Las aventuras de los hermanos O´Sullivan

La apacible vida de Jackie O´Sullivan se ve truncada por un hecho inusual. El pasado surgirá para acosarla, su lascivo hermano la torturará y, al final, toda su vida dará un giro completo.

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--CAPÍTULO 1--

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Creo que si hay alguna forma de testimoniar la vida de un ser despreciable, vil, ladino y lujurioso, es dejándolo por escrito. El ser al que me refiero es mi hermano, Jasper O’Sullivan y yo soy su hermana, Jacqueline O’Sullivan, aunque prefiero que me sigan llamando Jackie.

Cuando retrato a mi hermano con calificativos tan horrendos, pueden creerme si les digo que no estoy escatimando en insultos y también pueden estar seguros que cualquier otro improperio en el que puedan pensar también habría sido posible adjudicárselo. Pero les hubiera aconsejado que se cuidasen muy mucho de lanzarle ese atropello.

Porque, si le hubiesen insultado, él lo hubiera sabido.

El cómo lo hubiese adivinado es algo que, tras varios años de nuestro reencuentro y seguirle después a su lado en sus aventuras, aún no me consigo explicar. Quizá sea solo una simple rubiales con demasiadas curvas y poco seso, dirían algunos de ustedes si me vieran, riéndose de mi condición.

Les invito a considerarlo dos veces cuando lean las andanzas de mi hermano.

Por desgracia, aunque no haya podido averiguar ni aprehender una mínima parte de su capacidad deductiva y analítica, el ser despreciable y lascivo que es mi hermano ya no existe. Ha fallecido hace pocos días y creo que, publicando parte del trabajo realizado en los años que viví junto a él, le honro de alguna manera y, a la vez, escupo en su tumba.

Todo empieza, como los sucesos más importantes en la vida, de la forma más trivial e inesperada. Se dice que la vida es un conjunto de experiencias y sensaciones, que cada cual se la construye a base de aventuras y decepciones, de oportunidades y lloros. Por lo que sé, esa afirmación es válida hasta cierto punto. Yo añadiría que la vida también es una puta jodienda en la que a veces jodes y a veces te joden. Y date con un canto en los dientes si alguna vez consigues joder.

En la primavera de principios del siglo veintiuno ocurrió un hecho inusual en mi quehacer diario de ama de casa devota de su esposo y madre de un niño de un año y un mes: salí a dar un paseo por la mañana con nuestro hijo por la playa.

A Junior le encanta la playa. No se cansa de mirar fascinado las olas que llegan sin descanso a morir a la arena, lentamente si hay calma, con brutalidad si la mar está revuelta. Aún no tiene edad para fijarse en las dulces muchachas de tetas siliconadas y cuerpos tísicos y bronceados que hoyan la arena de Miami. Quizá lo suyo sean los hombres y, en ese caso, tampoco tendría nada que echar en falta: culturistas de piel aceitunada brotaban como champiñones aquí y allá. Quizá estuviese yo más pendiente de la fauna corporal que mi hijo, pero los dos nos lo pasábamos bien mirando el ganado disponible.

Cuando volví a casa, la encontré extrañamente vacía. Mi marido no estaba en ella.

Freddy, o sea, Alfred Delterwiliger III, no estaba en casa. Cuando salí, lo dejé sentado en el sofá, abstraído mirando la televisión, descansando del trabajo.

Sabía que algo malo ocurría porque Freddy era animal de costumbres.

Además, mi marido, aunque desligado de su aristocrática familia, continuaba manteniendo un intachable y británico sentido de la puntualidad y deferencia para con los demás. Quiero decir que me hubiese avisado si hubiese salido. Y, encima, resultaba que se había dejado las llaves del apartamento donde vivíamos junto a la entrada. Había salido de casa sin las llaves.

Es como si se hubiese marchado para no volver. Pero, por supuesto, nada suyo faltaba en casa.

Si alguna vez han sentido la angustia de verse privados del bastón sobre el que sostienen su vida, comprenderán mi situación perfectamente. Yo era entonces una veinteañera con un pasado tormentosos que veía más cerca la treintena que la decena, sin trabajo y sin estudios. La familia vivía lejos de mí, a mi pesar y conveniencia. La vida sin mi marido, con un hijo de por medio, se me hacía cuesta arriba.

Dieron las tres, las cuatro, las seis y las nueve de la noche. Le llamé numerosas veces al teléfono móvil infructuosamente, ya que estaba siempre apagado o fuera de cobertura.

—Freddy, soy Jackie, ¿dónde estás, cariño? Me tienes muy preocupada. No sé dónde estás y esto no es normal en ti. Sabes que puedes confiar en mí. Llámame en cuanto oigas este mensaje, por favor. O los anteriores.

Mensajes como éste fueron abarrotando el buzón de voz de su teléfono móvil hasta que se fueron eliminando los primeros. Con cada mensaje mi tono de voz era más lastimero, dando cuenta de mi frustración y completo desamparo.

Llamé incluso a sus padres, los Delterwiliger, una familia de estirados británicos trasladados aquí, a Miami, con inmorales cantidades de dinero. Dinero del cual no obtuvimos jamás, ni Freddy ni yo, un solo centavo. Yo era considerada poco menos que una buscona que había sabido encandilar a su hijo, pervertirle y hacerle padre de un bastardo del que siempre dudaron si pertenecía a su sangre.

No andaban desencaminados en alguna premisa pero, en todo caso, yo debía negar todas por principios.

Ni siquiera pude hablar con ellos. Mi llamada chocó frontalmente con el muro de su asistente personal.

—Transmitiré a Lord y Lady Delterwiliger sus palabras —me contestó en tono aséptico.

Lo que vino a significar que les importaba un comino lo que le sucediese a su hijo.

La policía tampoco hizo nada amparándose en las 24 horas preceptivas antes de la desaparición.

Por último, contacté con hospitales y amigos. Utilicé la agenda del teléfono móvil de Freddy. Nadie sabía nada, nadie sospechaba nada, nadie tenía la más mínima idea de adónde podría haber ido ni qué podría haber sucedido.

El día siguiente surgió entre cafés derramados, ojeras de noche en vela, boca pastosa y andares bizcos. Mi estado de nervios era tal, tanto por la falta de ayuda que recibía como por la falta de sueño. El pequeño Freddy se portaba en todo caso de maravilla y no dio más  quehaceres de lo habitual.  Quizá también él se daba cuenta que algo no marchaba bien.

Transcurrieron las veinticuatro horas estipuladas y me puse en contacto de nuevo con la policía. Me aseé como mejor pude en mi estado mental y me desplacé hacia la comisaría para interponer la denuncia.

Tuve que coger el autobús porque Freddy se había llevado el coche.

—Ya he llamado yo a esos sitios —le expliqué cuando iba a realizar la primera llamada a un hospital. Supe que luego llegarían las funerarias. Y luego se pondría con otro caso; el mío ya habría recibido demasiada atención—. Le puedo asegurar que no está herido. Tampoco muerto.

—Tengo que asegurarme.

—Pero, ¿qué harán para encontrarle?

—Pues nuestro trabajo, señora Delterwiliger, por supuesto.

“¿Quiere decirme cómo hacer mi trabajo, señora?” Supe de inmediato que se mordía la lengua para no soltarme la manida frase.

No tuve ganas de explicarle que, en todo caso, seguía llamándome Jackie O´Sullivan.

—Tenemos su dirección y los datos de contacto, descuide, señora —añadió, invitándome a abandonar la comisaría tras la primera llamada infructuosa.

Detrás de mí, una larga cola de ciudadanos esperaba a que me levantase.

