Laila, mi obsesión (7)

La confusión reina en los corazones de Laila y Alvaro.

Laila, mujer de mis noches (VII)

"Por fin en casa". Abría la puerta de mi apartamento con un profundo suspiro que exhalé dificultosamente de mi pecho oprimido. Aunque por un lado temía aquel momento, desde que había salido de la oficina no tenía otra meta en mente que la quietud de mi lujoso pero solitario hogar. Y ahí estaba, tan callada como siempre, la entrada que no me molesté en iluminar, ahora el salón, allí me esperaba el sofá, majestuoso y en silencio. Sólo el golpeteo casi señorial de mis caros zapatos sobre el parquet rompía la onírica calma de esa cálida penumbra, haciéndome consciente de un modo agridulce del transcurso imparable del tiempo. Me senté, acariciando el cuero con los ojos cerrados, hundiendo las yemas desesperadamente. Allí habías estado tú sentada, sí, muchas otras también y en el mismo lugar exacto, pero nadie más me importaba. Con una rabia candente me di cuenta de que hasta la textura del cuero me hacía acordarme de ti, de la firmeza de tu piel inmadura en la que aún no había dejado huella.

Huella. Esa palabra me hizo pensar en el mordisco que tenía ahora el cuello de Nerea y hundí la cabeza en mis manos, replegándome sobre mi mismo. "¿Por qué lo has hecho?" Recordaba todas y cada una de las imágenes y palabras que habían compuesto la película protagonizada por nosotros: sus tetas bajo mis ojos, su pregunta innecesaria, mi sonrisa seductora, su tacón sobre mi rodilla, mi "no tengo condón", ella a cuatro patas, el aroma de su coño hambriento… y ahora nada, nada de ello me parecía excitante. Lo único que sentía era una tristeza que enterraba mi corazón con la frialdad de una tempestad de nieve, congelándome poco a poco. Pensaba en ti y me odiaba a mi mismo por haberte fallado, pensaba en ella y me sentía el hombre más idiota del universo, porque había algo anormal en mí que impedía que te olvidase para enamorarme de alguien como ella, que era lo que tenía que hacer. Estaba destrozado, de camino a casa había intentado convencerme a mi mismo de que lo que había hecho no era tan malo, buscando explicaciones biológicas, científicas, intentando racionalizar mis actos, pero no, nada que pensara o incluso que Nerea pudiera decirme iba a conseguir que me sintiese mejor. Había manchado mi corazón con el fuego de sus besos, que ahora extinguida la llama lo tiznaban de negro, y eso no era lo peor, ¿qué haría si querías verme? Si te lo contaba rompería palabra a palabra la dulzura de un cariño que parecía tan puro como tu belleza, si no lo hacía, viviría siempre con el veneno del engaño ensartado en el pecho.


  • ¿Marina…? ¿Estás despierta?-

  • Sí.

  • No puedo dormir.

  • Ya. La verdad es que yo tampoco. ¿Salimos un rato al balcón?

  • Vale.

Eran casi las dos de una madrugada bastante fría y todo había sido silencio hasta hacia menos de un minuto. Dos voces femeninas flotaban en la negrura, las espesas cortinas estaban corridas y la luna no era aquella noche más que una fina muesca plateada. Había cuatro adolescentes en la habitación, pero los finos susurros de las dos veladas no habían suscitado siquiera un movimiento en ninguna de las otras dos literas.

A ésta breve conversación le siguieron una sucesión de movimientos sordos pero presurosos.

  • Ponte la bata, aquí de noche hace mucho frío.

La cortina fue retirada para abrir con rapidez un hueco en la cristalera corrediza por el que se colaron las dos sílfides malamente abrigadas.

Como muñecas en un escaparate, ambas muchachas asomaron el cuerpo por la barandilla, con las pupilas dilatadas a pesar de la escasa luz, el cabello suelto y las mejillas encendidas por el contacto con el gélido aire nocturno.

Un chasquido momentáneo encendió el fuego de un mechero. Una de las dos adolescentes, con un cigarrillo en los labios, iluminó por un instante su cara encendiendo aquel pitillo. Unos bucles oscuros adornaban su plácido rostro redondeado, pudo distinguirse el brillante esmeralda de sus ojos grandes e inocentes y la palidez de unos labios cremosos rodeando el filtro anaranjado. Un observador meticuloso quizá se hubiese percatado también del lunar con forma de lágrima que adornaba una de las porcerlánicas mejillas de la niña.

