Las ardientes vacaciones de Dani (1)
Libre del chantaje de Alberto, Dani comienza sus vacaciones con una noche muy caliente en el tren que le lleva a Lisboa.
Por fin iban a empezar mis vacaciones. Me preparé para ir a la estación a tomar el tren nocturno para Lisboa. Aún no podía creerme del todo la suerte que me acababa de liberar del chantaje de Alberto, el terrible "hacker" sonriente, después de cuatro días angustiosos en que todo lo había dado por perdido. Me sentía feliz, liviano, saltarín, ansioso de estar con mis amigos "moteros" portugueses y broncearme en las playas doradas y luminosas que se multiplican en la costa desde Lisboa al Algarve. Antes de vestirme contemplé en el espejo mis nalgas todavía cruzadas por las líneas rojas de los latigazos que había recibido sólo dos días antes. Me estremecí con el doloroso recuerdo de mis pezones cogidos por las pinzas eléctricas... Bueno, todo había pasado y era nuevamente libre como un pajarito. Ya se que aún no he contado los tres terribles días de una pesadilla que yo pensaba que no iba a terminar. Cada cosa a su tiempo. Ahora había vuelto a ser dueño de mi mismo.
Terminé de preparar mi pequeña bolsa de viaje: shorts, tangas, minifaldas, tops, mucha bisutería para adornarme el cuello, los brazos y los tobillos, varias sandalias de tacones, mis largas pelucas de rizos dorados... Al fin y al cabo lo importante durante los próximos días sería mi piel desnuda y bronceada. Miré en el espejo con satisfacción mi cuerpo sin vello y los rizos del cabello. Repasé mis labios con un suave color rosado, perfilé mis cejas y retoqué mis ojos con una levísima sombra azulada. Me gustaba. Lo noté en el ardor de la cara interior de mis muslos, los pezones tiesos, el vientre tembloroso.
Para vestirme escogí la ropa con cuidado. Era la imagen con la que llegaría por la mañana a Lisboa, la primera que verían mis amigos después de casi cuatro meses. Quería estar seguro de que les gustaría y les excitaría como siempre. Decidí no llevar ropa interior, ir muy sencilla. Unos tenis de color fucsia, sin cordones. Unos cortísimos y ajustadísimos shorts de color rosa, al descubierto mis atractivos muslos sin vello y mi tripita plana y atractiva. Una camiseta cortita, por encima del ombligo, sin mangas, de finísima tela blanca. Nada de adornos, ni collares, ni brazaletes, ni pulseras, sólo una esclava de finas perlitas blancas en mi tobillo derecho y unas pequeñas perlas blancas en los lóbulos de mis orejas. Me gustó la imagen que me devolvía el espejo de mi dormitorio. Era yo mismo, suave, femenino, pasivo, caliente, ansioso de ser visto y de gustar.
Luis, el amigo de tantos años que me había librado del chantaje de Alberto, me esperaba para llevarme a la estación en su coche. Silbó admirativo: "Dani, estás guapísima". Le di un beso en los labios, todavía emocionado por lo que había hecho por mí. "Luis, me gustaría ser tu mujer". Se echó a reír: "Serías incapaz. Te gusta ser la mujer de todos, no vas a cambiar, y además me gusta que seas así, echarte un buen polvo de vez en cuando y saber que tu culito es un desfile incesante de pollas. Me gustas. Eres una mujercita deliciosa".
Media hora antes de la salida del tren ya estaba en mi cabina del coche cama. Luis me abrazó con fuerza, me dio un beso largo e intenso y se despidió con un azote cariñoso en mis nalgas: "Que te lo pases estupendamente golfita". Cuando me quedé solo en la aséptica cabina recordé con nostalgia los coches cama de pocos años atrás, las cabinas dobles que tanto me habían ayudado a ligar con desconocidos, la excitante exhibición de mi cuerpo desnudo, los incontables revolcones que me habían dado. Bueno, ahora son cabinas individuales, pero sé bien cómo hay que hacer para que alguien me monte con ganas mientras el tren nos lleva a destino. Mientras sonaba el pitido de puesta en marcha salí al pasillo, como si mirase al andén por la ventanilla, para dar ocasión y tiempo a que los demás ocupantes del vagón pudieran ver a gusto mi vientre y mis piernas desnudas y mis nalgas levantadas, bien perfiladas por los shorts.
De repente, a mi lado, mientras el tren abandonaba la estación, estaba un hombre alto, grueso, más cerca de los sesenta que de los cincuenta años, pelo gris bien peinado, bigote sorprendentemente negro (será teñido, pensé), vestido elegantemente con pantalón beige, camisa azul clarita, chaqueta blazer de verano azul marino y mocasines marrones limpísimos. Mientras fumaba un puro corto y grueso me miró de forma intensa y apreciativa, como si me quitase con la mirada las pocas prendas que velaban mi desnudez. "Hola, me llamo Julio ¿vas a Lisboa?". La pregunta era bastante tonta. ¿Dónde iba a ir? "Sí, hola, me llamo Dani", le respondí con mi mejor sonrisa. "¿Vas solo?". "Sí, he quedado en Lisboa con unos amigos para las vacaciones".
