Laila, mi obsesión (2)

Siguen conociéndose...

Laila, mujer de mis noches: II

¿Sí? ¿Quién es?-

Sólo oía una respiración agitada al otro lado, parecía alguien sollozando, alguien en apuros.

Álvaro…Álvaro soy yo, soy Laila.- escuché al otro lado, entre suspiros entrecortados. Tú, la niña de voz ronca, te habías atrevido a llamarme y no habían pasado ni dos días enteros desde nuestro paseo inesperado, pero tu respiración extraña me preocupaba.

¿Estás bien?

Sí, no es nada, no te preocupes ¿Podemos vernos, ahora?

Instintivamente, guiado por tu acento infantil, miré el reloj. La una y cuarto de la madrugada, incluso para ser fin de semana me parecía increíble que alguien de tu edad pudiera salir a la calle tan tarde.

¿Ahora? Es muy tarde, tus padres llamarán a la policía si sales de casa tan tarde.

No seas tonto, estoy en casa de una amiga. Me invitaron a una fiesta, pero ya no aguanto más. Dijiste que te llamase cuando quisiera. Por favor, necesito verte, ven a buscarme…- te quedaste en silencio, y yo, por un segundo, vacilé.

Media hora más tarde, después de darme una ducha rápida y sacar mi coche de la plaza del garaje salí zumbando con él a buscarte a la dirección que me habías dictado. Parecía un adolescente en busca de gatitas a las que camelar, un sábado de madrugada, con mi coche flamante por la ciudad a 90 kilómetros por hora y el pelo recién engominado. Intenté relajarme. La ansiedad de volver a verte me hacía aparentar lo que no era.

Llegué a la Calle del Olmo nº 24. Allí estabas tú, solamente tu cara te distinguía para mí de ser una chiquilla más de las que se arreglan como si tuviesen más de veinte años cada sábado para terminar haciendo botellón en el suelo de cualquier plaza mugrienta. Tu pelo suelto brillaba a la luz de las farolas amarillentas, el maquillaje de tu cara, que no necesitabas, te hacía parecer triste aunque me estabas sonriendo. A pesar de los tacones que te habías puesto, sentí una punzada de culpa al notar lo bajita que me parecías.

Sube.

Montaste en el coche y me saludaste con un inseguro beso en la mejilla. Intenté que la situación pareciese natural y te pregunté si querías que te llevase a algún lugar en particular. Te daba igual. Nos pusimos en camino, yo intentaba pensar en algún sitio tranquilo y bonito para estar contigo a esas horas de la noche. Me acorde del Blues: cómodo, discreto, tranquilo, música en vivo, oscuridad…pero no, eras demasiado joven, no te dejarían entrar conmigo. Me decidí a llevarte al paseo marítimo, hacía calor y podríamos dejar el coche y caminar un rato, era evidente que necesitabas hablar, podía verlo en tu expresión dolida.

Puse un poco de música en el coche, para que pudieras pensar tranquila sin sentirte incómoda en silencio con hombre prácticamente desconocido. Al rato te miré de reojo, de tus mejillas sofocadas rodaban lágrimas teñidas de negro rímel y tú conseguías inexplicablemente componer de esa doliente y patética imagen un bello cuadro de melancolía. Había tanta ternura en tu ser que me costaba evitar tocarte y deshacer ese triste hechizo.

Por suerte, ya estábamos en el paseo. Paré el coche y te pregunté si querías bajar y tomar un poco de aire. Tú, tan silenciosa como siempre, asentiste con un gesto de cabeza, avergonzada para mirarme.

Otra vez, me asiste la mano con fuerza. Entonces empezaste a hablar.

Realmente no puedo acordarme bien de todo lo que me contaste, demasiado pendiente de tu belleza seguro que me perdí bastantes matices observando tu blanca dentadura adornando tus labios o el juego de tu pelo alrededor de tu cara, sin embargo, en esencia me relatabas la triste historia de una chica joven a la que invitan por una prima a una fiesta de gente algo más mayor que ella. Negándote a beber alcohol fuiste despreciada incluso por tu prima, así que decidiste subir a una de las habitaciones a dormir mientras los demás cumplían su idea de pasarlo bien, y poco antes de quedarte dormida te sorprenden dos chicos algo mayores que tú que intentan aprovecharse de ti. Recuerdo como a cada palabra brotaban más lágrimas de tus ojos y sin embargo tu voz se tornaba más segura y me mirabas cada vez más seguido. Cuando gritaste y les pediste que te dejasen en paz tu prima te oyó, subió alarmada y te descubrió allí, asustada y en ropa interior. Echó a los dos chicos de su casa y te pidió por favor que no contases nada de lo que había sucedido a sus padres ni a los tuyos, tú vacilaste en la promesa, pero al acordarte de mí negociaste: tu silencio por dejar que te fugases aquella noche conmigo.

Al oír esto último, sonreí.

Entonces, sé que debe haber sido horrible pero todo ha quedado en un susto y ahora estás conmigo, ¿realmente es lo que deseabas hacer esta noche?

Vamos a sentarnos.

