Las avent. de Daniel. Capítulo 4: verdes y grises

Cuarto capítulo de "Las aventuras de Daniel". Daniel se ha ido al bar a tomar unas copas para olvidar la mierda de día que ha tenido. Se ha llevado la Tablet y se ha puesto a escribir sobre aquella vez, hace tres años, en la que también se fue por ahí a ahogar las penas a un bar de Madrid...

Hoy he tenido un día de mierda. Estoy sentado en un bar, solo, mientras escribo esto. He dado aviso de que me sirvan cada vez que vacíe el vaso hasta que el billete que dejé sobre la barra no dé más de sí. Me he dejado una nota en casa a mí mismo. “No te preocupes si no recuerdas nada. Es lo que querías”. También me dejé un recordatorio en el móvil con el mismo mensaje. Por si no despierto en casa. Si me roban el móvil, casi mejor. Así será imposible que recuerde esta pesadilla. Soy una persona alegre, no he tenido muchos días de mierda en mi vida. De hecho, puedo acordarme perfectamente de todos y cada uno de ellos. Algunos lo han sido por cosas que me han pasado a mí y otros han sido por cosas que le han pasado a la gente que quiero. El de hoy no quiero recordarlo.

Solo hubo otra ocasión en la que me sentí igual. Quería morirme. Fue una semana de mierda hace tres años. Tenía 34 por entonces. De mierda en la familia, de mierda en el amor y de mierda en el trabajo. De hecho, el trabajo le puso la guinda al pastel, y exploté. De todo lo que me había pasado, lo del trabajo fue lo menos grave –una tontería en perspectiva–, pero mis emociones me desbordaron. En cuanto entré en casa me puse a llorar a mares. Me metí en la ducha y seguí llorando. Bajé a comprar tabaco, aunque no suelo fumar si no es de fiesta, y seguí llorando. El tabaco no me relajó. Cinco, siete, veintitrés perdidas. A tomar por el culo. No quería saber nada de nadie. Pero no podía seguir en casa llorando sin parar. Necesitaba tranquilizarme… y olvidar aquella mierda. Quería tragar el mar a ver si así esa semana se borraba de mi mente.

Fui a un bar pijo de Madrid, de esos en los que tocan un piano de cola en directo en las veladas y en los que te cobran las copas de Cacique como si estuvieras bebiendo un sorbo de un champán de mil euros. Me daba igual el dinero, sabía que allí no habría nadie que me conociera, y eso no tenía precio en aquel momento. Pedí un Macallan tras otro, y así conocí a aquel chico con los ojos de dos colores.

No voy a decir el nombre del chico. No importa. No le importa a nadie. Yo estaba sentado en la barra. Cualquiera que mirase en mi dirección pensaría que me estaba haciendo el interesante. En realidad, solo quería que no se me acercase nadie. Soy bastante atractivo y de aspecto masculino. Fuera de locales de ambiente, solo se me acercan tías. Aquel día no estaba de humor para tontear antes de confesarles mi homosexualidad. Hice saber con mi actitud que era un gilipollas. Y funcionó, hasta la tercera copa. Terminé la última de aquellas riquísimas aceitunas que tan bien acompañaban el alcohol mientras escuchaba la música de fondo y la agradable conversación de innumerables mesas repartidas por el local, que respetaban el volumen bajo de la sala, evitando quitarle el protagonismo al hermoso Steinway que nos regalaba su melodía. Llamé al camarero para pedir una tercera ronda.

—    Que sean dos, por favor.

Giré la cabeza al escuchar aquella voz grave y profunda, que resonaba por encima de cualquier otro sonido. Era invierno por aquel entonces. El chico llevaba un lujoso abrigo gris largo que alcanzaba sus rodillas, haciendo un bonito aro alrededor, con unas mangas anchas, perfectamente ajustadas a la altura de sus manos, de tal modo que al levantar el brazo no retrocedían más allá de sus muñecas, sobre las que lucían algunas joyas. En su mano izquierda, un elegante Seiko . En su derecha, una fina pulsera de oro que llevaba desde el nacimiento, con su nombre inscrito en una pequeña placa. Bajo el abrigo, un hermoso traje azul con detalles bordados, que lo hacían menos formal. Llevaba además una camisa blanca sin corbata, con los primeros botones desabrochados, señal de que se estaba relajando tras el trabajo. Finalmente subí la mirada y me fijé en aquellos ojos.

