Las Aventuras de Malatesta
Un pirata llevado a la mala vida, es contratado por el Rey Felipe IV para recuperar el buque más importante de España.
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2014, MBV
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n de ejemplares de ella mediante alquiler o pr
é
stamo p
ú
blicos.
Las Aventuras de Malatesta
Índice
Malatesta
El Sant
í
sima Trinidad El Mot
í
n
La Gran Batalla
Malatesta
Cuenta la leyenda que en los mares del Mediterr
á
neo hab
í
a un gran pirata, de esos que la gente tem
í
a y temblaba solo con escuchar su nombre. Esa misma leyenda cuenta que ese pirata hac
í
a ya mucho tiempo hab
í
a perdido la raz
ó
n, y que ahora deambulaba de ciudad en ciudad emborrach
á
ndose como buen bucanero a ron.
Era un hombre alto, rudo, de ojos grandes del color de la miel, con una nariz aguile
ñ
a acompa
ñ
ada por una barba de varios d
í
as que daba la sensaci
ó
n de estar algo sucia.
Yo lo conoc
í
por el azar del destino y porque mi madre que en paz descanse no ten
í
a ni medios ni ganas para mantener a un hijo bastardo nacido tras una relaci
ó
n con un cliente, s
í
, mi madre era una prostituta de pueblo que se hab
í
a dejado ir por la mala vida tras el abandono de mi padre del cual yo no nunca supe nada, ni siquiera su nombre.
Perd
ó
n, se me olvido presentarme, me llamo Alvaro Astudillo y el protagonista de esta historia es el pirata Federico Malatesta.
Como dec
í
a, mi madre prefiri
ó
dejarme en manos de un corsario a tener la obligaci
ó
n de mantener a otra boca a la cual alimentar. As
í
el capit
á
n que no era tan ogro como lo pintaban las historias que corr
í
an de boca en boca a lo largo de las ciudades ba
ñ
adas con el mar mediterr
á
neo, me acepto como si fuese su hijo a cambio de que yo me formase como bucanero a sus ordenes.
Y as
í
fue durante a
ñ
os en peque
ñ
as trencillas marinas cerca de la costa, nada grande o digno de menci
ó
n en este relato, o quiz
á
s s
í
...
El Santísima Trinidad
El Sant
í
sima Trinidad era el buque con m
á
s nombre del momento, hab
í
a pertenecido a la armada espa
ñ
ola pero ahora estaba en manos de los Ingleses tras la batalla de las mil leguas donde dieron a los espa
ñ
oles pa`el pelo perdiendo oro, v
í
veres y nav
í
os donde se encontraba El Sant
í
sima Trinidad.
En esa batalla estuvo Malatesta, la verdad es que jam
á
s le o
í
hablar de aquella derrota, pero cualquier cosa que le recordase a los ingleses sus ojos se llenaban de odio y rencor esperando una oportunidad para vengar aquella derrota tan aciaga.
As
í
que no lo dudo ni un momento cuando desde la corte le hicieron personarse para recuperar el buque y parte de la autoestima perdida contra los ingleses.
En aquellos tiempos reinaba Felipe IV, que era buen Rey, pero le perd
í
an los l
í
os de faldas y ha sido hasta el momento nuestro monarca m
á
s mujeriego ya que le gustaba conquistar tanto a las mujeres nobles como a las de baja estofa.
El capit
á
n Malatesta se persono en el palacio del Buen Retiro que era la residencia recreo del Rey, donde le gustaba jugar a batallas navales en el estanque de los jardines del palacio.
No era la primera vez que le hac
í
a trabajos sucios al monarca, pero quiz
á
s esta vez la magnitud de la misi
ó
n provocaba cierto temor a Malatesta ya que no dispon
í
a de buque ni tripulaci
ó
n realmente cualificada para un ataque a los nav
í
os ingleses sin salir escaldados como en la batalla de las mil leguas.
A
ú
n as
í
el odio y las ganas de venganza hicieron que aceptase sin muchos tapujos la misi
ó
n, ademas le iba reportar bastantes coronas reales como para vivir durante un tiempo sin necesidad de hacer la pirater
í
a.
El Rey Felipe IV le dio dos buques de baja estima para tal aventura, algo que hac
í
a preocupar m
á
s a Malatesta, ya que se necesitar
í
a un milagro divino para hundir la flota inglesa con tan pocos galeones.