Te seguí al banco más cercano, cogido de tu mano, como un niño que no se separa de tu madre, consciente del poder que tenías sobre mí, algo que no me había pasado con ninguna otra mujer, y tú una cría de… No lo pude evitar, y te lo pregunté:

Laila ¿qué edad tienes?

¿De verdad quieres saberlo?

Suspiré, sabía que saberlo sólo me haría sentirme más culpable pero paradójicamente destapar esa verdad me producía un morbo despreciable.

Sí- y añadí- pero no te preocupes, nada va a cambiar.

Pues entonces no le des importancia, porque si estás siendo sincero, no la tiene.

Suspiré y el corazón se me encogió mirándote por enésima vez y cada uno de mis intensos latidos me repetía me recordaba todos los que a tu corazón le faltaban para llegar a mi edad. Pero era verdad, aunque me hubieses confirmado lo joven que eras no habría cambiado nada, observándote, mi cuerpo y mi mente reaccionaban igual ante la jovencísima mujer que tenía delante, si es que podía otorgársele esa categoría.

Sentada a mi lado, te acercaste más a mí y con una expresión maliciosa que nunca te había visto me dijiste:

Y tú, ¿cuántos tienes?

Solté una carcajada breve, qué rápido aprenden las mujeres el juego del flirteo. Yo te di pié a más juego.

¿De verdad quieres saberlo?- sin darme cuenta te estaba tratando como trataría a cualquier otra mujer encantadora.

Me da igual, me vas a seguir gustando, aunque tuvieras cuarenta años.

Entonces dejemos a un lado nuestras diferencias.- "de edades" pensé.

Habías confesado que yo te gustaba sin tapujos, y ahora no era yo el único que te observaba con deleite. Tú me mirabas intensamente, sonriendo.

Tuviste un escalofrío, la noche estaba refrescando.

Vamos a volver al coche, te estás enfriando.

Esta vez me seguiste tú a mí. Cuando te sentaste tuve un arrebato de pasión y me abalancé sobre ti, lamiendo tu cuello que se erizó en un instante. Te besé, nos besamos, el calor de la carne suave y mórbida de tus labios y la textura de tu lengua me transportaron a la galaxia del sexo. Tú me acariciabas el cuello con tus uñitas sonrosadas, cerrando los ojos, dejándote transportar por mí.

Cada vez estaba más caliente, pero conservaba mis prejuicios esperando una invitación tuya para pasar a algo más.

Tú eras demasiado joven para invitarme a nada, si quería algo más fuerte tenía que utilizar mi experiencia y una enorme delicadeza.

Me despegué de tu boca. Estabas ruborizada y tenías la cara ardiendo. Estabas excitada.

"Ahora o nunca"

¿Quieres venir a mi casa?

Sí…- fue casi un suspiro, pero me bastó para meter las llaves en el contacto, mientras te daba un beso corto y cariñoso, un beso que le hubiese dado a mi novia.

Yo conducía con una mano y te acariciaba las piernas suaves, morenas y desnudas con la otra intentando tranquilizarte, aunque no parecías nerviosa, te habías entregado a mí. Y eso me asustaba.


Abrí la puerta de mi piso, invitándote a pasar, y no pude evitar una sonrisa de orgullo al contemplar tu expresión admirada ante la exquisita decoración minimalista de mi enorme salón. "Lo reconozco, soy un niño rico…"

Es precioso-

¿Te gusta? Puedes sentarte si quieres.

Te sentaste tímidamente en mi magnífico sofá de piel blanco, mirándolo todo con los ojos muy abiertos. Yo te puse una copa vacía en la mano.

Espera un momento aquí.

Un segundo después aparecí con una botellita fría de Sprite.

Ya que no te gusta el alcohol, y sinceramente lo comprendo porque las personas hacemos muchas estupideces cuando nos emborrachamos, ¿qué te parece una refrescante mezcla de Blue tropic con Sprite?- dije sacando lo primero del mueble bar.

Tú solo sonreías. Yo llenaba ambas copas con la inocente mezcla.

Brindemos

¿Por qué?- tu tono me hizo pensar que estabas algo asustada.

Por que una princesa ha honrado mi hogar con su presencia.

Bebimos y decidí enseñarte la terraza, desde donde puede verse una hermosa vista de toda la costa. Tú fuiste directa a la barandilla. El viento movía tu pelo de una forma casi irreal, parecía un efecto de cine. Yo te abracé por detrás. Tus tacones sólo conseguían que tu cabeza me llegase a tapar los labios, volví a emborracharme de culpa, eras tan joven ¿qué iba a hacer contigo?

Te besé el precioso cabello, ya no podía dejar de hacerlo, me incliné, besándote el cuello muy suavemente. Tú seguías mirando el romántico paisaje nocturno. Mis brazos apresaban tu brevísima cintura. Te diste la vuelta entre ellos y estiraste el cuello. Mientras te besaba, miré hacia arriba: tenías los ojos cerrados y te mordías los labios. La niña desapareció ante mi mirada. Empecé a besarte los labios, guiado por tu pasión, tu caoticismo adolescente. Tú te atreviste a meter una de tus manos por mi camiseta y palpaste mi abdomen bien formado, casi eyaculo de placer. Yo, besándonos, te acariciaba los brazos y tuve la osadía de apretar tus glúteos menudos pero sorprendentemente llenos. Suspiraste.