Nunca había visto una mirada como la suya. Podrías perderte en esa galaxia. En un primer vistazo rápido, cualquiera diría que son unos bonitos ojos verdes. Pero una descripción tan vaga no le hace justicia. En el centro de aquella blancura se encontraba un iris verde en el exterior, que recordaba a unas aguas cristalinas, cálidas y relajantes. Hacia el interior se oscurecía en un tono más sombrío, como del bosque en invierno, todo ello manchado por pequeñas islas color miel. Más cerca de la pupila, un gris azulado como el de un lago de montaña en un día nublado remataba aquel hermoso paisaje. Verdes y grises. Me deje hundir en la profundidad de su mirada.

—    Espero que no le importe si le acompaño, caballero —dijo con voz profunda, ahogando los sonidos de la sala, quitándose el abrigo, sentándose sin aguardar respuesta.

El desconocido se sentó en el taburete de madera que estaba libre a mi derecha, entregando el abrigo para que se lo guardaran en el otro lado de la barra, llevándolo el camarero a una salita oculta tras una puerta que imitaba el mobiliario de alrededor. No le preguntaron el nombre y tampoco le dejó el abrigo al personal de la entrada. A este chico lo conocían en el local. Yo seguía sin articular palabra, perdido en esos hermosos ojos. A él no parecía importarle. Como si me leyera la mente, dejó que me relajase, posado en su mirada.

Me desperecé cuando el camarero nos trajo las copas y, pidiéndole disculpas, me presenté estrechándole la mano e invitándole innecesariamente a acompañarme en mi depresión –omitiendo lo último, claro está–. Él, por su parte, me correspondió en las presentaciones. Le conté sobre mi juventud en Galicia hasta mi vida como profesor en la universidad, obviando los detalles más recientes que convirtieron mi vida en una pesadilla durante un tiempo, aunque por su mirada, debió ver a través de mis ojos aquello que intentaba ocultar. Sin embargo, no preguntó. Por su parte, me contó sobre su vida en la capital. Trabajaba en una empresa importante, en un puesto importante para su edad. En unos días tenía que irse una temporada larga al extranjero. No parecía apetecerle demasiado.

Tenemos los mismos años. Me halagó por mi trabajo. Según me contó, lo intentó, pero le resultó imposible continuar en mi mundo. Que no daba la talla. No sabría qué decir al respecto, teniendo en cuenta la posición que ocupaba. Sus ojos me devoraban, me tenían agarrada el alma. No podía escapar. Estaba disfrutando de la conversación, así que decidí frenar el ritmo al que bebía. Bebí despacio, esperando a que él llegase a mi marca, mientras la conversación fluía y sus ojos continuaban cautivando mi corazón. Para cuando me di cuenta, ya me había enamorado de aquel chico. De sus ojos. De su alma.

El día siguiente era un sábado, por lo que ninguno de los dos tenía prisa. Me invitó a su casa, que estaba cerca. Fuimos andando a pesar del frío, que ayudó a espabilarnos. Nos fuimos sin pagar y no me había dado cuenta. Le dije que teníamos que volver, pero me comentó que me despreocupase, que lo habrán anotado todo a su cuenta. En efecto, frecuentaba a menudo aquel piano. No había mentido, llegamos a su casa en apenas diez minutos. En todo el camino no dejamos de charlar. No puedo recordar la conversación, eran cosas banales, pero el chico consiguió por varias veces arrancarme una sonrisa. Estaba haciéndome olvidar toda mi pena, filtrándola por esos ojos verdes y grises.

El chico abrió el portal y, como el caballero que era, me dejó pasar primero, sosteniendo para mí la pesada puerta del edificio. No me hacía falta entrar para saber que, al igual que frecuentaba aquel lujoso local, también se podía permitir un lujoso piso. La localización, el portal y el vestíbulo hablaban por sí solos. Sujetando mi mano, fría por la noche helada, me condujo al ascensor. Vivía en la segunda planta, podríamos haber subido por las escaleras , recuerdo haber pensado cuando el chico apretó el botón dorado con un “dos” incrustado finamente en negro. Luego me quedó claro por qué no. El chico se acercó a mí mientras se cerraban las puertas, empujándome con cada paso contra el fondo del ascensor, hasta que no pude escapar más. Arrimó su cara a la mía, observándome con esos ojos verdes y grises. Pegó su boca a mis labios. Suspiraba. Su aliento me reconfortaba. Estaba inmóvil, observando aquellos ojos de dos colores. Perdiéndome en aquellas islas color miel.