Pero yo no podía dar por terminado aquello, así como así. ¡Era mi marido, por Dios! ¿Acaso iba a quedarme cruzada de brazos mientras me estampaban un sello a mi denuncia, unas palabras de consuelo y ya está?

Grité y me exalté, es cierto. Chillé como una histérica y golpeé la mesa del agente exigiendo un mínimo de comprensión.

La agente de policía que había en la mesa adyacente acudió rauda, me calmó y me derrumbé sobre su hombro. Rompí a llorar.

Salimos al exterior, a una callejuela trasera por una salida de emergencia de la comisaría. La agente de policía me ofreció un cigarrillo. Lo rechacé con aspavientos, aborrezco el tabaco.

—Verá, Jacqueline —era la primera vez que se dirigían a mi usando mi nombre. Escuché atenta sus palabras—. Tenemos que hablar claro. Ahora mismo el compañero que le ha redactado su denuncia estará haciendo lo mismo con docenas de casos similares al suyo. Lo vemos todos los días. No quiero parecer presuntuosa ni faltarle al respeto pero…

Ya intuía por dónde me iba a salir.

—Mi marido no nos ha abandonado.

—Siempre es lo mismo, de verdad. La gente no cambia. La esposa, el niño, los agobios, el trabajo, la familia. Hay veces que uno siente la necesidad de hacer borrón y cuenta nueva. No se culpe por ello, usted no es…

—Se equivoca. Se está equivocando de plano. Freddy jamás me haría…

—Es usted una mujer guapa, Jacqueline, bastante guapa. Búsquese un hombre bueno y tolerante. Rehaga su vida y cuando vuelva a ver a su marido, mándele al infierno y divórciese. Es mi consejo.

Negué con la cabeza. No, no, no.

La agente me miró, sonrió y apagó el cigarrillo en el suelo. Me miró de forma extraña.

Se acercó a mí y me acarició la cara. Tenía los dedos finos y las palmas de las manos muy suaves. Solapó su cuerpo preñado de sinuosidades uniformadas al mío y besó la comisura de mis labios.

Temblé de emoción.  No entendía nada. La agente de policía me remangó la falda vaquera y deslizó una mano dentro de mi braga verde, hundiéndola dentro del charco de vello púbico. Aunque dotada de maneras rudas, la mujer no estaba exenta de experiencia en aquellas lides y los dedos que arribaron a mi coño se pusieron en movimiento pulsando las teclas precisas. Nos besamos. Ella con pasión pero yo ahogando un fruncimiento de estómago ante el aliento de tabaco que me traspasaba. Su otra mano buscó mis pechos bajo el suéter y pellizcó los pezones con cierta brutalidad por encima del sujetador.

No sé si a mi pesar o placer, aquellos dedos hurgando en mi sexo y mis pechos empezaron a mudar mi respiración en jadeos. Sus besos me empezaban a parecer menos cruentos y sus manoseos mucho más acelerados. Acompasé los estremecimientos de mi cuerpo con sus movimientos.

No me corrí pero solté varios gemidos roncos que a la agente le parecieron signos de un orgasmo porque retiró las manos de mi cuerpo y sus labios de los míos.

Me arrodillé y le subí la falda a la agente, dispuesta a corresponderla.

—Deje, señora, para eso otro ya me apaño yo sola.

—Pero…  —no supe qué decir. Necesitaba hacerla correrse. Quería hacerla sentir en deuda conmigo. Quería que se aplicase en la búsqueda de mi marido con más ahínco que el resto de desparecidos.

Sí. En cierto modo era una puta. O me sentía como tal, obligando a la agente de policía a favorecerme. La verdad es que no me diferenciaba gran cosa de mi antiguo trabajo.

—Mi marido… —murmuré volviéndola a subir la falda y bajando sus bragas sin pensar en lo que hacía. Tenía el coño afeitado y unas humedades sobresalían de la hendidura.

—Apártese, señora —dijo esta vez en un tono más firme, alejando mi cabeza de su sexo—. Lo que hice antes fue por placer, no por su marido. ¿Acaso una mujer no pude sentir algo por otra? No mezcle trabajo con placer, por favor.

Negué con la cabeza sin poder creerlo.

—Quizá lo entienda mejor si se lo explico así —añadió—: buscaremos a su marido con igual celo que a los demás desaparecidos. El que la haya hecho un favor sexual no implica nada.

Eso decía ella. Para mi significaba que era lo único que iba a conseguir de la policía para consolarme.

Me ofreció un pañuelo de papel para secar las lágrimas que me habían vuelto. Nos acompañó a mí y a mi carrito de bebé hacia la salida.

—Hágame caso, por favor. Rehaga su vida. Hágalo por su hijo. Tiene que ser fuerte —acompañó sus palabras a la vez que sacaba una tarjeta identificativa del bolsillo. Escribió un número de teléfono y me lo tendió. Se llamaba Samantha.

Caminé hasta el parquecillo que había enfrente de la comisaría. Miré la pantalla del teléfono móvil y constaté que Freddy continuaba sin llamarme.

Me sentía tan sola y desamparada que habría sido capaz de agarrarme a cualquier esperanza de encontrar a Freddy. Lo que tenía claro era que Samantha estaría ahí para consuelo de mi cuerpo y de nada más; lo había dejado bien claro.

Cuando volví a casa, me encontré que las llaves ya no abrían la cerradura.

Un papel doblado asomaba por debajo de la puerta. Mi corazón se aceleró al pensar que sería una nota de Freddy. Pero, cuando la leí, casi me caigo muerta. Decía así:

“Apreciada Jaqueline,

No creo necesario que te recuerde el innegable hecho de que este apartamento fue adquirido y estaba a nombre de nuestro hijo y nosotros, sus padres, únicamente. Es por ello que, asistiéndonos el derecho de propiedad, nos hemos tomado la libertad de cambiar las cerraduras.

Quizá este acto confirme o desmienta la impresión que tienes de nosotros. La verdad es que no nos importa. Solo te pedimos que no contactes con nosotros de ninguna manera. No tengas la más mínima duda que utilizaremos asesoramiento legal en cualquier caso que nos asista.

Si contactas con nuestro hijo, hazle saber que estamos deseando saber de él.

Un saludo.”

Como he dicho, casi me caigo muerta.

Mi hijo me miró con cara asustada desde el carrito al ver el terror instalado en mis ojos.

—Tranquilo, hijo, no pasa nada, no pasa nada. Es solo que tendremos que pedir algo de ayuda.

Casi no tenía batería en el teléfono móvil. Miré la pantalla del aparato sin saber qué número marcar.

Mamá y papá vivían en otro estado. Samantha estaba disponible para sexo y poco más. También deseché la idea de llamar a algún amigo o amiga. Ninguno de ellos había contactado conmigo para interesarse por la desaparición de Freddy. No parecía, al fin y al cabo, que tuviésemos amistades que sobrepasasen lo puramente social.

Solo se me ocurría un nombre a quién llamar y dudaba si el teléfono que tenía en la agenda, almacenado sin usarlo desde hacía cuatro años, aún serviría.

En todo caso, era mi única posibilidad.

Me senté en un banco para poder digerir mejor la conversación que quizá tendría. Tragué saliva y marqué el botón de llamada.

Los tonos sonaron varias veces. Casi preferí que hubiese saltado un buzón de voz o una voz distinta de la suya. A cada tono que escuchaba, el corazón se me aceleraba al doble de intensidad.

—Hola, hermanita, cuánto tiempo sin saber de ti, ¿no?

Recuerdo que me agarré del extremo de la falda y lo estrujé con mi puño.

