Larita manospajeras
Una choni del extrarradio pone a prueba mi integridad profesional.
Se llama Lara y puede ser mi perdición. Morena, alta -mucho más que yo cuando usa tacones o plataformas-, pelo negro liso y largo, ojos también negros, con la raya pintada de ese mismo color, pechos firmes y de un tamaño considerable para ser una chica delgada -rara vez no lleva un top y rara vez lleva sostén, sus enormes pezones se marcan contra la tela y es imposible no mirarlos-, buen culo, piernas largas. De cara no es una belleza, pero sabe sacarse partido a base de maquillaje. En todo caso, nadie diría que es fea. Su estética es la típica entre muchachas de su perfil: largas uñas postizas, ropa ajustada, colgantes en el escote. Tiene 19 años y todavía está intentando sacarse el graduado, los estudios nunca han sido lo suyo. Yo la doblo en edad y soy su profesor, lo soy desde que hace exactamente dos semanas se apuntó a mi academia de estudios, para intentar sacar el título en los exámenes de septiembre. Desde entonces, no ha habido día que no me la ponga dura como una piedra con sus tops marcapezones, sus leggins o jeans ajustados, sus zapatos de plataforma que la hacen parecer una torre. Y además esas manos, esas manos de uñas postizas, esas manos de choni del extrarradio que, pese a todo, tanto me ponen cuando me la imagino machacándome la polla con ellas.
Al principio, como con cualquier otro alumno, le daba clases en grupo. La primera semana venía a clase con otros cinco alumnos, todos más jóvenes que ella. Se la veía incómoda, porque, además de ser la mayor, era la más justa en cuanto a nivel de estudios. Los demás se reían de ella, pues no daba una, y en más de una ocasión tuve que dar la cara por Lara. Creo que eso fue lo primero que le gustó de mí, lo primero que hizo que se fijase en su profesor casi cuarentón que, seamos sinceros, físicamente no es nada del otro mundo. No solo la defendí, sino que le dije a la clase que ella tenía mucho más mérito que el resto, pues intentaba retomar sus estudios con varios años de retraso, para lo cual hace falta valentía. No lo dije por apuntarme ningún tanto con ella, no lo hice porque tuviese esas dos redondas peras de pezones exaltados apuntándome directamente al rostro. No, lo dije porque lo sentía, porque lo consideraba justo, y creo que ella notó también esa honestidad en mi forma de defenderla. No obstante, se la veía muy incómoda en ese grupo, por lo que le ofrecí que viniese a clases individuales, un poco más caras, por las mañanas. Dijo que no había problema, que sus padres se las pagarían, y se mostró muy agradecida por mi propuesta, a sabiendas de que era algo excepcional. Creo que aquí ya empezó a hacerse, quizá, una idea equivocada, pues desde luego mi intención no era seducirla ni dejarle ver que me resultaba atractiva.
Empezaron las clases individuales, y con ellas mis erecciones continuas, las situaciones incómodas (¿cómo no bajar la guardia mirar de cuando en vez aquellas tetas en semejantes tops sin sostén?) cuando nuestras miradas se cruzaban y la mía venía de sus senos, sus comentarios cada vez más atrevidos aunque todavía poco explícitos ("qué bien explicas, profe, si todos mis profesores hubiesen sido como tú", o bien, "joder -Lara es un poco mal hablada-, profe, no sé cómo te voy a agradecer lo que me motivas, nunca había estudiado tanto", o incluso, "profe, joder, sabes de todas las materias, me encantaría saber tanto como tú algún día"). Lara, era evidente, me estaba idealizando cada día más. Para ella, de un nivel cultural muy bajo y miembro de una familia en la que nadie tiene estudios, yo era una especie de Dios de la sabiduría que, además, como siempre me precisaba, sabía explicarle las cosas de modo en que las entendiese, cosa que no habían hecho, al parecer, sus profesores de instituto en años anteriores. Por lo demás, he de decir que Lara era mucho más inteligente de lo que podría pensarse, y aprendía rápido. Además, a juzgar por sus modelitos cada día diferentes, sus colgantes de oro y el pago puntual de mis clases, su familia debía tener más dinero del que quizá uno pudiese creer de primeras.
Y esos modelitos, precisamente, eran cada vez más mi perdición diaria. Para empezar, no había un solo día en que Lara no me deleitase con unos pantalones ajustadísimos que le marcasen el culo -cuando no el tanga, cuya goma alguna vez asomaba por los laterales-. Así, el trayecto de la puerta de la academia hasta el aula, el cual recorría delante de mí cada mañana durante treinta gloriosos segundos, me provocaba ya el primer empalme del día. Después nos sentábamos el uno al lado del otro (con mascarilla ambos, pero sin duda más cerca de lo que correspondería para tomar las medidas adecuadas), y yo intentaba no mirarle las tetas para, poco a poco, luchar contra mi erección. Pero era imposible. Con esos tops, esas camisetas finas de tirantes, con el calor del verano, y sobre todo con esas tetas grandes, firmes y de pezones enormes. No había día en que no se las mirase una docena de veces con todo el disimulo posible, pese a lo cual ella siempre me cazaba la mirada al vuelo en un par de ocasiones. Además, ella, muchacha espontánea y casi descarada, en ocasiones también me miraba el paquete cuando yo me ponía de pie para ir a la pizarra. Yo me cuidaba de no levantarme estando empalmado, pero en más de una ocasión, o bien porque llamaron a la puerta o por otra circunstancia imprevista, tuvo que darse cuenta de que me levantaba acalorado y caminaba con cierta dificultad. Además, o eran imaginaciones mías, o Lara se iba superando día a día. Cada día más escotada, cada día más ajustada, cada día, si llevaba una falda, con menos tela en el cuerpo. Y esas uñas de gel que tan dura me la ponían porque yo, el profesor frustrado, el hombre del montón, estaba seguro de que si me lanzase, si me bajase la bragueta, Larita sostendría mi miembro encantada y me haría una buena paja con ellas.