En la noche bailaba ahora un punto rubí cuyos efluvios se confundían con la bruma ligera que flotaba bastante bajo.

Joder, Marina, ¿cómo te puede gustar eso? – el susurro, liberado por el espacio exterior, se apreciaba áspero pero dulce a la vez. Una voz extraña que parecía negarse a perder el matiz infantil aunque no le encajaba realmente.

Dices eso porque todavía no lo has probado las veces suficientes- ésta voz era cantarina, aguda.- Si insistes, te acaba gustando.

Pues yo no pienso hacerlo ¿para qué?

La otra río.

Hay muchos motivos Laila, por ejemplo, si fumas, es más fácil que los chavales mayores te hagan caso.

"Qué estupidez" pensó Laila "Marina siempre ha gustado a los chicos mayores, y yo no fumo y sin embargo Alvaro…" Laila detuvo el hilo de sus pensamientos, eso era lo que no le dejaba dormir, no podía parar de pensar en él, contando cada día que faltaba de menos para poder estar otra vez en su ciudad, llamarle, verle, besarle. Hacía tiempo que había caído en la cuenta de que se había enamorado, y ahora Marina le brindaba la oportunidad perfecta para confesarse, y, decididamente, si no se lo contaba a alguien iba a explotar por algún lado.

Pues eso para mí es una chorrada.

Lo había hecho, a esa frase siguió la confesión de todo lo acontecido los últimos meses entre Álvaro y ella. Marina, al principio incrédula, no perdía detalle del relato de la que era su mejor amiga desde que empezaron a ir al conservatorio. A pesar de que no iban al mismo instituto, ni habían ido al mismo colegio, se veían asiduamente y hacía tiempo que se lo contaban todo (o eso creía Marina).

¡¿Que te hizo qué?!

Laila se ruborizaba cada vez que su amiga parecía escandalizarse con los detalles lascivos que ella misma demandaba, pero se lo estaba contando, con pelos y señales, y a Marina le encantaba, había momentos que incluso cerraba los ojos deleitándose con la erótica de la narración, imaginando a su bonita compañera satisfaciendo los deseos de un hombre atractivo.

"Un hombre" En la mente de Marina se repetía la palabra "hombre" con la insistencia de un martillo aporreando un clavo sobre una dura pared de ladrillo. Ya se había formado una imagen de Álvaro al antojo de sus deseos más bajos, una imagen para gozar de su evocación, sí, una imagen para masturbarse en la intimidad. Escuchaba con placer, pero no podía evitar sentir a la vez una oleada de celos amargos en su corazón vital y ardiente por la fiebre de la adolescencia. Ella, a quienes muchos compañeros de su edad consideraban una chica fácil, aún no había tenido un hombre de verdad para sí, a pesar de los múltiples rumores acerca de sus zorrerías.

Los jóvenes son crueles, y hacer daño cuando se tiene la sensación de tener el mundo a los pies se convierte en un juego fácil y divertido.

Se imaginaba a sí misma a arrodillada delante de alguien como Álvaro, convertida en su esclava del placer, con un falo vigoroso rozándole los labios… casi podía aspirar el aroma de la virilidad invadiendo sus pulmones agitados, pero en su imaginación ella tenía los labios palpitantes de su amiga y aquella melena mágicamente lisa le caía sensualmente sobre la cintura desnuda.

Laila seguía hablando, muy tranquila, sus ojos azules eran dos luces veladas por un brillo lechoso que había robado de la ínfima luna. Sus rasgos, más que verse, se adivinaban por Marina, que tanto conocía esa cara que le parecía extrañamente atractiva. Veía el contorno de los labios abultados, la dentadura de piezas grandes, el resplandor (a ratos), de los enormes párpados y la línea impecable de una mandíbula pronunciada que no escatimaba dulzura al ovalo de ese rostro.

Marina se aventuró a preguntar.

Oye, y ¿a qué sabe una polla?