—Jasper, necesito de un lugar donde dormir. Mi hijo y yo nos hemos quedado en la calle y…

—Espera, espera, no me jodas, ¿has dicho que tengo un sobrino? ¿Y sabes de quién es?

Me mordí la lengua para no saltar con su provocación.

—Lo que me sucede es complicado de explicar por teléfono, Jasper. Necesito un lugar donde quedarme. Por favor —las dos últimas palabras salieron de mi garganta asesinando mi orgullo con saña.

Un silencio tenue se oyó al otro lado de la línea.

—¿Podrás llegar a la esquina de la cuarta Suroeste con la avenida Treceava?

—¿Cerca de la Pequeña Habana?

Jasper gruñó, confirmando mi pregunta.

—Allí estaré.

—Por cierto, ¿debo suponer que no llevas más ropa que la poca que tienes ahora encima?

No respondí. Soltó una risa odiosa y continuó graznando.

—A ver si lo adivino. Falda floreada color sanguina y suéter ceñido de color rosa pálido o blanco hueso. Ropa interior azul o verde —me giré sobresaltada. Me levanté y miré alrededor mío, cruzándome de brazos. Era imposible que supiese… —. Con el embarazo se habrán acentuado aún más las curvas de tu cuerpo. Seguro que ya has dejado atrás las tallas del sostén y las braguitas tuyas que aún guardo.

—Eres un asqueroso cerdo y un malnacido, ¡soy tu puñetera hermana!

—Talla 14, ¿verdad?

Me mordí el labio inferior. Sí, claro que ahora usaba la 14. Sospechaba incluso que si se lo pedía,  sabría responderme sin fallo cuándo fue la última vez que me depilé las axilas o las piernas.

No había cambiado un ápice. Bueno, sí lo había hecho, pero para peor, por lo visto. Recordé que esto lo hacía por mi hijo, no por mí. Junior tenía que comer, dormir y cambiarle de pañales.

—Te espero ansioso, hermanita.

—No sé cuánto tardaré, Jasper. Cogeré el autobús y…

—Yo sí sé perfectamente cuánto tardarás en llegar aquí, Jackie, estúpida putilla. Date prisa porque dentro de cinco minutos, más o menos, llegará el autobús que necesitas coger. Hasta ahora.

Y colgó.

Caminé hasta la parada de autobús. En efecto, unos cinco minutos después, llegó el autobús que debía llevarme hacia la casa de mi hermano Jasper.

Antes de subir al vehículo, miré alrededor mío de nuevo. No le vi y aquello me asustó aún más.

Aún no entendía cómo podía tener un hermano como él. Cruel, sádico y malhablado.

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--CAPÍTULO 2--

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—Tú eres Jaqueline, ¿verdad?

Miré suspicaz a la joven morena que se me acercó nada más abrirse las puertas del autobús.

Asentí  mientras me afanaba en hacer descender el carrito del bebé. La joven me ayudó tomando un extremo del carrito y lo posamos en la acera sin que Junior despertase.

—Gracias.

Vestía una camiseta de manga corta y una falda corta plisada. Recogía su abundante cabellera rizada con una gorra con la visera vuelta hacia un lado.

—Jasper no ha podido venir. He venido yo en su lugar.

—Y tú eres…

—Monique.

Tenía un rostro afable, ingenuo; decididamente parecía alguien en quien confiar. Además, tenía unas espesas pestañas y unos gruesos labios que la hacían sensual y atractiva.

Elucubré sobre la relación existente entre aquella chica y mi sádico hermano. Ella misma me respondió, supongo que al ver cómo la miraba con tanto detenimiento.

—Soy su novia.

Sonreí. No porque no me creyese sus palabras sino porque no entendía como una jovencita como ella, con buen cuerpo —quizás algo esmirriada—, podría desear estar cerca de un odioso elemento como Jasper.

Con mucho desparpajo, me cogió del brazo y me llevó a mí y a mi bebé por la Treceava Avenida.

—Quiso venir él. Pero yo le pregunté: ¿Qué vas a saber tú de ropa de mujer? Y él no respondió. Total, que cuando le llamó la Brigada me largué y le dejé con un palmo de narices.

—¿La Brigada?

—La Brigada Policial de Miami. Jasper trabaja como asesor —debió ver mi cara de total escepticismo— ¿No lo sabías?

—No… no hablamos mucho, la verdad. Somos hermanos, sí, pero no tenemos mucho trato.

—¿Por qué? Jasper nunc a me dijo nada. Pareces resentida. ¿Qué pasó entre vosotros?

—Pues… es algo que… —decidí no contárselo. No lo hacía por Jasper, sino por ella; no quería emponzoñar la relación—. No fue nada, un simple malentendido que se fue haciendo más y más grande. Al final ya se sabe… —. De repente caí en sus primeras palabras— ¿Dijiste antes que vamos a comprar ropa para mujer?

—Ropa para ti y tu hijo. Jasper me dijo que te quedaste en la calle, sin nada.

Me mordí el labio superior ¿Cómo coño sabía eso mi hermano?

Detuve nuestro paseo y me encaré hacia Monique. La acorralé sobre un escaparate. La gente nos miró pero no me importaba.

—¿Cómo sabéis que estoy en la calle, cómo supo Jasper qué autobús debía coger? ¿Qué está pasando aquí?

Monique no contestó inmediatamente. Me miró a los ojos y luego posó su mirada sobre Junior.

—Debe ser muy duro quedarse en la calle así como así —susurró—. Sin sitio dónde ir. Y, encima, con el peso de la angustia de no saber…

—¿Vosotros sabéis dónde está Freddy? —aquello me enfureció de veras. ¿Por qué sabían tanto? Estaba arrepintiéndome de haber llamado a Jasper. Todo me resultaba extremadamente raro y me estaba desquiciando cada vez más y más. La zarandeé— Dime, joder, por Dios bendito, ¿dónde está mi marido?

—Suelta, Jaqueline, no montemos una escena en la calle —se desembrazó de mis manos  con suavidad pero también con firmeza y se colocó de nuevo la camiseta. Usó un tono de voz taxativo que me dejó descolocada. Me miró con dureza. En su mirada advertí la promesa de una respuesta violenta si volvía a agarrarla.

Monique había perdido, de repente, toda aquella capa de ingenuidad y cortesía. Incluso ahora, en su mirada, se notaba un brillo de madurez que antes no había advertido.

Me sentí superada por todo. La situación me vencía y no sabía cómo encararla. Unas gruesas lágrimas recorrieron mis mejillas. Era una situación desesperada la que estaba viviendo. ¡Maldita sea! Estaba en la calle, joder, sin lugar dónde ir. Y resulta que aquellos dos personajes, mi hermano Jasper y su novia Monique, parecían saber más que yo de toda aquella mierda.

Lloré sin poder evitarlo. Monique me abrió los brazos y no pude resistirme.

La abracé y lloré sobre su hombro.

—¿Qué sabéis de Freddy, por amor de Dios?

—Jasper trabaja en la Brigada, ¿entiendes? —asentí con la cabeza mientras me secaba las lágrimas con un pañuelo—. Es asesor. Un asesor muy especial. Digamos que sabe ver cosas que los demás no ven, ¿me sigues?

Asentí de nuevo con la cabeza aunque estaba mintiendo. ¿Qué iba yo a seguir de todo eso? Lo único que recordaba de mi odioso hermano era que tenía muy buena memoria, nada más.

—De alguna forma, tu hermano dedujo que la razón por la que le pediste ayuda tenía que ver con tu marido y con su ausencia.

—Pero… ¿cómo?

