Las aventuras sexuales de Jarlath Dunn.
Nada le excitaba más que la carne fresca, la impericia de un ser inocente al que corromper y en cierto modo aleccionar, y contra eso ni la más versada de las putas o el más tragón de los chaperos podrían rivalizar.
La segunda hora de sus –extraoficiales– rondas nocturnas era siempre su favorita. Las putas y chaperos del Soho acechaban sin apenas discreción a su primer cliente de la noche –los más laboriosos tanteaban ya por un segundo– congregados en las puertas de bares, saunas y en sombrías aunque transitadas esquinas. Tentadores rebaños de corderos para la hambrienta bestia merodeadora que era Jarlath Dunn; barbudo guerrero de clan escocés con aspecto de inspector de policía y viceversa. Casi dos metros de músculos, vello corporal, feromonas y pura depravación sexual.
La noche había transcurrido relativamente tranquila, podría decirse que bastante aburrida, aunque su paseo en coche a través de una noctámbula Chinatown parecía estar a punto de animarse. La fugaz visión de un muchacho con aspecto de estudiante –desde luego no parecía ningún prostituto–, perseguido por tres tipos mayores que avergonzarían a sus respectivas madres, obligó a Dunn a desviarse de su ruta con el fin de conducir por el callejón que tanto el perseguido como sus perseguidores habían tomado. Los faros de su Ford Crown Victoria –preciada antigualla que solía conducir cuando trabajaba de incógnito– no tardaron en iluminar la clásica escena de acorralamiento.
– ¡Vamos, sube! –. Voceó Jarlath tras hacer sonar el claxon. El objetivo de aquella cacería no se convertiría en presa esa noche. No al menos en la de esos macarras que las luces de su coche cegaban ahora, a los cuales con gusto –y sin remordimientos– hubiera atropellado si no fuera por el daño que recibiría la carrocería de su vehículo.
Los neumáticos chirriaron sobre el asfalto cuando el policía escocés volvió a pisar a fondo el acelerador, una vez aquel chico perseguido se sentara a su lado tras obedecer presto y sin titubeos a su orden. Tenía el rostro desencajado y le temblaban ligeramente las manos. La corpulencia de su salvador no pareció ayudarle demasiado a que se relajara, aunque sí lo hizo el que éste le tendiera un botellín de agua que había sacado de la guantera.
– Londres es una ciudad muy peligrosa cuando cae la noche. Especialmente esta zona de mierda –. Le hizo saber Jarlath mientras conducía a toda pastilla en dirección al barrio de las colinas, dejando cada vez más atrás el bullicio y las luces del centro de la metrópolis. – Ya deberías saberlo –. Apostilló con voz susurrante y un deje sarcástico. Tenía gracia que, precisamente un tipo como él, le advirtiera de ello. Aunque el muchacho no pareció ser consciente de la ironía. Lo cierto es que no parecía ser consciente de nada, mientras se recuperaba del susto y la tensión suscitados por aquel trío de malhechores.
Jarlath se aprovechó de su momentáneo desconcierto para repasarle con la mirada sin ningún tipo de discreción, con lo cual casi provocó que se saltara el desvío correcto en dirección a Primrose Hill. Sin embargo, su detallado escrutinio le confirmó lo que ya había conjeturado desde las sombras de aquel callejón. El chico era muy joven, quizás un inocente, y parecía indefenso. Algo bastante difícil de encontrar hoy en día en una ciudad tan cínica y corrupta como aquella. Dunn se hubiera frotado las manos de no gobernar con éstas esa bestia de acero que metafóricamente cabalgaba.
– Gra… Gracias –. Alcanzó a balbucear finalmente el muchacho, tras apurar lo que quedaba del agua ofrecida, cuando el macizo policía con ínfulas de caballero andante –sólo en apariencia– terminó aparcando su vehículo en una solitaria cuneta cercana al tranquilo cerro. El intermitente canto de un grillo fue el único sonido que quedó tras apagar el motor de aquel modelo clásico de Ford.
– De nada, chaval. Pero dime… ¿Cómo piensas recompensarme por haberte salvado el culo? –. Le preguntó Jarlath a su guapo, retraído y todavía visiblemente turbado copiloto tras encararse hacia él; apoyada una muñeca en el volante y riendo cruelmente para sus adentros. Sus intenciones para con el chico eran perversas, como siempre depravadas, aunque no pensaba forzarle a hacer nada si éste se mostraba poco dispuesto como cabía esperar. Aunque la diversión, al menos para el escocés, radicaba en la propia coacción. En ver a un cordero indefenso temblar y debatirse moralmente ante él; un lobo feroz que, paradojas de la vida, también era su salvador. – No voy a rescatarte por segunda vez de mí mismo, chico. Ni creo que nadie más lo haga –. La soledad que se respiraba en aquel recodo apartado, con las luces de la ciudad allá en la distancia, fortalecía la certeza de sus últimas palabras.
– ¿Una… Una recompensa? ¿Por haberme salvado de esos tipos? –. Le preguntó aquel chico de pelo castaño con una mezcolanza de temor y extrañeza en su delicado rostro, tragando fuertemente saliva entre su primera y segunda interrogación. Sus ojos claros oscilaron, fugazmente, desde la barba castaña del escocés a su entrepierna y de vuelta a su curtido perfil. Nada en él le hizo pensar que pudiera tratarse de un poli, llevando éste su placa en la cartera y habiendo quedado el arnés con su arma cubierto por una gabardina en el asiento de atrás.
Jarlath se giró hacia él y resopló una risa desdeñosa –que más bien pareció un bufido– al no dar crédito de lo inocentes que podían seguir siendo algunos mancebos en aquella ciudad sin escrúpulos. A aquel muchacho –que de manera entrecortada acababa de reconocerle no ser precisamente un ave nocturna– no era sólo que le resultara insólito que un tipo como él pudiera llegar a demandarle un favor sexual a cambio de su rescate allá abajo en Rodeo, sino que ni tan siquiera parecía ser consciente de lo que éste le pedía en libidinosa condecoración.
– Eso te he pedido. ¿Acaso estás sordo? –. Replicó al fin el travieso policía a las reiterativas e innecesarias preguntas del otro, con aspereza y una expresión intimidante a pesar de que por dentro se estuviera riendo del miedo ajeno que se respiraba en la penumbra de aquel cubículo biplaza. Aprensión que sólo él sabía injustificada, ya que lo cierto era que no pensaba hacerle ningún daño a ese chico de aspecto virginal a menos que el dolor formara ya parte de un juego consensuado.
