Las aventuras de Lara (5)

Fin de curso en el colegio, con una despedida muy especial por parte de sus amigas mayores.

CAPÍTULO V - Se acabaron las clases

Había llegado el esperado momento para todas las alumnas: el fin de curso. Por fin podíamos dejar los pesados libros, las aburridas clases, las inacabables lecciones y volver a nuestras casas, al lado de nuestras familias y amigos. Las que habíamos tenido el mérito y la buena suerte de sacar buenas notas, celebrábamos con satisfacción nuestro paso al siguiente curso, y soñábamos ya con hacernos mayores y dejar el colegio, para integrarnos por fin en la vida social como personas independientes. Este era el caso de casi todas nosotras, pues  ninguna de mis amigas tuvo que repetir curso. Tan sólo Miriam y Cristina sacaron unas notas algo mediocres, pero aprobaron. En el plano sexual, sin embargo, me di cuenta de que aquello iba a suponer el fin de mis emocionantes aventuras, pues Alicia y Rosa acabarían el ciclo y pasarían a otro colegio, pensando ya en entrar en la universidad. Probablemente nos separaríamos y ya no volveríamos a saber más unas de otras. Pero no quiero adelantar aún los detalles de nuestra marcha sin contar la última experiencia que pude vivir al lado de aquellas dos chicas tan impotantes para mí. Ocurrió justo durante los exámenes. Yo estaba en la biblioteca estudiando para el de Literatura, llena de preocupación y de estrés. Como soy muy seria y aplicada, me obsesiono a veces demasiado con los estudios y me agoto. La verdad es que ya estaba harta y tenía ganas de ir a relajarme un poco, así que agarré los apuntes y salí de la bibloteca. Allí estaban ellas dos, hablando tranquilamente por los pasillos. Nada mas verlas, todo mi cuerpo reaccionó como reaccionaría un explorador en el Sahara al ver un oasis lleno de agua. Eran exactamente lo que buscaba: nada mejor que el sexo para eliminar tensiones. ¿O a alguien se le ocurre una manera mejor de quitarme el estrés que una sesión de placer en el cuarto de mis compañeras? Me puse nerviosísima y me costó enormes esfuerzos disimular, porque no quería que se me notara la impresión que me causaba haberlas encontrado allí. Me puse a caminar intentando aparentar naturalidad, pero estoy segura de que hasta  mis mejillas estaban encendidas en ese momento. Ellas me saludaron cuando me acerqué a donde estaban, y sonrieron, como si hubiesen adivinado mis deseos. -Ey Lara, -me dijo Alicia- ¿no te apetería pasarte por nuestro cuarto un momento? Seguro que es la idea que se te ha ocurrido al vernos. -Vamos, Alicia, no seas tonta. ¿No ves que tengo que estudiar? Además, ya sabes que esas cosas me las hacéis vosotras porque queréis, que a mí no se me ha perdido nada en vuestra habitación. -Ja, ja, ja... creo que te equivocas -dijo entonces Rosa-. ¿O no recuedas haber perdido allí mismo una cosa muy importante para las mujeres? La muy cabrona se refería, evidentemente, a mi virginidad. Me ofendí, y tras darles la espalda me fui de allí caminando a paso rápido. Pero ellas me siguieron y a los pocos metros Rosa me agarró del brazo para que me detuviera. -Venga, tía, no te pongas así. ¿Por qué siempre nos lo pones tan difícil? Te veo muy nerviosa, Lara. No puedes estar siempre estudiando. Anda, ven con nosotras. Te sentará bien pasar un buen rato, ya verás... -dijo mientras me pasaba su brazo por el hombro, en un intento de abrazarme que rechacé. -Vamos, Lara, -dijo entonces Alicia- ya es casi fin de curso y pronto dejaremos esta escuela. Ya sabes que nos gustas: hemos disfrutado con tigo de tantas cosas... Si me diesen a escoger los mejores momentos de mi vida, los que me pasé violándoe estarían entre ellos. Te vamos a echar mucho de menos, de verdad. Y cuando nosotras nos vayamos te quedarás sin posibilidad de hacer todas estas cosas que, aunque lo niegues, te gustan tanto como a nosotras. Las miré en silencio durante unos instantes, mientras meditaba qué era lo que debía hacer. Las palabras de Alicia me estremecieron: era cierto, faltaban pocos días para que las perdiera, para que todo mi placer sexual en ese momento tan importante de la