Las Aventuras de Malatesta

Un pirata llevado a la mala vida, es contratado por el Rey Felipe IV para recuperar el buque más importante de España.

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n de ejemplares de ella mediante alquiler o pr

é

stamo p

ú

blicos.

Las Aventuras de Malatesta

Índice

Malatesta

El Sant

í

sima Trinidad El Mot

í

n

La Gran Batalla

Malatesta

Cuenta la leyenda que en los mares del Mediterr

á

neo hab

í

a un gran pirata, de esos que la gente tem

í

a y temblaba solo con escuchar su nombre. Esa misma leyenda cuenta que ese pirata hac

í

a ya mucho tiempo hab

í

a perdido la raz

ó

n, y que ahora deambulaba de ciudad en ciudad emborrach

á

ndose como buen bucanero a ron.

Era un hombre alto, rudo, de ojos grandes del color de la miel, con una nariz aguile

ñ

a acompa

ñ

ada por una barba de varios d

í

as que daba la sensaci

ó

n de estar algo sucia.

Yo lo conoc

í

por el azar del destino y porque mi madre que en paz descanse no ten

í

a ni medios ni ganas para mantener a un hijo bastardo nacido tras una relaci

ó

n con un cliente, s

í

, mi madre era una prostituta de pueblo que se hab

í

a dejado ir por la mala vida tras el abandono de mi padre del cual yo no nunca supe nada, ni siquiera su nombre.

Perd

ó

n, se me olvido presentarme, me llamo Alvaro Astudillo y el protagonista de esta historia es el pirata Federico Malatesta.

Como dec

í

a, mi madre prefiri

ó

dejarme en manos de un corsario a tener la obligaci

ó

n de mantener a otra boca a la cual alimentar. As

í

el capit

á

n que no era tan ogro como lo pintaban las historias que corr

í

an de boca en boca a lo largo de las ciudades ba

ñ

adas con el mar mediterr

á

neo, me acepto como si fuese su hijo a cambio de que yo me formase como bucanero a sus ordenes.

Y as

í

fue durante a

ñ

os en peque

ñ

as trencillas marinas cerca de la costa, nada grande o digno de menci

ó

n en este relato, o quiz

á

s s

í

...

El Santísima Trinidad

El Sant

í

sima Trinidad era el buque con m

á

s nombre del momento, hab

í

a pertenecido a la armada espa

ñ

ola pero ahora estaba en manos de los Ingleses tras la batalla de las mil leguas donde dieron a los espa

ñ

oles pa`el pelo perdiendo oro, v

í

veres y nav

í

os donde se encontraba El Sant

í

sima Trinidad.

En esa batalla estuvo Malatesta, la verdad es que jam

á

s le o

í

hablar de aquella derrota, pero cualquier cosa que le recordase a los ingleses sus ojos se llenaban de odio y rencor esperando una oportunidad para vengar aquella derrota tan aciaga.

As

í

que no lo dudo ni un momento cuando desde la corte le hicieron personarse para recuperar el buque y parte de la autoestima perdida contra los ingleses.

En aquellos tiempos reinaba Felipe IV, que era buen Rey, pero le perd

í

an los l

í

os de faldas y ha sido hasta el momento nuestro monarca m

á

s mujeriego ya que le gustaba conquistar tanto a las mujeres nobles como a las de baja estofa.

El capit

á

n Malatesta se persono en el palacio del Buen Retiro que era la residencia recreo del Rey, donde le gustaba jugar a batallas navales en el estanque de los jardines del palacio.

No era la primera vez que le hac

í

a trabajos sucios al monarca, pero quiz

á

s esta vez la magnitud de la misi

ó

n provocaba cierto temor a Malatesta ya que no dispon

í

a de buque ni tripulaci

ó

n realmente cualificada para un ataque a los nav

í

os ingleses sin salir escaldados como en la batalla de las mil leguas.

A

ú

n as

í

el odio y las ganas de venganza hicieron que aceptase sin muchos tapujos la misi

ó

n, ademas le iba reportar bastantes coronas reales como para vivir durante un tiempo sin necesidad de hacer la pirater

í

a.

El Rey Felipe IV le dio dos buques de baja estima para tal aventura, algo que hac

í

a preocupar m

á

s a Malatesta, ya que se necesitar

í

a un milagro divino para hundir la flota inglesa con tan pocos galeones.