Fueron solo quince segundos. Pero a mí me pareció toda una vida. Anhelo aquel momento.

En cuanto se abrieron las puertas del ascensor, el chico volvió a cogerme de la mano. Las luces se encendían a medida que avanzábamos por el pasillo. Abrió, cuidándose de no hacer demasiado ruido, la puerta de su casa; pasando delante de mí e invitándome con un gesto a entrar. Cerró la puerta a mis espaldas, pasando las llaves y dejándolas colgadas en la cerradura. No necesitamos hablar más en toda la noche.

El chico retiró mi bonito abrigo negro, que nada tenía que envidiar al suyo, colgándolo de una percha en un pequeño armario situado en la entrada, donde también guardó el suyo. Se quitó los zapatos y lo imité. Me lo encontré muy cerca cuando me reincorporé. De nuevo, su aliento sobre mi rostro. Inspiraba cuando él expiraba. No puedo describir el olor de su aliento. Dicen que cuando te gusta una persona, quedas hechizado. Sencillamente lo quería todo de él. No puedo decir cuánto tiempo estuvimos así. Seguramente fue menos de lo que mi memoria insinúa, pero para mí, el tiempo se detuvo aquella madrugada.

El chico dictaminó que ya estuvimos suficiente tiempo sosteniéndonos la mirada. Me volvió a coger de la mano, conduciéndome al salón. Con otra señal, me indicó que me sentase en el sofá. No hace falta que lo diga, pero el salón acompañaba a la estética del edificio, no faltaba detalle. El sofá era de un tejido castaño que no conocía, de una suavidad indescriptible. Te recogía y te arropaba, invitándote a quedarte indefinidamente sobre él. Mientras yo comenzaba una relación con el sofá, el chico abrió la licorera, sirviendo otro par de Macallan con un par de cubitos de hielo que tenía en un pequeño refrigerador para las ocasiones, solo con hielo y algunas botellas de refresco en recipientes de vidrio.

Dándome mi vaso, se quitó la americana, dejándola sobre una silla del salón, y arremangándose la camisa, se sentó a mi izquierda. Inmediatamente, posó su cálida mano sobre mi rodilla, levantando la mirada hacia mis ojos, preguntándome sin decir nada si me parecía bien lo que iba a hacer. Bajé la mirada hacia su mano como única respuesta. Comenzó un suave masaje por mi pierna, mientras bebía a cada rato de su vaso. Cuando lo terminó, lo apoyó en una bandeja sobre la mesa café, apretando un poco más su mano sobre mi pierna. Luego, se desabotonó un par de botones más de la camisa, dejando ver un cuerpo delgado. Se notaba que se cuidaba y que practicaba deporte, pero no estaba obsesionado por los músculos. Sencillamente estaba bien. De piel clara y poco vello. Volvió a sentarse, acercando por tercera vez su boca hacia mis labios. Yo no podía hacer nada, me había perdido en aquellos ojos verdes y grises. En sus islas color miel.

Al fin posó sus labios en los míos. Y yo le correspondí. Nos fundimos en un lento beso, saboreando nuestros labios, introduciendo despacio nuestras lenguas, que comenzaron, juguetonas, a buscarse mutuamente. Apoyó una mano sobre mi pectoral y otra sobre mi pierna, colocándose ligeramente por encima de mí. Sin detener ese tierno y apasionado beso, fue haciendo que me tumbase sobre el sofá. Agarró mis manos con suavidad y me subió los brazos, situándolos por detrás de mi cabeza y sujetándolos con una mano. Quería que los dejase ahí. Dejé de hacer fuerza con ellos. Cuando se dio cuenta de que había comprendido, separó ligeramente su cara de la mía, dejando mi boca anhelante de aquella esencia.