vida de una joven se desvaneciese. Cuando ellas ya no estuviesen allí sólo me quedarían los soitarios toqueteos que pudiese hacerme yo misma, sola en mi habitación. No: Había que aprovecharlo, y además lo necesitaba. Por otro lado, les había cogido cariño y se lo debía. Eran un par de cabronas, pervertidas y abusonas, pero me habían hecho descubrir mis sentidos, y eso ya era algo. -De acuerdo. Haré lo que me digáis. Hoy será la última vez. -Vamos, -dijo entonces Alicia muy contenta- no te arrepentirás. Me llevaron entonces hasta su habitación y nada más entrar comenzaron a tomarse libertades conmigo. Rosa me dio una palmada en el culo riendo, y Alicia se acercó por delante y comenzó a tocarme las tetas. -Eh, eh -protesté indignada-, no vayáis tan rápido. ¿Qué os habéis creido? -Tú a callar zorrita -me dijo Alicia mientras me agarraba de la barbilla y me miraba con ojos asesinos-. Te hemos traído aquí para que seas nuestro juguete y vamos a jugar contigo. -Sí, pero por favor, no me hagáis daño. -No estás en condiciones de dar órdenes -dijo Rosa agarándome del pelo y acercando su rostro al mío amenazadoramente-. Mejor que seas una buena chica y no te resistas. ¡Vamos, en bragas! -¿Qué? -Que te quites la ropa y te quedes en bragas te he dicho. Obedecí. En pocos segundos quedé de pie en medio de la habitación, con mis braguitas rosa como única vestimenta. Ellas estaban sentadas y habían ido observando com placer cómo me desvestía. -Disfrutas mostrándote, ¿eh? -me dijo Rosa con una sonrisa sarcástica. -Para nada. Me da mucha vergüenza y no quiero seguir así. Dejad que me ponga la ropa, por favor. -Mentirosa. Te gusta que te miren, te encanta ser un objeto que provoque excitación, te gusta que te utilicen. Y puedes estar tranquila, que pensamos hacerlo. -Oye -me dijo Alicia con cierto enfado-, ¿qué coño haces tapándote? ¡Fuera esas manos! Aparté mis manos del pecho de un golpe y me puse casi firme. Mis pechos quedaron ahora apuntando hacia ellas dos. -Eso está mejor -dijo Alicia más satisfecha-. Parece mentira que después de tantas sesiones aún tengamos que enseñarte a comportarte. -Sí -añadió Rosa-, creo que esta falta de disciplina debríamos castigarla, ¿no crees, Alicia? -Sin duda. ¿Qué se te ocurre? -Podríamos pellizcarla un poco -Ja, ja, ja,... Sí, vamos. Entonces se levantaron y se acercaron a mí. Iban dando vueltas en círculo, como dos tiburones alrededor de una balsa con un pobre náufrago. Aleatoriamente, me tocaban, me pellizcaban, me daban palmadas en el culo... Yo intentaba no quejarme mucho para no hacerlas enfadar, pero lo cierto era que los pellizcos me hacían daño y me obligaban a retorcerme y a lanzar algún que otro quejido. Pero lo que más me fastidiaba era estar allí como una muñeca de trapo a la que podían hacer lo que quisieran. Y sin embargo... ¡Qué divertido era aquello, en comparación con las cosas que hacían mis amigas! En efecto, aunque la escena en la que me encontraba me pudiese parecer ridícula (a fin de cuentas, ¿qué hacía yo allí en bragas aguantando los manoseos de dos colegialas abusonas?), lo cierto es que resultaba pintoresca y, en cierto modo, tenía su gracia. Por lo menos se salía de lo corriente y resultaba emocionante, cosa que no se podía decir de los pasatiempos cotidianos de mis compañeras de clase. Supongo que esta era la razón de que me excitase aquello, aunque fuese humillante. -Bueno -dijo Rosa-, creo que ya la hemos tocado bastante. Ahora tengo ganas de quitarme la ropa. Así podremos pasar a cosas más serias. -Sí -le respondió Alicia-, pero que sea ella la que nos la quite. Como si fuese nuestra criada. A Rosa le hizo gracia la propuesta, así que lo tuve que hacer. Como una buena sirvienta, le fuí desabrochando los botones de la blusa, se la saqué, le desabroché los pantalones, le quité los zapatos, le saqué los pantalones, le quité los calcetines, le desabroché el sujetador y fui a desvestir a Alicia. -Eh, espera -me dijo Rosa-. ¿No te estás dejando algo? -Pero si sólo te quedan las bragas. -Bueno, ¿y no piensas sacármelas? ¿No ves que ya se me están mojando con tanta tontería y que necesito