—Yo me hago la misma pregunta siempre, querida. Y la policía. Y los criminales.

Cada acontecimiento que me iba ocurriendo me parecía aún más agresivo que el anterior para mi estado de ánimo. Uno a uno me iban golpeando y yo no podía ni sacudirme para poder defenderme.

—Ven, entraremos aquí.

Levanté la vista para fijarme en la tienda de ropa que había al lado.

—No tengo dinero… Solo diez dólares que cogí ayer de la cartera de Freddy.

—No te preocupes, mujer, tu hermano paga —sonrió agitando una tarjeta de crédito entre sus dedos.

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--CAPÍTULO 3--

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Había una sección de guardería en la tienda. Dejé a Junior al cargo de una adolescente que parecía llevarse bien con los niños.

—Necesitarás algo de entretiempo, quizá una camiseta de manga larga como ésta, y unos pantalones vaqueros… A ver, date la vuelta, miremos tu culo. Un poco culona, te veo, la verdad.

Monique era ahora la que me zarandeaba de acá para allá. Me sentía un simple maniquí sobre el cual superponer prendas y más prendas. Realmente agradecía de todo corazón a Monique que me ayudase a olvidar todo lo que…

—¿Cómo que un poco culona?

—¿Quieres que te traiga un metro, guapa? Tienes un culo superlativo—se me acercó y me tomó ambas nalgas. Me agitó el culo con toda naturalidad para acentuar sus palabras.

No sé por qué, pero un intenso calor me invadió. Me sonrojé, reí y la aparté con un fingido manotazo.

Monique me empujó con una mano hacia los probadores mientras con la otra sostenía una montaña de prendas.

Entramos a un probador amplio, con un espejo que cubría una pared entera.

—No me digas que tú no te emocionas con las compras —dijo Monique dejando las prendas en un banqueta. Dio palmas con alegría.

—No puedo estar emocionada, Monique, esto no hará que olvide…

Se acercó a mí, me tomó de las mejillas y me plantó un beso en los labios. Su lengua entreabrió mi boca y se introdujo dentro. Era la segunda vez aquel día que besaba a una mujer y la sensación me traía muchos recuerdos. Noté el regusto lejano del tabaco y aquello me hizo recordar de nuevo el callejón trasero de la comisaría y a Samantha.

No sé por qué la permití aquel arrebato. Supongo que estaba necesitada de algo de cariño. Y, en cierto modo, agradecí aquel beso porque me hizo olvidar la desaparición de Freddy.

—¿Mejor? —me preguntó tras apartarse.

Asentí con una sonrisa. Se me escapó una risa tonta y me crucé de brazos sin saber qué hacer.

—Venga, mujer, disfruta aunque solo sea probándote ropa —recogió la ropa de la banqueta y se sentó en ella. Me tendió un vestido de tirantes y falda amplia —. Empieza con esto.

Sonreí y la hice caso. Necesitaba hacerla caso, necesitaba evadirme del infierno de mi vida.

Me quité la camiseta y la falda y me puse el vestido. A través del espejo, cuando me giré para verme en él, descubrí a Monique con la mirada fija recorriendo mi figura arriba y abajo.

Su mirada no tenía nada de amistosa. Más bien era una mirada escrutadora, una mirada sensual y que sentía como acariciaba mi cuerpo entero. Era una mirada descarada, insolente e innegablemente lasciva. No pude por menos que sentirme halagada.

—Date la vuelta —pidió con voz ronca.

Me giré hacia ella. Noté su mirada fija en mi trasero a través del reflejo del cristal. Sentí un estremecimiento que supe que no procedía de una corriente de aire frío. Era mi cuerpo reaccionando ante su embelesamiento.

Contuve la respiración cuando Monique tiró la ropa al suelo y se abalanzó sobre mí.

Esta vez sí correspondí a sus besos. La abracé y gemí dentro de su boca cuando sentí sus manos buscar ansiosas el final de la falda. La arremangó y deslizó sus manos alrededor de mis nalgas, sobando con ansia, con mucho desorden.

—Dios, Jaqueline, no sabes cómo me pone tu culo, joder.

Reí. También Freddy se me volvía loco cuando le ofrecía el pompis al hacer el amor. Nunca dejaba de repetirme que tenía el mejor culo de toda Florida.

Monique se acuclilló y me bajó las bragas de un tirón. Aprovechó su posición para meter la cabeza dentro de mi falda.

—No, no —gemí al darme cuenta que aquello se me escapaba de control.

Noté su aliento sobre el coño al instante y aquel dulce sofoco me hizo callar de inmediato. Sujeté la cabeza de Monique bajo la falda y en verdad no pude decidir —mientras me torturaba con su aliento—si debía apartarla o apretarla contra mí.

Su lengua eligió por mí. Se hizo sitio entre el vello y depositó deliciosas cargas de saliva entre mis piernas. Un escalofrío de placer me hizo temblar entera y sacudirme como una jovencita.

Me apoyé en el espejo  mientras miraba asombrada el bulto bajo la falda. Monique me abrió más las piernas y desenvolvió con sus dientes y labios los pliegues de mi vulva. La lengua sorbió con fruición y yo me creí morir. Presioné el bulto de su cabeza y gorra bajo mi falda contra mi coño con fuerza mientras contenía un poderoso jadeo. Realmente necesitaba chillar de placer pero estábamos en los probadores de una tienda.

Presioné mis caderas para que aquella lengua abrasadora que recorría mi interior ahondara más y más. Varios dedos entraron en la encharcada vagina y sus labios y lengua se ocuparon de mi clítoris.

Me sentí desfallecer. Las piernas me temblaban y fui resbalando por la superficie del cristal. Me mordía el labio inferior y ahogaba tales gemidos que creía que me daría un ataque al corazón. Quedé sentada mientras los dedos de Monique me penetraban y su lengua me arrancaba destellos de divinidad.

Cuando el orgasmo por fin me golpeó, caí al suelo y me sacudí presa de convulsiones. Hacía mucho tiempo que no sentía tal placer en mi coño.

Tarde un largo momento en recuperarme. Monique surgió de debajo de mi falda, se colocó la gorra sobre su pelo y nos besamos con una pasión que parecía tener años y no minutos. El sabor de su boca me sumió en un estado de calma y serenidad.

La propia Monique tenía la cara enrojecida y el maquillaje de sus labios se había corrido. Se limpió con un pañuelo y sonreímos.

—No sé qué ha pasado.

—Pues que te acabas de correr de una forma brutal —respondió Monique sentándose de nuevo en la banqueta y recogiendo la ropa sobre sus piernas— ¿Mejor así?

Asentí y sonreí de nuevo. Sí, mucho mejor así, por supuesto.

Monique se retocó el maquillaje y luego sacó la cartera de mi bolso mientras me iba probando más ropa.

—¿Es este el billete de diez dólares que decías?

La miré a través del reflejo del cristal. Asentí.

Lo desplegó y lo miró con atención. Lo agitó en el aire y luego se lo llevó a la nariz. Volvió a mirarlo con detenimiento. Comenzó a doblarlo con cuidado.

La miré sin comprender.

—Fíjate en el billete, Jackie. Ya estuvo doblado una vez, mientras algo lo humedecía; se notan las marcas. Si lo doblamos como estuvo antes, de esta forma…

—Vaya, qué curioso. Parece una pajarita.

El billete, doblado por el medio en forma de acordeón, se asemejaba a la pajarita de un traje.

—¿Sabes a lo que me recuerda esto, querida?

Negué con la cabeza.

Me subió la falda que estaba probándome y me deslizó el billete entre el elástico de la braga y la cadera.

