Laia in black

Ayudada por una amiga, Laia decide salir de fiesta por primera vez como mujer y acaba pasando la mejor noche de toda su vida...

Se miró al espejo. Hasta tres y cuatro veces, como si su cerebro no pudiese asimilar lo que le transmitía su retina. Era ella, por fin. La mujer que había estado buscando en cada reflejo durante décadas.

De acuerdo. Un primer plano hubiera revelado sin excesiva dificultad sus facciones masculinas, pero estaban mejor escondidas que nunca. Jugueteó con varias poses, practicando técnicas de seducción, como tantas veces y como nunca a la vez. El matiz era importante. Si todo iba bien, en muy poco tiempo estaría poniendo esas técnicas en práctica.

Sonrió pícara al imaginar el devenir de la noche. Seductora, guiñó un ojo al ‘yo’ más bello con el que se había encontrado y susurró, coqueta:

“Hola Laia. Por fin estás aquí”.

Satisfecha, salió del cuarto de baño y se dirigió al salón. Allí esperaba Carol, artífice de la culminación de la primera parte de su más recurrente fantasía. Su amistad se remontaba a la más tierna infancia; y cuando se decidió a hablarle de la existencia de Laia, Carol no dudó en poner todo de su parte para ayudar a su ‘nueva’ amiga.

Habían pasado esa tarde de chicas con la que sueña toda adolescente. Laia también, pero en secreto. Y, por supuesto, nunca la había tenido. Pasaron una hora eligiendo el modelito para Laia, que pese a llevar apenas un año comprándose su propia ropa, disponía ya de una colección envidiable. “Soy adicta al shopping”, se excusaba coqueta.

Se moría por llevar una de esas minúsculas minifaldas que tanto le gustaban, pero se reconoció a sí misma que unos shorts serían mucho más prácticos para la misión de esconder tan delator bulto. Cogió unos negros monísimos y una camiseta corta rosa, a juego con el conjunto de ropa interior elegido para la ocasión. Con un buen relleno, evidentemente.

Los tacones fueron la elección más sencilla, apenas disponía de dos pares. Encontrar su talla era tarea ardua y cara. Descartados los rojos por motivos obvios (“¡Rosa con rojo!, ¿Puede haber algo más hortera?”), optó por los negros con puntos dorados. 12 centímetros de pura feminidad. Miles de horas de práctica por el pasillo se encontraban ante su prueba de fuego; pero antes era el turno del maquillaje.

Es decir, el turno de Carol. Sin un solo pelo en su cuerpo de cuello para abajo, y con sus veinte uñas ya adornadas en rosa –a nadie se le escapaba que era su color favorito-; se puso en manos de su amiga. Literalmente. Se dejó llevar, disfrutando del ritual del que biología y convencionalismos sociales le habían privado hasta la fecha.

Quería girarse para verse en el espejo, pero Carol se lo impidió. Faltaba el pelo, tan largo como indefinido. Otra de sus asignaturas pendientes. Cuando terminó, eligió unos pendientes de estrellas rosas, un colgante plateado con la palabra ‘Love’ y una pulsera de perlas pequeñas de un rosado transparente. Se puso los tacones y se elevó al Olimpo de su yo interior.

Al entrar en el salón, su sonrisa apenas cabía por la puerta. Carol sonrió cómplice. Había aprovechado el momento de intimidad de Laia consigo misma para preparar sendos mojitos que esperaban junto al sofá. Degustó el manjar con pausa, recreándose en las huellas de carmín de la copa. No era la primera vez que las veía, pero en esa noche todo era especial.

No iba a ser su primera escapada como Laia. Bajo el abrigo de la solitaria madrugada, había dado algún furtivo paseo contoneándose bajo los chorros lumínicos de las farolas, que dibujaban en su mente una pasarela por la que desfilaba entre el miedo a ser descubierta y la excitación del aire colándose bajo su minifalda.

Pero esta noche iba a matar. Echó un vistazo al cajón que cobijaba sus juguetes, comunicando telepáticamente a su consolador favorito -20 centímetros de placer negro- que le daba la noche libre. Esa noche tocaba piel. Vació su segunda copa y se giró hacia Carol:

“Estoy lista”, confesó.

