tío Carlos y yo, que teníamos justa fama de castigadores en Alicante, habíamos mantenido relaciones sexuales con mujeres, cada uno por separado y en muy distintas circunstancias, pero sentíamos que nos faltaba algo, algo imposible de definir o cuantificar, que una mujer no podía ofrecernos por muy hermosa que fuera. Habíamos tomado la costumbre tiempo atrás de acudir en verano a la playa de l'Albufereta o al por entonces solitario Cap de L'Horta, bien solos o con otros camaradas comunistas, para relajarnos y olvidarnos de la asfixiante atmósfera que nos rodeaba. Y fue una de aquellas tardes, a la hora en que el crepúsculo anuncia la majestuosa inmersión del sol en el horizonte, y teniendo como escenario un solitario pinar cercano a la llamada Cala de la Palmera, que Joanot y yo dimos rienda suelta a la pasión que llevábamos dentro. Fue una explosión incontrolable que nos llevó a rodar por el suelo de manera compulsiva, devorando nuestros respectivos miembros enhiestos con pasión arrolladora, y experimentando por primera vez en nuestras vidas las delicias prohibidas del sexo anal. La sensación de plenitud conseguida con aquellos primigenios orgasmos nos ayudó a sobrellevar las miserias de una vida provinciana sin grandes alicientes por delante. Y todo hubiera seguido igual que hasta entonces, y tal vez habríamos cubierto el expediente, como era de rigor en aquellos días, casándonos con dos buena chicas de Campello o de Sant Vicent del Raspeig si un acontecimiento extraordinario no hubiera alterado nuestras rutinas para siempre.

Resultó que una noche cualquiera de finales del verano, en concreto la del 10 de Septiembre de 1945, lo recuerdo cpmo si fuera hoy mismo, mi agrupación iba a efectuar una entrega de armas a la por entonces imparable guerrilla del maquis de la sierra de Gelada, procedentes de un desembarco ilegal financiado por el PCE en el exilio. El punto de encuentro estaba fijado en las cercanías del Bec de l'Aguila, una zona de monte bajo situada cerca del río Monnegre, y los cinco miembros de la expedición íbamos armados con pistolas automáticas, regalo del Partido, para hacer frente a cualquier eventualidad. La noche se había desarrollado bien, y la entrega se hizo en las condiciones idóneas en un lugar discreto a resguardo de miradas indiscretas, por lo que el regreso a Alicante en un viejo Topolino de 1936 no ofreció mayor dificultad que sortear las aleatorias patrullas de la guardia civil.

La suerte nos acompañó aquella noche, pero cuando Carlos y yo decidimos celebrarlo dándonos un chapuzón en una solitaria cala cercana a nuestra playa favorita, las cartas estaban echadas. El coqueteo constante con el peligro nos había hecho bajar la guardia de manera peligrosa, seguros de que nuestra buena estrella había de brillar por siempre y en todas las circunstancias. Aquella noche, ebrios de éxito, percibiendo de manera irreal en el horizonte el pronto final del franquismo y el inicio de una nueva etapa de libertad y justicia social, decidimos de manera infantil y despreocupada bañarnos desnudos, jugando con las olas y con nuestros cuerpos bronceados, creyéndonos invulnerables a todo mal, para a continuación hacer el amor de manera vigorosa sobre la arena, piel con piel, cuerpo contra cuerpo, hasta concluir exhaustos y abrazados sobre la arena, sin apercibirnos de que una pareja de jóvenes uniformados se acercaba por la orilla con un candil de gas en la mano. Ambos venían en relativo silencio y el ruido de las olas nos impedía escuchar cualquier conversación que mantuvieran entre ellos mientras se acercaban. Al parecer, según nos enteramos mas tarde, formaban parte de una patrulla nocturna rotatoria organizada por los vecinos de la zona a instancias del partido único, Falange Española, para evitar precisamente los frecuentes y descarados desembarcos de armas nocturnos para las numerosas guerrillas que operaban en la zona.

Fue vernos tendidos en la arena en posición comprometida y caernos encima aquellos dos fieras en medio de una lluvia de insultos y gritos extemporáneos de ¡Arriba España! y ¡Viva Franco!. Aquellos cachorros del fascio cometieron el mayor error de sus breves existencias, pues Carlos y yo éramos mas fuertes que ellos y además luchábamos como jabatos por nuestra supervivencia física, pues por aquel entonces la homosexualidad era un delito tipificado con penas de cárcel y destierro muy duras, un precio demasiado alto por nuestra libertad sexual que no estábamos dispuestos a consentir en ningún caso. Tras un amago de pelea que duró un par de minutos agónicos pudimos ponerles fuera de combate, pero una vez reconocida su inferioridad física, aquel par de cobardes salieron huyendo gritando a pleno pulmón:

  • ¡Ayuda!¡Detengan a estos rojos maricones!¡Están fornicando en la playa!.