Ya se sabe que en Espa

ñ

a siempre nos gust

ó

hacer las cosas a nuestro modo, normalmente r

á

pido y mal, y por aquella

é

poca no iba a ser menos.

Fuimos el capit

á

n y yo por cada taberna de Madrid buscando la peor gente posible para la aventura, necesit

á

bamos a personas de mal vivir que su vida no fuese muy importante y que les diese igual asesinar o ser asesinados. Puede parecer que suena mal, pero os aseguro que en aquella

é

poca era de lo m

á

s com

ú

n, y cualquiera pod

í

a morir o matar por una rencilla de dinero o por alg

ú

n marido al que los cuernos y los celos se lo hab

í

an llevado los demonios.

As

í

que no fue muy dif

í

cil encontrar a ese tipo de gente, m

á

s bien fue lo contrario.

El Motín

Llevar contigo y confiar a gente de mala vida para una aventura puede resultar muy descabellado y llenarte el viaje de sorpresas, pero para el capit

á

n Malatesta acostumbrado a tratar con gente que su palabra val

í

a poco y pod

í

a comprarse por pocas coronas siempre le hac

í

a desconfiar.

As

í

que al caer la noche siempre dorm

í

amos los dos, vigilando nuestras espaldas y con un ojo siempre abierto por lo que pod

í

a pasar.

Lo que tem

í

amos paso una noche, con una llovizna fina, entre la niebla y con un fr

í

o de tres pares de narices para ser el mes de Octubre.

Entre el silencio, cuando la tripulaci

ó

n dorm

í

a pl

á

cidamente en cubierta resguard

á

ndose bajo la vela mayor de la lluvia, y con un mar en calma que hac

í

a que se escuchase perfectamente el golpeo de las gotas contra el agua.

Nosotros dorm

í

amos debajo de la cubierta, entre la bodega y la escalerilla que sub

í

a al puente, ten

í

amos dos salidas por el cual poder salir con m

á

s facilidad si hab

í

a alg

ú

n ataque sorpresa.

El capit

á

n, que era zorro viejo y desconfiado con un sue

ñ

o tan ligero que hasta el vuelo de una mosca lo despertaba con facilidad y siempre con su pistola cerca para empu

ñ

arla y disparar con rapidez, y vaya si era raudo, mucho, de los hombres m

á

s veloces que jam

á

s vi disparar a un adversario.

Son

ó

un crujido en la cubierta, tenue, pero fue suficiente para que el capit

á

n pegara un salto y cogiese su pistola, yo ajeno a todo segu

í

a durmiendo pl

á

cidamente, a saber que estar

í

a so

ñ

ando pero Malatesta siempre me dec

í

a que cuando so

ñ

aba se me dibujaba una sonrisa en la boca, y esa noche sonre

í

a seg

ú

n me cont

ó

mucho tiempo despu

é

s recordando esa m

í

sera noche.

Sali

ó

por la escalinata que sub

í

a al puente y de pronto alguien se abalanzo sobre el por la espalda, ambos cayeron al suelo, al levantarse lo m

á

s r

á

pido que pudo recibi

ó

una apu

ñ

alada en el costado de otra persona, antes de darse cuenta y mirar a su herida el Federico Malatesta disparo dando en el hombro al que le hab

í

a apu

ñ

alado por el frente.

El disparo despert

ó

a la tripulaci

ó

n y a m

í

, y r

á

pidamente sub

í

al puente donde estaba el capit

á

n mal herido tirado en el suelo con una herida de tres dedos en su costado y en frente un joven con un balazo en el hombro medio lloriqueando del dolor y pidiendo ayuda.

Nadie hizo caso a las suplicas, y lo llevamos directamente al calabozo entre gritos de dolor y clemencia, perd

ó

n que nunca tuvo ya que por orden del capit

á

n lo tiramos por la borda una vez que lo interrogamos, aunque apenas pudimos sacar informaci

ó

n ni saber quien era el otro que hab

í

a atacado a Malatesta por las espalda.

Ese intento de mot

í

n, fue el

ú

nico que recibimos durante esa aventura, pero siempre desconfi

á

bamos de cada uno de los tripulantes, puesto que por lo menos uno de ellos hab

í

a atacado al capit

á

n aquella noche.