Minutos después llegó el taxi. Ambas se sentaron detrás, murmurando entre risillas al ver las mal disimuladas miradas del conductor hacia el retrovisor interno. Ambas lo sabían: estaba cachondo. Laia había sentido el impulso de saltar al asiento delantero y sacarle allí mismo la polla. Se sabía capaz de hacerle correrse antes de llegar a su destino, pero la fantasía de engullir el miembro de un conductor en marcha ya estaba tachada. Lo repetiría encantada una y mil veces, pero no esa noche. Bueno, no aún. “Si a la vuelta repetimos taxista, me pongo delante”, se aseguró a sí misma.

Como unas reinas, descendieron del vehículo en la misma puerta de la discoteca y entraron directamente. Nadie les había dado permiso, pero los seguratas bastante preocupación tenían con recogerse las babas. Aun así, Laia se permitió un instante para contemplar la interminable fila de chicos que aguardaban su turno pacientemente mientras vaciaban los últimos resquicios del botellón.

Su primer pensamiento fue para su antiguo yo. “Pringao”, le llamó en sus adentros. Rápidamente volvió al ahora y se preguntó cuántos de esos chicos caerían en sus redes. Pidieron dos copas y volaron hacia la pista. Antes de llegar ya había perdido la cuenta de las veces que había sentido la mano de algún hombre en su culo. Podría haberse indignado ante semejante acoso, pero estaba demasiado cachonda como para ponerse a impartir lecciones de igualdad.

Carol actuó. Tomó su cintura y comenzó un baile al que eufemísticamente se podría calificar como erótico. Sus cuerpos no cesaban de rozarse, de calentarse, de explorarse. En la penumbra del local, nadie parecía haberse dado cuenta de la peculiaridad de Laia; ya que la gran mayoría de chicos del local se arremolinaban a su alrededor. Normal. Seguramente, muchos de ellos se habrían dejado pequeñas fortunas en contemplar espectáculos lésbicos bastante más mediocres.

Un sinfín de tíos cachondos como monos y un buen puñado de zorras que miraban envidiosas. Laia estaba en su propio paraíso y, como tal, disfrutó cada segundo. No tenía ni idea de cuánto tiempo había estado ahí arriba, varias horas seguro. Llevaba ya muchas copas encima –todas gratis, por supuesto-, y estaba más cachonda que nunca. Cogió la mano de Carol y se la llevó al baño, era hora de retocarse. De nuevo, se puso en manos de su amiga; y, de nuevo, no podía dar crédito al resultado.

De vuelta a la pista, Laia decidió que había llegado el momento de buscar a su presa. La culminación de su fantasía requería una especificación básica: el color negro. No era racismo, pero su antiguo yo ya se había comido demasiadas pollas blancas. Como por arte de magia, vislumbró a cuatro imponentes negros en uno de los reservados.

Alcanzó a Carol y le susurró: “Me voy de caza, luego nos vemos”. Su amiga sonrió y le dio un beso en los labios.

“Mucha suerte, cielo. Quiero detalles”, repuso sonriente.

Se acercó al reservado y, con la voz más dulce que sus cuerdas vocales le permitían, preguntó:

“¿Puedo sentarme?”.

Vio a uno de ellos asentir. Suficiente. Los dos que estaban en el sofá grande se separaron a modo de invitación, pero Laia ya había elegido su asiento. Una rápida inspección ocular de los bultos de los cuatro susodichos había motivado su elección, precisamente uno de los que se estaba moviendo para hacer sitio en el sofá.

Laia no le dejó, rápidamente se sentó encima de él. Como había supuesto, ya estaba cachondo. Sintió sus nalgas aplastándose contra ese delicioso miembro. Menos mal que llevaba el cinturón de castidad que enjaulaba su pene, impidiéndole tomar el mando.

Comenzó a moverse suavemente, sintiendo esa increíble polla moviéndose cerca de su culo. Había dejado de pensar. Metió la mano bajo el pantalón del chico que tenía a su izquierda, e invitó a uno de los otros dos a sentarse a su derecha. El semental ni se lo pensó, y Laia ya tenía una polla en cada mano. Al cuarto no necesitó decirle nada. Él solito se puso en pie y se dirigió hacia Laia. Se bajó la cremallera, sacó su enorme miembro y lo dirigió a su boca.