Ni corto ni perezoso me dirigí hacia el montón donde yacían nuestras ropas olvidadas, saqué mi pistola cargada del bolsillo y les descerrejé sendos balazos por la espalda a cada uno de ellos, para rematarles después con saña inusitada a culatazos y patadas, como la bazofia humana que me parecían en aquel momento. Joanot estaba paralizado por el miedo, pero después comprendió que había sido lo mas adecuado para nuestros intereses futuros, por terrible que fuera la pérdida de vidas humanas. Pero lo extraño llegó cuando les vaciamos los bolsillos a la carrera y descubrimos por medio de sus cédulas de identidad y de sus carnets de militantes de FET y de las J.O.N.S. que se trataba de dos hermanos de edades parecidas a la nuestra llamados Rafael y Carlos Morales Delgado...¿te suenan de algo esos nombres?. Sin comerlo ni beberlo aquellos dos desgraciados habían pasado de posibles delatores de nuestra condición sexual a los responsables directos de que en el futuro Joanot y yo pudiéramos llevar adelante nuestra relación prohibida sin levantar sospechas de nadie...porque ¿quien iba a sospechar de dos hermanos que trabajan y viven juntos en una ciudad (Madrid) en donde nadie les conoce y que salen con chicas de todo tipo sin comprometerse con ninguna en particular?.

Envolver los cadáveres en una red de pesca, llenarles los bolsillos de piedras para que sus hinchados cuerpos se hundieran con mas facilidad, y montarnos en una barca dirección mar adentro para vomitar al mar nuestra insólita carga fue la conclusión lógica de una noche de pesadilla que no olvidaríamos jamás, sobre todo Carlos, (que terrible ironía llevar de por vida el nombre de la persona que acabas de asesinar a sangre fría) que comenzó a sufrir espantosas pesadillas relacionadas con este hecho casi a diario a partir de entonces, aunque intentaba superar en público sus inconfesables miedos privados. A continuación nos limpiamos de sangre hasta la extenuación en la orilla, así como borramos las marcas de sangre de aquellos dos infortunados sobre la arena reseca de la playa y, con la documentación incautada en la mano, nos dirigimos a casa del responsable de seguridad de nuestra célula para que nos facilitara nuevas identidades basadas en las de las personas que habían perecido en la playa horas antes. El no se mostró muy favorable a esa solución, especialmente porque no se explicaba la razón por la que pensaban llevar detenidas a dos personas acusándolas de contrabando ilegal por el simple hecho de bañarse de noche en la playa. Fue la primera de nuestras mentiras piadosas al propio Partido, pero nos salió bien por falta de imaginación de nuestros superiores en la cadena de mando, que bastante tenían con lidiar cada día con la penosa situación general de la resistencia antifranquista alicantina, como para darle vueltas al verdadero móvil de un crimen que se suponía puramente político.

El Partido, en un acto de misericordia terrena, tuvo a bien destinarnos de inmediato a otra ciudad, en este caso Madrid, con la falsa identidad de los hermanos falangistas desaparecidos, una vez que comprobaron que eran huérfanos desde niños y procedían de un pueblo castellano-manchego, y que nadie, fuera de sus compañeros de militancia y los de trabajo en el sector de la recogida de basuras local, les echaría de menos. Su misteriosa desaparición dio paso al rumor de que habían desertado para unirse al maquis local, e incluso que habían embarcado en un barco ruso de paso en la zona para acercar armas a la crecida guerrilla local. Sea como fuere sus nombres y méritos vitales pasaron al olvido tan pronto como se les dio por técnicamente no encontrables, y esta circunstancia fue aprovechada por el Partido para crear un nuevo perfil biográfico basado en datos reales: falangistas, de una lealtad inquebrantable al odioso Régimen, por encima de toda sospecha en la bienpensante sociedad madrileña de los años 40 y desligados desde entonces de la primera línea de fuego, por interés de todas las partes afectadas.

Comenzaba pues para Joan y yo en 1945 una nueva vida en la capital de España, separados para siempre de nuestras atribuladas familias, a quien dejamos unas breves notas explicativas pidiéndoles encarecidamente que no denunciaran nuestra desaparición, y que no intentaran ponerse en contacto con nosotros por el peligro latente que representaba para nuestra seguridad personal ese comprensible afán de acercamiento. Y nuestra vida a partir de ese momento, protegidos por nuestros conocidos de la clandestinidad y del hampa mas prosaico con documentación y pasaportes falsos, que facilitarían nuestra huida en caso de necesidad, se hizo mas placentera que nunca.