airearme para gozar del todo? Obedecí, y con mucho mimo puse mis dos manos en sus caderas. Entonces, tirando suavemente hacia abajo, le fui bajando sus bragas blancas hasta llegar a los tobillos. Mi rostro, que estaba a poca distancia de su cuerpo, iba siguiendo el recorrido de la pequeña prenda, mientras el olor de su cuerpo excitado impregnaba mi olfato y me ponía aún más caliente. Ella levantó su tobillo izquierdo y luego el derecho, para que yo pudiera sacarle totalmente las bragas, así que acabé con ellas en mis manos. Yo estaba de rodillas frente a su cuerpo macizo y bien formado, mirando hacia arriba, desde donde ella, con aire dominante, me sonreía. No sé por qué, pero en ese momento la encontré maravillosa. La perspecitva de sus curvas desde abajo era encantadora. Su sexo estaba recubierto por un fino vello, y los muslos que lo adornaban a cada lado, eran firmes y bien hechos. Me habría lanzado a besarla por todas partes si no me hubiese dado tanto respeto su presencia. -Bueno, niña -dijo entonces Alicia con un aire algo celoso-, ¿te vas a quedar ahí mirando o me vas a desvestir de una vez? -Lo siento -dije con voz sumia mientras me incorporaba y avanzaba hacia ella para quitarle la ropa. -Eso está mejor. Pero tía, deja ya las bragas de Rosa, ¿o es que vas a seguir con ellas en la mano todo el día? Me quedé muy avergonzada ante la observación. Era verdad, mi mano seguía llevando las bragas de Rosa, como si fueran una especie de recuerdo o de trofeo. Lo curioso era que realmente no quería dejarlas, que me gustaba tenerlas un poco más junto a mí, pero como aquello era algo ridículo, las dejé encima de la cama, junto al resto de la ropa. Luego me acerqué a Alicia para desvestirla, pero ahora estaba mucho más nerviosa. Lo de quitarle la ropa a una mujer la pone a una más caliente de lo que parece, porque no queda más remedio que tocarla mientras se hace, y además la expectación de ir descubriendo lo que está oculto siempre añade un gran interés; y Alicia estaba aún más buena que Rosa, de modo que cuando le puse las manos sobre la blusa, hinchada debido al volumen de sus pechos, para desabrocharla, no pude evitar estremecerme. Me costo un enorme esfuerzo depojarla de su blusa azul. Por fin lo conseguí, y al ver su busto tan bien hecho y con unos senos tan firmes, no pude evitar tocarla. Pero ella, en lugar de reaccionar cariñosamente, me apartó la mano con violencia y, mirándome duramente me dijo: -Quietecita, nena. Aquí se viene a obedecer, ¿entendido? Tú quítame la ropa como una buena chica pero no toques nada hasta que yo te diga. -Oh, vamos, Alicia -le dijo entonces Rosa-, no seas así. La chica te ha visto las tetas y le han entrado ganas de tocarte. Es normal: se la ve algo cachonda. -Pues que se joda -respondió Alicia muy seria-. Ya me está bien que se caliente, pero cada una tiene que ocupar su puesto: las que mandamos mandamos y las que obedecen obedecen. Vamos, Lara, quítame los tejanos. Lo hice. La advertencia de Alicia me había vuelto muy obediente. Mis dedos desabrochaban botones o desunían correas sin que las palmas de mis manos tocasen nada, por miedo a molestarla. Fui realizando todas las operaciones con sumo cuidado, hasta que Alicia estuvo en pelotas. Ahora ya estábamos las tres desnudas, aunque yo aún conservaba mis braguitas rosadas. Sin embargo, no me ordenaron quitármelas. En lugar de eso, Alicia se sentó en una silla que había allí y, elevando una de sus piernas un poco para exponerse mejor, me hizo una señal no su dedo índice para que me acercase. Yo comencé a caminar, pero Rosa aún quiso añadir algo: -A cuatro patas, putilla. ¿No ves que Alicia quiere que la chupes? No pretenderás hacelo de pie. Tenía guasa la cosa. Ahora encima tenía que hacercarme como una perrita a lamerle el conejito a la cabrona de Alicia. Pero en fin, no había más remedio. Me arrodillé y fui andando a gatas hasta llegar al objetivo, que me esperaba bien depilado y húmedo, como tiene que ser. Me sorprendió notar que Alicia estaba ya algo mojada. No había dado esa impresión por la frialdad con la que había estado reaccionando hasta