La Gran Batalla

Frente a las costas de Cartagena se nos uni

ó

el segundo gale

ó

n, era bastante m

á

s grande que en el que

í

bamos, ten

í

a dos puentes y dos pisos donde por los ventanales sal

í

an las bocas de los ca

ñ

ones, la vela mayor era tres veces m

á

s grande que la nuestra de un blanco reluciente que contrastaba enormemente con la nuestra que empezaba a ser de color gris oscuro enmugrecida. Chocaba ver el contraste de ver a nuestra tripulaci

ó

n de gente sucia, mal oliente, con ropas ro

í

das y con un fuerte olor a ron, vamos lo peor que se pod

í

a encontrar por Madrid en aquella

é

poca al ver al ejercito naval del Rey Felipe IV todos tan bien uniformados, puestos en posici

ó

n, educados y con unas armas que ojal

á

las hubi

é

ramos tenido nosotros para habernos facilitado la tarea en tantas y tantas aventuras dignas y no dignas de contar.

Nuestro barco no solo era mucho m

á

s peque

ñ

o y peor equipado de armamento sino que encima era mucho m

á

s lento unos tres o cuatro nudos, as

í

que

í

bamos muy por detr

á

s de la fragata del ejercito real.

Tras cuatro noches y cinco d

í

as llegamos al lugar donde se

encontraba El Sant

í

sima Trinidad, ten

í

a al rededor dos barcos, uno a babor y otro a estribor que le proteg

í

an de cualquier ataque, los tres buques permanec

í

an en paralelo, anclados cerca de las costas que ba

ñ

aban C

á

diz, estaban como esper

á

ndonos, como si les hubiesen avisado de nuestra intenci

ó

n, como si supiesen que quer

í

amos recuperar el autoestima de haber perdido la batalla de las mil leguas, y de recuperar nuestro mejor barco que jam

á

s se hab

í

a construido en Espa

ñ

a.

Estuvimos inm

ó

viles un buen rato, a unas dos millas de la flota inglesa, esper

á

bamos que ellos tomasen la decisi

ó

n de huir o atacar, l

ó

gicamente eligieron lo primero, y los dos barcos que estaban paralelos a nuestro buque robado, maniobraron para ponerse entre el El Sant

í

sima Trinidad y nuestros dos galeones, hac

í

an pantalla, cualquier ca

ñ

onazo nuestro los hubiese da

ñ

ado pero no hubiese llegado ni una sola bala.

Dispararon primero, primero un barco y despu

é

s el otro, nunca a la vez,

pero est

á

bamos lo suficientemente lejos como para que no llegasen ning

ú

n proyectil a los galeones.

Nosotros segu

í

amos impasibles, esperando ordenes ya sea de Malatesta o del ejercito Real, pero no se produjo, dej

á

bamos que fuesen los Ingleses quien hicieran todas las maniobras para atacarnos y quiz

á

s gastasen fuerzas que despu

é

s iban a necesitar.

Se pusieron a pocos pies de los galeones, y ahora a cada

ca

ñ

onazo respond

í

amos nosotros con otros tantos, nuestros ca

ñ

ones de seis y doce libras apenas da

ñ

aban su casco mientras que los suyos hac

í

an mella, as

í

que supon

í

a que ten

í

a que ser de unas dieciocho libras.

En uno de sus ca

ñ

onazos parti

ó

nuestra vela mayor provocando que cayese al mar tirando a parte de la tripulaci

ó

n de proa al agua.

Cada vez los buques se acercaban m

á

s, mientras que el gale

ó

n Real se movi

ó

mientras ca

ñ

oneaba a una de las fragatas para intentar hundirlo antes de abordarlo.

Nuestro buque ya no pod

í

a maniobrar, y solo pod

í

a defenderse a ca

ñ

onazos del barco que cada vez m

á

s se le acercaba.

Malatesta grito que cogiesen sus mosquetones y espadas que nos iban abordar, as

í

fue, entre gritos de "al abordajeeee" el ejercito Ingles llego a nuestro gale

ó

n.

Por primera vez vi los ojos de la tripulaci

ó

n llenos de miedo, la mayor

í

a iban a morir entre las espadas inglesas, y otros tantos los que menos suerte iban a tener ser

í

an prisioneros de guerra, lo cual era la peor de las noticias para cualquiera de nosotros.

El capit

á

n me miro, y con sus ojos llenos de odio empu

ñ

o su espada y de un solo golpe mato a dos ingleses, despu

é

s con otro a otros dos, a uno le corto un brazo, a otro le rebano el cuello, a otro m

á

s la pierna, as

í

fueron cayendo de dos en dos cualquiera que se enfrentase cara a cara al capit

á

n.