Laila enrojeció de inmediato, sin darse cuenta de que la oscuridad la amparaba, pero su sinceridad sorprendió a Marina más allá de lo esperado.

¿A que sabe la polla o a que sabe el semen?

Ahora era Marina la que se ruborizaba.

O sea que él se… bueno, a qué sabe el semen.

Laila suspiró largamente, intentando encontrar las palabras mientras su amiga esperaba, anhelante, notando cada segundo en sus latidos. De pronto Marina cayó en la cuenta de algo: su coño estaba tan húmedo que más bien el adjetivo era "mojado", el flujo le enfriaba los muslos bajo un camisón en el que se colaba un aire frío que la devolvía a su realidad. Se había puesto la bata, pero había olvidado el detalle de las bragas que nunca usaba para dormir. Se estremeció y Laila la miró con curiosidad.

¿No me vas a contestar o qué?

Estoy intentando encontrar las palabras, el semen tiene un sabor raro, bueno, no es sólo el sabor, es una mezcla entre dulce, ácido y amargo y tiene una textura pegajosa que te deja el paladar áspero. Es así como yo lo recuerdo, pero no se si todos sabrán igual…- respondió Laila, con los ojos en blanco, como intentando buscar en el fondo de su cerebro la respuesta.

La definición que había dado la adolescente a su amiga era tan física y desprovista de adornos que hubiese decepcionado a la mayoría de personas, pero en realidad Marina lo único que deseaba era seguir alimentando su curiosidad de las experiencias sexuales que ella no había tenido la suerte de experimentar. Se había excitado muchísimo con toda la narración y ahora escudriñaba a su amiga, que siempre le había parecido frágil, infantil. Nunca hubiese imaginado que Laila pudiese tener experiencias verdaderamente sexuales antes que ella, que nunca había pasado de los sobeteos que siguen a un morreo desesperado en cualquier portal oscuro a la hora de volver a casa. "Y encima con un hombre."

Volvió a mirarla, en aquella espesa negrura su piel parecía tener luz propia. Realmente era bonita, y su ser poseía una sensualidad que iba más a allá de cualquier atributo físico. Quizá eran sus gestos, la forma de mirar, la voz… había algo especial en Laila que la hacía irresistible.

Ambas chicas se observaban en silencio, quedaba poco que decir y era muy tarde, pero ninguna manifestaba signos de cansancio. Ambas habían tenido un día difícil. Los profesores intentaban exprimir hasta la última gota de sus capacidades musicales y Marina recordó haber sorprendido lágrimas prendidas en las pestañas de su compañera tras su clase individual de aquella tarde, pero Laila no había querido contarle nada. Eduardo podía ser muy hijo de puta con sus alumnas, Marina había coincidido con él en varios cursos, y reconocía en él al típico profesor convencido de que el talento natural sólo se encontraba en alumnos varones, a las niñas las humillaba, las gritaba, las hacía trabajar durante muchas más horas, pero al final conseguía sacar de ellas pasión y melodías sobrecogedoras.

Marina le tendió la mano a Laila, y le sorprendió una vez más la fragilidad de su físico, aquella mano pequeña y delgada se encogía entre sus dedos fortalecidos por el piano. Su piel era muy fina, suave pero a la vez firme, como los pétalos de una rosa aún cerrada.

En aquella noche extraña, Marina creyó vislumbrar un brillo acuoso al final de los ojos de su compañera, y no se sorprendió.

¿Laila?

La muchacha mestiza cerró los ojos.

Le echo tanto de menos…le amo.

Marina la observaba extasiada y sabiendo que su amiga vivía uno momento de intensa intimidad sintió un acuciante urgencia de ser partícipe. ¡Estaban tan cerca!

Cerró los ojos como su amiga.

No sabría explicar como sucedió. El frío, la dulzura de un instante suspendido en la oscuridad, la amistad que las unía más allá de las palabras: un beso.

En el balcón de una escuela había dos niñas en camisón, con los cabellos despeinados fundidas en un estrecho abrazo que se extendía a sus labios fríos que poco a poco se encendían con el calor de una juventud que les nublaba los pensamientos y las convertía en corazones desnudos, puros.

Laila tiró de Marina.

  • Vamos a dormir, es tarde.