Ya se sabe que en Espa
ñ
a siempre nos gust
ó
hacer las cosas a nuestro modo, normalmente r
á
pido y mal, y por aquella
é
poca no iba a ser menos.
Fuimos el capit
á
n y yo por cada taberna de Madrid buscando la peor gente posible para la aventura, necesit
á
bamos a personas de mal vivir que su vida no fuese muy importante y que les diese igual asesinar o ser asesinados. Puede parecer que suena mal, pero os aseguro que en aquella
é
poca era de lo m
á
s com
ú
n, y cualquiera pod
í
a morir o matar por una rencilla de dinero o por alg
ú
n marido al que los cuernos y los celos se lo hab
í
an llevado los demonios.
As
í
que no fue muy dif
í
cil encontrar a ese tipo de gente, m
á
s bien fue lo contrario.
El Motín
Llevar contigo y confiar a gente de mala vida para una aventura puede resultar muy descabellado y llenarte el viaje de sorpresas, pero para el capit
á
n Malatesta acostumbrado a tratar con gente que su palabra val
í
a poco y pod
í
a comprarse por pocas coronas siempre le hac
í
a desconfiar.
As
í
que al caer la noche siempre dorm
í
amos los dos, vigilando nuestras espaldas y con un ojo siempre abierto por lo que pod
í
a pasar.
Lo que tem
í
amos paso una noche, con una llovizna fina, entre la niebla y con un fr
í
o de tres pares de narices para ser el mes de Octubre.
Entre el silencio, cuando la tripulaci
ó
n dorm
í
a pl
á
cidamente en cubierta resguard
á
ndose bajo la vela mayor de la lluvia, y con un mar en calma que hac
í
a que se escuchase perfectamente el golpeo de las gotas contra el agua.
Nosotros dorm
í
amos debajo de la cubierta, entre la bodega y la escalerilla que sub
í
a al puente, ten
í
amos dos salidas por el cual poder salir con m
á
s facilidad si hab
í
a alg
ú
n ataque sorpresa.
El capit
á
n, que era zorro viejo y desconfiado con un sue
ñ
o tan ligero que hasta el vuelo de una mosca lo despertaba con facilidad y siempre con su pistola cerca para empu
ñ
arla y disparar con rapidez, y vaya si era raudo, mucho, de los hombres m
á
s veloces que jam
á
s vi disparar a un adversario.
Son
ó
un crujido en la cubierta, tenue, pero fue suficiente para que el capit
á
n pegara un salto y cogiese su pistola, yo ajeno a todo segu
í
a durmiendo pl
á
cidamente, a saber que estar
í
a so
ñ
ando pero Malatesta siempre me dec
í
a que cuando so
ñ
aba se me dibujaba una sonrisa en la boca, y esa noche sonre
í
a seg
ú
n me cont
ó
mucho tiempo despu
é
s recordando esa m
í
sera noche.
Sali
ó
por la escalinata que sub
í
a al puente y de pronto alguien se abalanzo sobre el por la espalda, ambos cayeron al suelo, al levantarse lo m
á
s r
á
pido que pudo recibi
ó
una apu
ñ
alada en el costado de otra persona, antes de darse cuenta y mirar a su herida el Federico Malatesta disparo dando en el hombro al que le hab
í
a apu
ñ
alado por el frente.
El disparo despert
ó
a la tripulaci
ó
n y a m
í
, y r
á
pidamente sub
í
al puente donde estaba el capit
á
n mal herido tirado en el suelo con una herida de tres dedos en su costado y en frente un joven con un balazo en el hombro medio lloriqueando del dolor y pidiendo ayuda.
Nadie hizo caso a las suplicas, y lo llevamos directamente al calabozo entre gritos de dolor y clemencia, perd
ó
n que nunca tuvo ya que por orden del capit
á
n lo tiramos por la borda una vez que lo interrogamos, aunque apenas pudimos sacar informaci
ó
n ni saber quien era el otro que hab
í
a atacado a Malatesta por las espalda.
Ese intento de mot
í
n, fue el
ú
nico que recibimos durante esa aventura, pero siempre desconfi
á
bamos de cada uno de los tripulantes, puesto que por lo menos uno de ellos hab
í
a atacado al capit
á
n aquella noche.
