Laila, mi obsesión (5-2)
Nosotros, la flauta y el jardín. (Parte 2ª)
Tu música seguía sonando, daba la impresión de que te habías sumergido en una especie de trance melódico, sin embargo, las reacciones de tu cuerpo mientras yo lo invadía te traicionaban. Tu piel estaba despierta, despierta y sensibilizada.
Deslicé las manos por debajo de tus axilas, para acceder a aquellos frutos dorados pero inmaduros que eran tus pechos. Solo un simple roce de mis palmas sobre tus pezones. Una nota de tu canción se alargó más de lo esperado, era tu respiración quebrantando aquella tranquilidad irreal, pero seguías tocando, y yo también.
Tu cuerpo estaba ardiendo y yo me quemaba dulcemente, invadiéndome del placer de tenerte a mi disposición, tu vientre liso vibraba bajo tu pecho expandido de aire. La sensación de palparte mientras continuabas entonando aquel himno argentino (el color de tu flauta) era sobrecogedora, notaba como intentabas ofrecer resistencia aferrándote al precioso instrumento y en cierto modo, yo te violaba. Violaba tu melodía cuando la distorsionabas con cada suspiro y sin embargo el resultado continuaba siendo algo melancólicamente precioso.
No podía acceder a la escueta profundidad de aquel pubis pueril que tantas veces había soñado penetrar, por tu postura, pero resbalaba delicadamente las yemas de mis dedos por tu bajo vientre, intentando en vano descubrir la textura de algún delicado vello sobre tu monte de Venus.
Nada. Tu canción había cesado y todos los demás sonidos aparecían de pronto con una fuerza que rallaba lo salvaje, incluso tu respiración se me antojaba tan intensa como el viento en un día tormentoso. Posaste la flauta sobre la arena, que se acopló a su peso con un quejido sordo. Te volteaste y por fin pude ver de nuevo aquella fisonomía de belleza para mí insuperable. No estabas sonriendo, pero en tus ojos azules se asomaban la calidez del cariño, de lo conocido, y el brillo ígneo de la pasión. Posaste delicadamente las manos sobre mi tórax e hiciste que se deslizasen hasta el triángulo oscuro de vello rizado que yo sí tenía, mientras, tus parpados acompañaban el movimiento y clavaste sin pudor tu mirada en mi polla, que se erigía orgullosa. Me fije en tus pestañas, muy oscuras, casi azules, cortas y planas, sin lugar a dudas totalmente orientales. Perdiste todo atisbo de delicadeza, con un empujón certero que me tumbó en aquel desierto zen y me dedicaste una sonrisa radiante y un beso corto. Tu pecho sobre el mío, el calor de tus labios vaginales excitando más la cabeza de mi enhiesto miembro, irresistible, pero así no me atrevía.
"Haz lo que quieras amor mío".
Y Laila hacía lo que quería conmigo, me acariciabas, apretabas mi carne musculada, me besabas en lugares impredecibles llegaste. Besándome llegaste hasta mi pene desesperado, sólo fue un tímido beso en el glande, que tenía tan tenso como la cuerda de un violín. Tu pelo me hacía cosquillas sobre el abdomen. Un simple beso me hizo suspirar. Una de tus manos inició por segunda vez en nuestros encuentros un medroso vaivén con mi pene erecto, era dulce y lento, pero firme como tu voz de adulto. Otro beso. Otro suspiro.
Cuando parecía que me estaba acostumbrando a tus caricias alternadas con tímidos besos algo me hizo gritar de placer, tu lengua se movía lentamente sobre la cabeza de mi polla. Tenías la lengua fría, me estremecí, pero de inmediato un calor húmedo me apresó casi la mitad del pene, que ya empezaba a segregar lubricantes. Espere que no te importase, porque no quería que parases de hacer lo que estabas haciendo.
Notaba la caricia de tus labios gruesos sobre mi tronco, subiendo y bajando, babeándome. Indudablemente aquella boca estaba destinada a dar placer, placer en cualquiera de los sentidos, era un placer verlos, un placer escucharlos, un placer tocarlos y en aquel momento también era un increíble placer sentir sobre mi miembro aquella lección de flauta carnal que me estabas dando. ¿Dónde estaba la niña ahora?
Te miré un segundo, tu pelo me tapaba como siempre, pero el sube y baja de tus manos y tu cabeza me dejaban ver intermitentemente tus parpados agachados y tu boca rosa y abultada rodeándome la tranca.
Solo me faltaba la visión de aquel cuadro pornográfico para perder totalmente el control. Con los ojos cerrados me mordía el labio inferior, gimiendo y gritando. Me estiraba el pelo, arqueaba la espalda sin control.
Me la habían chupado muchas veces, incluso una vez lo había hecho una profesional, pero la textura de tus labios, tu ser y la inexperiencia conseguían arrancar de mi cuerpo no sólo sensaciones, sino sentimientos indescriptibles.
El clímax se acercaba con premura, pero yo no podía hablar. Mis gritos se habían vuelto gemidos sordos, estaba a punto de eyacular, pero no era capaz de hablar. Intenté apartarte de mí, pero tú apresaste mi polla con más fuerza y absorbiste con los labios. Eso era demasiado. Me corrí en tu garganta, arañándote los hombros y sorprendentemente tú te lo tragaste todo con un sonido similar a un ronroneo. Mientras mi cuerpo descargaba sus últimos espasmos, limpiaste con tu lengua todos los restos que tu boca había dejado escapar.
Parecía que el sabor de mi semen te había gustado.
La arena me acariciaba la espalda, el agua me deleitaba los oídos, y tu cara, frente a la mía me deleitaba la vista. Sorprendentemente, aquello tampoco era un sueño.