Laia quería empezar a demostrar sus dotes artísticas para las mamadas, su gran especialidad. No tuvo opción. Aquel dios de ébano agarró su cuello y comenzó a follar su boca sin piedad. Apenas podía respirar, pero tampoco lo necesitaba. “Coger aire es secundario cuando 25 centímetros de carne negra inundan tu garganta”, pensó.

Aumentó el ritmo de las pajas para adecuarlo al del rabo que taladraba su boca, al tiempo que su culo se movía sin control sobre ese descomunal falo, al que quería dentro sin más demora. El dueño del mismo pareció darse cuenta. Bajó ligeramente sus shorts y, apartando sus braguitas, colocó la punta en la entrada del culo de Laia, que veía sus súplicas ahogadas en el mar de saliva que esa otra inmensa polla producía en su boca.

Por fin la sintió. Jugueteaba con ella sin llegar a entrar. No podía más, la quería dentro, su culo buscaba desesperadamente ese pedazo de cielo de forma cilíndrica. Notó cómo empezaba a entrar poco a poco. Se negó a tanta delicadeza. Reunió todas sus fuerzas para dejarse caer hasta el final, sintiéndose totalmente taladrada. Cuando sintió sus nalgas reposar sobre los muslos de su amante, penetrada como nunca antes, no pudo evitarlo. Se corrió dentro de su jaula. Su primer orgasmo anal, no era una leyenda urbana.

Nunca había sido tan feliz. Apenas había notado que sólo uno de sus amantes permanecía sentado. Los otros dos se habían colocado junto a su amigo, ofreciendo a Laia un jugoso surtido de tres pollas. Las mamó con avidez mientras botaba en una sensual danza, sintiendo esos casi 30 centímetros de felicidad entrando y saliendo de su culo.

Su amante besaba su cuello, acariciaba su cuerpo, no podía disimular su éxtasis. Le habló de seguir la fiesta en otra parte, o algo así. Empujó el cuerpo de Laia hacia abajo para clavársela entera durante varios segundos. Laia sintió su culo llenarse de leche y volvió a correrse.

Había elegido bien. El individuo que acababa de destrozar su culo era el que llevaba la voz cantante. Levantó a Laia como si fuera una pluma mientras ella notaba esa leche saliéndose de su culo.

“De rodillas, puta”, exclamó. Laia obedeció encantada. “Ordeña a estos tres y seguimos en casa”.

Laia colocó las tres pollas lo más juntas que pudo, y empezó a lamer con dedicación sus respectivos capullos. No había tiempo, al parecer. El jefe agarró las manos de Laia y las puso en su espalda. Sólo podía usar su boca. Su especialidad.

Se entregó al placer. Mamar rabos era su actividad favorita, y nunca había estado ante tres ejemplares como esos. Tres pollas salidas de una película porno que taladraban su garganta, golpeaban sus mejillas y se paseaban por su cara esperando su momento. El líder echó la cara de Laia hacia atrás. Ella lo entendió al instante. Abrió su boca de par en par y mostró su lengua, rozando el capullo que tenía delante esperando su recompensa.

Disfrutó ciegamente con cada una de las tres corridas recibidas. Espesos chorros de semen, el complemento perfecto a su maquillaje. Se corrió por tercera vez, sus braguitas estaban inundadas de leche. Nunca se había sentido tan puta. Tan feliz. Y la noche no había acabado.

Permaneció un rato de rodillas, inmóvil, sintiendo el blanco líquido descender por su rostro, empapar sus ropas. Aún sentía la corrida dentro de su culo.

“Nos vamos”. Era la voz del líder. Laia ni se lo pensó, acudió detrás de sus hombres como una perrita fiel. Ni siquiera pensó en el hecho de que toda la discoteca estaba contemplando su salida, totalmente despeinada, con el maquillaje descompuesto y la cara bañada en semen. No podía dejar de sonreír. Sólo podía pensar en lo que estaba por llegar…

(Continuará…)