Al llegar a casa, cada día, me la pelaba pensando en ella. A veces me la cascaba en los baños de la academia, sin esperar a cerrar e irme. En los últimos días, había llegado a no aguantar más durante una de mis clases con ella y, apovechando que me había sonado el móvil, me había retirado al servicio a pelármela como un mono. Y la muy zorra cada día se mostraba más cercana, más coqueta, más seductora. Cada día meneaba más exageradamente las caderas cuando caminaba delante de mí, cada día me repetía con más insistencia que no sabía cómo agradecerme todo lo que la estaba ayudando, cada día se inclinaba más hacia delante con esas tetazas, cada día traía prendas que le marcaban más y mejor los pezones.
Yo dormía mal, cada noche peor. Fantaseaba con ella, fantaseaba con poner su mano en mi paquete, gesto al que estaba seguro que ella respondería. Fantaseaba con sacarme la polla sin previo aviso, durante una de mis más colosales erecciones, y meneársela ante el rostro diciéndole "Lara, joder, mira lo que has conseguido". Entonces ella se quitaría la mascarilla y me haría una mamada, mientras, entre chupada y chupada, recorre mi polla con sus manos de pajera. Pero no, siendo realistas, yo jamás me atrevería. Es cierto que ella es mayor de edad, que todo sería legal y que estaba seguro de que ella me correspondería, pero no podía dejar así mis principios de lado. No podía enrollarme con una alumna de la que jamás estaría enamorado solo porque me ponía la picha dura con sus peracas y su ojete y sus uñas de pajera.
Y así habría seguido, quién sabe cuánto tiempo debatiéndome entre mis principios y mi dolor de huevos, si no fuese porque ayer ocurrió lo que ocurrió. Traía el pelo recogido en una larga coleta, unos vaqueros blancos en los que asomaba un tanga rojo, un top de tiras blanco, casi transparente, el cual rebentaba con sus tetazas. A mí se me puso muy dura, una erección de caballo, como suele decirse, y entonces me sonó el móvil. Lo tenía al otro extremo de la mesa, y no me quedaba más remedio que levantarme para ir a por él. Podía dejarlo sonar, pero siempre atendía las llamadas, por si eran nuevos alumnos que querían matricularse, con lo que, en la conmoción del momento, decidí que me levantaría, que no se me podía notar tanto. En ese mismo instante, vi cómo Lara, conmigo de pie a escasos centímetros de ella, me miraba directamente al paquete. Institivamente, yo me lo miré también y vi que, evidentemente, aquello era imposible de disimular. "Joder, profe -me dijo, tan espontánea y mal hablada como siempre-, creo que necesitas un desahogo". Y sin más, con toda la naturalidad del mundo, me puso la mano derecha, aquella mano suya de uñas postizas, aquella mano de pajera que tanto me ponía, sobre el paquete. "¡Joder, profe! -exclamó con mayor intensidad, como constatando un hecho que ya suponía- ¡No puedes seguir así". Yo, petrificado y con el corazón a mil por hora, la dejé hacer. Me desabrochó el cinturón con cierta dificultad -hube de ayudarla, debido a sus largas uñas gel-, me bajó el bóxer y mi polla, con la punta repleta de líquido preseminal -qué vergüenza- se columpió, tensa, unos instantes en el aire frente a ella. "¿Puedo?" Preguntó, la muy puta. "Sí, joder, claro que puedes", respondí, salido como un perro. Entonces primero la pajeó, me la meneó suave con sus manos de pajera, alternando la una con la otra, y de vez en cuando masajeándome los cojones. Cuando sentí que ya no iba a aguantar mucho más, y consciente de que el error ya estaba cometido, le retiré la mascarilla. Comprendió de inmediato: "¿Quieres que te la chupe, verdad?". "Claro, joder -respondí, fuera de mí de deseo-, quiero que te la comas. Y quiero -añadí- que lo hagas de rodillas". "Joder, profe, qué morbazo", dijo, dando a entrever que tras esa apariencia dura le gustaba que la sometiesen. A continuación se arrodilló y empezó a mamármela. Era evidente que a sus 19 añitos se había comido unas cuantas pollas. La chupaba como una mamona profesional. Mucho mejor que alguna puta que yo había frecuentado en mi juventud y desde luego mejor que mi exmujer.
Me la estuvo chupando apenas dos minutos. De vez en cuando, yo me agachaba para manosearle las tetas sobre el top. Finalmente se lo quitó y pude ver sus berzas libres. Quise comérmelas, pero estaba ya a punto de correrme. Ella seguía mamando como una diosa y, de repente, exploté en su boca. Ni se inmutó. Siguió comiendo hasta que dejé de contraerme en una sucesión de espasmos, y para entonces ya había tragado todo mi semen. Apretó -¡qué puta!- la punta de mi capullo para limpiar con la lengua los últimos restos de mi esperma y después, mientras yo tomaba consciencia de lo que había ocurrido y nos vestíamos (yo me ponía los pantalones y ella el top), un incómodo silencio nos acompañó unos minutos. Después de un rato, fue ella, como siempre tan espontánea, quien lo rompió. "Seguramente, pienses que soy una facilona, pero me pones mucho, profe. No voy a causarte problemas, y me conformo con que me des clases y me ayudes a aprobar, pero si quieres que te haga algún favor de vez en cuando no tienes más que pedírmelo".
Y fue así como empezó todo.