entonces. Sin embargo, así era. -¿Qué? -me dijo- ¿Te vas a quedar ahí mirándome la almeja o te vas a decidir a chupar? Parece mentira que te lo tenga que explicar todo. Comencé a lamer muy suavemente. Al principio mis labios ni siquiera la tocaban: sólo mi lengau tanteaba el contorno del agujero. Noté que algo me tocaba el culo: era Rosa, que quería divertirse mientras miraba. La dejé hacer, por supuesto, y me concentré en mi trabajo. De pronto me entraron ganas de hacerlo lo mejor posible: quería que Alicia se corriera como una loca, así que fui incrementando poco a poco mi actividad. Le daba besitos en la entrepierna, de modo que los labios de mi boca se besaban con los suyos de la vagina. Luego pasé a frotarla un poco, y de vez en cuando le metía los deditos. Ella parecía muy excitada yo la miraba a los ojos con la mirada más sumisa que era capaz de adoptar, y ella parecía muy contenta de verme así. Para colmo, las caricias de Rosa me estaban volviendo loca, así que acabé perdiendo los estribos y me lancé a chuparle el coño a Alicia como si mi vida dependiese de ello. Fue alucinante escuchar cómo gemía mientras se lo hacía. Me emocionó saber que se lo estaba pasando tan bien. Quería seguir así, hacerla llegar al final. quería que se corriera, y todos los lametones que le daba me parecían pocos: habría querido tener diez lenguas para chuparla mejor. En ese momento yo ya había perdido cualquier voluntad de resistirme. No participaba, sino que las dejaba hacer, pero tampoco me resistía lo más mínimo. Es más: no hacía falta ser muy avispado para darse cuenta de que me estaban haciendo disfrutar como una loca, y que lo último que quería era que aquello se acabase: quería que fuese eterno, que durase toda la vida. Mis braguitas, completamente mojadas por lo muy caliente que ya me habían puesto, pedían a gritos que alguien las apartase de allí, que no obstaculizasen más el camino a los dedos que querían tocarme y a las lenguas que querían chuparme. Fue Rosa la que se encargó se sacármelas casi de un tirón. Quedé con el culo en pompa, casi mostrándoselo desafiante, y ella se lanzó sobre él como una loca. ¡Dios santo, cómo me lamía! Por mucho que intentase contenerme, los gritos que escapaban de mi boca demostraban que aquello me estaba enloqueciendo, y no tardé muchos segundos en tener el primer orgasmo. Alicia, al ver que yo ya no estaba en condiciones de seguir lamíendola, se arrodilló para estar a mi altura y me besó en la boca. Bueno, no sé si besar es el verbo correcto, digamos que me morreó a lo bestia, como si quisiera recoger de este modo los líquidos que yo le había extraído antes a ella. Mis manos se perdieron en su cuerpo, pero esta vez ella no me rechazó. Al contrario, también comencó a tocarme. Qué pasada, nunca me había sentido igual, pero el caso era que Rosa tenía intención de hacer algo especial. -Alicia, espera. Tengo ganas de follarme a Lara. Anda, deja que la utilice a mi manera. Cuando decía follarme se refería a ponerme boca arriba, con las piernas algo abiertas, de manera que ella pudiera entrelazar las suyas y frotar su vulva contra la mía. Hicimos la postura y comenzó a agitarse. Uf, qué energía daba a sus movimientos; no creo ni que los hombres pongan tanto ímpetu a la hora de dar placer a una mujer. Yo estaba en el séptimo cielo, y Alicia, que no quería quedarse sin su parte, puso su coño a la altura de mi boca para que pudiera seguir lamiéndola. Me costó un poco, porque los gemido que me arrancaba rosa con su vaivén me obligaban a interumpir mi labor, pero lo cierto es que al cabo de un par de minutos Alicia llegaba al éxtasis, y se arrodillaba para besarme en la boca, mientras Rosa me follaba a su manera. Creo que así estuvimos al menos diez minutos, pero no se me hizo nada largo. Disfrutaba como una loca, y Rosa consiguió llevarme al orgasmo una vez más antes de correrse ella misma. Estábamos agotadas, y nos besamos para poner la guinda al mejor polvo de mi vida hasta entonces. Una vez satisfechas las tres, nos quedamos tumbadas sobre la cama, entrelazadas como si fuésemos un amasijo de piernas, culos y demás trozos