Yo que no tenia miedo, jamas hab

í

a matado a un hombre, siempre estaba protegido por Malatesta, pero ese d

í

a mi alma se apoder

ó

de ira, y mate por primera vez, la sensaci

ó

n al quitar una vida no fue agradable, pero era matar o ser matado, y entre esas dos opciones prefer

í

a la primera.

Aunque

é

ramos menos, si

é

ramos m

á

s salvajes, est

á

bamos llenos de odio as

í

que logramos acabar con el ejercito de ese buque.

Federico Malatesta nos ordeno que ayud

á

semos a heridos y subi

é

semos al buque que nos hab

í

a abordado.

Como nos ordeno hicimos, un grito se escucho desde el puente "Izar la vela Mayor", maniobramos para abandonar nuestro defenestrado gale

ó

n en busca

del El Sant

í

sima Trinidad.

A nuestra diestra se escuchaban los tiros de las pistolas y mosquetones de

los ej

é

rcitos espa

ñ

ol e ingles, ajenos a lo que pasaba entre nosotros.

Nuestra distancia con el barco era escasa, pero se hizo eterno el tiempo hasta que llegamos, apenas

é

ramos quince, y en el barco hab

í

an m

á

s cincuenta soldados que nos esperaban a tiros y ca

ñ

onazos.

La suerte hizo que ninguno de los proyectiles nos diese, y no causara ninguna baja entre nuestro reducido ejercito de piratas de mala vida.

Abordamos El Sant

í

sima Trinidad con las espadas en mano, no hubo fuego de pistolas, quer

í

amos acabar con ellos mano a mano, uno a uno excepto el capit

á

n que mataba de dos en dos.

A uno le cortaba el cuello, a otro le rebanaba el estomago, a otro le clavaba una daga en el pecho mientras con la mano siniestra luchaba espada con espada con otro soldado ingles. Mientras el mataba a dos yo a

ú

n no hab

í

a matado a

ninguno, no ten

í

a ni su experiencia ni su velocidad de mano para contrarrestar los los ataques mientras a la vez atacaba, a

ú

n as

í

ninguno de los quince muri

ó

en aquella lucha de hombres.

La fragata del ejercito espa

ñ

ol, ard

í

a aunque hab

í

a conseguido reducir y hundir el barco ingles a la espera de que nosotros una vez recuperado

el El Sant

í

sima Trinidad fu

é

semos en su ayuda, nada m

á

s lejos de la realidad, dejamos a su amparo a los pocos supervivientes del ejercito de nuestro Rey Felipe IV y como buenos piratas nos hicimos con el barco m

á

s r

á

pido, lujoso y famoso de esa

é

poca en Espa

ñ

a.

L

ó

gicamente nuestra traici

ó

n a la corona espa

ñ

ola no iba a quedar impune y Felipe IV puso muchas coronas sobre la mesa para qui

é

n le entregase nuestras cabezas, pero eso ya ser

á

otra Historia que contaremos otro d

í

a.

Datos sobre el relato

En el relato la moneda que utiliza el autor es la corona, pero realmente no era la moneda que se utilizaba en Espa

ñ

a en esa

é

poca si no...

CENT

É

N.­ Moneda de oro acu

ñ

ada por Felipe III, Felipe IV y Carlos II; su peso era de 359 gramos y su valor de 100 escudos de oro. Todas las monedas de esta clase fueron labradas en el Real Ingenio de la moneda de Segovia. Tambi

é

n durante el reinado de Isabel II se llamo cent

é

n a la moneda de 100 reales, durante el periodo 1848­1855.

El Sant

í

sima Trinidad

El Sant

í

sima Trinidad, oficialmente Nuestra Se

ñ

ora de la Sant

í

sima Trinidad, fue

un

nav

í

o espa

ñ

ol

de 120

ca

ñ

ones

en un principio, ampliados hasta 140 con posterioridad, el m

á

s grande de su

é

poca, recib

í

a el apodo de "

El Escorial

de los mares" y era uno de los pocos nav

í

os de l

í

nea de cuatro

puentes

que existieron.