Comprendí de inmediato a qué se refería Monique. Lo sabía demasiado bien.

—Freddy nunca va a un club de esos. Tiene que haber otra explicación para el billete.

Monique desplegó el billete y lo agitó bajo mi nariz.

No pude negar que tenía un aroma a sudor femenino y algo de ese perfume tan caro que estaba de moda.

No supe qué responder.

—Solo conozco un bar de putas donde las bailarinas ganen tanto como para permitirse un perfume tan caro. Podemos probar a ver si saben algo. Es una pista.

—No, de verdad que no, Monique. Te estás equivocando. Freddy jamás entraría en un lugar como ese. Le conozco muy bien… Tengo un hijo con él. Nunca me ha demostrado la más mínima ocasión de desconfiar… ¡Es mi marido!

A medida que iba hablando, ni yo misma me creía mis palabras. Recordé la primera vez que nos conocimos él y yo en un club de alterne y ahogué un gemido.

Y tampoco podía negar la evidencia del billete.

—¿Dónde está ese club? —terminé por preguntar.

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--CAPÍTULO 4--

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—No puedo entrar ahí con Junior, ¿has visto entrar a una mujer con su bebé en el carrito a un club de striptease?

Monique asintió con la cabeza.

—Entraré yo, entonces. Tú quédate con tu hijo aquí fuera, en el aparcamiento. ¿Tienes alguna foto de Freddy?

Le tendí una que saque de la cartera. Nos la habíamos hecho en un fotomatón, cuando estaba embarazada de cinco meses. Freddy dijo que estaba más guapa que nunca y que debía hacerme unas fotos de estudio para inmortalizarlo. Yo me reí y esa noche hicimos el amor de una forma muy dulce. El tema de las fotos se fue postergando y, al final, cuando estaba de siete meses, aprovechamos para hacerme las fotografías deprisa y corriendo en un fotomatón de un centro comercial.

Monique accedió al club.

Preferí no pensar en todo lo que aquel lugar me recordaba.

Hombres con las más variadas vestimentas y de todas las plantas fueron entrando con cuentagotas al club. Los coches iban y venían. También por los coches se podía deducir el dinero que representaba cada hombre que entraba al club. Monique tenía razón al decir que el club era bastante exclusivo: casi todos los coches eran deportivos con la carrocería brillante o impresionantes vehículos de las marcas más prestigiosas.

Creo que fue el fijarme en el continuo ir y venir de coches del aparcamiento que acabé por posar la mirada en aquel Ford Sedán de color gris. Estaba de frente y no pude ver la matrícula trasera.

Pero estaba casi segura que era nuestro coche.

Cuando me acerqué, distinguí emocionada el colgante en forma de corazón que había colgado en el espejo retrovisor.

Miré el coche con detenimiento al llegar junto a él. Sí, era nuestro coche.

Me fijé en el interior a través de las ventanillas y no vi nada extraño. Las puertas estaban cerradas, el maletero también.

El descubrimiento de nuestro coche en el aparcamiento del club significaba muchas cosas. Cuando agarrase a Freddy le iba dar primero un enorme beso en los labios y luego una patada entre las piernas.

Me lo prometió cuando nos casamos. Le hice jurar que jamás se volvería a acercar a otra puta. Y yo me creí sus palabras. Qué idiota fui. En cierto modo, yo era la tonta por pensar que iba a cambiar: Freddy es un animal de costumbres.

Cuando Monique salió del club, la hice un gesto con la mano al no verme en el lugar que nos separamos. No me había apartado del coche.

—Sí que lo vieron ayer. Las chicas se fijaron que iba en compañía de una tal “Rubí”. No contesta al móvil y no saben nada de ella. Pero he conseguido la dirección del apartamento donde vive. Seguro que sabe algo.

Expresé la rabia que sentía dando una palmada al capó del Ford.

—¿Rubí, dices?

Monique me sonrió dándome ánimos. Pero luego instaló una expresión seria en su cara.

—Las chicas aseguran que venía con asiduidad. Era su novio, dicen.

—¿Cómo que el novio?

—No te lo tomes en serio. A estas chicas les metes un billete de cien en el tanga y te llaman mamá si hace falta.

Sacudí la cabeza. Sabía muy bien a qué se refería.

—Da lo mismo, déjalo. A lo peor es verdad. Porque este es nuestro coche.

Monique miró con atención el coche. También miró el interior y probó a abrirlo sin éxito.

—¿Tienes las llaves?

Negué con la cabeza. Estaban en casa. O sea, en casa de la los Delterwiliger.

Miró en los laterales. Se acercó a la puerta del conductor y sacó una horquilla de debajo de su gorra.

—Vigila.

Tras unos segundos de manipulación, la puerta se abrió.

Me abrió una puerta trasera. Amarré el capazo de Junior al respaldo trasero del asiento del acompañante y me senté a su lado.

Al instante, en cuanto hube cerrado la puerta, noté el intenso aroma. Era un perfume de mujer, igual que el que Monique me dio a oler procedente del billete. Recordé entonces que alguna vez le pregunté a Freddy qué era ese aroma del coche y me contestó que un ambientador.

No pude evitar de nuevo derramar unas lágrimas. Me sentía la mujer más estúpida del planeta.

—Ánimo, Jackie —me consoló Monique mientras manipulaba los cables de debajo del volante—. Seguro que daremos con él. Cuando lo encontremos podrás abrazarlo y, después, si te apetece, matarlo.

Me sequé las lágrimas con un pañuelo de papel. El paquete estaba junto a la puerta, donde lo dejé la última vez. Pero ahora había, junto al paquete, un tanga de hilo.

Y no era mío.

Lo cogí con dos dedos con profundo asco. Aquella minúscula prenda acumulaba tanto desprecio hacia mí...

—Ya no sé si abrazarlo antes de matarlo.

Justo cuando dos guardias de seguridad estaban acercándose al vehículo, Monique consiguió ponerlo en marcha.

—Bueno, venga, vamos para allá.

—¿No sería mejor hablar antes con Jasper? —pregunté posando una mano sobre su hombro. No quise añadir que estaba asustada. Pero creo que mi cara y mi tono de voz lo reflejaban con extrema fidelidad. Incluso Junior se dio cuenta y emitió un gemido.

Me sorprendió notar bajo la camiseta que Monique tuviese unos hombros recios. Aquello me dio seguridad. Estaba claro que la novia de mi hermano hacía algún tipo de ejercicio.

—No conoces a Jasper con los casos, Jaqueline —sacó un paquete de tabaco y se encendió un cigarrillo. La dirigí un mirada sombría, pero no se dio por aludida. Al menos, bajó la ventanilla de su puerta—. Se obsesiona con cada uno de ellos como si estuviese involucrado personalmente. Además, la Brigada intervendría y quedaríamos fuera del asunto. ¿De verdad quieres abandonar cuando estamos tan cerca?

—Pero… ¿y si hay armas de por medio? ¿Y Junior?

—Pues entonces, sí que llamaremos a Jasper. No te preocupes, Jackie, ante el menor peligro, tú te quedarás fuera, ¿vale? Solo vamos a hablar con la putilla, ¿de acuerdo?

No respondí.

Por suerte, Monique tampoco esperaba una respuesta. Salimos del aparcamiento y enfilamos hacia la dirección del apartamento de Rubí.

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--CAPÍTULO 5--

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El edificio estaba situado en la zona este de Coconut Grove. Era un bloque alto, de unos cuarenta pisos, de ventanales amplios y buenas vistas al mar. Alrededor de él se alzaban varios hoteles y las aceras estaban abarrotadas de artistas callejeros de lo más variopinto. También numerosos bañistas, sobre todo hermosas jóvenes en bikini y surfistas de amplio pecho bronceado y abdominales marcados, se paseaban luciendo sus horas de gimnasio.