Jarlath Dunn no era ningún violador, aunque le encantara follar como si violara. Pero, lógicamente, aquel muchacho asustado no sabía nada de su en realidad apasionado carácter enturbiado ahora por lo amenazador de su voz y apariencia. El chico sólo debía estar maldiciendo aquella noche de mierda, creyendo haber escapado del fuego para justo después caer en las brasas.
La remota sirena de un coche de policía atrajo la atención del guapo jovencito, lamentando seguramente en sus adentros lo lejos que quedaba de él aquella patrulla policial. Su exigente rescatador, también madero y ajeno a tales pensamientos, extendió la diestra para acariciarle un hombro. Con su roce pudo percatarse –y regocijarse– de lo tenso que aquel muchacho estaba.
– ¿Es que no sabes hacer mamadas? ¿Nunca te has hecho una paja, rubito? –. Jarlath, tras preguntarle aquello, colocó sus dedos como si empuñara un miembro invisible –el suyo a tenor del mucho espacio creado en su ademán, como si aferrara un poste– y agitó después la mano emulando el obsceno gesto de una masturbación. Su aspaviento resultó de lo más elocuente para ese chico que ahora le miraba con recelo, encogido en el asiento del copiloto.
– Consiste en que hagas lo que sueles hacer frente a un video porno. Pero con mi polla y sin que tú sientas placer alguno –. El policía casi deja escapar una carcajada después de explicarle eso, aunque prefirió seguir fingiendo cierta dureza en el trato al estar disfrutando sobremanera de la suspicacia reflejada en los ojos de aquel desamparado corderito. Su aspecto, entre indefenso y turbado, alcanzaba ahora tales cotas afectivas que casi consigue que aquel lobo con acento escocés se apiadara de su situación. La clave para no poder eludir su desdicha, sin embargo, estaba en ese “casi”.
– ¿En… Entonces quiere…? ¿Lo… Lo que quiere es que yo…? –. Balbuceó el jovencito sin nombre ni posible escapatoria, habiendo echado un segundo e igual de fugaz vistazo al paquete de aquel gigante sentado que, a pesar de su corpulencia y atractiva virilidad, bien podría ser su padre. Y uno de muy bien dotado por lo que se podía intuir.
– Lo que quiero es que dejes de balbucear de una puta vez y me recompenses por haberte salvado el trasero –. Le interrumpió Jarlath con hosquedad, enfatizando su simulado mal humor con el vil propósito de amedrentar aún más al muchacho. Éste se había ruborizado a consecuencia de lo propuesto –más bien exigido– por aquel norteño cachondo, lo cual no hacía más que acentuar su encanto natural. Uno que ni él mismo parecía ser consciente de poseer pero que su maduro instigador sí podía apreciar.
– O pienso cobrarme la ayuda prestada con ese mismo culo rescatado. Y no precisamente pateándolo para echarte de mi coche –. Jarlath sonrió, pero no alcanzó a mostrar sus dientes. Era una sonrisa fría y sin misericordia, deliberadamente esbozada para ser así. Entonces se inclinó un poco más hacia su presa esa noche, pretendiendo forzar una distancia más corta con la que amilanarle.
Admitió para sus adentros que aquel adolescente encajaba a la perfección en su gusto. Tenía un cuerpo pequeño pero no demasiado delgado, rasgos típicos de universitario londinense y una mirada impresionante por lo expresiva. Su pelo corto y castaño halagaba una piel pálida e imberbe. En una palabra, follable. En dos… Muy follable.
– Me estoy impacientando, chaval –. Pareció advertirle Jarlath tras un largo silencio. Sus dedos –sin anillo de casado– tamborileaban sobre el volante, mirando otra vez al parabrisas cuando volvió a acomodar su gigantesca espalda en el ergonómico asiento de cuero azabache.
Reproduciendo en su cabeza las escenas nocturnas de aquellos últimos meses, Dunn cayó en la cuenta de que había invertido muchísimas horas en su búsqueda del perfecto sumiso. Del estilo gay prudente que quizás no desea humillarse pero sí se ve obligado a hacerlo por su inocencia, por amor o tal vez por sus ansias de experimentar nuevos roles. El escocés siempre rastreaba entre los guaperas con los que jugaba en los clubes o los chaperos que detenía en las calles o acababa convirtiendo en sus confidentes; pero todos ellos carecían de algo primordial, y ese algo era la ingenuidad.
Aquel chico sentado a su lado, tan rebosante de lo antedicho que incluso podría pasar fácilmente por hetero, asexual o virgen –y quizás fuera alguna o varias de esas tres cosas–, se ajustaba bastante a lo que Jarlath andaba buscando. ¿Quién hubiera imaginado que lo acabaría encontrando siendo acechado de madrugada en un callejón colindante a Chinatown? Él no, desde luego.
– Y puedo asegurarte que no te gustará estar cerca de mí cuando se me agote la paciencia –. El propietario de aquel flamante Ford volvió a esbozar una sonrisa lasciva, depredadora, que esta vez no acabó llegando a sus fríos ojos azules. O quizá grises. Pues lo cierto era que jamás nadie, ni siquiera él mismo, había podido esclarecer la tonalidad exacta de sus ojos.
– No debes preocuparte por eso. Cuando haya acabado contigo me convertiré en tu puto chófer si así lo deseas –. El hosco dueño de aquella situación, y de todas las que estaban por venir, sonrió malicioso a la vez que se rascaba su poblada mandíbula con un gesto tan casual y despreocupado que acrecentó el manifiesto malestar del otro. Acto seguido hizo retroceder ambos asientos, que se desplazaron hasta dejar bastante espacio delantero al tratarse de un coche muy grande. Por último encendió la luz interna, tenue y cálida, que hizo aún más que evidente el miedo que estremecía el cuerpo de aquel jovencito tan apetecible con pinta de buen hijo.
– Pero no adelantemos acontecimientos –. Pareció recomendarle el escocés mientras se aflojaba aún más el ya distendido nudo de su corbata. Luego desabotonó los puños de su camisa para arremangarse, exhibiendo dos recios y velludos antebrazos. – Pienso tomarme el tiempo que considere necesario en cobrarme el que gracias a mí salieras ileso, y con tu cartera aún en el bolsillo, de aquel puto callejón –. Le hizo saber irrefutable, como si sentara cátedra. – Y pobre de ti si me apremias o escucho una sola queja al respecto.