Con el dinero que nos enviaron nuestros padres a través de un miembro local de toda confianza del Partido montamos una céntrica tienda de fotografía en la calle Fuencarral, que muy pronto, y gracias a nuestro continuado esfuerzo por promocionar el local entre los vecinos de la zona, se convirtió en un negocio muy rentable. Con el éxito llegó el dinero, y con éste último, a partir de 1950 mi "hermano" y yo, que íbamos a todas partes juntos, nos pudimos permitir visitar los mejores locales nocturnos de la ciudad, como Chicote, Pasapoga, el Morocco y tantos otros antros de perdición, y nuestra animada vida nocturna rodeados de mujeres guapas y ciertos lujos para la pobreza material que había entonces despertaron la animadversión de los sectores mas puristas del comunismo radical, en un tiempo en el que el estalinismo mas ortodoxo seguía siendo la línea oficial de nuestro amado Partido.

Sin embargo, los sesudos responsables de la lucha clandestina nos dejaron hacer en nuestra vida privada, facilitándonos una cubierta protectora que impidiera nuestra detención, si bien esperando el momento idóneo en que pudieran cobrarse con creces los servicios prestados. Y ese día llegó diez años después de nuestra llegada a la ciudad, cuando en 1955 recibimos en nuestra tienda la visita de un viejo conocido nuestro de Alicante que, con la excusa de realizarse una foto de estudio para enviársela a su hija a Venezuela, nos entregó un sobre lacrado con el mandato urgente de seguir las instrucciones incluidas en su interior al pie de la letra.

Lo que contenía aquella insidiosa misiva no era precisamente fácil de digerir. Nos pedía ni mas ni menos que, amparados en nuestra buena fachada externa y en nuestro probado don de gentes, sedujéramos a las dos hijas casaderas de un importante responsable de orden público franquista, especializado en la lucha contra la “subversión“. El Partido, a través de sus contactos en el mundo del funcionariado estatal, nos garantizaba de antemano que nuestra hoja de servicios era impecable, e incluso que habían conseguido borrar de la faz de la tierra, de manera muy discreta pero eficiente, el expediente de desaparición de los dos hermanos basureros, y falangistas de pro en sus ratos libres, como si nunca hubieran existido, o, para ser mas exactos, como si ellos se hubiesen convertido en nosotros diez años atrás sin solución de continuidad.

Las jóvenes escogidas para tan maquiavélico plan se llamaban Pilar y Elena, y eran notablemente mas jóvenes que nosotros, que ya superábamos por entonces la treintena. Las fotos que incluía el detallado dossier nos mostraron a unas muchachas de innegable belleza racial con quien sería muy fácil dejarse llevar por la pasión, pues hacía tiempo que tu tío y yo habíamos claudicado a la obligatoriedad de ejercer de "donjuanes oficiales" en una sociedad como aquella, machista hasta la médula, donde resultabas invisible para los demás si no llevabas a una mujercita colgando del brazo. No lo deseábamos ardientemente, pero tampoco le hacíamos ascos a las chicas guapas que nos rodeaban de continuo, sobre todo si no nos quitaban demasiado tiempo para la verdadera única pasión en nuestras vidas: nosotros mismos.

Armados de paciencia, y siguiendo un plan calculado al milímetro, alquilamos un discreto apartamento de dos habitaciones en la calle Cruz Verde, en un segundo piso cuyas ventanas iban a dar justamente enfrente de las suyas. No fue excesivamente complicado llamar su atención de jóvenes hembras en celo, especialmente durante el cálido verano de 1955, mostrándonos en la ventana a toda hora en camiseta (y si era preciso hasta sin ella), coqueteando de modo notorio con ellas a través de miradas insinuantes y de piropos bien elegidos, siempre cuando su devota madre no estaba presente, y evitando la presencia de mujeres de dudosa moralidad en el piso para no defraudar sus expectativas de mujeres solteras a la caza de un buen partido.

Pero en ese momento no contamos con la inquietante presencia de una tercera hermana llamada Marta, la menor de las tres y poseedora de una personalidad particularmente ponzoñosa, que puso en peligro con su falta de moral y desquiciada conducta muchos de nuestros logros personales y políticos. Y, si bien al casarnos con las hermanas Pizarro tocamos el cielo de la respetabilidad social y alcanzamos el mayor nivel de estabilidad personal en nuestras vidas, lo cierto es que también habría de suponer el inicio de nuestra caída en desgracia posterior, con la trágica secuela de separaciones forzadas y ausencias de por vida que llevó consigo.

(Continuará)