Era evidente que la zorra de mi marido disponía de dinero en abundancia porque el edificio disponía de un portero con librea y sombrero de copa. No podía imaginarme a Freddy escatimando el dinero de su familia, favoreciendo a una puta en su lugar. Aunque tampoco podía negar que no era la primera vez que lo hacía.

Aparcamos el coche en una calle adyacente para que no resultase demasiado evidente el destrozo causado bajo el volante.

El portero nos saludó con una sonrisa y una ligera inclinación de espalda.

—Sospecha algo —susurró Monique en cuanto lo dejamos atrás y pulsó sobre el botón del ascensor en el vestíbulo.

—No me ha parecido…

—Sus manos. Ha movido sus dedos ligeramente. Le han delatado sus dedos; se puso nervioso al vernos entrar y no pudo corregir el gesto con los dedos.

Como si Monique le hubiese leído el pensamiento, el portero dudó unos instantes, se giró hacia nosotros y se acercó con paso decidido. Miré el ascensor y comprobé que aún se alejaba doce pisos de nosotras.

—Disculpen, señoritas, ¿podrían indicarme a qué piso se dirigen?

—Veintiocho. Somos amigas de Rubí.

El portero enarcó una ceja. Era evidente que desconocía el nombre artístico y el trabajo de la inquilina.

—Conozco a todos los vecinos de este edificio y puedo asegurarlas que aquí no vive ninguna Rubí. Creo que se equivocan de edificio.

Monique dio un paso hacia el portero. Se lo llevó lejos de mí y Junior. Intercambiaron algunas palabras y el portero, de repente, alzó la cabeza y dio un respingo, como si le hubiesen golpeado. Su cara palideció y se subió el cuello de la camisa. Asintió y se alejó hacia el exterior.

—¿Qué ha pasado? —la pregunté a Monique en cuanto volvió. Las puertas del ascensor se abrieron y entramos. Pulsó el botón y ascendimos.

—Le he hecho ver que ese tatuaje cuyo extremo le asoma por el cuello se parece mucho al que suelen llevar los miembros de una banda latina.

Empuñé las asas del carrito de bebé con fuerza.

—¿Una banda?

—Tranquila. Parece que está rehabilitado porque no le gustó que los vecinos del edificio supiesen de su pasado.

—¿Le has chantajeado?

Monique me miró sorprendida.

—Claro, ¿supone eso alguna molestia para ti?

Negué con la cabeza con vehemencia. Todos los asuntos en los que interviniese la palabra “chantaje” tenían alrededor las palabras “armas”, “violencia” y “dinero”. Y también, “hospital” y “cementerio”.

El ascensor subía con indolente marcha hacia el piso marcado.

Miré de reojo a Monique.

—¿Qué viste en mi hermano para estar con él?

Mantuvo la mirada fija en las puertas correderas. Respiró hondo un par de veces y luego se giró hacia mí.

—Es un loco que está muy loco.

Ya sabía que Jasper estaba loco. Y que era un loco hijo de puta. Un loco malnacido. Un loco desgraciado. Un loco cínico. Pero un loco muy loco… Esa expresión parecía significar algún tipo de amor o cariño. Tendría que haberle conocido como le conocí yo.

—¿Le quieres?

No respondió de inmediato. Y cuando lo hizo, se giró hacia mí y me miró con dureza en la mirada.

—¿Tú no?

—Es un tipo diferente de querencia, ¿no?

Y pronuncié aquella frase deseando no haber llegado jamás a este punto de una conversación con Monique. No sabía realmente si mi asqueroso hermano la había revelado algo de mi pasado. Y, si lo había hecho, tampoco sabía qué versión había utilizado. Si la verdadera o una propia e inventada.

—Hablas como si hubiese resentimiento en vuestra relación. Te pregunté lo mismo al poco de bajarte del autobús y eludiste la pregunta.

—Entre Jasper y yo hay mucho más que resentimiento —tragué saliva y simulé comprobar el cinto que sujetaba a Junior al carrito—. No me siento cómoda hablando de él contigo. Se ve que entre vosotros dos hay algo bonito y no quiero estropearlo.

—¿Estropearlo? ¿A qué te refieres?

Me mordí el labio inferior. Si quería preservar la relación entre Jasper y Monique, ¿por qué estaba tan decidida con mis palabras a promover su curiosidad? ¿Tan mala era yo, en realidad?

Por suerte, el ascensor llegó a la planta veintiocho y una voz masculina y metálica lo anunció.

—No voy a entrar en el piso de la zorra.

—Ni yo lo permitiría mientras esté Junior. Aunque no negaré que me gustaría que me acompañases. Voy a llamar a Jasper y que él llame a la Brigada; si esa bailarina sabe algo, como me supongo, entonces esto ya nos viene grande.

Asentí con la cabeza. Me alivié, no por la presencia de mi hermano, sino por la de la policía.

—Creo que ya hemos hecho bastante —terminó diciendo mientras marcaba en el teléfono móvil.

Se alejó unos instantes mientras hablaba en voz baja. Volvió rápido.

—Vendrán en unos minutos. Espérales aquí.

La tomé de una muñeca.

—¿Cómo que espérales, a dónde vas tú?

—¿Aún no te has dado cuenta? —sonrió Monique mientras se sacaba unas horquillas de debajo de la gorra. Acercó sus labios a mi oreja: —Estoy más loca aún que tu hermano.

Se acercó a la puerta  del piso.

Me asomé al recodo del pasillo y la vi manipular con los alambres la cerradura. Tras unos segundos, me alzó el dedo pulgar, abrió la puerta y entró.

Quedé sola en la planta veintiocho de aquel edificio junto a Junior. Malditamente sola y desesperada.

—¿Por qué coño no me juntaré con gente sensata? —mascullé.

Junior ladeó la cabeza, me miró con gesto extrañado y frunció el ceño. Conocía bien aquel gesto.

No le hice caso. Miré por el recodo  del pasillo a la puerta entornada del apartamento y no vi nada. Tampoco escuché gran cosa porque estaba algo alejada.

Miré de nuevo a Junior. Seguía con el ceño fruncido. Me acuclillé frente a él.

—Ni lo sueñes, Junior. Tu madre no está para esos trotes.

Mi hijo me ladeó la cabeza hacia el otro hombro pero mantuvo el gesto de dureza.

—No, no, no. Deja que tía Monique haga lo que tenga que hacer.

Pero, pensé, ¿y si por dejarla sola ocurría algo y me enfrentaba a una persecución o una situación violenta? ¿Qué sería de mí y de mi hijo?

—Dios, dios —murmuré llevándome una mano a los labios.

Me asomé al recodo de nuevo y no vi nada raro en el pasillo excepto la puerta entornada. Tenía que tomar una decisión.

—A la mierda —me incliné sobre Junior y posé mi dedo índice extendido sobre mis labios—. Silencio, mi vida, ¿de acuerdo? Vuelvo en un momento.

Junior pareció entenderme porque creí atisbar una sonrisa en sus labios.

—No sé yo cómo acabará todo esto. Cuando encontremos a Freddy no me contentaré con matarle una sola vez. Lo haré varias veces. Lo haré muchas veces, sí. Maldito hijo de puta.

Entre en el apartamento.

El interior estaba en penumbra. Una ventana al fondo, correspondiente a una gran cristalera que daba al mar, tenía un estor desplegado con estampados anaranjados y proporcionaba una tenue nota de color sepia a la oscuridad. El pasillo era corto; a la derecha había una cocina y, al frente, un gran salón de estar con el gran ventanal anaranjado que dominaba la estancia.

