Laila, mi obsesión (4)

Ella solita. Aishite masu.

Laila, mujer de mis noches (IV)

Mi cama era un desierto violeta cuyos límites se difuminaban con la iluminación del atardecer. Un desierto sobre el que aún permanecía la huella de tu cuerpo de ninfa. Ni siquiera había abierto un resquicio de la ventana con la esperanza de intoxicar mi cerebro con los restos de tu esencia en aquel ambiente viciado de sexo y sudor. Permanecía ahí, tendido, con la mirada fija en la puerta que habías cerrado tras uno de tus intensos besos, con tus zapatitos de tacón en los pies y veinte euros de mi bolsillo en tu puño apretado para que cogieras un taxi. Parecía imposible que la densidad del aire permitiese que algo más entrase en la instancia, pero el vacío que tú habías dejado era lo único que llenaba todo mi ser.

Si cerraba los ojos aún oía tus gemidos, pero cuando los abría…silencio. Silencio y vacío.

Me di la vuelta, un haz de luz se proyectaba desde el cristal hasta algún punto desconocido de la pared, las partículas de polvo bailaban ante mí, como si alguien hubiese lanzado un puñado de purpurina. Todo te evocaba, hasta esas pequeñas e insignificantes partículas que me hacían pensar en el brillo irisado de tu piel de bronce y vainilla. "El 70 por ciento del polvo de una estancia es piel"… alargué la mano hacía aquel haz misterioso, aún podía tocar tu piel.

Parecía un loco, palpando el aire, con los ojos entrecerrados, desnudo, sudado, pero ya nada me importaba. Estaba llorando, llorando por ti, Laila.


Cabalgabas sobre mí, tu melena subía y bajaba, tu cuerpo subía y bajaba, gritabas, gritábamos. Yo no quería, o sí quería, "no pasa nada, ya está hecho." Había algo extraño en la escena, algo particular aparte de que una adolescente de corta edad, una niña, estuviese montada sobre mi polla. No estábamos en mi habitación, ¿o sí?

Un ruido eléctrico interrumpió mi placer cuando llevaba mis manos a tu cintura infantil.

¿Qué ha sido eso? ¿Lo has oído?- Te miré, pero ya no estabas, y el ruido seguía, incansable. Mi móvil, mi móvil del trabajo.

"Otra vez no, he vuelto a soñar contigo"

El maldito aparato seguía sonando.

¿Sí?- casi no me salía la voz, tenía los labios resecos y no sabía la hora que era.

Alvaro, ¿estás bien?- me llamaba mi padre- no se cuántas veces te he llamado, Nerea me ha dicho que no has aparecido en toda la mañana.

"¿Nerea?" por fin volví a la tierra, debía haber estado muchísimas horas durmiendo, ya era lunes y mi padre había llamado a la oficina.

No te preocupes, creo que tengo algo de fiebre, pero mañana se me habrá pasado.- improvisé con una horrible voz de grajo.

¿No habrás vuelto a salir un domingo no?- ya salió la vena paternal, pensé.

Papá, no. No me encuentro bien. Luego te llamo. No le digas nada a mamá.

Colgué. Lo último que necesitaba era oír a mi padre dándome sermones o tener a mi madre al borde de la cama velándome como a un moribundo.

Miré a mi alrededor. Había una camiseta de deporte tirada en el suelo y una goma del pelo sobre mi mesilla de noche. No todo había sido un sueño, habías estado conmigo. Me incorporé, rememorando todas y cada una de las escenas durante las horas que habías pasado en mi habitación.


(Habla Laila)

" Llamé al timbre y me abrió mi madre, ese rostro redondo y afable como la luna llena del que sólo heredé una nariz chata que no se si me gusta mucho y unos ojos almendrados, aunque con párpado superior doble. Me miraba sonriente y me preguntó con su finísima voz, en nuestro idioma:

¿Qué tal estuvo la fiesta? Creía que te ibas a quedar a comer con Adriana

Sí, pero estaba muy cansada. Creo que me haré algo rápido y voy a descansar un rato, o a leer.