El pasillo se iba quedando vacío, a medida que el tren se alejaba de la estación. Yo ya me daba cuenta de que Julio iba a ser mi compañero de noche, pero siempre dejo que sea el otro el que tome la iniciativa. No le costó mucho. En cuanto el pasillo estuvo medio vacío, me tomó por la desnuda cintura. Sentí su mano cálida en mi vientre. "¿Quieres tomar una copa en mi cabina?", me preguntó. La mano bajó por la cadera hacia mis nalgas. Me excité y mis pezones se pusieron tiesos. "Oh, sí, desde luego, me apetece mucho". Sólo había dos cabinas entre la suya y la mía. Me llevó hasta la cabina con la mano en mis nalgas y yo procuré moverlas de forma muy femenina al caminar.
Una vez en su cabina, Julio se quitó la chaqueta y desabrochó varios botones de su camisa. Me gustó su pecho fuerte y con mucho vello ensortijado. A pesar de la edad se le veía muy viril, fuerte, dominante, pero atento y cariñoso. Tocó el timbre y en cuanto vino el empleado del vagón le pidió que nos trajera dos whiskies con hielo. La sonrisa irónica con que me miró el empleado traslucía su impresión de que mi compañero acababa de "alquilarme" para pasar bien la noche. Julio era todo un carácter, cuando volvió el empleado con las bebidas no hizo el menor gesto de retirar la mano con la que me tenía cogido un muslo cerca de la ingle.
Una vez solos, Julio fue al grano de forma directa y elegante: "Quítate todo, quiero verte en cueros". Me puse en pie, desabroché mis shorts y los dejé caer al suelo, me quité la camiseta y desnudo ante él esperé su veredicto. "Me gustas, seguro que eres toda una hembra en el sexo". Bajó su cremallera y puso a mi vista un pene largo y grueso, ya duro y erecto. "Ven". De un neceser que tenía en la mesita junto a la litera sacó un pequeño bote de crema, lo abrió y empezó a untar mi esfínter que enseguida se dilató y le permitió meter varios dedos para agrandarlo. "Eres fácil, se ve que tienes el culo acostumbrado a dilatarse". Me hizo apoyarme en la ventanilla, puso la punta de su pene en mi agujero, me tomó con fuerza por las caderas y de repente embistió un fuerza. No pude evitar dar un grito de dolor mientras su polla me penetraba sin tonterías, de un solo empujón hasta el fondo, hasta apretar sus huevos contra mis nalgas.
No se limitaba a moverse un poco dentro de mí. El pene de Julio entraba y salía en mi culo casi por entero y con rapidez creciente. Mis gemidos le excitaba cada vez más y aceleraba los empellones. De repente se entreabrió la puerta de la cabina. "¿Desean algo más? Voy a cerrar el bar... oh, perdón", dijo la voz del empleado del vagón, mientras cerraba con rapidez la puerte. Julio ni se inmutó y siguió follándome con fuerza, mientras estrujaba mis pezones. De pronto se paró y sacó el pene de mi culo. "¡No te muevas!", me ordenó. Se sacó el cinturón y empezó a darme correazos en las nalgas.
Luego, todo funcionó de diez. Pese a su edad, Julio se corrió dentro de mi cuatro o cinco veces. Noté que le gustaba sobre todo tenderme boca arriba, levantar mis piernas bien abiertas y follarme en esa posición, como a una mujer. Finalmente tuvo que rendirse y quedó exhausto, adormecido, mientras su semen escurría entre mis muslos todavía excitados. Recogí del suelo los shorts y la camiseta, para volver a mi cabina. No me los podía poner, chorreando semen como estaba. Abrí la puerta con cuidado: no había nadie en el pasillo. Me despedí de Julio con un beso y desnudo como estaba, con las ropas en la mano, fui a mi cabina.
Apenas llevaba allí unos minutos cuando se entreabrió la puerta. El empleado del vagón miraba con evidentes ganas mi cuerpo desnudo y sucio de las acometidas de Julio. Sin decir nada, sacó el peno de sus pantalones y me lo mostró. "¿Era tan grande como éste el del tío que te ha follado?". Le sobraban razones para presumir. Tenía un rabo de más de un palmo de largo y como cinco o seis centímetros de diámetro. Noté un cosquilleo en las entrañas y la sensación de que me volvía a poner caliente. El hombre entró, cerró tras él la puerta de la cabina y me puso el pollón en la boca. "Venga, nena, chúpamela". Estaba tan salido que nada más meterme el pene en la boca, a los cinco o seis acometidas, recibí los chorros calientes de semen y no pude evitar tragarme la mayor parte de la corrida. Siguió una serie de penetraciones ansiosas, poniéndome unas veces a cuatro patas, otras boca arriba e incluso algunas veces de pie. Así iba yo camino de Lisboa y de mis vacaciones con los divertidos, duros y excitantes "moteros".
(seguirá)