Me acerqué hacia una puerta a un extremo de la sala de estar de donde provenían ruidos. Oía jadeos forzados y pensé que algún forcejeo se estaría desarrollando. Miré alrededor mío y descubrí un jarrón de cristal lleno de piedrecillas que contenía unos lirios de plástico. Lo cogí sin dudarlo y tiré las flores al suelo.

Si hacía falta, estaría dispuesta a estamparlo contra la tal Rubí.

Pero cuando doblé la puerta, me encontré con la espalda de Monique.

Se volvió hacia mí con rapidez. Tenías las manos ocupadas debajo de su falda plisada.

—¿Qué coño haces aquí?

Negué con la cabeza. No tenía ni idea. En vez de responderla, la pregunté a su vez.

—¿Dónde está la puta?

—Pasándoselo bien.

Y se hizo a un lado para dejarme ver a través de una puerta entornada.

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--CAPÍTULO 6--

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Dejé el jarrón en el suelo.

Monique no mentía cuando dijo que Rubí estaba pasándoselo bien. Aunque, por los chillidos que soltaba la chica mientras estaba siendo sodomizada, parecía que quien verdaderamente estaba pasándoselo bien era él.

La habitación hedía  a sudor, sexo y comida. Estaba casi a oscuras, con la cortina del mismo estampado que la de la terraza. Una gran cama situada sobre una tarima dominaba la habitación. Varias bandejas de plástico que aún contenían platos y restos de comida evidenciaban que habían comido o terminado de comer allí mismo. Botellas de champan desparramadas por el suelo, además de algunas copas volcadas, indicaban también un gran consumo de alcohol. La cama, con sábanas revueltas de color pistacho, aparecía cubierta de billetes de diez y de cien como si hubiesen sido esparcidos al aire y hubiesen caído en forma de lluvia.

Y, en el centro de la cama, una jovencita—admitámoslo, la chica era mona, pero era una cría—, con el cuerpo a gatas, cabello pelirrojo, tetas operadas y miembros largos y torneados, recibía los golpetazos en su culo de un pene enorme procedente de un tipo no menos enorme, también desnudo, de anchas espaldas, rapado y cubierto de tatuajes su espalda.

No distinguía si los grititos que soltaba la muchacha procedían del placer o el dolor pero estaba claro que él sí parecía disfrutar bastante. Lo que sí estaba claro era que, a juzgar por la comida, la bebida y el intenso olor a sexo, parecían haber estado en la cama durante mucho tiempo. Sus cuerpos estaba sudorosos y algunos billetes estaban adheridos a sus cuerpos.

El tipo pareció alcanzar alguna cota de placer o esfuerzo y, entonces, comenzó a intensificar sus acometidas. De alguna forma, extraía algo de placer de aquellas penetraciones porque, a la vez que el pene se hundía en su ano, se frotaba el sexo con movimientos veloces.

El hombre empezó a repartir sopapos a las nalgas de la bailarina —pelirroja, tetas neumáticas y cuerpo torneado… estaba claro que esa puta era Rubí—mientras reía entre jadeos y gemidos.

—¡Cabrón malnacido! —siseó ella entre cachetadas.

—Muévete, puta linda, muévete más.

—Más fuerte, cabrón de mierda, más fuerte, párteme en dos.

Y los sopapos arreciaron sobre las nalgas. Tiró del pelo de la muchacha para ponerla derecha y comenzó a descargar golpes entre los senos siliconados de la pelirroja.

—¿Vamos a quedarnos aquí viendo cómo follan? —pregunté en un susurro a Monique.

Se volvió hacia mí. Me di cuenta movía sus manos bajo la falda plisada. Monique tenía el rostro enrojecido y un brillo especial destellaba en sus ojos.

No me lo podía creer. ¿Se estaba masturbando viendo a esa pareja practicar sexo?

Lo increíble vino después cuando noté como una mano suya dejaba la confluencia de sus muslos y se internaba entre los míos, hurgando por un elástico de mi braga en busca de vello y vulva.

—¿Pero qué coño haces? —solté alzando la voz.

Me tapé al instante la boca pero el daño ya estaba hecho.

La pareja encendió la luz de la lámpara del techo y el tipo se desacopló de la pelirroja y se dirigió hacia nosotras.

—¿Más putillas? ¿Son amigas tuyas, Rubí?

La pelirroja palideció al mirarme.

—¡Es la mujer de Freddy! —chilló con voz aguda, señalándome con el brazo extendido.

—Joder —exclamó el tipo. Se abalanzó sobre mí y me enganchó del pelo.

Chillé de dolor y en ese momento actuó Monique. Golpeó en la garganta al forzudo y el hombre me soltó mientras tosía y se llevaba las manos al cuello.

Me recuperé pronto y me lancé sobre la pelirroja, la cual se había cubierto el cuerpo con la sábana.

—¿Y mi marido? —grité tirándola yo del pelo.

—¡Puta! —me insultó.

La muchacha chilló de dolor mientras lanzaba dentelladas y manotazos hacia mi cara con sus uñas. La reduje colocándome de rodillas sobre su espalda y sujetándola firmemente de su pelirroja cabellera y un tobillo.

Me volví para ver cómo se las arreglaba Monique con el forzudo y me asusté al ver que el tipo había agarrado a mi amiga del cuello, la había acorralado contra la pared y se disponía  a asestarla un puñetazo en la cara.

Fue entonces cuando me asusté. Pero no fue porque pareciese haber dominado a Monique.

—¡Suéltame, cabrón! —gritó ella asestando dos fuertes palmadas sobre las orejas del forzudo.

El tipo titubeó ante el golpe. Pero también ante lo que tenía delante.

Monique había perdido la peluca en algún golpe y su voz sonaba más grave.

Incluso Rubí se asustó también, viendo la escena conmigo.

—¿Quién es tu amiga, un transexual?

Apreté con fuerza la cabeza de la chica sobre el colchón. Me levanté y me acerque a su cara sin soltar su pelo.

—Es mi puto hermano Jasper, maja. Y ahora, quieta en la cama o te arranco el pelo a puñados, ¿está claro?

Asintió aterrorizada.

Cogí el jarrón de cristal relleno de piedrecillas que dejé junto a la puerta, me situé detrás del forzudo, y se lo estampé sobre su cabeza rapada. El cristal se rompió y todas las piedrecillas cayeron al suelo desparramadas. El tipo cayó redondo al suelo.

Pasé por encima de él y me acerqué a mi hermano.

—¿Estás bien, Jasper?

Asintió cogiéndose el estómago y ahogando una expresión de dolor. De su garganta colgaba algún tipo de aparato que distorsionaba su voz.

—Vale, pues.

Y le arreé una patada entre las piernas mientras mi puto hermano exhalaba un chillido de pánico. Cayó al suelo encogido de dolor.

—A ver si así pierdes los cojones y tienes algo de mujer, sucio pervertido —y pronuncié esas palabras pensando en el numerito del probador de la tienda.

Le escupí a la cara.

Le tomé luego el pulso al fortachón y respiré tranquila al notar los latidos. Me dirigí entonces hacia la pelirroja, espectadora de toda la violencia que había provocado yo sola en unos pocos segundos. La agarré del cabello y acerqué su cara a la mía mientras blandía el puño ante sus ojos. En su mirada distinguí sin duda alguna el terror absoluto.

—¿Dónde está mi marido, zorra?

Negó con la cabeza mientras lloraba.

—¿Dónde está? —vociferé.

