Laila, mi obsesión (1)
Una adolescente descubre los placeres del sexo de la mano de un hombre que vive obsesionado con su rostro perfecto.
Laila, mujer de mis noches: I
Aún me acuerdo de la primera vez que nos vimos, aunque se que tú no te fijaste en mí. Recuerdo que estabas sentada en el asiento de aquel autobús que te llevaba a tu casa y leías un libro de texto con expresión de interés, quizá repasando alguna lección. No eras más que una niña. Una niña de piernas largas y pechos invisibles, una pequeña gacelita cuya ausencia de curvas ofrecía poco a mis ojos de veinteañero más que experimentado. Sin embargo, cuando una de tus manos retiró una gran cortina de pelo liso de tu cara, me resultó inevitable mirarte y en una fracción de segundo comprendí que me resultaría imposible olvidar aquel instante de belleza.
El autobús seguía su marcha y tú aún no te apeabas, yo intentaba seguir mirándote, pero una y otra vez las sedosas crenchas de tu cabello castaño ocultaban parcialmente ese rostro increíble. Veía destellos de tus enormes párpados dorados mientras leías, adivinaba las líneas de tu delicada naricita y lo que tus mechones no conseguían ocultar (aunque se movían sobre ellos juguetones), eran tus latentes labios abultados y rosas, tus sensuales pero inocentes labios de niña que seguramente jamás habían sido besados. La perfección es imposible, pero tus rasgos la desafiaban y lo que en ese momento no era perfecto para mí era la falta de un cuerpo de mujer que acompañase tu rostro maldito, maldito porque me excitaba con sólo mirarlo dándome cuenta a la vez de que ni siquiera habías dejado la niñez.
Te levantaste de tu asiento y me diste la espalda, yo suspiré, entre aliviado y angustiado ante la perspectiva de no volver a ver tu cara. Casi podía tocar la piel tirante y morena de tus hombros, tu piel de niña, y de tus cabellos brillantes ascendía hasta mis sentidos el débil aroma de tu cuerpo infantil que se mezclaba con tenues notas de fragancia púber, demasiado tenues pensaba yo extasiado.
El chofer frenó bruscamente ante un semáforo en rojo imprevisto, y tú, que sólo te asías con una mano a la barra de sostén, perdiste el equilibrio y te diste un leve golpe contra mí.
- Lo siento - tu voz era inesperadamente madura, grave, pero todo ello no le hacía perder la dulzura pueril propia de las muchachas de tu edad. Tus mejillas estaban arreboladas y sin embargo me miraste directamente a los ojos al disculparte, los tuyos eran azules y penetrantes; me dejaste sin palabras y lo único que atiné a hacer fue sonreírte intentando retener hasta el más mínimo detalle de tu preciosa cabeza.
Te diste la vuelta y te marchaste. Yo me quedé allí, embriagándome del rastro de tu sutil perfume, con los ojos fijos en tu estrecha y pequeña figura que caminaba ya lejos, con la larguísima melena ondeando sobre tu espalda.
Días más tarde, el recuerdo de aquella media hora en el autobús me perseguía distorsionado en tórridos sueños en los que tú aparecías con un cuerpo adolescente y esbelto pero bien desarrollado, suplicándome al oído con esa voz tan particular que te llevase a mi casa y una vez allí, te poseía admirando todas y cada una de tus expresiones de placer mientras te hacía el amor como no se lo había hecho a nadie jamás. El sueño de poseerte encantaba mis noches, y sin embargo el verdadero recuerdo flagelaba mis días y me acechaba cada vez más a menudo y en los momentos más inoportunos. Me daba cuenta de que me estaba obsesionando con una cara, la de una niña desconocida, pero a pesar de todo, día sí y día también intentaba tomar ese mismo autobús sólo por el placer de volver a verte aunque sabía que al mismo tiempo iba a seguir alimentando mi tortura. El ser humano nace con un masoquismo implícito.
A veces tenía suerte, otras veces volvía a casa con la vista vacía de ti y la mente llena de todas las fotografías que te habían tomado anteriormente mis retinas.
Así transcurrieron varios meses, un día te sentaste frente a mí y me pareció ver como me sonreías; yo esbocé una sonrisa tímida, pero ya no me mirabas. Quizá te asusté, pero me di cuenta de que si me habías sonreído o simplemente mirado era señal de que me reconocías, tal vez de cuando te diste el golpe conmigo, tal vez de todas las veces que habíamos "coincidido" en el para mí ya loado autobús número 17.
