Lanzarote i

Una ex pareja juvenil se reencuentra en unas vacaciones en Lanzarote.

LANZAROTE I

Josefina y Alfredo.

Como cada mes de agosto doña Josefina Donoso se preparaba para recibir, en su chalet de la isla de Lanzarote, a su familia.

Bajo su supervisión el servicio colocaba en la gran mesa ovalada del salón una cubertería de plata y una cristalería fina, tallada con motivos florales de la que se sentía especialmente orgullosa. La mujer con un vestido de gasa azul y perfectamente maquillada se mostraba nerviosa ante la inminente llegada de su familia.

Ésta se componía de sus dos hijos con sus respectivas parejas y Alfredo, el guapo argentino con quién se había casado en segundas siete años antes.

La mujer había llegado a la isla en el año 68 desde un pequeño pueblo de Extremadura para trabajar en un hotel donde una prima le había encontrado un hueco.

El hotel era de nueva construcción y estaba enfocado principalmente al turismo alemán.

La gobernanta era tremendamente exigente con las empleadas y doña Josefina lo pasó bastante mal durante los primeros meses de estancia en la isla. El trabajo era estresante y echaba de menos a su familia y las tranquilas rutinas de su pueblo.

Pero al poco tiempo conoció a un rico alemán de melena rubia, ojos azul intenso y cuerpo de jugador de rugby que se enamoró perdidamente de ella. Por aquel entonces una exuberante morena de dieciocho años, aspecto virginal, voluptuosos pechos turgentes y labios carnosos. El hombre diez años mayor que ella, con residencia habitual en la isla, quedó prendado de su belleza latina. Estuvo rondando durante varios meses a la joven extremeña hasta que por fin ésta le aceptó como novio. Su prima, mayor que ella y bajo cuyo cargo se encontraba doña Josefina desde que llegó, bendijo de inmediato la relación dado el buen partido que era el alemán. Así, dos años más tarde se casaron.

En un breve periodo de tiempo la mujer había pasado de limpiar habitaciones de hotel a tener servicio en su casa. Un impresionante chalet propiedad de su marido.

El alemán no escatimaba en lujos hacia ella, coches, joyas, vestidos, así que ésta pronto cayó en la prepotencia de los nuevos ricos. Al punto de bautizar a los dos hijos que tuvo como Alberto y Carolina en honor a los hijos de Gracia de Mónaco.

Tras el nacimiento de estos, la familia se trasladó a vivir a Madrid, con residencia en la calle Lagasca, en el barrio de Salamanca. Allí  los chicos serían educados en colegios de pago y posteriormente matriculados en la Universidad Carlos III.

Una vez empezaron sus respectivas carreras el matrimonio volvió a la isla.

Durante los siguientes ocho años vivieron disfrutando del dinero y los placeres que éste permite, viajes, cenas, fiestas, lujo...

Una calurosa tarde de mayo de 2.002 en que doña Josefina se encontraba de visita turística por Tenerife con unas amigas extremeñas recibió una llamada. Su vecina Adela le informaba que Uli, su marido, había fallecido. Al parecer de un ataque al corazón.

La espectacular brasileña de veinticuatro años y cuerpo escultural declaró a la policía que mientras le daba un masaje, como hacía todos los miércoles, el señor Uli dio un ronquido y se quedó “pajarito”.

El dolor por la muerte del alemán y la rabia por los masajes de la brasileña fueron aplacados con la gran fortuna que Uli dejaba en herencia a doña Josefina.

Transcurrido un año la viuda se encontraba de nuevo inmersa en la vida social de la isla donde era toda una celebridad. A sus cincuenta y tres años, su físico era envidiable y su fortuna mucho más. No tardaron en aparecer y revolotear a su alrededor todo tipo de caza-fortunas a los que ella supo controlar y le sirvieron de diversión. Hasta que apareció Alfredo, un argentino de cuarenta y ocho años con físico atlético y porte de galán de película. Pelo gris peinado hacia atrás en contraste con su bronceada piel, ojos grises, alto y un acento y una labia que a ella le resultó irresistible.

Alfredo cruzó el charco en el año 82. Su primer destino fue la Costa Brava donde estuvo trabajando como animador en un hotel. Posteriormente y aprovechando su “percha” recorrió todo el Levante y Baleares hasta que a mediados de los noventas acabó recalando en la isla de Lanzarote.

En todos esos años de periplo por toda la costa española, Alfredo tuvo infinidad de relaciones, sobretodo con guiris encantadas de ser aduladas por su acento y seducidas por su físico. Algunas solo fueron una noche loca, otras una semana de diversión y otras se encapricharon de él hasta el punto de mantenerlo durante meses.

Pero la edad no perdona y viendo que su atractivo se marchitaba necesitaba encontrar algo de estabilidad, de ahí que lo intentase con doña Josefina Donoso.

Sucedió una noche en una conocida sala de fiestas donde doña Josefina había acudido con unas amigas a divertirse. Alfredo se le arrimó, vestido con un pantalón y una camisa de lino blanco alabando la impresionante figura que marcaba su vestido negro ceñido. Luego un par de bailes y unas copas hicieron que ella se sintiera el objeto de deseo del argentino cayendo de manera irremediable en sus redes de  “playboy” conquistador.

En un año se casaron y Alfredo pasó a ser el nuevo hombre de la casa.