—Fue un accidente —susurró moqueando y escapándosele la saliva de sus bonitos labios—. Fue un accidente de verdad, no queríamos que todo acabase así...

La solté como si la chica soltase descargas eléctricas. Di varios pasos atrás, tropecé con el cuerpo tendido en el suelo del forzudo. No supe dónde sostenerme y caí al suelo sin dejar de mirar a la chica.

Fue entonces cuando advertí la profunda brecha sangrante en el cráneo del hombre desnudo tendido en el suelo. Me miré las manos y también vi sangre, sobre todo mía, de los cortes con los trozos de cristal de jarrón. Incluso cuando Jasper se incorporó y alternó miradas de estupefacción entre la pelirroja y yo, también distinguí en su cara, bajo la careta de látex, varias heridas abiertas.

—Joder, joder —murmuró Jasper gateando despacio hacia mí. También había escuchado a Rubí.

Un accidente. ¿Qué coño de accidente? ¿Tu marido muere y es un accidente?

Jasper se arrodilló junto a mí y le abracé.

Fue entonces cuando aparecieron varios agentes de policía que entraron en tromba en el dormitorio.

Jasper ya había sacado una tarjeta de identificación y la alzó por encima de su cabeza con el brazo extendido.

Rompí a llorar sin saber qué hacer.

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--CAPÍTULO 7--

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—Sí, en efecto. Le chantajeaban —comentó Jasper mientras se acercaba a mí en aquella salita de la oficina del Sheriff de Broward.

—Pero… —no dije nada más. Solo me quedaba en el cuerpo una impotencia que no conseguía salir incluso al día siguiente de haber arrestado  a la bailarina Rubí y a su novio.

Jasper aún tenía varias heridas en las mejillas, frente y sienes pero parecían poca cosa. Tenía la misma cara delgada y el cabello corto y revuelto. Seguía teniendo aquel cuerpo escuchimizado con el que se había hecho pasar por mujer sin grandes dificultades y con ayuda de algunos rellenos.

Balanceé sin fuerzas el carrito de bebé donde estaba Junior.

—Descubrieron que tenía una familia rica, Jackie. Tu marido frecuentaba ese local y se pulía el dinero en las bailarinas del club. Una de ellas descubrió que la familia de Freddy tenía mucho dinero y se lo comentó a su novio. Ella le hizo creer que estaba enamorada de él hasta que vinieron las amenazas.

—Pero… ¿amenazarle con qué?

—Pues con contárselo a ti, claro.

Me mordí el labio inferior mientras desviaba la mirada al suelo. Era increíble. Si Rubí y su novio hubieran sabido a que me dedicaba yo antes, nada de todo esto habría sucedido. ¿Cómo chantajear al marido con la amenaza de desvelar que se tiraba a una puta si su propia mujer era otra?

—Mierda, Freddy. Sabes de sobra que te hubiese perdonado. Después de matarte yo misma, claro.

—Pero él se cansó de dar y dar dinero. Cuando se enfrentó a sus extorsionadores, la cosa acabó mal.

Me tapé la cara con las manos y recordé hace horas, cuando me llevaron a la morgue del edificio del forense. Le habían troceado y tirado sus restos en bolsas de basura por varios contenedores de la ciudad. Algunas partes del cuerpo nunca sería recuperadas.

—¿Y ahora qué? —pregunté mirando a mi hermano.

Jasper me devolvió una mirada sin significado.

—¿Qué hago con Junior, qué hago con mi vida, qué hago con todo, joder?

—Pues empezar de cero, supongo. Pide ayuda a tus suegros. Aunque deduzco que, si no han aparecido por aquí es porque no teníais mucha relación.

—¿Puedo quedarme en tu casa mientras…?

—Por supuesto que no, Jackie. Tendrás que buscarte tu propio trabajo y tu propia casa. Y si no encuentras nada, siempre puedes trabajar en lo que se te daba tan bien.

Negué con la cabeza. Recordé de nuevo lo sucedido ayer cuando se coló entre mis piernas. Me mordí el labio inferior y le solté un sopapo en la mejilla.

—No sé ni cómo somos hermanos, maldito degenerado. Además, ¿por qué te travestiste?

Se frotó la mejilla acusando el golpe.

—Era la única forma de que me contases todo, Jackie. Reconócelo: si te lo hubiese preguntado siendo yo mismo, en vez de Monique, ¿habrías colaborado conmigo?

Negué con la cabeza. En el fondo, el muy cabrito tenía toda la razón. Se encendió un cigarrillo.

Un agente de policía se acercó a nosotros.

—Jasper, ha venido un abogado para hablar con ella —me señaló con un gesto de la cabeza—. Y aquí no se fuma, joder. Estamos en un edificio público, lo sabes de sobra.

—¿Fumar, dónde ves tú el cigarrillo, Fernándes? —sonrió mi hermano escamoteando con un juego malabar el cigarro de sus dedos.

Sonreí ante la gracia. Mi hermano siempre tuvo un don para hacer cosas raras con sus manos. Bendito hijo de puta.

—Tú quédate aquí —dijo Jasper siguiendo al compañero y saliendo de la salita.

Quedé a solas con Junior. Mi hijo se había quedado ya dormido sin saber que se había quedado sin padre.

—Y, ¿ahora qué, cariño? Ahora sí que estamos verdaderamente jodidos. Tendré que llamar a papá y mamá —musité.

Jasper volvió al poco rato seguido de un tipo espigado, con gafas redondeadas, trajeado a rayas y con maletín. El tipo me tendió la mano.

—Mis más sinceras condolencias, señora Delterwiliger. Soy el albacea testamentario del Alfred Delterwiliger.

Negué con la cabeza.

—Nunca adopté el apellido de Freddy…, o sea, de Alfred. Sigo apellidándome O’Sullivan.

—No viene al caso, de todas formas. Su marido legó a su hijo una importante suma de dinero en forma de fideicomiso y usted, como tutora legal y madre, es la administradora de la suma.

Me tendió una carpeta con varios papeles detallando el contrato y la creación del fondo.

Caí en la silla ahogando un jadeo cuando leí la cifra de la que constaba el fideicomiso.

Eran demasiados ceros. Eran muchos ceros.

Jasper se situó detrás de mí y leyó a su vez.

—Parece que tu marido pensó en todo. Al final sí que os quería. ¿Te he dicho antes, Jackie, que me gustaría que te mudases a vivir conmigo?

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Si habéis llegado hasta aquí, os doy las gracias y me permito abusar un poco más de vuestro tiempo y paciencia.

Este relato lo considero como un relato "piloto". Planeo realizar unos cuantos más ambientados en la sugerente ciudad de Miami, protagonizados por los hermanos O´Sullivan y la Brigada Policial. Tendrán un elemento de suspense, algo de acción y su pizca de sexo explícito. De hecho, tengo ya los argumentos preparados.

Pero, antes de ponerme a ello, me gustaría recabar opiniones sobre este relato "piloto". Extensión, vocabulario, personajes, etcétera. Sé que a muchos os gustará expresar vuestra opinión. A otros tantos, os dará lo mismo y a no menos personas, os disgustará mi petición. Bueno, hasta ahora habéis sido libres de abandonar el relato cuando hubiéseis querido. Si habéis llegado hasta aquí, solo os pido ese último favor, en forma de comentario o email. Tanto positivo como negativo -casi prefiero lo segundo para mejorar-.

En todo caso, vuestros comentarios/correos será siempre bienvenidos y serán mi referente para la potencial continuación de la historia.

Un saludo y gracias por leerme.

Ginés Linares--

gines.linares@gmail.com