Debido a que me parecía violento mirarte descaradamente a la cara (aunque a veces no pudiera evitarlo), a menudo cuando te encontraba me veía obligado a dejar vagar mis ojos por tu pequeño cuerpo simplemente porque me negaba a apartar la mirada de tu persona. Y a lo largo de los meses empecé a advertir cambios en aquella silueta inmaculada, cuando ya llevaba casi ocho meses observándote clandestinamente descubrí que tus pechos empezaban a apuntar ya de un modo que no pasaban inadvertidos en contraste con tu delgadez; además, de vez en cuando te rascabas la espalda, como incómoda, lo que me provocó una sonrisa al intuir que acababas de empezar a utilizar sujetadores. Tres meses después, en un caluroso día de verano casi idéntico al de la primera vez que te ví me fijé en tus piernas largas y bronceadas; llevabas una mini falda vaquera y descubrí unos muslos torneados y llenos que se alejaban bastante de la imagen que tenía de tus piernas cuando te había encontrado un año antes sentada en ese mismo autobús. Te empezabas a hacer una mujer y mientras tanto no dejabas de colarte en mis sueños, fantasías e incluso en mis noches de pasión con algún ligue que surgía cuando salía con mis amigos a tomar unas copas.
No dejaba de evocar tus facciones que, al contrario que tu cuerpo, no había cambiado un ápice en todo aquel tiempo, quizá tu semblante era ahora más plácido y tus labios más brillantes pero eso sólo te hacía más hermosa. Me sorprendía a todas horas imaginando la sensación de besarte dulcemente y más de una vez estuve a punto de bajar en la misma parada que tú para intentar abordarte. Por suerte mi consciencia de tu juventud estaba un nivel por encima de mis ensoñaciones y me refrenaba a mi mismo, preguntándome si algún día me curaría de una obsesión que sólo crecía.
Pero tú también estabas creciendo, no sólo en altura, pues intuyendo tu edad me parecías una niña más bien bajita, sino en muchos aspectos. Tus movimientos eran ahora mucho más suaves y controlados, empezabas a utilizar a veces un vestuario más juvenil, no tan infantil, y había días que tu expresión destilaba toques de preocupación o enojo propios de la adolescencia.
Aquella tarde monté en el autobús y no te vi, así que decidí sentarme, relajarme y dejar fluir mis fantasías hasta llegar a mi destino. En la parada siguiente, entraste con otra chica. Tu amiga parecía algo mayor que tú, tenía un generoso pecho y te sacaba unos cuantos centímetros. Ambas reíais y hablabais en cuchicheos entre carcajada y carcajada mientras subíais las escaleras. Viniste directa hacia mí, me saludaste con un tono completamente natural y sin dejar de sonreír te sentaste frente a mí mientras tu amiga te miraba con intriga. Ni siquiera he olvidado la ropa que llevabas porque nunca te había visto tan guapa, ni tan mujer. Tu impecable cabello liso estaba recogido en una coleta alta, por lo que podía ver tu cara en todo su esplendor y ese día no me privé de hacerlo con descaro, el mismo con el que tú me habías saludado. Te habías puesto una camiseta turquesa que resaltaba tu delicada piel dorada, el escote era bastante abierto y, definitivamente, ya no eras una niña. Los pantalones eran blancos y se pegaban al contorno de tus piernas finas pero rotundas, marcando a la vez tus caderas, que quizá era lo único que parecía no desarrollarse del todo, pero toda tú eras estrecha. Te habías convertido en la mujer de mis sueños, a pesar de seguir teniendo una edad prohibitiva.
Te levantaste y me volviste a sonreír, yo respondí y tu amiga te dio un codazo perfectamente perceptible, riéndose. Te miré el culo, prieto y redondo, sin estrenar pero tan irresistible que noté como se me aceleraba el corazón imaginándome los gemidos brotando de tus labios carnosos mientras yo te penetraba lo que imaginaba un delicado coñito de adolescente.