La Gran Batalla
Frente a las costas de Cartagena se nos uni
ó
el segundo gale
ó
n, era bastante m
á
s grande que en el que
í
bamos, ten
í
a dos puentes y dos pisos donde por los ventanales sal
í
an las bocas de los ca
ñ
ones, la vela mayor era tres veces m
á
s grande que la nuestra de un blanco reluciente que contrastaba enormemente con la nuestra que empezaba a ser de color gris oscuro enmugrecida. Chocaba ver el contraste de ver a nuestra tripulaci
ó
n de gente sucia, mal oliente, con ropas ro
í
das y con un fuerte olor a ron, vamos lo peor que se pod
í
a encontrar por Madrid en aquella
é
poca al ver al ejercito naval del Rey Felipe IV todos tan bien uniformados, puestos en posici
ó
n, educados y con unas armas que ojal
á
las hubi
é
ramos tenido nosotros para habernos facilitado la tarea en tantas y tantas aventuras dignas y no dignas de contar.
Nuestro barco no solo era mucho m
á
s peque
ñ
o y peor equipado de armamento sino que encima era mucho m
á
s lento unos tres o cuatro nudos, as
í
que
í
bamos muy por detr
á
s de la fragata del ejercito real.
Tras cuatro noches y cinco d
í
as llegamos al lugar donde se
encontraba El Sant
í
sima Trinidad, ten
í
a al rededor dos barcos, uno a babor y otro a estribor que le proteg
í
an de cualquier ataque, los tres buques permanec
í
an en paralelo, anclados cerca de las costas que ba
ñ
aban C
á
diz, estaban como esper
á
ndonos, como si les hubiesen avisado de nuestra intenci
ó
n, como si supiesen que quer
í
amos recuperar el autoestima de haber perdido la batalla de las mil leguas, y de recuperar nuestro mejor barco que jam
á
s se hab
í
a construido en Espa
ñ
a.
Estuvimos inm
ó
viles un buen rato, a unas dos millas de la flota inglesa, esper
á
bamos que ellos tomasen la decisi
ó
n de huir o atacar, l
ó
gicamente eligieron lo primero, y los dos barcos que estaban paralelos a nuestro buque robado, maniobraron para ponerse entre el El Sant
í
sima Trinidad y nuestros dos galeones, hac
í
an pantalla, cualquier ca
ñ
onazo nuestro los hubiese da
ñ
ado pero no hubiese llegado ni una sola bala.
Dispararon primero, primero un barco y despu
é
s el otro, nunca a la vez,
pero est
á
bamos lo suficientemente lejos como para que no llegasen ning
ú
n proyectil a los galeones.
Nosotros segu
í
amos impasibles, esperando ordenes ya sea de Malatesta o del ejercito Real, pero no se produjo, dej
á
bamos que fuesen los Ingleses quien hicieran todas las maniobras para atacarnos y quiz
á
s gastasen fuerzas que despu
é
s iban a necesitar.
Se pusieron a pocos pies de los galeones, y ahora a cada
ca
ñ
onazo respond
í
amos nosotros con otros tantos, nuestros ca
ñ
ones de seis y doce libras apenas da
ñ
aban su casco mientras que los suyos hac
í
an mella, as
í
que supon
í
a que ten
í
a que ser de unas dieciocho libras.
En uno de sus ca
ñ
onazos parti
ó
nuestra vela mayor provocando que cayese al mar tirando a parte de la tripulaci
ó
n de proa al agua.
Cada vez los buques se acercaban m
á
s, mientras que el gale
ó
n Real se movi
ó
mientras ca
ñ
oneaba a una de las fragatas para intentar hundirlo antes de abordarlo.
Nuestro buque ya no pod
í
a maniobrar, y solo pod
í
a defenderse a ca
ñ
onazos del barco que cada vez m
á
s se le acercaba.
Malatesta grito que cogiesen sus mosquetones y espadas que nos iban abordar, as
í
fue, entre gritos de "al abordajeeee" el ejercito Ingles llego a nuestro gale
ó
n.
Por primera vez vi los ojos de la tripulaci
ó
n llenos de miedo, la mayor
í
a iban a morir entre las espadas inglesas, y otros tantos los que menos suerte iban a tener ser
í
an prisioneros de guerra, lo cual era la peor de las noticias para cualquiera de nosotros.
El capit
á
n me miro, y con sus ojos llenos de odio empu
ñ
o su espada y de un solo golpe mato a dos ingleses, despu
é
s con otro a otros dos, a uno le corto un brazo, a otro le rebano el cuello, a otro m
á
s la pierna, as
í
fueron cayendo de dos en dos cualquiera que se enfrentase cara a cara al capit
á
n.