de carne. Nuestros cuerpos, mojados con los flujos segregados durante la acción, olían a sexo, y la sensación de estar allí tumbada junto a aquellos cuerpos calientes era muy placentera. En esta especie de somnolencia llena de sensualidad me relajó muchísimo. Me sentí muy bien durante la media hora, más o menos, que pasamos las tres allí tumbadas, tonteando y dándonos besitos. La verdad es que era la primera vez que se mostraban cariñosas conmigo. Supongo que querían despedirme amigablemente. Cuando por fin nos levantamos y nos vestimos, tuvimos una sensación algo triste, como si estuviéramos a punto de perder algo muy importante, pero el caso es que la vida seguía, y se nos había acabado la diversión. Prometímos despedirnos el último día de curso y me fui de allá después de que cada una me estampáse un efusivo beso en la boca. El resto de la tarde la pasé estudiando. Así fue nuestro último encuentro. Luego ya no las volví a ver. El último día de clase las busqué por todas partes, pero no las encontré y no quise demorarme, ya que mis padres habían venido a recogerme en coche y evidentemente no les iba a explicar lo de mis amistades con Alicia y Rosa. Ese día me fui muy apenada, y hasta mis padres se extrañaron de que estuviera triste a pesar de que habían llegado las vacaciones y de que lo había aprobado todo. ¡Ignorantes! ¿Es que no saben que las cosas que realmente importan muy pocas veces se cuentan? El caso es que al cabo de cinco días me encontraba tumbada en la cálida arena de las playas de Matalascañas, disfrutando junto con mi familia de unas merecidas vacaciones en la playa. Hacía un calor espantoso y la playa estaba abarrotada. Nos alojábamos en un apartamento que mis padres habían comprado el año anterior. Como no conocía a nadie por allí, los primeros días los pasé yendo a la playa con mis padres y mis hermanos. Por la tarde, ellos se iban por ahí con sus bicis y yo volvía a tomar el sol. Por las noches... ah, no podía dejar de pensar en lo que había perdido. Solita en mi cama, me retorcía acariciándome continuamente pensando en las experiencias vividas con Alicia y Rosa, y también, por qué no decirlo, en el episodio de la revisión médica, que en su momento me pareció odioso, pero que ahora, una vez pasado, me resultaba sumamente gracioso y excitante. A veces, incluso, poseída por un aespecie de nostalgia de las escenas pasadas, incluso de las menos agradables, sacaba mi bote de desodorante para rememorar la manera en la que había perdido mi virginidad. Esta fue mi vida durante unos días, pero entonces mis hermanos trabaron amistad con una pandilla de jóvenes, la mayoría madrileños como nosotros, que veraneaban por allí cerca y se reunían para ir por ahí juntos. Por supuesto, acabé conociéndolos y al poco tiempo ya estábamos integrados en la pequeña comunidad. Como había muchas familias en los bloques de la playa, los jóvenes no formábamos un grupo compacto, sino que más o menos nos habíamos distribuído en pandillas de tres, cuatro o cinco individuos, normalmente, y sólo en ocasiones nos uníamos para formar grupos más numerosos. Lógicamente, muchas de ellas eran sólo de chicos o sólo de chicas, porque ya se sabe que con las personas del mismo sexo hay más confianza y generalemente nos entendemos mejor. Yo acabé unida a un grupo de tres chicas, dos madrileñas y una de Ciudad Real. Íbamos juntas a la playa por las mañanas y paseábamos por ahí por las tardes, a veces mezclándonos con la pandilla de mis hermanos o solas. Pero voy a presentarlas: La mayor de nosotras era la chica de Ciudad Real. Tenía 16 años y se llamaba Patricia. Era morena, con el pelo rizado, bastante mona. Tenía un cuerpo bastante bien formado y con mucha personalidad. De algún modo era la líder de la pequeña pandilla. Le seguía Paula, que tenía 15 años y era algo más tímida y atontada. No destacaba mucho pr su físico. Era poco agraciada y su falta de carácter la hacía parecer aún peor, pero no era mala chica y la verdad es que siempre se portó de maravilla conmigo. Las dos más pequeñas éramos Elena y yo. Ambas estábamos a punto de cumplir los 15 y congeniábamos