En julio de

1779

, Espa

ñ

a declar

ó

la guerra a

Gran Breta

ñ

a

junto a

Francia

en apoyo a las colonias norteamericanas en su

Guerra de la Independencia

. El Sant

í

sima Trinidad fue el

buque insignia

de la flota espa

ñ

ola y tom

ó

parte en las operaciones en el

canal de la Mancha

a finales del verano de ese a

ñ

o. En

1780

, particip

ó

en la

captura de un convoy ingl

é

s de 55 buques

. En 1782 fue incorporado a la escuadra del

Mediterr

á

neo

y particip

ó

en la

batalla del cabo de Espartel

.

En la batalla del cabo de San Vicente, fue desarbolado, y pudo salvarse de ser capturado cuando ya se hab

í

a rendido gracias a la intervenci

ó

n del nav

í

o

Infante don Pelayo

bajo el mando del

capit

á

n de nav

í

o Cayetano Vald

é

s

, que acudi

ó

en auxilio del Sant

í

sima Trinidad y consigui

ó

salvarlo de un apresamiento por parte de las fuerzas

brit

á

nicas

, llegando incluso a amenazar con dispararle si no volv

í

a a izar el pabell

ó

n.

El Pelayo se interpuso en la l

í

nea de fuego enemiga, con lo cual, consigui

ó

dar tiempo para que se fueran incorporando otros nav

í

os espa

ñ

oles que acudieron al mismo lugar y provocando la retirada de las fuerzas brit

á

nica.

Se lo recuerda sobre todo por su tr

á

gico final en la

batalla de Trafalgar

(21 de octubre de

1805

).

Estuvo en aquella ocasi

ó

n bajo las

ó

rdenes del jefe de escuadra

Baltasar Hidalgo de Cisneros

, y con

Francisco Javier de Uriarte y Borja

como

Capit

á

n de Bandera

. Tras una dura lucha fue capturado por los ingleses en muy malas condiciones, con m

á

s de 200 muertos y 100 heridos.

Los ingleses pusieron todo su empe

ñ

o en salvarlo y llevarlo al puerto ingl

é

s de

Gibraltar

, siendo remolcado por las

fragatas

HMS Naiad

y

HMS Phoebe

. Sin embargo, finalmente se hundir

í

a el

24 de octubre

a unas 25

ó

28

millas

al sur de C

á

diz.

S

í

mbolo del final del poder

í

o espa

ñ

ol en los mares, la mayor arma de guerra de su

é

poca permanece ahora en el fondo del mar. Sus piezas de artiller

í

a fueron extra

í

das e instaladas en la entrada del

Pante

ó

n de Marinos Ilustres

situado en la Escuela de Suboficiales de la Armada, en

San Fernando (C

á

diz)

.

Felipe IV

Felipe IV de Austria o Habsburgo, llamado «el Grande» o «el Rey Planeta» (

Valladolid

,

8 de abril

de

1605

­

Madrid

,

17 de septiembre

de

1665

), fue

rey de Espa

ñ

a

2

desde el

31 de marzo

de

1621

hasta su muerte, y de

Portugal

desde la misma fecha hasta

diciembre

de

1640

. Su reinado de 44 a

ñ

os y 170 d

í

as fue el m

á

s largo de la

casa de Austria

y el tercero de la historia espa

ñ

ola, siendo superado s

ó

lo por

Felipe V

y

Alfonso XIII

, aunque los primeros diecis

é

is a

ñ

os del reinado de este

ú

ltimo fueron bajo regencia.

Durante la primera etapa de su reinado comparti

ó

la responsabilidad de los asuntos de Estado con don

Gaspar de Guzm

á

n

,

Conde­Duque de Olivares

, quien realiz

ó

una en

é

rgica pol

í

tica exterior que buscaba mantener la hegemon

í

a espa

ñ

ola en

Europa

. Tras la ca

í

da de Olivares, se encarg

ó

personalmente de los asuntos de gobierno, ayudado por cortesanos muy influyentes, como

Luis M

é

ndez de Haro

, sobrino de Olivares, y el

duque de Medina de las Torres

.

Los exitosos primeros a

ñ

os de su reinado auguraron la restauraci

ó

n de la preeminencia universal de los Habsburgo, pero la guerra constante de la Europa protestante y la cat

ó

lica Francia contra Espa

ñ

a condujeron al declive y ruina de la Monarqu

í

a Hisp

á

nica, que hubo de ceder la hegemon

í

a en Europa a la pujante Francia de

Luis XIV

, as

í

como reconocer la independencia de

Portugal

y las

Provincias Unidas

.

Por lo tanto Felipe IV es anterior a la construcci

ó

n del Sant

í

sima Trinidad