Jarlath podría haber tratado de embaucar al chico sin necesidad de recurrir a feas amenazas, pero esa noche no se sentía especialmente seductor ni le apetecía perder el tiempo con delicadezas o innecesarios preámbulos. Ya se había visto forzado a ser elegantemente diplomático a lo largo de toda su carrera policial. Ahora tan sólo necesitaba desfogarse, jugar a su juego preferido. Y para ello necesitaba de un segundo participante.
Ni siquiera se molestó en desabrochar un cinturón que en ocasiones también empleaba de correa y látigo. Jarlath simplemente se bajó la cremallera, tirando un poco hacia abajo su slip y, con sumo cuidado, se sacó el miembro a través de la portañuela de sus pantalones. La suya era una polla muy larga, rolliza y venosa, del todo intimidante aun mostrándose fláccida. Sus padres, de confesión presbiteriana, no le habían circuncidado, por lo que su glande permanecía cubierto a excepción de cuando se le ponía tiesa.
– ¿Qué coño haces ahí parado? –. Le preguntó al jovencito con un tono de voz bronco y casi despótico, tras percatarse de que éste se había quedado petrificado al advertir aquel pedazo de carne liberado. Los ojos del muchacho, abiertos como platos en un principio, parpadearon al tiempo que la nuez de su cuello delató un buen trago de su propia saliva. – ¿Acaso esperas que se me ponga dura por arte de magia?
El monstruosamente dotado escocés, estimulado ante la visión del recelo y la inquietud reflejados en el rostro de su guapo deudor, empezó a sentir que su sangre se acumulaba en aquel contundente rabo que tanta de la misma necesitaba para erigirse plenamente. Por dentro seguía riéndose a pesar de mantener un rictus severo e inflexible, incluso cuando tomó iracundo la mano del muchacho y le obligó a empuñar su engrosado sexo. Aquellos dedos timoratos se sentían vacilantes e inexpertos en torno a su venosa verga, como los de un adolescente virgen. Quizás sólo se debiera al susto inicial, a la rudeza de sus exigencias, y ese chico le acabara demostrando cuán equivocado estaba con aquella primera y falsa impresión.
– ¿Pero qué cojones…? –. Musitó Jarlath al ver, y sobre todo al sentir, la precipitada acción de aquel corderito coaccionado. Enseguida caló sus intenciones al percatarse de su burda estrategia. Pretendía hacer que eyaculara cuanto antes creyendo que así se libraría de tener que pagar con su culo y boca la recompensa.
– Más despacio, chico –. La corrección de Jarlath no fue sólo verbal. Había agarrado la muñeca del otro para imprimirle una nueva cadencia a su diestra, un ritmo lento y cadencioso, mientras sentía su miembro palpitar y agrandarse entre aquellos dedos ajenos. Su glande aparecía y volvía a ser enfundado con cada subida y descenso de la mano, de una manera sumamente placentera para aquel que miraba el obrar del muchacho con una mirada glacial e inmisericorde. Habían desaparecido las ansias primigenias, la violencia inicial, al menos por el momento.
– Si me corro tendrás que esperar a que me recupere. Y no quieras saber cómo me entretengo en los ratos muertos –. De nuevo empleó aquel tono amenazador desde su privilegiada posición de poder, mientras el blanco de sus advertencias le sacudía la verga ya sin su ayuda y con un impuesto ritmo cadencioso. Jarlah observaba su perfil con la fijeza de un ave nocturna, tratando de vislumbrar en sus facciones el más leve atisbo de deseo hacia él o de complacencia por lo que estaba haciendo.
Transcurridos un par de minutos la descomunal polla de Jarlath adquirió un largo de lo más abrumador, siéndolo también su circunferencia pese a mantenerse mórbida en un estado de media erección. Aquello pareció amedrentar aún más a quien, aparentemente sin desearlo, empezaba a despertar poco a poco a la Bestia del Soho; pintoresco apodo por el que el inspector de policía Dunn era conocido entre chulos, putas y chaperos en el susodicho barrio. En cambio sus compañeros le llamaban Nessie, en referencia al famoso monstruo del lago escocés y en clara analogía con el tamaño de su miembro.
– Escupe sobre ella si te queda algo de saliva –. Le ordenó al sentir un poco de irritación en su glorioso pene, siendo responsable la fricción en seco y no la suavidad de aquella palma que lo agitaba. Al verle escupir sobre la cabeza de su polla recordó que guardaba un frasco de lubricante en la guantera, junto a una caja de condones XXL, pero decidió reservarlo para otros fines. Deseaba que aquel jovencito se ensuciara de él, que su paladar o el olor de sus dedos le recordara lo que había hecho hasta la mañana siguiente, y no adulterar su humedad masculina con un sabor químico y artificial a frambuesa o fruta de la pasión.
– Desabróchame el cinturón. También quiero que masajees mis huevos mientras me la meneas –. En espera de que el otro acatara su mandato, más conciso y tajante imposible, Jarlath cerró los ojos y alzó sus brazos para llevar las manos hacia atrás y aferrarse al cabezal de su asiento. Lo estaba disfrutando mucho a pesar de la torpeza y aprensión del otro. Puedo que incluso gracias a ello.
– Joder… Ya me encargo yo de eso –. Se apiadó el mayor de la torpeza de aquel jovencito con el botón de sus pantalones. Seguidamente se echó la corbata sobre un hombro para ocuparse de otros dos más, los primeros de su camisa empezando por abajo, dejando al descubierto la tableta de su abdomen y un poblado vello púbico. Su agitada polla se fue poniendo cada vez más rígida a partir de ese punto, sobrepasando la cresta su ombligo para asombro y terror –quizás también fascinación– de quien parecía evitar mirar ese pedazo de carne que con sus caricias y juego de muñeca satisfacía.
– Dime cómo te llamas –. Le ordenó el escocés de repente, con ese tono de voz imperativo que resonaba en su caja torácica y que con cada vocablo parecía hacer menguar a la víctima de su depravación.
– David –. Respondió quedamente el muchacho, sin dejar de masturbarle ni de acariciar sus enormes y pesados testículos. Seguía evitando mirar de manera directa aquel falo de mastodonte que se erguía intimidante a su lado, entre sus dedos.