Yo que no tenia miedo, jamas hab
í
a matado a un hombre, siempre estaba protegido por Malatesta, pero ese d
í
a mi alma se apoder
ó
de ira, y mate por primera vez, la sensaci
ó
n al quitar una vida no fue agradable, pero era matar o ser matado, y entre esas dos opciones prefer
í
a la primera.
Aunque
é
ramos menos, si
é
ramos m
á
s salvajes, est
á
bamos llenos de odio as
í
que logramos acabar con el ejercito de ese buque.
Federico Malatesta nos ordeno que ayud
á
semos a heridos y subi
é
semos al buque que nos hab
í
a abordado.
Como nos ordeno hicimos, un grito se escucho desde el puente "Izar la vela Mayor", maniobramos para abandonar nuestro defenestrado gale
ó
n en busca
del El Sant
í
sima Trinidad.
A nuestra diestra se escuchaban los tiros de las pistolas y mosquetones de
los ej
é
rcitos espa
ñ
ol e ingles, ajenos a lo que pasaba entre nosotros.
Nuestra distancia con el barco era escasa, pero se hizo eterno el tiempo hasta que llegamos, apenas
é
ramos quince, y en el barco hab
í
an m
á
s cincuenta soldados que nos esperaban a tiros y ca
ñ
onazos.
La suerte hizo que ninguno de los proyectiles nos diese, y no causara ninguna baja entre nuestro reducido ejercito de piratas de mala vida.
Abordamos El Sant
í
sima Trinidad con las espadas en mano, no hubo fuego de pistolas, quer
í
amos acabar con ellos mano a mano, uno a uno excepto el capit
á
n que mataba de dos en dos.
A uno le cortaba el cuello, a otro le rebanaba el estomago, a otro le clavaba una daga en el pecho mientras con la mano siniestra luchaba espada con espada con otro soldado ingles. Mientras el mataba a dos yo a
ú
n no hab
í
a matado a
ninguno, no ten
í
a ni su experiencia ni su velocidad de mano para contrarrestar los los ataques mientras a la vez atacaba, a
ú
n as
í
ninguno de los quince muri
ó
en aquella lucha de hombres.
La fragata del ejercito espa
ñ
ol, ard
í
a aunque hab
í
a conseguido reducir y hundir el barco ingles a la espera de que nosotros una vez recuperado
el El Sant
í
sima Trinidad fu
é
semos en su ayuda, nada m
á
s lejos de la realidad, dejamos a su amparo a los pocos supervivientes del ejercito de nuestro Rey Felipe IV y como buenos piratas nos hicimos con el barco m
á
s r
á
pido, lujoso y famoso de esa
é
poca en Espa
ñ
a.
L
ó
gicamente nuestra traici
ó
n a la corona espa
ñ
ola no iba a quedar impune y Felipe IV puso muchas coronas sobre la mesa para qui
é
n le entregase nuestras cabezas, pero eso ya ser
á
otra Historia que contaremos otro d
í
a.
Datos sobre el relato
En el relato la moneda que utiliza el autor es la corona, pero realmente no era la moneda que se utilizaba en Espa
ñ
a en esa
é
poca si no...
CENT
É
N. Moneda de oro acu
ñ
ada por Felipe III, Felipe IV y Carlos II; su peso era de 359 gramos y su valor de 100 escudos de oro. Todas las monedas de esta clase fueron labradas en el Real Ingenio de la moneda de Segovia. Tambi
é
n durante el reinado de Isabel II se llamo cent
é
n a la moneda de 100 reales, durante el periodo 18481855.
El Sant
í
sima Trinidad
El Sant
í
sima Trinidad, oficialmente Nuestra Se
ñ
ora de la Sant
í
sima Trinidad, fue
un
nav
í
o espa
ñ
ol
de 120
ca
ñ
ones
en un principio, ampliados hasta 140 con posterioridad, el m
á
s grande de su
é
poca, recib
í
a el apodo de "
El Escorial
de los mares" y era uno de los pocos nav
í
os de l
í
nea de cuatro
puentes
que existieron.