Te cogí en brazos, no pesabas nada, y así te llevé a mi grandísima cama. Te tendí sobre ella y me incliné sobre ti, sin dejar de besarte.

¿Estás bien?

Tu sonrisa me indicó que no tenías miedo.

A los pies de la cama empecé a descalzarte. Tus pies eran pequeños, con los dedos largos y morenos, igual que tus manos. Te los acaricié muy suavemente. Te despojé del cortísimo pantalón negro que llevabas, para descubrir un inesperado tanga de encaje rojo. Te besé en un muslo. Respirabas tan intensamente que casi parecían gemidos ahogados.

Tu camisa era roja, y volviendo a tus labios me las compuse para desabrocharte uno a uno cada botón sin parar de besarte. Descubrí un sujetador negro, con relleno. Parecías tener prisa por crecer. Tu sujetador se abría por delante, y cuando lo hice descubrí unos pechos bastante menos grandes de lo que había imaginado. Pasé suavemente la mano sobre ellos, casi un roce imperceptible. Los pequeños pezones oscuros me señalaron, desafiantes. Escuché el primer gemido real de tu boca perfecta. Y apenas te había tocado.

Empecé a descender a lo largo de tu breve cuerpo, besándote, acariciándote, chupándote. En cada contacto con tu piel percibía la intensidad de las sensaciones que estabas experimentando: El casi transparente vello que cubría todo tu cuerpo se mostraba de punta en cuanto te tocaba y tus gemidos, aunque pausados y leves, cada vez se hacían más intensos.

Llegué hasta el misterioso tanga rojo ("¿se lo habrá puesto especialmente para mí?") y te despojé de él con toda la elegancia que me permitió mi experiencia acumulada desnudando mujeres, yo aún seguía completamente vestido. Te dejabas hacer.

Observé tu pubis, acariciándote las piernas con las yemas de los dedos. Era tan… ¿infantil? Tus labios menores estaban completamente ocultos por los mayores y si no hubieras tenido las piernas abiertas frente a mí hubiese jurado que aún no se habían desarrollado. Ni la más mínima sombra de vello cubría aquel triángulo carnoso de piel dorada.

Miré la bella imagen que ofrecías sobre mi gran cama, eras preciosa, pero cuánto más te observaba menos decidido me sentía a intentar hacer el amor contigo. Demasiado pequeña, demasiado joven.

Volví a acercarme a tus labios, intentando que siguieses la delicadeza de los besos que te ofrecía, pero era imposible, oía claramente el compás de tu corazón acelerado, igual que un tambor de guerra que componía una sinfonía decorada de suspiros, gemidos y besos desesperados de extrema juventud. Enzarzándome en la placentera batalla de tus bocanadas de saliva, seguí tocándote. Me mordiste los labios cuando pase el dedo a lo largo de tus casi inexistentes labios menores. La humedad inundó mi mano, podía estimularte tranquilamente ese sexo aniñado sin temor a hacerte daño. Tu excitación llenaba la estancia oscura de efluvios que empezaban a hipnotizarme: esencia de sexo, perfume de virgen. No quería perder el control, pero resultaba difícil pensar con toda la sangre del cuerpo concentrada en la polla, que seguía asfixiada por mi bóxer y mis pantalones vaqueros.

Uno de mis dedos había conseguido introducirse levemente en tu estrecha y mojada vagina durante esa sesión de besos alocados, pero a pesar de la lubricación tu cuerpo ofrecía resistencia aunque tú ya empezabas a mover rítmicamente las caderas, caliente.

De nuevo, descendí a lo largo de tu cuerpo, sintiendo como mi olfato se embriagaba intensamente con el aroma de tu coñito de niña que intentaba a toda costa hacerse mujer en mis brazos. Hundí mi nariz entre tus muslos y aspiré ese olor que me estaba envenenando los sentidos, saqué la lengua y empecé a lamerte.

Gritabas, gemías, suspirabas. Con una de tus pequeñas manos estrujabas mis sábanas de seda violetas, con la otra, como una verdadera mujer que recibe sexo oral me estirabas de pelo o acercabas más mi cara a tu pequeña fuente de placer, que no dejaba de manar un flujo caliente y de sabor suave sobre mis labios.

Sobre tu vientre moreno y tenso aparecieron unas minúsculas gotitas de sudor, que, poco a poco, empezaron a extenderse por todo tu hermoso cuerpo. Abrí tus piernas más aún y te penetré como pude con la punta de mi lengua, repetidas veces, agarrándote por los muslos, resbaladizos de sudor. Vibraste, y por un segundo todo quedo en silencio, que fue roto por un intenso suspiro, acompañado de leves gemidos, los gritos habían terminado. Te acababa de regalar el primer orgasmo de tu corta vida.