Deslizó sus manos por mis brazos, que continuaban relajados tras de mí, hasta acariciar mi cuello y bajar hacia mi torso. Comenzó entonces a devorar mi cuello, arrancándome suspiros cada vez que se detenía a mordisquear cada centímetro de mi piel. Al mismo tiempo, desbotonó mi camisa, dejando expuestos mis musculosos pectorales, que admiró unos instantes, sonriendo, mientras yo le pedía más con la mirada. Me estaba haciendo sufrir. Él me deseaba y no lo ocultaba, su erección no se podía disimular. Tampoco la mía. Pero yo lo deseaba más. Me estaba provocando y me tenía atrapado. Había perdido toda la iniciativa. Simplemente me dejaría llevar. Relajé mi respiración sosteniéndole la mirada. Cuando se dio por satisfecho volvió unos instantes a mis labios, entregándome mi premio, posando sus suaves dedos sobre mis delicados pezones, que se erizaron solo con la proximidad de sus manos. Volvió a separarse de mi boca, mordisqueando mi cuello, besando mi pectoral, aproximándose a mi pezón izquierdo. Al mismo tiempo que pellizcó con fuerza el derecho, comenzó a devorarme el pecho. Ahogué un gemido de placer. Dio con mi debilidad. Y le dedicó todo el tiempo que quiso. Era suyo.

Pasando de un pezón al otro en un juego interminable, comenzó a juguetear con sus manos por el resto de mi cuerpo, evitando constantemente mis genitales, que apenas sintieron hasta entonces el roce de su erección. Seguía provocándome, acariciando mi abdomen, alabando mis brazos, metiéndome sus dedos por la boca, probando la dureza de mis piernas. Todo ello sin separar su boca de mis pezones, a punto de explotar. Me tapó la boca con la mano, y comenzó a mordisquearlos sin piedad. Ahogando mis gemidos, no pude evitar mover las piernas con el placer, impidiendo con las suyas, firmes, que comenzase a dar brincos. Necesité de toda mi fuerza de voluntad para continuar con los brazos quietos tras de mí. Cuando se dio por satisfecho, levantó la mirada y yo le correspondí. Soy tuyo . Le dije sin palabras.

Hice como que quería incorporarme y el chico se apartó. Me puse de pie frente a él. Se sentó con las piernas bien separadas y las manos apoyadas en su regazo, curioso por lo que se me había pasado por la cabeza. Sonreía divertido mientras me veía quitar la camisa, que coloqué con cuidado sobre otra silla, imitándolo, manteniendo el orden de su pulcro salón. Volví a colocarme enfrente y comencé a quitarme el cinturón, que recogió en sus manos, comenzando a enrollarlo, dejándome libre para continuar. Seguidamente, comencé a desabrocharme el pantalón, dejando ver unos abultados slips blancos cubiertos de precum. El chico se relamió, mordiéndose inconscientemente el labio inferior. En sus ojos algo cambió. Me miró con deseo, pero siguió sentado, esperando a que terminase. Fui a colocar el pantalón sobre la camisa y volví a situarme delante de él. Ya quieto, estaba todo dicho. Soy tuyo . Pero el chico no estaba satisfecho. Bajó su mirada hacia mi slip. Si era suyo, tenía que exponerme completamente. Lo capté en cuanto bajó los ojos.

Desnudo, nervioso, con el corazón saliéndome del pecho, vi al chico levantarse, atrayéndome hacia él posando sus manos en mis nalgas, recorriendo mi espalda, hasta dejar una mano en mi cintura y otra mano enredada en mi cabello. Seguíamos en silencio, no eran necesarias las palabras. Volvió a separarse de mí. Cogiéndome de la mano, me condujo a oscuras a su habitación. Era un cuarto amplio, con dos zonas diferenciadas. Un sofá situado delante de un televisor de pared dividía la habitación en dos partes. Con una seña, me indicó que me sentase en el borde de la cama. Erecto y chorreando vi como el chico se quitaba la camisa y el pantalón, descubriendo unos abultados slips grises que se dejó puestos. Sin nada más encima, se agachó entre mis piernas, apoyando sus manos sobre mis rodillas y comenzando a tomar de mi fruto. Colocó su mano sobre mi pectoral, haciendo una leve presión. Ordenándome que me tumbase. Me dejé llevar, mirando al techo con los ojos entrecerrados.