– Un placer, David. Me gusta saber el nombre de aquellos a los que… –. Los labios de Jarlath dibujaron una sonrisa irónica en lo que duró su pausa en dicha sentencia. – …rescato –. Un deje sarcástico, casi libidinoso, matizó aquel eufemismo. Luego gimió por vez primera desde que el otro empezara a tocarle, una especie de gruñido a boca cerrada que se asemejó al sonido de un hombre resistiendo una punzada de dolor. Aunque lo cierto era que no hubo nada de doloroso en que el chico presionara con su pulgar la parte posterior y más sensible de su glande.
Otro coche que ascendía por la poco transitada carretera circundante a aquel enorme parque urbano pasó muy cerca de ellos, iluminándoles con sus faros. Los ojos de David gritaron auxilio en silencio cuando decidió, de manera muy sensata, no cometer ninguna estupidez. Su lascivo héroe y captor se mantuvo impertérrito.
– Espera, deja que… –. Jarlath se bajó un poco más los pantalones, casi hasta las rodillas, facilitándole al chico el poder masajear mejor sus testículos durante la paja. Sus velludos muslos parecían dos troncos de roble tumbados. Aun así, seguía siendo aquella estaca de carne gruesa y muy venosa la que acaparaba todo el protagonismo de la escena.
– ¿Ves cómo me has puesto la polla, chaval? Ya casi está lista para poder cobrarme con ella lo que aún me debes –. Su acento gaélico de Escocia se hizo más evidente cuando advirtió a David de eso último, al igual que la aprensión y el desconcierto de éste tras escucharle. El propietario de aquel amplio Ford ya no guiaba a su copiloto y masturbador, que seguramente debía tener adormecida la muñeca de tanto meneársela. Se había ido deslizando imperceptiblemente, para no estorbar al chico, hasta recuperar su posición inicial. Estiraba ahora sendas piernas en su confortable trono de cuero, con el cuerpo arqueado hacia delante y los fornidos brazos extendidos hacia atrás.
– ¿Has…? –. Jarlath no terminó la frase. Se quedó callado, pensativo, como si estuviera calculando detenidamente lo que iba a preguntar. O, mejor dicho, cómo iba a hacerlo. – ¿Le has comido la polla a un tío alguna vez? –. Dicha cuestión fue fruto de su morbosidad al suponer que el jovencito podía ser en realidad hetero o un homo virgen. El interrogado dejó de mover la mano, levantó la cabeza y miró fijamente a los ojos del mayor antes de abrir la boca para responder. Pero de aquella boca abierta no salió palabra alguna, más bien entró algo.
– Te he preguntado si ya has mamado rabos –. Reiteró Dunn, soez y duramente, después de que tomara al chico por el pelo y echara su cabeza hacia atrás de un tirón. Con la brusquedad de su gesto vació de polla una cavidad bucal que, tal y como acababa de constatar, a duras penas podría dar cabida un tercio de su extensión. Y eso suponiendo un esfuerzo sobrehumano por parte de aquel muchacho, el cual tuvo que tensar tanto las comisuras para alojar el glande en su boca que el dueño de aquella gruesa envergadura llegó a pensar que sus mejillas iban a desgarrarse. – ¿Lo has hecho, David? –. Le interrogó otra vez muy cerca de sus labios impregnados ahora de líquido preseminal, con una fría mirada tanto o más intimidante que su pollón.
Su denodado felador se le antojó paralizado por el miedo, exhibiendo su garganta pues Jarlath aún no había aflojado su temible agarre. Cuando finalmente lo hizo, aquel policía fornido y de maneras toscas se quedó callado durante una breve eternidad, como ensimismado, habiendo compuesto sus varoniles facciones una expresión entre meditabunda y decepcionada. Luego negó sutilmente con la cabeza, entornados por un segundo sus ojos claros al musitar un “bah” más resignado que verdaderamente despectivo.
– Vamos, chaval. Termina con la mano o con uno de tus pies si así lo prefieres. Pero hazlo de una puta vez –. Le sugirió Jarlath visiblemente enojado, en parte consigo mismo por lo blando de su concesión. – Después te llevaré a casa –. Añadió con un tono de voz fehaciente, pues seguía siendo un hombre de palabra a pesar de su escasa moralidad en muchos otros aspectos.
Aquel ángel masturbador de ojos llorosos quizás fuera en exceso inocente, y Jarlath un diablo maduro demasiado consciente de su brutalidad, de sus dimensiones, como para ignorar el hecho de que iba a resultarle del todo imposible proporcionarle un ápice de disfrute o de reciprocidad entre tanto dolor y desasosiego. A fin de cuentas se consideraba a sí mismo una bestia sexual, un portentoso amante ególatra y huraño que follaba muy duro pero jamás violaba. Él necesitaba olfatear el miedo en sus presas, sentir el tacto y la posesión de las riendas entre sus manos, siempre y cuando una chispa de deseo o de absoluta entrega en la mirada de sus víctimas le reafirmara en el tipo de dominante que era y no le hiciera sentirse culpable por ello.
La muñeca del joven fue guiada de nuevo por el bruto inspector de policía escocés. Éste le instó con premura, aunque con bastante menos fiereza que antes, a que reanudara su interrumpida faena.
– No… No soy ningún monstruo. Aunque entiendo que hayas podido pensar eso de mí –. Se sinceró Jarlath un par de minutos después de que el otro retomara su labor, cruzadas ambas manos en su nuca y con la mirada puesta en su propio miembro siendo masturbado. – Sólo soy un tipo grande, cachondo y estresado que no deja pasar la menor oportunidad de sentirse mejor al finalizar el día. Y creí ver en ti una de esas oportunidades –. El escoto resopló entonces burlón, con desgana y para sí mismo. Su actitud era la de un hombre con el suficiente pasotismo y sentido del humor como para reírse de sus propias equivocaciones. Y también de las de los demás.
– No tan deprisa, joder –. Se quejó Jarlath al cabo, después de su extraordinaria bajada de guardia. Justo después, y nuevamente para sorpresa de David, el escoto le dedicó una sonrisa cálida y extrañamente cómplice. Ahora ya sabes como soy, pareció indicarle sonriéndole de aquel modo. No deberías temerme tanto ni tomártelo como algo personal.