Habíamos llegado a tu parada y tu amiga y tú os bajasteis. La locura se apoderó de mí y me bajé detrás de vosotras, me quedé un rato viendo cómo os alejabais y cuando estuve seguro de que os habríais olvidado de mi presencia empecé a seguiros a cierta distancia. Unos metros por delante te despediste de tu amiga:
Nos vemos mañana a la misma hora ¿no?
¡Claro! Hasta mañana Laila.
Laila era la primera vez que escuchaba tu nombre y me pareció increíble que te llamases así: Laila significa noche en árabe. Tú llevabas meses llenando mis noches, pero dejándome vacío.
Seguíamos caminando, yo detrás de ti, admirando tus pequeñas curvas nuevas e impecables que no hacían más que alimentar mi excitación en una situación ya morbosa de por sí: te estaba persiguiendo.
De repente, te diste la vuelta y empezaste a caminar hacia mí; yo, con el corazón a punto de desbocarse, seguí caminando como si supiera a dónde me dirigía y entonces me hablaste:
Hola otra vez.
¡Hola!- dije yo con una sonrisa mientras no dejaba de andar contigo a mi lado.
Llevo mucho tiempo yendo en el mismo autobús que tú ¿cómo te llamas?
Álvaro ¿y tu?- respondí yo sin creer que aquello estuviera sucediendo realmente.
Laila-
Cuando tu nombre salió de tus labios fue como oír el principio de la melodía más sensual del universo: no te hacía falta perder la sonrisa para pronunciarlo y tus labios se abrieron formando un corazón rosado al dejar escapar esa bendita "a" del final. Te dije que era un nombre muy bonito y me preguntaste si podía acompañarte el último trecho hasta casa pues tenías que pasar por un barrio bastante conflictivo y últimamente a veces pasabas bastante miedo. Evidentemente, acepté.
Nos metimos en un callejón, me diste la mano con fuerza "quiero que parezca que somos novios, así nadie se atreverá a decirme nada". Tenías una mano pequeña, caliente y con los dedos largos y finos que se perdía dentro de la mía. Te pasé el brazo por detrás de la cintura y tú sonreíste "lo haces muy bien". Yo pensé lo que me gustaría escuchar esa misma frase de tu boca en otra situación.
Por fin, salimos de aquel extraño barrio.
Ya pasó el peligro, nos veremos en el autobús, encantado de conocerte Laila.- te dije debatiéndome entre la calentura y el dolor de lo prohibido.
Por favor, no te vayas aún ¿damos un paseo? y volviste a agarrar la mano que yo te había soltado.
No pude resistirme a tu petición, no te conocía, pero te veía feliz, casi orgullosa caminando a mi lado con tu carpeta asida sobre el pecho. Una estudiante más caminando con su novio en aquel parque al que habíamos llegado. Seguimos andando y llegamos a una pequeña playa de la ciudad. Tú te sentaste en la arena, estaba anocheciendo, yo te imité.
Me miraste a los ojos y casi me dolió sentir sobre mí la belleza de tus iris azules y la forma almendrada de tus parpados que tanto había mirado.
Yo te gusto, te gusto mucho ¿verdad? He visto cómo me miras en el autobús.
Te acaricié la cara, tu piel suave como el terciopelo. Tú cerraste los ojos y te estremeciste ligeramente
Con la ayuda de la noche como cómplice del crimen que estaba a punto de cometer, acerqué poco a poco mi cara a la tuya, abriste tus enormes ojos azules, y te besé. Nos besamos, porque en cuanto puse mis labios sobre los tuyos tú metiste la lengua en mi boca y me besaste con furia, un beso de adolescente. Tenías experiencia, pero poca, muy poca.
El beso duró bastante, yo seguía acariciándote la cara y disfrutando de un momento que había soñando mil veces, despierto y dormido. Tenía una erección casi dolorosa pero no me atrevía a tocarte ni un pelo, no quería aprovecharme de ti. Me separé de tus labios y miré el reloj. Eran casi las nueve.
Laila, es tarde, seguro que te esperan en casa.
Volviste a cogerme la mano.
¿Volveremos a vernos? Quiero decir aquí, así, no en el autobús.
Negarse era impensable, te apunté en una esquina de tu carpeta mi número de móvil y esta vez fuiste tú quien me besó al decirte que podías llamarme cuando quisieras. Nos separamos.
Esa noche, solo en mi cama, me masturbé con desesperación rememorando el primer beso, y el que tú me habías dado.