El chico lamía todo mi falo, introduciéndolo en su boca, manteniéndolo unos segundos, arrancándome más gemidos. Luego pasaba a mis huevos, los acariciaba, los golpeaba con suavidad, provocando una leve reacción en mis piernas, que se tensaban. Luego los relamía para relajarlos y volvía a empezar. Cuando se cansó de jugar con mi polla, se me recostó encima, haciéndome notar el salado sabor de mi precum impregnado todavía en su lengua. Satisfecho, volvió a agacharse, obligándome a girarme, dejando mi culo a su merced. Enseguida comenzó a explorarlo. Primero, separó las nalgas. Luego, me lanzó un lapo. Seguidamente comenzó a frotar mi ano con su índice, haciendo una leve presión, sin llegar a introducirlo. Cuando notó que me relajaba, acercó su lengua. Primero, blanda, relamió mi ano, pasando al perineo, acercándose a los huevos, volviendo a subir. Cuando mi ano se hubo relajado todavía más, puso su lengua rígida, introduciéndola en mi interior, empapándome y preparándome para lo que vendría a continuación.

Yo era suyo y el estaba complacido. Metía y sacaba su lengua entre mis gemidos de placer. Una cachetada. Un leve quejido. De nuevo su lengua. Dos cachetadas. Un grito sordo de sorpresa. Levanté mi culo con discreción, pidiéndole más. Complacido, me lo concedió. Alternando su lengua con sus dedos, comenzó a jugar en mi interior. Primero dos, jugando en círculos, abriéndome para él. Pero su lengua todavía no entraba toda ella. Tres dedos comenzaron a buscar mi próstata, la acariciaron y la presionaron. Cuatro dedos me invadieron, girando, me dejaron listo. Volvió a acercar su lengua rígida. Su barba me rascaba entre las nalgas y al fin pudo entrar. Le dedicó un buen rato a catar mi agujero, totalmente abierto para él.

Satisfecho, me arrastró cogiéndome de los pies, obligándome a girar, haciéndome disfrutar de nuevo de esos hermosos ojos. Lentamente comenzamos a fundirnos en un beso. En silencio, acercó mi mano a su entrepierna, preguntándome si estaba preparado. Le bajé el slip como única respuesta, dejando a la vista una polla de tamaño normal, podría tener unos dieciséis centímetros, más bien gruesa, bien recortada, con el capullo gordo, ya libre del prepucio sin necesidad de ninguna ayuda, ligeramente humedecido. Era perfecta. No me dejó catar su manjar con mi boca. Me miró a los ojos sonriendo y supe que eso quedaría para otro momento. Se apartó de mí y yo obedecí. Volví a girarme y me puse de rodillas sobre la cama, dejando mi culo a la altura de su rabo, que comenzó a introducir con suavidad. Sin detenerse, noté como sus piernas chocaron con mis muslos. Como sus caderas hicieron rebotar mis nalgas. Ya estaba toda dentro y comenzó a sacarla despacio. Repitió el mismo proceso lento varias veces, agachándose para besarme el cuello y la espalda, acariciándome el abdomen y las piernas. Haciéndome temblar.

Entonces me dio un fuerte azote que me hizo encorvar la espalda. Había llegado el momento. Con sus manos agarró mis caderas, evitando que me moviera, comenzando a taladrarme sin piedad. No pude contenerme más, comencé a gemir sin control. El chico también comenzó a bufar con el esfuerzo. A veces, apoyaba su humedecido cuerpo sobre mi espalda sin bajar el ritmo para besarme el cuello. Me tenía a su merced. Mi semental. Rápidamente, sacó su polla de mi culo, dándome un cachete y haciéndome girar. Me empujó hacia atrás y se puso de rodillas sobre la cama, colocando mis piernas sobre sus hombros, comenzó a follarme de nuevo.

Primero, despacio, observando como su polla desaparecía en mi agujero. Sujetando mis huevos con su mano, meneándolos, torturándolos con delicadeza. Luego, incrementó un poco la velocidad. Ante mi leve quejido, se adelantó ligeramente para poder besarme. Tranquilízate . Me dijo con aquel beso. Separando un poco su boca de la mía, volví a perderme en aquellos ojos, no volvió a lastimarme. Incorporándose de nuevo, comenzó a follarme como un semental, manteniendo mis piernas contra su torso, yo me sujetaba contra los extremos de la cama, evitando retroceder con cada embestida. El sudor corría por nuestros cuerpos, embriagando la habitación, haciéndonos perder la cabeza. No sé cuanto tiempo mantuvo el ritmo, pero nunca me habían hecho gozar de ese modo. Puede que fuera el alcohol, puede que fuera mi cansancio, puede que fuera el misticismo de la situación. Qué más da.