– Aunque tampoco he dicho que te detengas –. Le reprochó al sentir como el puño del chico, que por un instante se mostró absorto en sus pensamientos y conclusiones, desaceleraba la oscilación hasta el punto de cesar casi por completo aquel trabajo forzado. En esta ocasión no pareció asustarse tanto del tono dictatorial de quien seguía sin relacionar con el oficio de poli, de sus correcciones y mandatos, quizás al considerarlo más socarronería y rudeza en su juego que verdaderas órdenes de un cruel y despótico abusador. Probablemente, el verse liberado de tener que engullir aquel miembro descomunal con olor a macho también contribuyó a que se relajara un poco.
Dunn le dejó obrar en silencio, roto éste únicamente por esos chasquidos húmedos que produce el deslizamiento constante de un prepucio durante cualquier masturbación y que, tratándose la suya de una verga de casi veinticinco centímetros, sonaban casi como chapoteos. Especialmente cuando escupió de manera copiosa sobre ella y David decidió empuñarla también desde su peluda base para así trabajársela a dos manos.
Jarlath podría haber aguantado mucho más rato sin llegar a correrse ni perder un ápice de rigidez, tal era su nivel de vigor y de contención si así se lo proponía, aunque prefirió no seguir mortificando a su “esclavo” y poner fin cuanto antes a aquella situación que aparentemente sólo a él le proporcionaba placer y que no parecía conducirles a ninguna parte.
Cinco minutos más y la inminencia de su liberación hizo que la Bestia del Soho jadeara y tensara espasmódicamente los músculos de su velludo abdomen. Con las piernas del todo estiradas profirió un rugido animal, primitivo, que derivó en un par más igual de guturales aunque no tan ensordecedores. El bombeo constante de las manos de David había hecho que la enorme polla del escocés eyaculara sin entrar en erupción. Su espesa lava blanca –debido a la envergadura de su miembro– no acostumbraba a salpicar a menos que hubieran pasado tres o cuatro días desde su última descarga. Como no era el caso –en contadas ocasiones solía serlo–, la caliente lefa de Jarlath emanó de manera abundante pero no escandalosa, deslizándose por la cresta aunque no por su grueso tronco al acumularse sobre el puño de aquel que de forma tan literal le había echado una mano. Ambas en realidad.
David abrió finalmente los puños cuando aquella satisfecha verga perdió parte de su dureza, desentumeciendo sus pringosos dedos. El amplio pecho del policía oscilaba de manera visible al ritmo de su agitada respiración, mientras conjeturaba de manera inconsciente lo magnífico que habría sido correrse entre aquellos labios que sólo por un instante habían abarcado su glande.
– En la guantera encontrarás pañuelos de papel –. Señaló Jarlath después de haber recuperado el aliento y advertir que David parecía no saber qué hacer con su mancillada diestra. A él sin embargo, bastante menos pulcro y escrupuloso, no le importó volver a guardarse la polla en sus slips blancos aunque ahora estuviera algo sucia y húmeda. Al llegar a su casa se cambiaría de calzoncillos tras darse una buena ducha, como sospechó que igualmente haría el otro.
– No ha sido tan terrible, ¿verdad? –. El mutismo de David resultaba de lo más elocuente y respondió con creces a su pregunta. Quizás estaba en lo cierto y aquello no había sido ninguna experiencia traumática para el chico, aunque lejos parecía quedar el que le hubiera resultado agradable o mínimamente excitante.
– Venga ya, pequeño. ¿Qué te ha supuesto hacer una paja a cambio de tener un cuerpo sin magulladuras ni huesos rotos y seguir conservando todas tus pertenencias? –. Jarlath no se refirió a una violenta represalia por su parte en el hipotético caso de que aquel muchacho se hubiera negado a satisfacerle –aunque fácilmente podría ser malinterpretado–, sino al irrisorio precio que David había tenido que pagar por ser salvado de una agresión y robo –tal vez incluso de una violación– a manos de ese trío de delincuentes juveniles allá en el Barrio Chino.
– Sí, claro… Creo que debería darle las gracias, señor –. David rompió al fin su ley del silencio para replicar con un punto de sarcasmo e impertinencia a la tramposa justificación del otro. Lo hizo mientras limpiaba sus manos de lefa y ojeaba de soslayo al dueño de aquella espesa corrida, suspicaz ante una posible reacción violenta por parte de éste.
– Gracias a ti, chico. Lo has hecho bastante bien… Considerando que te he obligado a hacerlo. ¿No es cierto? –. Aseveró el escocés, contraatacando lo dicho por David con cierta arrogancia y mordacidad, antes de volver a subirse los pantalones y de aprisionar dentro del tiro de éstos su camisa. Por último se encargó de la hebilla del cinturón, camuflando con su aparente indiferencia lo mucho que había disfrutado de aquel encuentro pese a todos sus reproches.
Dunn se giró entonces hacia el chico y le agarró de la nuca con firmeza pero no de manera agresiva, obligándole a mirarle a los ojos en aquella distancia corta. Otro coche volvió a pasar muy cerca de ellos, aunque en esta ocasión ninguno de los dos pareció percatarse del mismo.
– Sólo fue un juego, David –. Se excusó el mayor con un tono de voz suave. Más sincero que embaucador. – Sé que para ti no lo ha sido y lo lamento, aunque no me arrepiento por ello –. Lo que Jarlath trataba de hacerle entender es que aquella recreación, la brutalidad con la que solía rubricar sus actos y palabras cuando se excitaba sexualmente, era algo intrínseco a su naturaleza. Y poco podía reprochar el cordero la actitud salvaje del lobo.
– De lo que sí me arrepiento es de no… –. El escocés, dejando inacabada su confesión, elevó la diestra para acariciar con la yema del pulgar los bonitos labios de su interlocutor. Mientras lo hacía recordó el momento preciso –por desgracia también fugaz– en que éstos se habían cerrado en torno a su glande. No haberle dejado seguir con la mamada era lo único que ahora le remordía por dentro.
David, ajeno a la frivolidad de aquella contrición, podía oler ahora la fragancia del escocés; aftershave mezclado con masculinos efluvios de sudor y semen. También su aliento cálido y etílico, que delataba el whisky de malta y las cervezas que Jarlath había bebido en compañía de sus colegas al salir del trabajo. Y, por un instante, pareció que también él lamentara el no habérsela mamado a aquel macho que despertaba en su fuero interno sentimientos tan contradictorios.
