Laila, mi obsesión (5)

Nosotros, la flauta y el jardín.(Parte 1ª)

Laila, mujer de mis noches (V)

El martes volví a la rutina, y paradójicamente con ella volvió la emocionante incertidumbre de verte o no verte cada tarde en el autobús 17.

Habías dicho que me llamarías, no necesitaba tomar aquel autobús, pero si no me llamabas aquel mismo día volvería a montarme. Sólo quería volver a verte.

Las horas pasaban con una parsimonia terrible: las doce, las dos, las cinco… y tú no me llamabas. Tampoco me llamaste a la hora de cenar, ni a media noche. Dormir, imposible, seguía soñando despierto con el espejismo de tu belleza y el eco de tus gemidos penetrando mi mente aletargada. Me estaba volviendo loco.


Allí estaba yo, de pie bajo la escueta marquesina, rodeado de personas, algunas sentadas, en su mayoría ancianos, otras jóvenes como yo, de pié. A mi derecha distinguí una figura femenina y juvenil, una adolescente. La miré con disimulo y estimé que tendría unos dieciséis años. Mi mente voló de nuevo a tu imagen. "Pero esta chica es mayor", por lo menos eso creí, a pesar de la angustia que me instaba a inhibir esas tribulaciones.

Llegó un autobús, el 5, no era el mío, el nuestro. La chica se fue, observé como entraba en el autobús con un andar jovial. Llevaba una carpeta en la mano. Igual que tú cuando te besé por primera vez.

Por unos instantes me quedé allí solo, pero en pocos segundos el pequeño espacio de aquella parada se volvió a abarrotar. Por fin. Allí estaba el conocido vehículo, con su fuelle que lo separa en dos, como un enorme gusano maltrecho, que a pesar de su aspecto me producía un sinfín de emociones de expectación. Pensé en todas las personas que lo perciben como una parte más de sus extenuantes jornadas. Y aunque aún no te había visto, por un instante me sentí feliz.

Subí la primera escalera, sin prisas, sin esperanzas. Levanté la cabeza para pagar al conductor, en todos estos meses ni siquiera me había tomado la molestia de adquirir un bono de viajes. Me dirigí hacia el fondo, inevitablemente, y aunque suene a tópico, casi a cámara lenta, mis ojos te encontraron. Allí estabas tú, sentada en una esquina, leyendo, como casi siempre. Uno de tus dedos - ¿el mismo que protagonizó la erótica imagen con el semen?- jugaba con una guedeja de tu largo cabello, intentando en vano ondularlo, en cuanto tu dedo lo soltaba volvía a su liso natural. A pasar una página levantaste la cabeza y me encontraste. Una sonrisa sorprendentemente tímida iluminó tus facciones adorables. Viéndote así, tan niña, tan inocente, me parecía imposible no creer que todo lo sucedido aquellas horas hubiese sido una fantasía más.

Me senté a tu lado, pues milagrosamente aquel asiento estaba libre. Ni siquiera volviste a mirarme, aunque noté, o creí notar, como tu dulce respiración se tornaba violenta. A mí la simple cercanía me producía efectos febriles, necesitaba volver a tocarte. Hubiese matado por una corta hora de intimidad.

Aquella agonía no duró mucho tiempo, llegamos a tu parada. Te bajaste del autobús con rapidez y yo lo hice detrás de ti. De inmediato te abalanzaste sobre mi cuerpo, rompiendo el muro de metacrilato que nos separaba dolorosamente. Tu abrazo era firme, desesperado. La calle desierta se había convertido en un profundo mar y yo era el salvavidas al que te aferrabas con pasión. Mis brazos te acogieron, no llevabas tacones, y una vez más me sorprendió con tristeza desear tan desesperadamente la tentación inmadura a la que la vida me había arrojado.

Te pusiste de puntillas, sin soltarme.

Te he echado de menos- el calor de tu aliento pegado a mi cuello se transformó en el susurro de lo que para mí era casi una declaración de amor.

Nos abrazamos con más fuerza.

Y yo.

Tus labios buscaron los míos, y yo, sin poder evitarlo, di una rápida ojeada a nuestro alrededor para asegurarme de que no teníamos testigos. No sabía si me estaba obsesionando pero la diferencia de edad para mí era bastante evidente, a pesar de que hoy en día cada vez existe más tolerancia a todo lo inmoral. Pero cuando mi piel sintió la voluptuosidad de la carne de tus labios rozando las comisuras de los míos, lo olvidé todo y me entregué a ti en plena calle.

A pesar de que la agresividad seguía dominando tu estilo, algo había cambiado en tus besos. Había más juego, más elegancia. Lo repito, aprendes muy rápido.