a la perfección. Ella era mucho más simpática que yo, mucho más alocada. Era algo así como la alegría de la huerta, y todas la queríamos. No era una maravilla físicamente, pero su alegría la hacía más bella. Tenía el pelo largo, liso y castaño, y unos ojos marrones no muy espectaculares, pero sí muy expresivos. Pasé con ellas cuatro semanas, en las que la mayoría de los días no hacíamos nada que merezca resaltarse: diversiones de adolescentes y poca cosa más. Pero entre paseos, baños, películas de cine y charlas de jovencitas, hubo algunos momentos en los que sí que mi mente se ocupó de ciertos asuntos algo más interesantes. Lo más terrible ocurría por la mañana. Nada más llegar a la playa me encontraba delante de todos aquellos cuerpos casi desnudos, y claro, a mi edad estas cosas afectan mucho. Para colmo, mis experiencias en el colegio habían encendido mi gusto por las chicas, de modo que no había salvación: mirase a donde mirase podía encontrarme con alguien que me llamara la atención, tanto si era un chico como si no lo era. De hecho, me llamaban más la atención los cuerpos de las mujeres. Los encontraba más deseables, más hechos para ser poseídos. Los chicos me gustaban, pero de otra manera. Además, siempre me han caído gordos los chulos de playa que van presumiendo de musculitos. El caso era que no podía apartar la vista de todos aquellos culitos tan redondos que se me ponían enfrente. Me acordaba de los de mis compañeras de colegio, que tantas veces habían tocado mis manos o habían lamido mi lengua. Me los imaginaba desnudos, mostrando las entrepiernas depiladas, en las que resaltarían sin duda los labios que protegen la entrada del sexo femenino. Y a pesar de todo el interés que me provocaban, tenía que intentar disimularlo, no fuese a ocurrir que alguien sospechase de mis gustos. A veces me costaba verdaderos esfuerzos mantener la calma cuando Patricia se presentaba en bikini ante mi casa para que fuésemos juntas a buscar a Paula y Elena para ir a la playa. Qué buena la encontraba a veces, Dios mío. Pero bueno, más o menos podía aguantarme, ya que ni ella ni mis otras amigas eran precisamente unas modelos de Playboy. Lo malo era llegar a la playa y encontrarte  con centenares de personas a tu alrededor, de las cuales, evidentemente, siempre había como mínimo diez o doce que estaban para comérselas. Las que llevaban tanga, en particular, me traían loca. Me quedaba hipnotizada cuando veía sus culitos al aire, simplemente recorridos por un delgado cordón que se perdía en la raja que formaban los glúteos. Para colmo, las tías que los llevaban solían ser precisamente las que estaban más buenas, y muchas, además, hacían top-less, con lo que encima tenía que soportar la visión de sus tetas al aire, provocándome más aún. Había veces que, presa de la desesperación, y nerviosa porque alguien pudiese notar mi trubación ante aquel espectáculo, le pedía a Paula que me pusiera aceite en la espalda y me tumbaba boca abajo para tomas el sol, cerrando los ojos para huir de todas aquellas tentaciones. Esfuerzo inútil: a los pocos segundos mis párpados me traicionaban y volvían a abrirse para dejar entrar aquellas imágenes deliciosas hasta mir retinas. Para colmo, las manos de Paula, a veces demasiado mimosas con mi piel, me hundían aún más en la tentación, y a veces tenía que decirle que parase. Menos mal que Elena, con su alegre conversación y sus comentarios de niña, mantenía viva mi atención sobre nuestro grupo, y permitía que mi mente descansase un poco de todo aquello. Sin embargo, al llegar a casa me tenía que dar una ducha bien fría, no sólo para quitarme la sal y la arena de la piel, sino también la calentura. A veces no podía aguantar más y allí mismo, en la ducha, me masturbaba como una loca. Otras veces podía aguantar hasta la noche y hacerlo en mi cama, pero no había un sólo día que mi sensibilidad no se viese alterada por aquellas imágenes deliciosas. Y así se pasaba el tiempo normalmente, con inocentes diversiones y placeres solitarios, aunque pronto ocurrieron cosas que sí que valió la pena vivir, y que en seguida relataré.