– Sin miedo habrías disfrutado mucho más de todo esto. ¿No es así? –. Le interrogó el policía con un retintín sagaz, pretencioso, a juego con su media sonrisa. – En ningún momento debiste sentirlo. Sólo te haría daño si realmente lo desearas y tú mismo me lo pidieras –. Aseguró el libidinoso escocés con una franqueza que al otro, como su polla, probablemente le resultaba muy difícil de tragar. Lo aseveró muy cerca de aquella boquita de la cual se había compadecido. Después de un largo silencio, con ecos de eternidad, Jarlath recuperó la postura correcta frente al volante e hizo girar la llave de contacto.
– Dime, ¿Dónde quieres que te deje? –. El elegante ronroneo de aquel Ford Crown Victoria sobrevino a su pregunta. Confirmando con ésta que, aun siendo bastante improbable que alguien le tildara de caballero, sí era un hombre de palabra. David se limitó a guardar silencio.
– Coño, ya te he dicho que no voy a obligarte a que me la chupes. No pasa nada si usas esa lengua tuya para comunicarte –. Jarlath parecía algo enojado por el irritante mutismo de aquel jovencito taciturno que, a pesar de todo, se le empezaba a antojar un ingrato. Aunque, como hombre adulto y cabal que en el fondo era, Dunn hizo un esfuerzo por meterse en su pellejo y tratar de comprender la frialdad de su actitud hacia él.
– Me alojo en el campus del King’s College –. Le informó finalmente aquel muchacho. – Pero… Espera –. Jarlath volvió a apagar el motor del coche tras la inesperada petición de su copiloto. – Espera, por favor, creo que… Creo que antes de llevarme hasta allí debería recompensarte como querías que hiciera. Como te mereces –. Los ojos de David poseían ahora un brillo que casi podría interpretarse de deseo, mientras acariciaba lascivamente una de las piernas del inspector de policía en dirección a su ingle. Éste incluso creyó advertir como el muchacho ronroneaba al tiempo que se mordía seductoramente el labio inferior. – Nunca se la he comido a un tío y... Me gustaría poder estrenarme con una del calibre de la tuya –. Los labios del muchacho se curvaron en una sonrisa irresistible cuando al fin su mano alcanzó la bragueta del mayor.
Jarlath se hallaba estupefacto ante el cambio de talante por parte de aquel efebo que en absoluto le parecía ya asustado, por lo que tardó varios segundos de más en proferir una carcajada como respuesta a lo planteado por la faceta más impúdica y aventurera de David. Sintió que sus slips volvían a ceñirle en la entrepierna, pues ahora su demandada en lugar de repudiada polla había vuelto a ponerse dura por efecto de lo propuesto por el muchacho.
– Es toda tuya –. Le hizo saber al chico con un timbre de voz entusiasmado y condescendiente, dibujándose tras ello en su semblante la típica sonrisa de padre permisivo. Lo dijo después de llevarse ambas manos a la hebilla del cinturón y repetir la misma operación que quince minutos atrás hubiera llevado a cabo. Aunque en esta ocasión apenas tardó varios segundos en exhibir aquel pedazo de rabo que nuevamente puso ojiplático e hizo suspirar a su acompañante.
Cuando los pantalones y calzoncillos de Jarlath estuvieron otra vez por debajo de sus caderas, David se inclinó para acariciar su mejilla contra aquel pollón que superaba el tamaño de su propia cabeza. Después de inhalar profundamente sus huevos se apartó del palpitante miembro y lentamente pasó la lengua por el glande, lamiendo el líquido preseminal que nuevamente empezaba a rezumar. Lo lamió juguetonamente hasta pasar sus dientes por encima de la sensible corona, succionando más y mejor de aquella deliciosa humedad masculina.
– Eso es, pequeño… Tómalo todo. Chúpamela –. Pareció suplicarle el escocés antes de alzar ligeramente sus caderas, incapaz de contenerse. Cinco centímetros más de verga se deslizaron dentro de la boca de David, sintiendo éste su paladar colmado de carne cuando al fin los labios alcanzaron sus propios dedos aferrando aquella estaca desde la base. Enseguida se la sacó de la boca.
– Joder… Me va a costar –. Murmuró aquel jovencito apocado pero hambriento de pollas grandes y de nuevas experiencias; ruborizado, jadeante y con ganas de satisfacer al hombre que le había rescatado. Luego respiró profundamente, tratando de recuperar al menos una parte del aire que acabara de serle arrebatado por aquel pollón.
Sin dudarlo, David engulló la abrumadora excitación del tipo que le doblaba en edad y en tamaño hasta que el glande golpeó la parte de trasera de su garganta. Éste gimió y le agarró del pelo para mantenerlo quieto, sintiendo como el cielo ese calor aterciopelado de la boca del chico. Su lengua zumbaba alrededor del grueso tronco, estremeciéndolo con las vibraciones de su campanilla cuando al muchacho le entraron arcadas.
– Salgamos del coche, vamos. Podrás comérmela mejor afuera –. Sugirió Jarlath tras echar una ojeada por la ventanilla y el espejo retrovisor a aquel solitario linde de parque o bosque urbano en el cual se hallaban, asegurándose de que no hubiera nadie cerca que pudiera interrumpirles.
Los amortiguadores de aquel modelo clásico de Ford fueron puestos a prueba cuando el hercúleo escocés en pantalón clásico y camisa abandonó su interior, sentándose en el capó con sus más de cien kilos de musculatura y una erección de caballo. David le siguió presto a la nocturna intemperie hasta posicionarse de cuclillas frente a él. Traía el rostro enrojecido y los ojos lacrimosos a consecuencia de su intento de proeza.
El muchacho retomó entonces su labor, acompañando de un gruñido ahogado el lento deslizamiento de su boca por aquel descomunal manubrio que lo amedrentaba y excitaba a partes iguales. De pronto, sintiendo la presión de la imperiosa zarpa de Jarlath en su cráneo, se afianzó a las rodillas del hombre. Sin embargo no se atrevió, o no pudo, o quizás trató de evitar, el oponer demasiada resistencia con el fin de satisfacer la necesidad de aquel macho a cuyos pies se hallaba de conservar el dominio de sus acciones.