Paramos, casi nos costaba respirar. Una vez más, tomaste mi mano y tiraste de ella, llevándome dios sabe dónde.

Caminábamos en silencio pero un interrogante en mi mente perturbaba la aparente paz que había entre los dos, sin embargo no me atrevía a preguntar. Pero como dice la canción: "y las mujeres somos las de la intuición…" y tú no podías ser una excepción, respondiste sin que yo formulase nada.

No te he llamado porque me he tenido que quedar en casa estos dos días, mi abuelo se está recuperando de una operación y mis padres no podían quedarse a cuidarle. Pensaba llamarte esta noche, solo para oír tu voz, y has aparecido.

Sonreí.

¿Dónde me llevas?

Ahora lo verás.- Aquella expresión maliciosa que sólo había visto aparecer una vez en tu preciosa cara mestiza se repitió por un instante fugaz.

Anduvimos durante casi media hora, cogidos de la mano, sin hablar, el contacto nos bastaba. Llegamos a una avenida, ya la conocía, avenida Juan Pablo I "el papa de la sonrisa" pensé, sonriendo yo también sólo por notar el calor de tus dedos en mi palma. Te paraste en seco.

Es aquí.- Era un local de pequeño escaparate de vidrio templado, con un rótulo escrito en lo que supuse japonés. ¿un restaurante?

Laila, ¿Qué es esto?

Sin responder, sacaste una llave de tu bolsillo y la introdujiste en la cerradura, aún dándome la mano. A pesar de tu fragilidad, era sorprendente la capacidad que tenías para arrastrarme tras de ti.

Lo único que vi fue un mostrador de lo que parecía una recepción y un biombo que separaba aquel pequeño espacio del que le precedía. Pero escuchaba un sonido particular, agua.

El sonido del agua lo invadía todo, corriste el biombo, soltándome, y yo te seguí. Lo que se expuso a mis ojos me pareció de una belleza inigualable. Un jardín japonés.

Este es el centro de meditación de mi madre ¿te gusta?

Intenté imbuirme por un segundo de la paz de aquel ambiente de ensueño, cerrando los ojos.

Me encanta.

Parecía imposible que en medio de una ciudad pudiese haber un lugar así. Todo estaba cubierto de arena blanca, parecía sal, en medio había un pequeño estanque rodeado de cantos en el que nadaban seis carpas doradas y sobre el agua flotaban lotos blancos, había pocas plantas, distribuidas estratégicamente según los puntos cardinales: lirios violetas, orquídeas amarillas, rosas naranjas y aloe mediterráneo. De un montículo de piedras fluía un manantial en cascada, era lo que producía el mágico sonido del flujo acuático.

Evidentemente, excepto las plantas, era todo artificial, pero estaba tan cuidadosamente logrado que el efecto relajante era instantáneo. Un centro de meditación… más bien me parecía un verdadero oasis en el que olvidar la suciedad de la urbe. Estando allí, meditar era lo menos.

Me mirabas. Te estabas descalzando y yo hice lo propio, nos adentramos en la arena. Empezaste a desnudarte tranquilamente, yo te miraba arrobado y me acerqué a tu pequeño cuerpo de fuego, que era el único elemento que allí faltaba. Pero tú no me dejaste, con un tierno beso me apartaste diciendo:

Desnúdate y túmbate en la arena, tengo una sorpresa más para ti. ¡Ah! Y cierra los ojos.

Te obedecí, con cada minuto que pasaba a tu lado me enamoraba un poco más de tu belleza, no tenías que hacer nada, sólo quedarte donde pudiera verte, pero ahora no querías que te viera.

Intenté concentrarme en el delicioso caer de la cascada sobre el estanque, te oí moverte, un poco lejos, luego cerca, creo que casi podía tocarte. Abrí un poco los ojos, estabas arrodillada a mi lado, te veía las piernas y nada más.

Algo interrumpió el ruido del chorro, fundiéndose perfectamente con él. Una flauta. Habías puesto un CD que sintonizaba perfectamente con el ambiente, con el agua, con tu belleza oriental. Notaba la música tan cerca

Abrí los ojos completamente, allí estabas tú, de rodillas, desnuda, tocando la flauta travesera, con los ojos cerrados. Envolviéndome en tu exótico hechizo.

Me coloqué detrás de ti, tu pelo dejaba al desnudo muy poco, solamente tus hombros menudos y tus nalgas que se apretaban sobre tus pies por el peso de todo tu cuerpo. Te acaricié, escuchándote con los ojos cerrados otra vez, intentando retener en cada yema la suavidad sedosa de tus hombros, de tus brazos, de ti.

Continuará