Muy bien, tienes sopa en el fogón. Lávate bien la cara, estás muy sudada.

Al oír aquello último, me asusté ¿no sospecharía nada? Sin embargo me tranquilicé a mi misma pensando la importancia que le ha otorgado siempre mi madre a los cuidados faciales, debido a su origen.

Me miré en el espejo del baño, llevándome las manos a las mejillas. Mi madre tenía razón, se me veía sofocada. Me volví a mirar más detenidamente ¿cómo le podía gustar a un chico tan mayor? Él era muy guapo, podía tener a quien quisiera. Y además, se notaba que tiene dinero. Volví a mirarme. Odio mis labios, son demasiado anchos. Y no se parecen a los de mi padre, mi madre dice que son idénticos a los de mi abuela, a la que nunca conocí. Y mi nariz…no se, quizá sería más guapa si la tuviese algo más estilizada y prominente, así pareceré siempre una niña. No quiero ser siempre una niña, ya no lo soy aunque lo parezca.

Me lavé la cara y después, en la cocina, tomé algo de sopa. No tenía hambre.

Me fui a mi habitación y me tendí sobre la cama, boca arriba. Miraba el techo y pensaba en ti. Me llevé una mano al pecho. Tenía el corazón acelerado y estaba sudando. Me había duchado en tu casa, pero llevaba la ropa de la noche anterior. Me desnudé y me volví a tumbar.

El espejo de mi armario me devolvía el reflejo de mi cuerpo sobre la cama, me gusta mi reflejo del cuerpo. Mis piernas delgaditas, mi espalda recta, mi culo redondo, mis tetas…bueno, la verdad es que me gustaría que creciesen un poco más, pero tampoco me obsesiono. Lo que de verdad odio es mi altura ¿Quién puede contentarse con 1 metro y 54 centímetros de estatura? Eso también lo he heredado de mi madre, mi padre es alto. Pero en el espejo, sin nadie más como referencia, me veo guapa desnuda, sobre todo con el pelo hasta la cintura adornando mi figura, creo que es lo más bonito que tengo, el pelo. Y el color de ojos, este azul de la familia de mi padre. Sólo por eso la gente nunca adivina que la mitad de mi genética es oriental. Es gracioso.

Cierro los ojos y te veo, veo tus pestañas largas y rectas, tu mandíbula prominente, tu nariz grande, la perilla que me parece tan sexy… también veo tu cuerpo, tienes la piel muy morena, pero no como la mía, la mía tiende al amarillo, la tuya al chocolate. Me acuerdo de cuando te acaricié las piernas, no sé porqué te las afeitas, el pelo de los chicos no me parece feo. Me acuerdo de tus manos. Son grandes y para mí tienen magia, aunque tú no quisieras sólo tocándome me has convertido en una mujer.

Algo me hace abrir los ojos, es la sorpresa del placer. Inconscientemente me he llevado las manos allí pensando en ti. Lo tengo húmedo, pero no tanto como cuando me lo tocabas tú. Nunca me había tocado a mí misma, la piel es suave y es un tacto conocido, pero cuando me ducho no me detengo en sensaciones.

Vuelvo a pensar en ti, intentando que mis manos sepan acariciarme como lo hacías tú. Toda mi mano frota mi lugar y por fin, lo encuentro, aquel punto que tú tocabas y lamías. Es una diminuta bolita hipersensible que se ha hinchado con mis caricias. Con mi dedo recorro toda mi vulva de abajo a arriba. Se me escapa un gritito. Me muerdo los labios, mi madre está en casa. Sigo tocándome, imaginando que mi dedo es el tuyo, no puedo reprimir los suspiros. Te echo de menos…casi, no aún no.

Ahhhhhh!

Lo he vuelto a sentir, esa ola que recorre todo mi cuerpo, pero me siento vacía. Abro los ojos, me veo en el espejo, pero no te veo a ti. Te echo de menos.

Estoy llorando ¿qué estarás haciendo tú?

Sólo ha pasado una hora.

Dos palabras se escapan de mis labios en el idioma de mi sangre, de mi corazón.

  • "Aishite masu" (Te quiero)