El de Escocia gimió cuando la lengua de David bordeó la rolliza cabeza de su miembro, conociendo y explorando cada curva, cada relieve o hendidura de su glande. Lanzas de placer atravesaron su rugoso escroto, tensando los músculos de su vientre espasmódicamente al sentir los voluptuosos labios del mancebo deslizándose sobre su virilidad con la cadencia que le imponían sus manos.
– Así… Menuda boquita tienes, cabrón. Que gusto, joder… No pares hasta que yo te lo ordene –. Acomodado en aquella impoluta carrocería, Jarlath Dunn se abandonó al hedonismo. Aun sin ejercer presión, su mano se mantuvo enredada en el cabello del chico al que parecía amamantar con su verga. Y le vigiló. Observando a la media luz de una alejada farola como sus ojos se humedecían todavía más, como sus mejillas se ahuecaban a causa de la succión y la saliva se le acumulaba en las tensadas comisuras de la boca debido al tremendo esfuerzo por abarcar tamaño pedazo de carne.
Largo rato transcurrió antes de que Jarlath decidiera incorporarse del capó, adoptando tras hacerlo la posición hierática e intimidante de un titán. David retrocedió entonces sobre el suelo de grava de aquella cuneta en la noche, poniéndose de rodillas para reemprender la que –según él– se trataba de su primera felación brindada. Volvió a meterse en la boca una buena parte –y aquello era mucho– de la gruesa virilidad de aquel que le custodiaría hasta casa a cambio de la mamada que con denuedo le estaba propinando, erguido ahora el torso a consecuencia del cambio de postura y de la formidable talla del policía.
– Inténtalo de nuevo. ¡Vamos! –. Vociferó aquel armario empotrado con acento escocés. Nada le excitaba más que la carne fresca, la impericia de un ser inocente al que corromper y en cierto modo aleccionar, y contra eso ni la más versada de las putas o el más tragón de los chaperos podrían rivalizar. Puede que el placer proporcionado por David no alcanzara las mismas cotas que el ofrecido por los profesionales del sexo de Chinatown, al menos en el aspecto meramente físico, pero había algo hermoso, eróticamente frustrante y de lo más vivificador en estrenar la boca de un muchacho como él.
– Otra vez –. Gruñó con voz ronca, aunque una nueva arcada del chico le obligó a desistir en su empeño. Aquello le enfureció sobremanera, mas una parte de su libidinoso ego le adoraba por semejante ineptitud. El único pensamiento que albergaba su mente era agarrarle del pelo y obligar a su cabeza a moverse como él quería, hasta donde él quería, pero entonces David gimió. Un sonido ahogado por lo varonil de su carne, de silvestre tentación. Jarlath obligó a sus manos a quedarse a ambos lados de su cuerpo, tratando de respirar a través de las sensaciones que le tensaban el abdomen y sintiendo gotas de sudor recorrer su frente. Sudoración que no era fruto del calor, sino del esfuerzo en la contención que él mismo se había impuesto.
– Puto niñato… Hasta el culo de una paloma debe tener más fondo que tu boca –. Murmuró el tosco policía antes de embestir al muchacho de manera repentina y con moderada furia. Lo atrajo hacia vello púbico con ambas manos. Paró, y lo soltó. Lo atrajo de nuevo, y lo liberó. David le permitió invadir su boca hasta la garganta, y tragó. Dos nuevas arcadas y no pudo evitar el movimiento reflejo de presionar los recios muslos de aquel que follaba su boca con brutalidad, quedándole los pantalones a la altura de sus rodillas.
– Hostia puta… ¡Traga! –. La natural resistencia del joven le hizo despotricar, gruñir, sacudiendo Jarlath sus caderas hacia delante en una frustrada tentativa por alcanzar a penetrarle la tráquea. La presión disminuyó, pero sólo durante un segundo, regresando al percatarse de la humedad que se filtraba desde el rabillo de sus ojos por el esfuerzo que le tomara sostenerlo allí, engullendo hasta más de la mitad de aquella colosal verga que supondría un desafío para cualquiera.
– Ya… Voy a correrme… ¡Me corro! –. Le anunció Jarlath en un susurro entrecortado que fue subiendo de volúmen. Pasado un tiempo que, para muchos, habría supuesto una jodida eternidad. Y lo hizo al sentir la inminencia de su eyaculación. Cuando las venas de su polla se abultaron un poco más al contrario que las de sus colmados testículos. No es que fuera a permitirle que se apartara, ni mucho menos, sino que simplemente le advirtió para que estuviera preparado a la hora de recibir su corrida.
Entonces la sacó de su boca, raudo, y empezó a bombear él mismo su ensalivado miembro hasta sentir entre sus dedos el latido que precede toda liberación. Finalmente se le tensaron el abdomen y los glúteos, sus robustas piernas se flexionaron un poco y dos segundos después echó la cabeza atrás, con la mandíbula apretada, ahogando un rugido que hubiera sonado de lo más indiscreto mientras explotaba. Al terminar de descargarse, con dos copiosos chorros que cayeron en la cara del chico y un tercero en su pelo, no se sintió vacío y amargo por dentro. Eso solía sentirlo después de fornicar con putas o chaperos, pero que David le eligiera a él y a su pene sin desembolsos de por medio le resultó una experiencia mucho más estimulante de lo que en un principio había creído.
– Lo lamento, chaval. Ya sabes dónde encontrar algo con lo que limpiarte –. Le mintió Jarlath diplomático, más verdaderamente cortés que sarcástico, en alusión y disculpa a la espesa leche que había eyaculado sobre su cara. Luego empleó sus manos, las dos, para ordeñarse hasta la última gota de semen que hubiera podido quedar en el conducto de su herramienta. En realidad camuflaba su entusiasmo con un tono de displicencia, deliberada y orgullosamente, mientras se sacudía un miembro que de manera paulatina se achicaba e iba perdiendo su dureza.
– Al King’s College, pues –. Se limitó a comentar Jarlath, con inflexión apática y una sonrisa desganada, cuando ambos volvieron a ocupar sus respectivos asientos en el coche. Acto seguido quitó el freno de mano, pisando a fondo el acelerador una vez encauzado su Ford en la vía que circundaba aquella área verde y deshabitada de la ciudad.