Mujeriego empedernido, durante las vacaciones de la familia al completo en la isla, no dejaba pasar la oportunidad para ponerse unos bañadores tipo bóxer y pavonearse sin rubor ante las mujeres presumiendo de lo generosa que había sido la naturaleza con parte de su anatomía.

Esta actitud, a Carolina, su hijastra le repugnaba; en primer lugar porque nunca vio con buenos ojos esta boda de su madre, ya que consideraba a Alfredo un oportunista y a su madre una viuda que temía morir sola, y en segundo lugar porque cada vez le atraía menos el sexo. Y ver ese gran bulto le resultaba más cómico que excitante.

En cambio Luisa, la mujer de su hijastro Alberto, era diferente. Si bien al principio se sorprendió de ver como el marido de su suegra se exhibía de esa manera tan presuntuosa, luego incluso no se cortaba en mirar con gusto. A veces incluso solo por llevarle la contraria a la “petarda” de su cuñada a quién no tragaba. Además había que reconocer que el hombre estaba muy bien dotado.

Luisa y Alfonso.

A lo largo de estos siete años, la atracción de Luisa por Alfredo aumentaba en la misma proporción en que decrecía por su marido, Alberto. Éste era informático en una empresa en Valencia y físicamente había empezado un declive vertiginoso. Su atractivo juvenil había desaparecido por completo. Estaba calvo, barrigón y tenía problemas de erección. Así que durante este mes Alfredo hacía que su libido aumentase.

Por otra parte estaba Alfonso, el marido de su cuñada. Funcionario en el Registro Civil Central y un poco cansado por la frígida de su mujer.

Pero la historia con él era muy curiosa. Este hombre había sido su primer amor, ese que dicen que nunca se olvida. En su caso esta afirmación era cierta. Nunca le olvidó y siempre pensó que seguía siendo el amor de su vida.

A los dieciséis años de ella comenzaron una relación de pareja que duró tres años. Después todo se torció. Ella se agobió mucho cuando él se fue a Pamplona a estudiar medicina, carrera que nunca terminó. Empezó a presionarle y Alfonso le pidió más espacio. Aparecieron los celos, luego las discusiones y al final la ruptura. Ambos se hicieron mucho daño por despecho mutuo. Hasta llegar a no dirigirse la palabra y no saber nada el uno del otro.

Pero ironías del destino, fueron a casarse con dos hermanos y ahora la vida les unía como cuñados.

La primera vez que coincidieron la situación fue muy embarazosa. Su última conversación había terminado a gritos y desde entonces no se habían vuelto a ver. Ambos negaron conocerse y por supuesto ni una palabra de su antigua relación. Todo sería como empezar de nuevo, partiendo de cero. Pero esto era difícil, ya que si suprimían el despecho, a los dos les quedaba una atracción física y un deseo mutuo que les iría creando una tensión sexual en aumento.

Luisa no podía olvidar aquella noche de junio cuando Alfonso la desvirgó en un rincón escondido de un parque. Llevaban pocas semanas saliendo y después de una noche de copas en la discoteca Flying Golden Cat con los amigos de Alfonso, éste la acercó en su Vespino GLX a su casa. Se sentaron en uno de los bancos del parquecito de debajo del bloque y allí comenzaron a besarse y a meterse manos. Todo aquello les llevó a una excitación que el vaquero de él no podía disimular. Le cogió de la mano y la llevó a una zona más escondida bajo los árboles donde no llegaba la luz de las farolas. Se tumbaron en el césped y siguieron besándose.

Alrededor, en los otros árboles, se oían a parejas que les llevaban  ventaja. Luisa tocó el tremendo bulto de la entrepierna de Alfonso y desabrochó la cremallera para meter la mano dentro. Con unos hábiles giros de muñeca liberó el miembro erecto de su novio y comenzó a masturbarlo con fuerza al tiempo que él acariciaba sus pechos bajo la camiseta. El chico le mandó parar, luego le subió el vestido y le bajó las bragas. Ella notó la humedad de la hierba en su culo y se estremeció un poco pero su calentura era superior.

Alfonso pasó la mano por aquella capa de rizos negros que cubrían el sexo virgen de Luisa. Pudo ver como justo en medio se abría una raja de la que se desprendía un calor y un olor embriagador. Siguió acariciando los pelos y poco a poco fue introduciendo un dedo. Estaba muy mojada y caliente, Luisa gemía. Su polla estaba a punto de estallar así que se colocó sobre ella y comenzó a empujar su glande contra la hendidura de la vagina. La estrechez de ésta impedía la penetración. Alfonso volvió a insistir con fuerza al tiempo que ella se quejaba de dolor. En cuanto notó que la resistencia cedía dio un empujón fuerte de cadera para calzársela entera. Ella creía morir de dolor y él se mantuvo quieto un instante antes de comenzar a bombear. Durante unos minutos percutió con ganas contra aquel estrecho coño que se resistía a ser penetrado. Luisa, un poco más relajada dada la excitación que le producía pensar en su sexo abierto por primera vez, se dejó llevar por su novio.

Tras varios resoplidos, Alfonso vertió varios chorros de semen juvenil en el interior de la vulva virgen de Luisa. Después de unos segundos dentro, el chico sacó la polla de la que aún salían restos de leche blanca manchando los rizos negros del monte de Venus de su chica. Esta primera vez entre ellos dejó a la chica marcada para siempre.

Cada verano que coincidían las miradas entre ellos eran de pura lujuria pero ninguno había intentado nada hasta entonces. Se deseaban pero la situación parecía imposible.