En julio de
1779
, Espa
ñ
a declar
ó
la guerra a
Gran Breta
ñ
a
junto a
Francia
en apoyo a las colonias norteamericanas en su
Guerra de la Independencia
. El Sant
í
sima Trinidad fue el
buque insignia
de la flota espa
ñ
ola y tom
ó
parte en las operaciones en el
canal de la Mancha
a finales del verano de ese a
ñ
o. En
1780
, particip
ó
en la
captura de un convoy ingl
é
s de 55 buques
. En 1782 fue incorporado a la escuadra del
Mediterr
á
neo
y particip
ó
en la
batalla del cabo de Espartel
.
En la batalla del cabo de San Vicente, fue desarbolado, y pudo salvarse de ser capturado cuando ya se hab
í
a rendido gracias a la intervenci
ó
n del nav
í
o
Infante don Pelayo
bajo el mando del
capit
á
n de nav
í
o Cayetano Vald
é
s
, que acudi
ó
en auxilio del Sant
í
sima Trinidad y consigui
ó
salvarlo de un apresamiento por parte de las fuerzas
brit
á
nicas
, llegando incluso a amenazar con dispararle si no volv
í
a a izar el pabell
ó
n.
El Pelayo se interpuso en la l
í
nea de fuego enemiga, con lo cual, consigui
ó
dar tiempo para que se fueran incorporando otros nav
í
os espa
ñ
oles que acudieron al mismo lugar y provocando la retirada de las fuerzas brit
á
nica.
Se lo recuerda sobre todo por su tr
á
gico final en la
batalla de Trafalgar
(21 de octubre de
1805
).
Estuvo en aquella ocasi
ó
n bajo las
ó
rdenes del jefe de escuadra
Baltasar Hidalgo de Cisneros
, y con
Francisco Javier de Uriarte y Borja
como
Capit
á
n de Bandera
. Tras una dura lucha fue capturado por los ingleses en muy malas condiciones, con m
á
s de 200 muertos y 100 heridos.
Los ingleses pusieron todo su empe
ñ
o en salvarlo y llevarlo al puerto ingl
é
s de
Gibraltar
, siendo remolcado por las
fragatas
HMS Naiad
y
HMS Phoebe
. Sin embargo, finalmente se hundir
í
a el
24 de octubre
a unas 25
ó
28
millas
al sur de C
á
diz.
S
í
mbolo del final del poder
í
o espa
ñ
ol en los mares, la mayor arma de guerra de su
é
poca permanece ahora en el fondo del mar. Sus piezas de artiller
í
a fueron extra
í
das e instaladas en la entrada del
Pante
ó
n de Marinos Ilustres
situado en la Escuela de Suboficiales de la Armada, en
San Fernando (C
á
diz)
.
Felipe IV
Felipe IV de Austria o Habsburgo, llamado «el Grande» o «el Rey Planeta» (
Valladolid
,
8 de abril
de
1605
Madrid
,
17 de septiembre
de
1665
), fue
rey de Espa
ñ
a
2
desde el
31 de marzo
de
1621
hasta su muerte, y de
Portugal
desde la misma fecha hasta
diciembre
de
1640
. Su reinado de 44 a
ñ
os y 170 d
í
as fue el m
á
s largo de la
casa de Austria
y el tercero de la historia espa
ñ
ola, siendo superado s
ó
lo por
Felipe V
y
Alfonso XIII
, aunque los primeros diecis
é
is a
ñ
os del reinado de este
ú
ltimo fueron bajo regencia.
Durante la primera etapa de su reinado comparti
ó
la responsabilidad de los asuntos de Estado con don
Gaspar de Guzm
á
n
,
CondeDuque de Olivares
, quien realiz
ó
una en
é
rgica pol
í
tica exterior que buscaba mantener la hegemon
í
a espa
ñ
ola en
Europa
. Tras la ca
í
da de Olivares, se encarg
ó
personalmente de los asuntos de gobierno, ayudado por cortesanos muy influyentes, como
Luis M
é
ndez de Haro
, sobrino de Olivares, y el
duque de Medina de las Torres
.
Los exitosos primeros a
ñ
os de su reinado auguraron la restauraci
ó
n de la preeminencia universal de los Habsburgo, pero la guerra constante de la Europa protestante y la cat
ó
lica Francia contra Espa
ñ
a condujeron al declive y ruina de la Monarqu
í
a Hisp
á
nica, que hubo de ceder la hegemon
í
a en Europa a la pujante Francia de
Luis XIV
, as
í
como reconocer la independencia de
Portugal
y las
Provincias Unidas
.
Por lo tanto Felipe IV es anterior a la construcci
ó
n del Sant
í
sima Trinidad