Liberando una de mis piernas, que intenté mantener quieta en su posición, agarró mi humedecida polla con su mano. Tenía el abdomen totalmente cubierto de precum, que se escurría por el lateral de mi cadera. Comenzó a masturbarme con fuerza, centrándose en mi capullo, aprovechándose de que estoy circuncidado y del líquido que brotaba constantemente de mí. El chico no me quitaba ojo de encima, se fijaba en mi cuerpo. Tenía los músculos tensos. Los pezones me iban a explotar. No me faltaba mucho y mi cara comenzó a congestionarse, mi cuello a tensarse y en mi pecho comenzaron a salir unas manchas rojas por el esfuerzo. Acelerando ambos ritmos, el chico comenzó a bufar. Nuestros huevos se apretaron contra nuestros cuerpos, se dejó caer sobre mi sin detener las embestidas y sin apartar su mano de mi polla. Su lengua entró hasta mi garganta cuando comenzamos a explotar. Mi culo aprisionó su polla con cada espasmo, que a su vez me entregaba su cálida leche como respuesta. Nuestros gemidos de placer se perdieron en el apasionado beso, que ya nada tenía que ver con el delicado del ascensor.

Exhaustos y manchados de mi corrida, nos abrazamos y nos besamos, poniéndonos cara a cara, mirando sus ojos verdes y grises, perdiéndome otra vez en sus islas color miel. Seguimos así hasta que, en algún momento, me quedé dormido.

Me desperté con el aroma a café. Salí de la habitación sin ropa, que debía seguir en el salón. En la cocina estaba aquel chico, esperándome, también sin nada encima. A pesar de que era invierno no hacía frío en ese piso. El sábado transcurrió lentamente. Hablamos de nuestras cosas como si nos conociéramos de toda la vida. Nos volvimos a acostar y nos fuimos a duchar. Bajamos a tomar el vermut y, de camino al piso, seguimos liándonos. Después de la comida volvimos a acostarnos. Nos pasamos la tarde acurrucados, sin ropa, amándonos, repitiendo al atardecer el juego de la noche anterior.

Llegó el domingo y el chico tenía que irse al aeropuerto. Nos vestimos y me dio algo de ropa, que todavía conservo. Me acercó en coche hasta mi casa, encontró sitio al lado de la puerta. Intercambiamos nuestros números, prometiéndonos evitar las despedidas. Él no sabría cuando volvería. No nos conocíamos. Vivimos dos días mágicos. Para qué estropear el recuerdo con una triste despedida. Colocó su mano sobre mi rostro, acercándome a él. Besándome con ternura. Volví a perderme en aquellos ojos verdes y grises y en sus islas color miel.A pesar de la promesa, en aquel momento no pude evitar derramar una lágrima.

No volví a ver a aquel chico, hablamos de vez en cuando por teléfono, me encanta su voz grave. Me relaja. No sé si ha vuelto alguna vez. No preguntar formaba parte del trato. Sin despedidas. Sin obligaciones. Tuvimos dos días de amor. Un recuerdo para enmarcar.

Hoy estoy de nuevo en aquel bar del piano, tomando un Macallan tras otro en la barra, escribiendo esta historia. El vaso está vacío. El camarero lo ve, disponiéndose a servirme nuevamente.

—    Que sean dos, por favor.

Me giro, y ahí están esos ojos, verdes y grises.

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Estimados lectores y queridos colegas, considero que este capítulo de "Las aventuras de Daniel" es algo diferente no solo a lo demás que he publicado, sino a lo que se suele publicar en la web en términos generales. No sé si he hecho algo bonito o cursi, de calidad o una cagada. Me decidí a publicarlo sencillamente porque a mí me gusta y me parece una historia bonita. Como siempre hago, pero especialmente en esta ocasión, agradecería vuestra sincera opinión.

Y por si os lo preguntáis, sí, conozco a una persona con unos ojos exactamente iguales a los que he descrito, aunque esa es (casi) la única pizca de realidad en este relato.

Por cierto, no he tardado tanto en volver, pero no os acostumbréis. Este capítulo ya lo tenía preparado de antemano ;)