– ¿Universitario entonces?–. No menos suspicaz que el chico que se limpiaba la cara a su lado, Jarlath se preguntó si realmente éste se alojaría en el campus del King’s College o simplemente le había dado una dirección cercana a su verdadero domicilio para así evitar que conociera donde vivía. Sea como fuere, evidente se hacía el esfuerzo del mayor por sacar un tema de conversación con el que distender aquel incómodo silencio. Poco tendría que preocuparle en verdad el hecho de no charlar ni hacer buenas migas con quien ya le había hecho correrse no una, sino dos veces. Pero aquel jovencito tan contradictorio como reservado no sólo suscitaba en él deseo, sino también una inquietante aspiración paternalista que casi le hizo sentirse violento, avergonzado de sí mismo por lo que le había forzado a hacer.
– No temas –. Señaló Jarlath de repente, viéndose obligado a aminorar la marcha hasta detenerse por culpa de un semáforo en rojo. Se hallaban nuevamente a nivel de la ciudad, junto al resto de los mortales a los pies de las colinas de Londres. – Con tan poco tráfico enseguida llegaremos a tu residencia –. Le comunicó al cabo, categórica y fríamente, esperando que aquel disco se tornara verde y les concediera vía libre. Golpeaba repetidas veces el volante con la palma de su diestra, como si tamboreara una rítmica melodía que sólo él alcanzara a oír. Con la otra mano se acomodó su miembro en la entrepierna de los pantalones, el cual se sentía aún caliente y rollizo en su lento adormecimiento.
– Dejarías que… –. La trémula voz del chico llegó a oídos de Jarlath acompañada de una caricia a su bragueta, bajándole éste la cremallera para volver a sacar su polla a medio engrosar y los huevos por la portañuela del pantalón. – Una así, estando morcillona –. La luz de un flash casi ciega al inspector de policía, proveniente de la cámara del móvil con el que David acababa de fotografiar su entrepierna. El cuarentón estalló en carcajadas ante la ocurrencia de aquel milénial cachondo.
– Si la quieres inmortalizar en todo su esplendor… Ya sabes lo que debes hacer –. Le hizo saber Dunn con una expresión lasciva, al tiempo que la luz verde del paso de cebra ante ellos se tornaba ámbar y parpadeante. David empezó a pajearle con el propósito de volver a despertar al dragón entre sus piernas, ansiando poder fotografiarle cuando éste desplegara nuevamente sus alas. Mientras lo hacía, Jarlath reanudó el trayecto y enfiló presuroso –casi temerario– hacia Strand, desacelerando y embragando mientras el motor gemía con fuerza al entrar la gasolina en los cilindros como si fuera sangre. Algo similar le ocurría a su infatigable polla.
Nunca antes había atravesado la ciudad tan deprisa. Era como si las corrientes del tráfico en Londres fueran las aguas de un río que les llevara con rapidez al King’s College. ¿El motivo? Jarlath no quiso prorrogar la despedida o se vería tentado a culminar su obra dándole por culo a aquel muchacho. O quizás negándose a hacerlo; como el león que se apiada de la cría de gacela no por falta de apetito, sino por tratarse de una presa demasiado fácil para un depredador que primariamente disfruta con el reto de la caza.
– Buff… Menudo pollón calzas, tío –. Le halagó David después de sacar una segunda foto de su rabo, ahora sí, en todo su máximo esplendor. Y una tercera, del tipo selfie , habiéndose inclinado para salir también él en la foto. – Mis amigos van a alucinar cuando lo vean. Aunque dudo mucho que me crean cuando les diga que me he estrenado con una de este tamaño –. El ego masculino del mayor se hinchó tanto o más que las venas de su verga tras escucharle decir aquello.
– Diles que me llamen para corroborarlo. Mi nombre es Jarlath, Jarlath Dunn –. Se presentó el escocés justo al caer en la cuenta de que aquel que le había masturbado, mamado la polla y fotografiado seguía sin saber cómo se llamaba. Consideró que David necesitaría de un nombre cuando ya en su cama recordara, antes de quedarse dormido, al tipo que le había salvado y desvirgado oralmente en una misma noche. Referirse a él antes sus amigos como “ese gigantesco hijo de puta con acento escocés” sería demasiado impersonal. Y Dunn prefería ser un cabronazo reconocido que un tipo más a quien odiar o adorar.
Los alrededores del King’s College, pasada la medianoche, carecían de ese ambiente lúdico festivo, genuinamente estudiantil, que solía caracterizar aquel distrito universitario a la luz del día. Lo cierto es que se trataba de una zona bastante solitaria en la madrugada, aunque algún que otro estudiante rezagado o insurrecto de cualquier toque de queda deambulara todavía por su perímetro cual chapero en busca de clientela.
– Voy a dejarte aquí –. Le dijo Jarlath a su joven pasajero mientras maniobraba con el propósito de estacionar enfrente a la entrada principal del campus en cuestión. La luz anaranjada de una hilera de farolas iluminó el sosiego en el rostro de David, pareciendo éste sentirse ya a salvo ante las puertas del que era –o tal vez no– su hogar como estudiante. Por fin Jarlath pudo contemplar su semblante limpio de ansiedad, considerando que aunque el chico acabara admitiéndole su disfrute personal le había conocido siendo acosado por tres hombres antes de coaccionarle sexualmente para su propio beneficio.
– Ha sido un verdadero placer, señorito David –. Se despidió el escocés con una sonrisa lupina rodeada de barba, sardónico el tono y tendiéndole la diestra aun dudando de si el otro querría o no estrechársela. Aunque sus modales, así como su cinismo, estuvieran a la altura de su depravación. David prefirió despedirse con un beso, depositándolo en la rasposa mejilla del maduro inspector de policía. Su gesto desconcertó al hombre y por poco le hizo sentir incómodo.
–¿Sabes si alguno de tus compañeros estaría también dispuesto a apaciguar mi estrés cualquier noche de estas? –. Una risa posterior a su pregunta delató que, ahora sí, Dunn únicamente estaba bromeando. El apenas veinteañero chisteó y le devolvió la mirada jocosa antes de abandonar el coche, despidiéndose coquetamente con la mano mientras se alejaba.
– No temas, chaval. Después de esta noche no volverás a saber de mí –. Jarlath, tras musitar lo dicho para sí mismo, se quedó observando con fijeza el culo en movimiento de aquel corderito al que había indultado de su sacrificio; o al menos liberado de ser ensartado en sus cuartos traseros. Y, una vez el muchacho hubo desaparecido de escena, volvió a guardar su compensada polla en los pantalones y se largó de allí a toda velocidad.